Novelista, cuentista, ensayista y dramaturga guadalupeña. Autora esencial de la literatura postcolonial en lengua francesa. Los estragos del colonialismo, el caos postcolonial, la situación de la mujer, la inmigración, el racismo, el machismo, la violencia, son temas centrales de sus obras.-¿Tú me oyes? ¿Me escuchas?
La obra de la autora en español ha seguido un itinerario curioso (aunque ha ocurrido y ocurrirá con otros autores). Sus obras traducidas llevan casi treinta años sin que nadie les haga caso, tiradas en el suelo de muchos rastros, completamente ignoradas. Una editorial de las consideradas "de culto" ha empezado a sacar nuevas ediciones (con traducciones de Martha Asunción Alonso, poeta indispensable) y ahora todo el mundo la lee. Sin embargo, las anteriores ediciones siguen siendo ignoradas y acumulando humedad en los rastrillos. Son comportamientos de los lectores que, por más que se repitan, sigo sin llegar a entender.
Este cuento se encuentra recogido en la antología "Krik..., krak... Cuentos de las antillas" (como ya comenté en una de las entradas de la cuentista haitiana Edwidge Danticat, cuando un haitiano, aunque parece que es una expresión común en el Caribe, quiere contar una historia pregunta "¿Krik?", y si alguien quiere escucharla responde "¡Krak!").
La versión del cuento (y las notas) es la de Amelia Hernández.
Claude levantó la cabeza. No, no estaba escuchando a Elinor porque no era necesario. Todas las mañanas Elinor repetía las mismas instrucciones mientras se ponía los guantes de piel fina o se encasquetaba un gorro de colores vivos sobre el cabello rizado, antes de desaparecer dejando tras ella un delicado perfume.
-Lava, friega, plancha, riega las matas. Cuando te vayas, no se te olvide la cerradura de seguridad: eso es muy, muy importante . . .
Como Elinor se quedaba mirándola, vacilando según su costumbre entre la ternura y la exasperación, Claude se disculpó con una sonrisa y entró en la cocina.
El apartamento donde Elinor se había mudado seis meses atrás era elegante. Convenía a las mil maravillas para una joven escritora cuya primera novela, The mouth that eats salt, era saludada en las revistas literarias. Pero no las revistas afro, ésas ya se sabe lo que valen: ¡convierten en genio a un negro o a una negra que escriban algunas líneas! Elinor era tema de artículos y salía en las portadas de publicaciones blancas serias, objetivas, que descifraban las referencias de sus novelas al folklore del Viejo Sur y al patrimonio colectivo negro, sin dejar de hacer hincapié en su belleza cálida como una noche de agosto en Georgia. Había regalado un ejemplar de la novela a Claude, que con su escaso conocimiento del inglés no pudo leerla. Se limitó a abrirla, acariciando con la mirada el entrelazamiento de unos signos que nada significaban para ella, y después la colocó en el único estante de su cuarto, entre su álbum de fotos y un ejemplar de Teach yourself English. Por la ventana de la cocina, Claude veía un verdadero paisaje de tarjeta postal. Bajo el cielo de un azul fuerte, los rascacielos relucían, delimitando las calles perpendiculares recorridas por taxis amarillos. ¡Qué sorprendente es Nueva York! Claude aún no se acostumbraba a esa belleza desconcertante como la de un rostro con el que nunca se ha soñado. A veces, al salir de su cuartucho de la calle 144, donde negros y puertorriqueños unidos en una misma miseria se enfrentaban con un mismo odio, ella se preguntaba qué la había llevado de su indolente isla a esta ciudad donde todo hablaba de éxito, de fortuna. A sus diecinueve años, su pasado le parecía interminable, confuso, jalonado por dolorosas referencias, marcado ya por el fracaso. Nunca conoció a su padre, un mariagalantés que desapareció tras su fecunda y triste unión con Alicia, su madre. Ésta, ya cargada de niños, la encomendó a su madrina, la señora Bertille Dupré, de una excelente familia de Pointe-aPitre, quien le dio la mejor educación a cambio de las labores domésticas. De hecho, Claude no salía de esas labores domésticas: lavar, fregar, planchar, regar las matas . . . En uno y otro lado del océano.
