Jaume Cabré - "El testamento"

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Cuentista, novelista, ensayista, dramaturgo, escritor de libros infantiles, guionista de cine, televisión y radio español que escribe en catalán. Es el gran referente de la literatura catalana contemporánea (imprescindible su Yo confieso).
El cuento pertenece al volumen Viaje de invierno de 2000.
La versión es la de Concha Cardeñoso.

    El golpeteo de la macilla en la lápida le pareció extremadamente cruel. No la habían encargado por adelantado porque nadie se prepara para ninguna muerte, y menos para la de una persona tan sana como ella. Pero... ¡si era él quien estaba enfermo y llevaba los últimos meses yendo de médico en médico! ¡Si era él y no Eulàlia quien pensaba en la cercanía de la muerte, en el final del camino! ¡Él quien llevaba una semana de viacrucis yendo de un lado a otro con montones de análisis que le llenaban la cabeza de fantasmas del cáncer! ¿Por qué Eulàlia? A menos que hubiera sido un error lamentable del destino.
    Los sepultureros terminaron su trabajo y Agustí se encontró desesperadamente solo junto a sus hijos y amigos, sin Eulàlia, que me ha llenado la vida, las horas, los anhelos, siempre con su sonrisa acogedora, queriendo entenderme siempre, siempre a mi lado, amor mío, dando mucho y recibiendo poco, amor mío. Se distrajo porque Amadeu se había apartado del grupo y, atento como de costumbre y de una forma muy discreta, entregó un billete de cinco mil bien dobladito al jefe de la cuadrilla, quien, a su vez, murmuró alguna fórmula de agradecimiento.
    A Agustí le habría gustado decir unas palabras de despedida. Le habría gustado decir a los presentes que Eulàlia había sido la luz de su vida y que sus palabras no eran más que una manifestación pobre de su amor desesperado. Pero lo único que pudo hacer fue abrir la boca, porque el alma se le anegó en llanto. Amadeu le puso la mano en el hombro con delicadeza, tal vez para comunicarle que no estaba solo en su dolor. Entonces se dio cuenta de que a su lado estaban sus tres hijos, que miraban con perplejidad la rugosa lápida que ocultaba para siempre el recuerdo de la madre, muerta a los cincuenta años inesperadamente. Todos juntos. Inevitablemente, Agustí pensó en los veintiocho años de plácido matrimonio, en el hijo que no llegaba hasta que, casi sin avisar, llegó y resultó ser Amadeu... Y después, un intervalo larguísimo, hasta que nació Carla. Poco más tarde tuvieron la primera discusión fuerte, cuando él se encaprichó más de la cuenta con una joven muy distinta de Eulàlia; pero todo se arregló y, casi a consecuencia de la reconciliación, cuando Carla ya tenía cinco años, llegó Sergi, la niña de sus ojos. Miró al menor de sus hijos: a sus quince años, era el que menos defensas tenía para afrontar la muerte de su madre. Y se dejaba proteger por el brazo de su hermana. Carla siempre había sido un misterio para su padre; al cumplir dieciocho años se marchó de casa; estuvo dos años viviendo en Florencia y en Munich: seis postales en total, como referencia al vínculo familiar, y ahora hacía unos meses que había vuelto, como si lo hubiera hecho a propósito para no llegar tarde al entierro de su madre. Decía que había vuelto para estudiar Arte en la Autónoma, pero él estaba convencido de que el verdadero motivo era que había tenido dificultades con un hombre. No había regresado, había huido. Se había vuelto guapísima en esos dos años. Siempre había sido guapa, parecía mentira que fuera hija suya. Agustín no sabía cuántos hombres habían pasado ya por su vida, porque Carla era un enigma. Y Amadeo estaba ahora más pendiente del abdomen de su mujer que de las minucias de la ceremonia del entierro; con esa eficacia suya que le envidiaba en secreto, se las compuso para ahorrar a su padre la odiosa despedida del duelo y, casi sin darse cuenta, estaba de pronto yendo hacia el coche, haciendo crujir las piedrecillas al andar, con una extraña sensación de culpa por dejar allí a Eulàlia sola y desamparada, olvidada. Pero ahora empezaba lo más difícil: vivir sin ella, convencer a Sergi de que se las arreglarían los dos solos, sin la madre.
    —Venid a comer a casa —los invitó su nuera.
    —No —y, a modo de excusa—: Tenemos que ir acostumbrándonos, ¿verdad, Sergi?
    —Adiós, padre. —Carla y su beso fugaz.
    Estuvo a punto de hacer trampa para retenerla diciéndole que se encontraba enfermo, que esa misma tarde le habían dado los resultados de la mitad de los análisis, que tenía un miedo inmenso, que quería tenerla a su lado, ahora que no podía refugiarse en Eulalia, que...
    —Si necesitas algo, hija...
