Ben Okri - "Don Quijote y la ambigüedad de la lectura"

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Novelista, cuentista y poeta nigeriano. En ocasiones, por novelas como El mago de las estrellas o El camino hambriento (premio Booker en 1991) se le ha enmarcado dentro del realismo mágico, pero como Mia Couto dice "en África el realismo mágico es realismo real".
Este cuento es una curiosidad. En 2016, la organización del Hay Festival propuso a algunos de los autores invitados la escritura de un texto para conmemorar el cuadrigentésimo aniversario de la muerte de Cervantes y Shakespeare. Entre los participantes hubo autores como Ben Okri, Valeria Luiselli, Hisham Matar o Salman Rushdie. El resultado fue Lunáticos, amantes y poetas. En este cuento aparecen Don Quijote, Sancho, pero también referencias al propio Okri así como a Chinua Achebe o a Cristopher Okigbo. El cuento es toda una reflexión sobre el significado de leer.
La versión es la de Juan Sebastián Cárdenas.


    Pensamos que se trataba de un borracho cuando lo vimos entrar a la imprenta. Había venido a ver con sus propios ojos la máquina que multiplica las realidades. Llegó blandiendo su machete. Pasaba por allí de camino al Norte, en una de sus aventuras. Había oído hablar de una guerra entre los hombres y los gigantes, a quienes quería combatir. Aseguró que ya había luchado contra ellos.
    Cuando llegó a la tienda creía que la máquina era en cierto modo su antagonista. Habíamos estado trabajando en los ejes y las planchas de hierro, lubricando todo con aceites, eliminando impedimentos. Se acercó a la máquina como si se tratara de un enemigo peligroso.
     Nos tomó un rato darnos cuenta de que no estaba borracho ni mucho menos. Tenía un modo de hablar más bien recio. Estaba sobrio pero tenía un espíritu inquieto y una imaginación desbordada. No era fácil conversar con él. Era propenso a malinterpretar hasta la frase más simple que uno dijera. Su compañero, Sancho, parecía ser la única persona capaz de tranquilizarlo. Le pedimos a Sancho que lo convenciera para dejar el machete. Pero Sancho tenía sus propias ocurrencias diabólicas sobre la imprenta. Teníamos a dos locos en ese espacio tan estrecho.
    Han circulado muchos relatos sobre lo ocurrido cuando don Quijote se encontró por primera vez con la imprenta. Casi todo lo que se ha dicho es mentira. En el momento en que un acontecimiento se convierte en leyenda más y más gente afirma haber sido testigo del mismo. Pero yo estuve allí cuando ocurrió. Yo estuve allí.
     –¡Déjenme ver cómo funciona! –ordenó don Quijote, agitando el machete cerca de mi barbilla.
     Se paró junto a la máquina. Le brillaban los ojos. Por primera vez reparé en su barba, que era larga y puntiaguda. La mirada intensa, vigorosa. El espacio a su alrededor se cargaba con su presencia, aunque no sabría decir exactamente de qué se cargaba.
     –¿Qué le gustaría ver? –pregunté.
     –Imprima algo.
     –¿Cualquier cosa?
     Me lanzó una mirada cortante.
     –Sí.
     Seguí imprimiendo lo que tenía en las cajas. Trabajé denodadamente, sudando bajo la ferocidad de sus ojos. Era difícil hacer mi trabajo con su respiración en mi nuca. Finalmente saqué unas cuantas hojas recién impresas.
     –Ahora hay que esperar a que se sequen –dije.
     –Esperaré.
    Seguía blandiendo el machete. Sus ojos te hacían pensar que estaba loco. Pero era ese tipo de locura que te hacía desear abandonar lo que estuvieras haciendo para seguirlo hasta los confines de la tierra.
    Esperar implicaba para él una pasión especial. Nunca había visto a nadie esperar con tanta intensidad. Era como si, por la sola fuerza de su espíritu, estuviera regulando el movimiento de la luna o las sutiles energías que fluyen a través de todas las cosas. Quizás el hecho de que una persona esté tocada por la grandeza se deba a que en ella resuena esa sutil energía que atraviesa las telarañas y los intrincados movimientos de las estrellas.
    Mientras esperaba me di cuenta de que don Quijote se había quedado mirando un escudo de telarañas en el cielorraso del taller. Me sentí avergonzado por el estado del lugar y me puse a la defensiva.
    –Limpiamos el taller una vez a la…
    Interrumpió mi explicación con la espada de su ingenio.
