Novelista, cuentista, poeta, ensayista y periodista español. Fue un autor que se mantuvo siempre al margen de las tendencias literarias más modernas y su prolífica producción destaca por el uso de un léxico popular, una prosa contundente y un original estilo lírico. Es uno de esos casos que resultan más abundantes de lo que parece: autor imprescindible, superventas y de referencia de la modernidad española en los años que siguienron a la dictadura, autor con algunos de los premios más importantes de la literatura en español (Premio Príncipe de Asturias de las letras en 1996 y Premio Cervantes en 2000), es hoy un autor olvidado al que nadie lee. Su recuerdo ha quedad prácticamente reducido a la anécdota (que ya es un clásico en la historia de la televisión en España) de "yo he venido a hablar de mi libro" durante una entrevista en la que no se le entrevistaba.
El cuento pertenece al volumen Teoría de Lola y otros cuentos de 1977.
Fuimos entrando en la sala por la puerta grande, por las grandes puertas de oro viejo y madera agusanada, pero otros invitados se descolgaban por la claraboya, saltaban por las grandes ventanas verticales, e incluso alguno descendió por el tubo que bajaba del techo, tubo o cañería de calefacciones, desagües o no sé. Al llegar al salón, todos se quitaban la chistera para desempolvarla después de su escalada, o la pelaban de las primorosas lelas de araña que se le habían adherido.
Con esta limpieza se organizó en el salón una pequeña polvareda, y algunas damas empezaron a toser delicadamente, e incluso hubo alguna que escupió sangre, y otra que se desmayó armoniosamente, y la sacaron entre cuatro caballeros, horizontal, con los senos descubiertos para que se le pasase el ahogo.
La gente se saludaba de lejos o de cerca. Algunos ancianos venían a lomos de sus amas de cría y los impertinentes de las damas brillaban ante los monóculos de los caballeros. Había un caballero de aspecto germánico que nunca se quitaba el monóculo, que lo llevaba incrustado en la cara, en torno del ojo, y podían verse huellas de sangre seca en aquella incrustación. Era el crítico musical.
Los niños, vestidos generalmente de almirantes, correteaban por entre los músicos, que afinaban ya sus instrumentos, y soplaban un momento en una flauta, o pateaban el piano, graciosamente, pero un acomodador vestido de personaje de Shakespeare iba recogiendo a los infantes y cloroformizándolos, de modo que acabaron quedando apilados en un rincón, debajo de un gran piano, dormiditos y medio desnudos. El concierto iba a empezar.
Por las grandes claraboyas entraba una luz cruda y polvorienta que le quitaba intimidad a la sala, pero luego el tejado se fue poblando de curiosos y rezagados, así como las ventanas, de modo que sus figuras taparon la luz y los que estábamos en el patio de butacas y las plateas nos vimos sumergidos en una penumbra muy favorable al clavecín. Entre la gente de las claraboyas había libertinos, mendigos, caballeros elegantes y afamados, pero un poco libres, guardias, golfos de la calle y aurigas que habían traído a sus señores al concierto y tampoco ellos querían perdérselo, pues los aurigas melómanos se daban mucho en aquella ciudad de geranios, hortensias, cisnes y asesinatos.
Las altas damas no se dignaban mirar a las alturas, a la gente de las claraboyas, porque siempre había algún duque que aprovechaba para hacerles gestos obscenos a las señoras, o para orinar desde las alturas. Los más viejos filarmónicos iban muriendo, algunos de ellos, por el esfuerzo de haber llegado hasta la sala de conciertos atravesando montes y tenerías, y a los muertos se los instalaba dignamente en el vestíbulo, improvisando una capilla ardiente. Había un piano, a modo de ataúd, para cada muerto, pero ya iban faltando pianos, y al cadáver que no tenía títulos de nobleza se le metía con otro. Apareció el director de la orquesta, que era un negro de melena blanca, vestido de diosa egipcia, fue dando la bendición a todos los músicos, uno por uno, y la arpista, que era joven y delgada, se le acercó dentro de su vestido de lamé de plata. El director le pasó una mano por la cadera, en tanto que con la otra mano pulsaba el arpa, para comprobar que estaba templada, y hubo en el teatro un murmullo discreto, pues era manifiesto para la buena sociedad que el gran director negro y la arpista estaban amancebados, e incluso habían tenido algunos niños, o más bien angelotes de retablo barroco.
En cuanto la orquesta se hubo conjuntado y empezó la sinfonía, que era un anónimo veneciano del XVII, los oyentes abrieron grandes periódicos del día anterior y empezaron a leer las cotizaciones de la bolsa y las últimas noticias del Vietnam y del caso Dreyfus.
De vez en cuando, algún caballero hacía una pelota con el periódico, estrujándolo ruidosamente, lo lanzaba a la cabeza de algún músico y abandonaba la sala sonriendo a izquierda y derecha, despidiéndose de todo el mundo. Al quedar su butaca vacía, uno de los calaveras de la claraboya se descolgaba hasta la sala por las grandes arañas y ocupaba la butaca. Hubo un momento en que la música se hizo especialmente melódica, y todo el público acompañó sus vaivenes con la cabeza y con los hombros, pero la mayoría de los caballeros no dejaban de leer el periódico, aun cuando se balanceasen dulcemente.
Llegó el solo de la arpista, y mientras ella tocaba de una manera áspera y profunda, su vestido se le iba licuando sobre el cuerpo, y cayó en lentos lagrimones hasta el suelo, quedando ella desnuda entre los negros trajes de los músicos. Era una mujer delgada, pálida, con los senos demasiado grandes para su delgadez. El cabello rubio le caía sobre los hombros y uno de los hijos que había tenido con el director —un niño negro con el pelo verdoso— apareció por entre bastidores y se abrazó a las piernas de su madre mientras ella tocaba. Pero, a todo esto, los mendigos de las claraboyas y las ventanas ya habían empezado a incendiar el teatro, que ardía suavemente mientras la orquesta seguía tocando. Al grito de «Los niños primero», muchas damas corrieron a recoger sus nenes, que dormían bajo el piano, cloroformizados, y con ellos en brazos huyeron del siniestro. El público masculino fue abandonando lentamente la sala y el concierto terminó entre ruinas humeantes. Todo el mundo se proponía volver al domingo siguiente.
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on 03 junio 2021
at 17:41
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