    ¿Yo? No... —y en su mejor estilo—: te llamaré, ¿de acuerdo? —Y en un tono más animado, despeinando al niño enérgicamente con la mano—: Un beso, Sergi.
    Al menos no había hecho trampa. Pero tenía que ir al médico por la tarde, con Carla o sin ella, eso no tenía remedio.
*** 
    Salió de casa con mucha antelación, estaba impaciente por saber el veredicto, y llegó al hospital una hora antes de la cita con la doctora. Era idiota: le obsesionaba saber exactamente su fecha de caducidad. Con una hora al hombro, hasta que le dieran la sentencia de muerte, se dirigió al café Viena pensando en Eulàlia, en lo mucho que le gustaría que lo acompañara en ese momento, que lo distrajera hablando de cualquier cosa que no tuviera nada que ver con la salud... Qué injusticia. Qué injusticia tan grande decir que la necesitaba y no pensar que era ella la que ahora moraba en el reino del frío. Pasó por delante de la Fundación, leyó los carteles informativos de la exposición y, por unos momentos, dejó de pensar en el café y en la tristeza.
*** 
    Los ocres oscuros dominaban la estancia y, sin querer, se le iban los ojos hacia la ventana de la derecha, que, más que un punto de fuga, era el sitio por donde entraba la luz potente y descarada del sol que iluminaba la salita y al personaje. Según decía el título del cuadro, se trataba de un filósofo; llevaba cuatro siglos, desde el día en que Rembrandt lo pintó, sentado a una mesa camilla con faldones, leyendo un libro inmenso y lleno de sabiduría a la luz maravillosa que entraba por la ventana. La barba le llegaba hasta la mitad del pecho y transmitía una sensación de serenidad, de placidez, de yo no estoy enfermo, no tengo que ir a ver a la doctora para que me dé noticias fatales ni se me ha muerto nadie. Enfrente de la ventana, en la misma habitación, se adivinaba una escalera que bajaba desde esa torre de marfil hasta el mundo de la prisa, la enfermedad y la muerte inesperada de mi pobre Eulàlia querida. En primer plano, se presentía, más que verse, un armario enorme lleno de libros tan gordos con el de la mesa. ¿Por qué no podría ser yo este filósofo?
    Miró los veintiséis cuadros que la Nasjonalgalleriet de Oslo llevaba de gira por varias ciudades europeas para dar a conocer su país y estimular las visitas. Por unos momentos de felicidad olvidó el miedo a la sentencia, el alejamiento fatal de Eulàlia, la frialdad de Carla, las lágrimas rebeldes de Sergi, los silencios de Amadeu... y pensó que vivir rodeado de tanta belleza era un chollo. Y, sin proponérselo si quiera, volvió cinco o seis veces al cuadro del filósofo como si, observándolo intensamente, quisiera indagar en las fuentes verdaderas de la sabiduría. Tanto se entretuvo que perdió la noción del tiempo y, cuando por fin miró el reloj, se le había pasado la hora de la cita en el hospital. Salió de la Fundación haciendo aspavientos, a punto estuvo de llevarse por delante a una agente que estaba tan tranquila poniendo multas a una retahíla de coches presumiblemente mal aparcados, y llegó al hospital resollando, atemorizado, con miedo a que lo castigaran con veinticuatro horas más de incertidumbre por llegar con un retraso de diecisiete minutos y, resollando todavía, preguntó por la doctora en recepción. Qué doctora. La que me va a comunicar el día y la hora de mi muerte. Tercera planta.
***
    No tuvo que esperar ni tres minutos en compañía de una veintena de condenados desconocidos, que probablemente estarían tan asustados como él. Los momentos de contemplación que había pasado en la en la Fundación le fortalecieron el ánimo y se prometió que, fuera cual fuere el resultado de los análisis, por la noche vería la tele un rato con Sergi y dentro de dos o tres días lo llevaría al cine. Por amor al niño, por amor a Eulàlia. Ya tendría tiempo de llorar él solo después, ahora que empezaba a darse cuenta de lo crueles que eran las garras de la soledad.
    —Siéntese, por favor.
    Se sentó enfrente de la doctora, que no le recriminó el retraso. Como un idiota, se quedó mirando el lapicero que llevaba la doctora en el bolsillo de la blanquísima bata como si fuera a encontrar ahí todas las respuestas. El enfermero, un muchachote muy peludo y de ojos siempre brillantes, dejó unos sobres en la mesa y Agustí supuso que allí estaba su destino. El golpe que dieron los sobres encima de la mesa le recordó a los de la macilla en la lápida de la tumba de Eulàlia. Por si fuera poco, el chico dijo algo a la doctora al oído y ella asintió dos veces, esperó a que el enfermero se fuera por una puerta en la que todavía no había reparado y dejó pasar unos segundos antes de quitarse las gafas y dedicarle una mirada azulada y llena de pena. Agustí calculó que todo eso significaba seis meses, como mucho. Y con dolor.