     –Si supiéramos –dijo, con un destello en sus ojos–, si supiéramos qué redes nos conectan sería más fácil enviar un mensaje a las más elevadas instancias con un solo pensamiento, en lugar de protestar ante sus puertas.
     Debió de percibir el vacío en mi expresión.
     –Creo que el verdadero guerrero actúa en el fundamento secreto de las cosas, ¿no le parece?
    Lo miré con un gesto que denotaba mi incomprensión. El nivel de sus palabras era demasiado elevado para mí. Entonces noté algo más en don Quijote. Era una enciclopedia viviente del absurdo y las fantasías. A continuación empezó una disertación sobre las analogías entre las telarañas y la incapacidad de las personas para cambiar el mundo. Filosofaba mientras esperaba. No pude comprender mucho de lo que decía. De sus labios resbalaban palabras como Amadís de Gaula, Platón, los Caballeros del Arduo Camino. Mencionó las tragedias de Sófocles, el último párrafo irónico de Todo se desmorona y un fragmento de Okigbo que citó una y otra vez. Luego dejó caer una hilera de proverbios luo, entonó una canción suajili y desgranó una fábula urhobo de la que extrajo hilos de luminosa sabiduría que nos dejaron arrobados.
    Cuando algo extraordinario sucede en tu vida, el tiempo parece adquirir la consistencia de un fenómeno subacuático. Quizás sea la distancia de estos cuarenta años, pero creo que durante esas horas se produjo un curioso encantamiento. Un encantamiento teñido de la antigua magia africana, con la que casi nunca nos topamos. A veces uno se encuentra con un vidente que abandona su soledad en el bosque durante unos momentos. Don Quijote era como uno de esos videntes. Llegó a nuestras vidas, como una historia que se vuelve real por un instante, y luego se marchó.
    A partir de entonces todo lo que se escuchaban eran leyendas. Había librado batallas contra funcionarios corruptos del gobierno y había emprendido expediciones por los bosques del Norte, donde Boko Haram aterrorizaba a la nación. Incluso se rumoreó que había sido elegido como miembro de un plan de colonización en Marte. Éstas eran las historias que generaba su locura. Es difícil saber si sus hazañas excedieron nuestra imaginación o si fuimos apenas unos pobres cronistas de lo maravilloso.
    Digamos, mientras me tomo un respiro, que le bastó ser él mismo para hacernos personas más imaginativas. Nunca había sentido tanto la estrechez de mis posibilidades como en presencia de aquel hombre. Él era una exhortación a la grandeza. Nosotros no estuvimos a la altura de ese desafío, cobardes como somos casi todos. Ese fracaso ha sido un remordimiento constante en mi vida. Pues la vida pasa, la vida se vive bajo el miedo y la cautela. Uno piensa en su familia. Uno piensa en uno mismo. Pero la vida pasa. Y lo único que cuenta en esta vida es el fuego que uno encendió en el alma de los demás. Me doy cuenta de estas cosas ahora, en el largo y anodino otoño de mi vida. Hay gente a la que uno no debería haber conocido nunca, gente que inocula en nuestro corazón el eterno arrepentimiento por una vida de grandeza que uno jamás vivió.
    El papel se secó y después de comprobar que don Quijote no quedaría con manchas de tinta en la cara, le permití examinar lo que habíamos estado imprimiendo. No podía adivinar el extraño efecto que aquello produciría en él.
    Leyó el texto lentamente. Jamás he conocido a nadie que leyera más despacio. Esto me intrigó. Él había perdido la razón por leer demasiados libros. No podía haber leído tantos libros a esa velocidad.
    –Está tardando mucho en leer eso –le dije.
    La tensión en la sala aumentó. Sancho Panza, su oronda figura recostada contra la puerta, suspiró. No entendí el suspiro y me volví hacia él. Entonces sentí que el machete pasaba zumbando delante de mi cara, una brisa fresca en la punta de mi nariz. Con cuánta serenidad observamos las situaciones extremas una vez que han sucedido. Miré a don Quijote. Su rostro aparecía moldeado en una peculiar mueca.
    –No creerá –dijo– que he leído sesenta y siete mil trescientos veinte libros aceptando consejos de lectura de alguien como usted.
    Su manera de hablar me confundió. Lograba que sus palabras sonaran más importantes de lo que eran. Hay gente que dice las cosas de modo que significan menos. Él hacía que las palabras dijeran más.     Hacía que se te pusieran los pelos de punta cuando hablaba. Yo sentía una pelusilla erizada en las mejillas cuando don Quijote se dirigía a mí. Lo miré, hechizado.