Volvió su mirada hacia los platos sucios. La víspera, Elinor había ofrecido una cena. Recibía mucho, ahora. Tenía que hacerlo para cuidar su publicidad. Es que no basta escribir un libro, sólo un ingenuo se lo cree. Además hay que promoverlo, y Elinor estaba pagando el precio. Cuando Claude se presentó en casa de Elinor, ésta la acribilló a preguntas en su francés a la vez vacilante y preciso. Primero creyó que Claude era haitiana pero criada en ese abono que fertiliza todas las grandes ciudades norteamericanas. Después, se había extrañado:
-¿Guadalupe, dónde queda eso, qué edad tiene usted, qué la trajo hasta acá, tan joven y tan lejos de su casa?
Y Claude se oyó a sí misma farfullando una historia verdadera pero tan inverosímil como una sarta de embustes. ¿Quién podía creer que al llegar a la mayoría de edad se fue del Hotel du Grand Large, donde la habían contratado cuando obtuvo su diploma de Turismo, que retiró de la entidad de ahorro el escaso peculio que su madrina Bertille le había constituido, y que hizo sus maletas? ¿Por qué Nueva York? ¿Por qué no París, a través del Bumidom (1), como todos los demás? Pues precisamente porque París le horrorizaba. Varias veces al año, en la casona de la calle Commandant Mortenol, entre el patio y el jardín, los amigos de su madrina Bertille desgranaban recuerdos extasiados al regresar de un viaje a la metrópoli:
--Querida, subimos con los niños hasta lo más alto de la Torre Eiffel. París a nuestros pies, ¡qué espectáculo!
Y Claude, atenta a no derramar las copas de sorbete de coco obsequiadas a los invitados, se ponía a odiar esa ciudad, ramera demasiado elogiada, y juraba para sus adentros que ella zarparía hacia otra América.
Al final de aquella entrevista, Elinor había declarado:
-Estamos de acuerdo. Usted vendrá tres horas todas las mañanas.
Desde entonces, entre ellas se había establecido ese vínculo hecho de compasión, de desprecio, a veces de odio, también de amor, pues compartían un secreto: ambas sabían que Claude era una Elinor a la que el destino, cual mago distraído, había sacado de la nada para luego olvidarse de atender sus deseos. So pretexto de practicar su francés, Elinor le contaba su infancia en la casa victoriana heredada de la familia materna. Era la menor de siete hijos, número que siempre significó para ella una predestinación. Cuando le describía a su madre, sus tías, sobre todo su tía Milicent, a Claude no le costaba representárselas. Con algunos ricitos, unos cuantos trazos adicionales de delineador, adornos en cuello y puños más austeros y a la vez más ricos, ellas eran igual que madrina Bertille, sus hermanas y sus amigas. En cuanto al padre de Elinor, ausente pero siempre presente, que se irritaba enseguida por una arruga en la pechera de su camisa, era como Marcel Dupré, jefe del Servicio de los Impuestos Directos e Indirectos, cuya hija mayor le arreglaba las uñas todos los domingos. Era el mismo universo, ampliado a escala de un continente, nada más. Pero hasta ahí llegaba la semejanza. Elinor había revoloteado de unos a otros en sus tacones altos, presentando su mejilla para los besos. Era la niña prodigio, la más tremenda, la que dejaba a sus maestros confundidos, la que al morir Martin Luther King compuso una oda en su honor, que fue leída en la iglesia ante el recogimiento de todos. No era la humilde ahijada recogida por caridad, criada sin amor, afeada por tanta indiferencia. Claude salió de la cocina, cruzó la sala, sesenta metros cuadrados de