    —Todo esto es muy raro, señor...
    —Ardèvol. —Lo dijo rápidamente, con la esperanza de que ella mirara el sobre, constatara el error y lo despidiese con un beso—. Agustí Ardèvol —repitió. Pero no, la doctora cogió el sobre en el que se leía claramente Agustí Ardèvol, sacó unas hojas, las releyó y él se dio cuenta de que las había leído treinta veces. Y pensó en Sergi, desamparado, sin padre ni madre... Y en Carla, aunque le daba mucha pena saber que su muerte no le afectaría mucho... Y en Amadeu, que seguro que se ocuparía de todo con esa eficiencia silenciosa tan suya... ¡Cuánto quería a sus hijos! A lo mejor no se lo había dicho a menudo. A lo mejor había pecado de tímido, pero los quería de todo corazón. Vio las dudas de la doctora y, por no explotar, dijo en voz alta, con impaciencia:
    —¡Dígamelo de una vez, doctora! ¿Cuántos años...? —Y, como ella guardaba silencio, rebajó el plazo cruelmente, pero con valentía—: ¿Cuántos meses de vida me quedan?
    —¿Cómo dice?
    —Digo que... —Agustí se quedó un poco desorientado—. ¿Qué tengo?
    —Pues... nada malo, ¿eh, señor Ardèvol? —dijo, quitándose las gafas—. Está usted básicamente sano.
    Estremecido, Agustí se echó hacia atrás, contra el respaldo de la silla. O le estaba tomando el pelo o no le quedaban años, ni meses ni días de vida, sino horas, y por eso quería llevarlo engañado a la tumba... Eulàlia, querida mía... Si hay algo en el más allá, que no lo hay, nos veremos enseguida. Seguro que el recuerdo de tu amor es lo que me da fuerzas para no caer fulminado por el pánico. Hijos míos, vuestro padre procurará morir con honor, procurará merecer que lo recordéis como marido digno de vuestra madre. Os quiero, hijos míos.
    Entonces oyó la voz de la doctora, que le explicaba el resultado de los diferentes análisis con palabras llanas; nada malo por aquí, nada malo por allá; y le soltó un discurso moral bastante severo sobre las transaminasas, sobre el peligro del colesterol malo, sobre la necesidad de llevar una vida frugal, de reducir el consumo de alcohol y tabaco, de comer mucha verdura... y él la interrumpió con una protesta que le salió del corazón:
    —Entonces, ¿no me estoy muriendo?
    En vez de contestar, la doctora respondió con otra pregunta, como si estuvieran jugando al tenis:
    —Usted está casado y tiene hijos, ¿verdad?
    —Pues... —Era la primera vez que hablaba de ello y, para hacerlo, cogió aire—: Mi mujer falleció antes de ayer. Derrame cerebral. —Y, a modo de excusa—: La hemos enterrado hoy.
    —Vaya... —Se quitó las gafas—. Le acompaño en el sentimiento.
    —Gracias.
    —Tres hijos, ¿verdad?
    ¿Cuántas veces se había quitado las gafas? Mientras decía que sí, que tres hijos, no recordaba que se las hubiera puesto en ningún momento, como si llevara treinta o cuarenta pares de gafas para quitárselas en el momento de decir algo importante. Como ahora, que se las quitaba otra vez y enfocaba la mirada de sus ojos azules en Agustí:
    —El caso es que... Es muy sorprendente, pero los resultados... —Movía uno de los papeles en el aire— ... No dejan lugar a dudas.
    —A ver, doctora... —Hizo un esfuerzo por recuperar la autoestima y se atrevió a hacer una broma—: La verdad, sabiendo que no me voy a morir... puede usted decirme lo que sea, que no me voy a asustar ni me va a doler.
    Ella lo miró como si pusiera en duda el aplomo de su paciente. Suspiró, miró el reloj que había detrás de Agustí y por fin fue al grano:
    —Bien, como le decía —paseó el papel por encima de la mesa hasta que lo dejó enfrente de él, se quitó las gafas, sí, una vez más, y lo miró mientras le decía—: le aseguro con total certeza que, desde que tuvo aquellas fiebres... desde la paroditis... que tuvo a... —por fin cogió el papel y Agustí la vio ponerse las gafas; y leyó—: ...a ...a la edad de... cuando tenía quince años, usted se quedó estéril.
    La doctora, incómoda, se quitó las gafas y las dejó encima de la mesa. El ruidito que hicieron le recordaron a los golpes de la macilla en la lápida de la tumba de Eulàlia. Con la boca abierta, Agustí pensó que... No podía pensar nada porque empezó a aceptar que el futuro de los supervivientes también puede ser extremadamente cruel.

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