alfombra blanca, de cuadros de Romare Bearden, de pintores ingenuos, Salnave, Wilson Bigaud, Wesner la Forest, de objetos insólitos y graciosos traídos de México, que la ponían a temblar cuando les quitaba el polvo, y entró en el estudio. Esta habitación era el lugar de una alquimia secreta y singular. Encima de una gran mesa de dibujo, colocada contra la ventana, señoreaba la máquina de escribir. Elinor guardaba meticulosamente en carpetas de diferentes colores el manuscrito de su novela en proceso, sus cuentos, los artículos que preparaba. Claude abrió una carpeta. ¡Era algo mágico! Esa serie de arabescos significando un pensamiento, comunicando lo imaginario que se hacía así más lancinante que lo real. ¡Escribir! Poner en movimiento sus energías, su sexo, su corazón para dar a luz el mundo que ella guardaba en su oscuridad. Y pensar que Claude ya había tenido esa audacia . . . En Pointe-a-Pitre, por la noche, en su cuartucho, cuando la casa dormía, ella garabateaba en cuadernos de espiral. Era una fuerza incontrolable. ¿A quién podía mostrar el fruto de sus vigilias?
La señorita Angélique-Marie Lourdes era la maestra de francés, una hermosa cuarterona llena de hoyuelos que aún vivía en casa de sus padres. Todas las mañanas, en el recreo de las diez, la sirvienta de su madre le llevaba una taza de leche caliente y un croissant sobre una bandeja de plata, y ella se ponía a picotear como un pájaro. Fue la única persona que prestó un poco de atención a Claude, poniéndola a recitar las fábulas, animándola con una sonrisa. Pero, ¿ir junto a ella? ¿Poner ante sus ojos aquel farfulleo torpe? Claude nunca se había atrevido a hacerlo, y antes de irse de Guadalupe quemó todos sus cuadernos, uno por uno. Se sentó ante esta mesa de trabajo, colocando pesadamente, torpemente, las manos encima del teclado.
Al salir de casa de Elinor, Claude se iba en autobús a casa de Vera, noventa calles más arriba, en pleno corazón de Harlem. Allí ya no había portero en uniforme azul cielo con galones, ni guardia de seguridad con uniforme azul oscuro y walkie-talkie, ni alfombras orientales, ni plantas, ni un ascensor llevándola en un suspiro hasta el piso 25. Sin embargo, en otros tiempos, con sus gruesas columnas de falso mármol, el edificio habrá tenido mejor apariencia. Lamentablemente, Harlem dejó de ser la capital de las artes y del placer donde Zora Neale Hurston bailaba charleston mostrando sus tobillos. Era un ghetto sucio, desesperanzado, donde la mayoría de las familias subsistían gracias a los bonos alimentarios. Quince años antes, cuando Vera acababa de instalarse, en los diversos pisos había médicos y empleados de Wall Street que llevaban trajes de tres piezas gris oscuro. Después, toda esa gente huyó hacia las afueras de la ciudad, donde nadie degollaba a los niños, y Vera permaneció como un último vestigio del pasado. Claude pulsó el timbre, tres toques largos y uno corto, oyó el interminable mecanismo de cerraduras y cerrojos, y la puerta se abrió. ¿Qué edad tendría Vera? ¿Sesenta, setenta, ochenta años . . .? Se había mantenido esbelta y hasta menuda. Ni un hilo de plata en su melena; pero ya no era tan abundante, clareaba como una selva devastada por demasiados incendios. La estructura de su rostro era inalterable, pero su boca, sus ojos lucían maltratados, deshechos, destruidos de tanto haber simulado la esperanza y la valentía. Vera le preguntó:
-¿Has comido?
Claude negó con la cabeza. Vera insistió:
-¿Ella no te dio nada de comer?
«Ella», por supuesto, era Elinor. Claude constituía el vínculo entre esas dos mujeres que nunca se habían visto. Un día, no pudo resistirse a la vanidad de apuntar un dedo hacia la portada de la revista literaria que Vera estaba leyendo, y murmuró:
-Yo trabajo también en su casa . . .
Vera se había quedado pasmada y, desde entonces, Elinor se convirtió en uno de los temas de sus conversaciones cotidianas. Vera recortaba todas las reseñas, todos los artículos que hablaban de Elinor, y los comentaba con rabia:
-¡Belleza cálida como una noche de agosto en Georgia! ¡Imágenes, metáforas, símbolos tomados del folklore del Viejo Sur, voz negra, ritmo negro! ¿Cómo puede ella aceptar todo esto? ¿No tiene nada mejor que hacer? ¡Alguna causa noble, alguna causa noble . . . !
Otro tema de sus conversaciones cotidianas era, por supuesto, Haití sangrando por todas sus heridas. La familia de Vera, vinculada por el lado materno al ex presidente Ornar Tancrede y, por el paterno, al ex presidente Zamor Valcin, fue llevada al matadero por orden del nuevo dictador; sus tierras y sus propiedades quedaron confiscadas, sus casas arrasadas. Vera se había salvado de aquella carnicería porque se encontraba en Europa, donde iniciaba una doble carrera de pianista y escritora, y se dejaba cortejar por un joven italiano. De la noche a la mañana, cerró su instrumento y puso su pluma al servicio de una causa noble. Mantenía desde entonces una columna en un periódico opositor cien veces cerrado, cien veces resurgido cual ave Fénix. Ella, que no había estado en Haití desde hacía veinte años, sabía todo lo que ocurría allá, analizaba todo lo que se decía allá. Llevaba la isla en ella como un poto-mitan (2) que era el eje de su vida. Corría de una manifestación a una marcha, de un acto de solidaridad a otro, incansable, dando consuelo a todos, y regresando luego a su apartamento gélido donde todo se iba al garete, igual que sus esperanzas.
Cuando Vera se había encontrado con Claude, ya hacía dos días que ésta no comía nada y estaba viendo el mundo a través de una bruma lechosa que lo embellecía. Era un lugar que mantenía sus puertas abiertas de par en par, cosa rara en Nueva York, así que Claude entró. Ahí, para su sorpresa, se hablaba francés. Unas niñas con mejillas color canela presentaban grandes bandejas con patés y jugo de naranja. ¿Acaso era Dios que, por fin, se manifestaba? Probablemente sí, pues en aquel instante la mirada de Claude se cruzó con la de Vera.
Vera no tenía ninguna necesidad de ayuda doméstica, eso Claude no lo comprendió de inmediato. Los primeros meses había fregado, limpiado, pulido objetos usados y descoloridos, tratando desesperadamente de devolverles su lustre. Poco a poco había descubierto que a Vera le gustaba ese desorden, ese deterioro. Entre los compañeros íntimos que componían su mobiliario, ya no había que fingir. Se encontraba consigo misma, ya habitada por la muerte. Encogida en un extremo del sofá, hojeaba sus álbumes:
-Mira a mi mamá, ¡qué hermosa era! Yo tengo su misma tez. Ésta es mi hermana Iris. ¡Éste es papá! Todos han muerto y yo nunca he visto sus tumbas . . .
Las lágrimas le corrían por las mejillas y Claude tomaba la mano anciana entre las suyas, besándola suavemente. ¿Qué podía decir? Nunca había sabido hablar puesto que nunca nadie la había escuchado. Vera continuaba:
-¡Él es Fabio! ¡Aaay, los hombres! Cuando se enteró de que yo había dejado de ser una rica heredera, desapareció. Después de aquello, no pude confiar nunca más en nadie, en nadie . . .
Luego se ponía a enumerar a aquellos que la habían amado y, según decía, a los que ella había rechazado. En unas cajas de cartón guardaba cartas que a veces leía en voz alta, burlonamente y también con cierta exaltación. ¿Qué fue de la vida de todos aquellos suplicantes? Se habían casado, eran padres de familia, prósperos burgueses, artistas realizados, . . . o habían muerto, ellos también, como los padres de Vera, retornando al cálido vientre de la tierra. De ellos sólo quedaban esos arabescos que habían expresado su pasión. Claude, fascinada, devoraba con la mirada las páginas tantas veces hojeadas. Pero el momento más preciado era cuando Vera abría el maletín que contenía los diversos manuscritos de sus novelas, todas sin publicar, todos devueltos por los editores de Francia, de Bélgica, de Suiza, de Canadá. Pasaba horas leyendo en voz alta capítulos enteros mientras Claude, pendiente de su lectura, trataba de descubrir cuáles eran los errores escondidos tras las palabras y las frases, pues, en definitiva, ¿por qué quedaron condenadas a este final sin gloria, quién define lo bello, quién decide el éxito, por qué Elinor va a pleno sol y Vera en su noche? La escritura no es más que una trampa, la más cruel de todas, un engaño, un simulacro de comunicación.
Como todas las tardes, después de esas largas sesiones de lectura en la única habitación que el radiador aceptaba calentar, Vera se quedó dormida, con la boca abierta y un ronquido parecido a un estertor. Claude le quitó los manuscritos de las manos: La batalla de Vertieres, novela histórica, Corazón haitiano: Angelita Reyes . . . y volvió a su ensoñación. ¿Por qué será que ambas mujeres, cada cual a su manera, le han tomado afecto? ¿Por ser joven, por ser ingenua, por ser benigna? Se daba cuenta de que ella era una creación de ambas, un rollo de papiro donde ambas trazaban libremente los signos que escogían para representarse.
Pero, al mismo tiempo, ¿acaso no las tenía ella en su poder? Un rechazo suyo, y se rompería el espejo en el que Elinor se veía tan bella. Un gesto suyo de hastío, y Vera se quedaría sin resuello, agotada, al final de la carrera.
Hacia las tres de la tarde, Vera seguía durmiendo. Claude se puso la chaqueta de lana de cabra que ella le había dado y se marchó. Los muchachitos que jugaban en la calle, bien arropados, le sonrieron. Ya la conocían. Claude empezaba a tener presencia viva en el vecindario. Eso era buena señal.
Del City College al apartamento de Elinor había poca distancia. Claude se había inscrito siguiendo los consejos de Vera, quien le repetía que la instrucción era la clave del ascenso social.
-Éramos un pueblo de esclavos. Hemos subido todos los peldaños pacientemente. Y ahora, mira . . .
Claude miraba, ¿y qué veía? Mujeres y hombres amontonados en ghettos, humillados en su espíritu, heridos en su carne. Mujeres y hombres sometidos a la dictadura, disgregados por los cuatro puntos cardinales del mundo. Quedaba África, de la que Vera hablaba a menudo. ¡Estaba tan lejos! ¿Quién podía saber lo que ocurría allá? Mientras tanto, los cursos nocturnos del City College eran prácticamente gratuitos. Ella estaba aprendiendo inglés. Poco a poco, el habla de Nueva York que tanto la asustó y ensordeció se volvía inteligible. Los jeroglíficos de los letreros de neón, de los afiches, se dejaban descifrar.
En la esquina de la calle 140, un anciano acurrucado bajo un portal la miró con ojos azulados por la ceguera. Ella le dio uno de sus últimos veinticinco centavos de dólar.
En la entrada del apartamento Claude se detuvo, estupefacta. Elinor, envuelta en su bata de casa color azufre, estaba desplomada, postrada. Alzó hacia ella un rostro deshecho, casi tumefacto entre las tristes algas de sus cabellos, y gimió:
-Mira lo que escriben . . .
Frente a ella, unas revistas: Black Culture, Black Essence, Black World . . . Pero Claude no les concedió ni una mirada. Se sentía confundida ante tanta congoja. Era como si el sol, despreciando los corazones sangrantes de las víctimas y los cantos de los sacerdotes, se hubiera negado a salir, dejando el mundo en su noche.
-Pero, ¿qué es lo que quieren, qué es lo que quieren?
Ella mismo se contestó con una pirueta:
-Lo que quieren es que yo siga hablando de la esclavitud y de los negreros y del racismo, que yo adorne a los negros con las virtudes de las víctimas, que insufle la esperanza . . .
Sorbió sus lágrimas, se secó los ojos con los puños, y en esos gestos pueriles Claude adivinó la niña que había sido.
-Mi madre tenía cuarenta años cuando fue admitida por primera vez en un restaurante blanco de Colony Square. Aquello fue el gran acontecimiento de su vida. Todas las mañanas, ese cuento lo escuchábamos después del elogio a nuestros héroes que derramaron su sangre para que llegara aquel momento . . . Ya no puedo más, ¿entiendes?
Claude no estaba segura de haber entendido. Sin embargo, la tranquilizó con una sonrisa. Elinor se puso de pie. Sus admiradores no habrían reconocido a su ídolo, esa mañana. Pero ya se enderezaba, recuperaba su gracia, su compostura, como avergonzada de su desasosiego, y Claude entendió que nada podría detener su marcha.
Al quedarse sola, Claude se puso a hojear las revistas, siguiendo con el dedo algunas líneas, en busca de inscripciones conocidas. ¿Por qué hacen tanto daño las palabras, qué poder se oculta en sus trazos, cómo capturarlo y domesticarlo a voluntad? En cierto modo, ni Elinor ni Vera lo habían logrado. Suspirando, Claude se dirigió hacia el fregadero atestado de vajilla sucia. Al cabo de un rato, Elinor se le acercó. Bien dificil habría sido deiscubrir bajo el rubor de las mejillas las marcas de las lágrimas. Ambas se sonrieron y Elinor repitió:
-Lava, friega, plancha, riega las matas. Cuando te vayas, no se te olvide la cerradura de seguridad: eso es muy, muy importante . . .
Sin embargo, esas órdenes significaban otra cosa. Simbolizaban el vínculo que las unía, el secreto que compartían, el equilibrio recuperado . . .
La plancha caliente mordió el cuello de la blusa de algodón blanco. Desde niña, Claude oía decir que ella tenía dedos de hada. Era la única gracia que se le reconocía. Marcel Dupré, cuando terminaba de inspeccionar la pila de camisas tibias aún, se dignaba sonreír y metía los dedos en el bolsillo de su chaleco:
-Toma, cómprate un «dulcito» . . .
Los jueves por la tarde, cuando ella visitaba a su madre en el Canal, la encontraba en la cocina, con la barriga permanentemente tensada por una preñez, atrapada entre el fregadero y la mesa, y le quitaba de las manos el quemante trapecio de hierro colado. Alicia, aliviada, se sentaba pesadamente y emprendía un largo relato acerca de las enfermedades de los niños, las discusiones con las vecinas, los golpes y los insultos liberalmente suministrados por su marido de tumo, interrumpiéndose a ratos para exclamar con fugaz ternura:
-¡Qué bien lo haces!
¿Es que acaso ella nunca serviría para otra cosa? Se miró las manos, pequeñas, algo cuadradas, modeladas aún por la infancia. Desde su llegada a Nueva York, demasiado ocupada en sobrevivir, no había comprado ningún cuaderno de espiral. Pero sabía que iba a tener de nuevo esa audacia, que sus energías, su sexo, su corazón, su cabeza se pondrían de nuevo en movimiento y que iba a parir un mundo que ya estaba moviéndose dentro de ella. ¿A quién le mostraría el fruto de su parto? Esta vez, no lo dudaría . . . A Vera, que era quien la había inspirado.
Vera se ajustaría los lentes de montura metálica que acrecentaban el conjunto a la vez patético y cómico de su viejo rostro, y asentiría:
-¡Bien, bien . . . ! ¡Ah, muy bien!
La plancha caliente crepitó, la ensoñación terminó . . .
Hacia el mediodía, se fue. En esas calles altivas, las miradas fijaban un punto en el espacio sin cruzarse con otras miradas, sin rozar mejillas, labios, cabelleras, y cada cual parecía perseguir a su propio fantasma.
-Esta mañana, Elinor estuvo llorando . . .
Vera iba a saborear esta noticia como un raro manjar, luego la acosaría con sus preguntas aunque ella no pudiera contestarlas. Mejor así, porque entonces la imaginación de Vera colmaría todas las grietas, construiría un relato a su manera. Al actuar así, Claude no tenía la impresión de estar revelando un secreto que debía guardar. Al contrario, restablecía el vínculo que se había roto. Efectivamente, desde el momento en que el barco, con la bendición de Dios y del Rey, se alejó de la bahía para su terrible travesía, todo las había separado. Quedaron asignadas a sus lugares de residencia, constreñidas al mutismo por otras lenguas. Y ahora la unidad se restablecía.
En la calle 140, el frío había ahuyentado al anciano de su portal. En las vidrieras-revoltijo de las tiendas puertorriqueñas, los mangos, los aguacates, los plátanos hablaban de un clima donde la miseria por lo menos se engalana con jirones de sol. Pero al verlos, lo que se despertaba en Claude era un rencor que le daba nauseas. Apretó el paso porque el frío se hacía cada vez más intenso.
Cuando llegó a la esquina de la avenida Amsterdam, el corazón le dio un vuelco. Delante del edificio de Vera estaba estacionada una ambulancia, y eso fue la materialización de una angustia que Claude llevaba dentro de ella todos los días. Sabía que ese momento iba a llegar. Cuando Vera se quedaba dormida, vigilaba su respiración, inclinándose sobre ella. Todavía no, todavía no. Porque, al fin y al cabo, si no podía resucitar a todos sus desaparecidos, ni a Iris -la hermana tan querida-, si no podía reconstruir su casa de Bois-Vema, altiva entre los cactus solitarios, ni acabar con el dictador saciado de sangre y dispersar sus miembros en la encrucijada de la Croix-des-Bossales, al menos podría ofrecerle un relato, una obra que la representaría no como era ---octogenaria, cubriéndose con una lastimosa chaqueta de lana, engolando su hilo de voz en el tumulto de sus desamparos--, sino tal como se veía en sus sueños: una Erzulie Dantor (3) empuñando la antorcha. Claude echó a correr, pero tropezó con algunas raíces surgidas del pavimento, resbaló y sólo pudo llegar cuando la ambulancia se alejó de la acera con un impulso poderoso, remontando la calle interminable y rectilínea, con su prolongado grito de plañidera. Se había formado un círculo de curioosos que se deshacía lentamente. La vecina puertorriqueña, la misma cuyos niños Claude cuidaba de vez en cuando mientras ella corría al supermercado para cambiar sus bonos alimentarios, la miro con tristeza, murmurando:
-Es la vieja mujer del quinto piso . . . (4)
(1) Bureau des Migrations des Départements d'Outre-Mer (Bumidom): Oficina para las Migraciones de los Departamentos de Ultramar, organismo estatal creado en 1963 para organizar una emigración masiva hacia Francia, necesitada de mano de obra.
(2) En las ceremonias del vudú, palo ornamentado que está clavado en el suelo, en el centro del recinto donde tienen lugar los rituales, para que los espíritus desciendan por él.
(3) En créole: Ézili Danto. En el panteón del vudú, loa que rige el amor, la pasión, los celos.
(4) En español, en el original.
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on 27 marzo 2022
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