     –¿Así que usted supone que puede enseñarle a don Quijote cómo leer?
    Sentía la boca seca.
    –¡Presta atención! ¡Sácate la cera de las orejas! ¡Al diablo con esa expresión de asombro! ¡Levanta la cabeza, jovencito, y escúchame!
    Tomé aire. Sentí que me desvanecía. Con unas pocas sílabas podía inducir a la locura. Su discurso repercutió en la parte posterior de mi cráneo. No sé lo que me sucedió. Mis orejas se levantaron, una detrás de otra. Se me pusieron de punta, como las de un conejo. Entretanto él no dejaba de mirarme con aterradora concentración. Unos instantes más y mi cuerpo habría ardido en llamas. Hice un esfuerzo por erguirme hasta que mi cabeza rozó el techo de su desprecio.
    –¿Qué dije? –rugió–. ¡Escucha!
    Tragué entero. Estar en su presencia era una aventura de las que dejan heridas.
   –A lo largo de una carrera de cincuenta años como lector –dijo, mirándome sin parpadear–, he experimentado trescientos veintidós modos de la lectura. He leído a toda velocidad como un joven necio y brillante, refunfuñando como un maestro, quejumbrosamente como un sabio, con la melancolía de un viajero, escrupulosamente como un abogado. He leído selectivamente, como un político; comparativamente, como un crítico; desdeñosamente, como un tirano; fisgoneando, como un periodista; competitivamente, como un autor; laboriosamente, como un aristócrata. He leído críticamente, como un arqueólogo; microscópicamente, como un científico; reverencialmente, como un ciego; indirectamente, como un poeta. Como un campesino, he leído esmeradamente; atentamente, como un compositor; a toda prisa, como un escolar; mágicamente, como un chamán. He leído de todas y cada una de las maneras posibles de leer que existen. Nadie podría haber leído la cantidad y la variedad de los libros que he leído sin un compendio de las formas de leer.
Se quedó mirándome y me hizo sentir como si pudiera ver el interior de mi cabeza.
    –He leído libros empezando por el final y de adentro hacia afuera. Empecé a leer a Ovidio desde la mitad hasta el final, para luego seguir desde el principio. Una vez leí un libro que conocía bien saltándome una frase sí y otra no; luego volví al inicio para leer las que me había saltado. Todos somos como niños en el arte de la lectura. Damos por hecho que sólo existe una manera de leer un libro. Pero un libro leído de un modo novedoso se convierte en un libro diferente.
Sentí que me leía mientras hablaba.
    –Y tienes el descaro de decirme que estoy leyendo muy despacio. Parte del problema de nuestro mundo, mi altanero y joven amigo, es que el arte de la lectura está casi muerto. La lectura es el secreto de la vida. Leemos el mundo de una manera pobre porque nuestro modo de leer los libros es pobre.            Todo es lectura. Tú estás intentando leerme ahora mismo.
    Esa inesperada referencia a mi persona estuvo a punto de sacarme de mi propio pellejo. Yo era incapaz de leerlo a él. Ni siquiera me habría atrevido a empezar la lectura. Para mí era como algo escrito en caracteres chinos o como un jeroglífico.
       –No lo niegues. Puedo ver cómo tus ojos recorren mi rostro como si fuera un texto incomprensible.
     Hizo una pausa.
    –Es más, estás intentando leer este instante. Pero tu lectura es difusa. Las palabras no se ven con claridad en las páginas de tu vida. La juventud nubla tu vista. Las emociones pasan por el texto antes de que puedas captarlas. ¿Puedes leerte a ti mismo en el capítulo del tiempo?
     Él seguía mirándome y yo lo único que ofrecía a cambio era mi mutismo.
     –Eres un párrafo viviente de la historia. A tu alrededor se encuentran todos los horrores del tiempo y todas las maravillas de la vida, pero lo único que ves es a un viejo que lee con toda su alma. ¿Sabes qué estoy leyendo?
    Negué con la cabeza, como en medio de un trance.
    –Estoy leyendo un texto escrito por un español acerca de mis aventuras en La Mancha.
    Él interpretó el vacío de mi entendimiento.
    –No tienes ni idea de lo que estoy hablando y aun así te atreves a criticar mi modo de leer.
    Dejó escapar otra breve carcajada.
   –Yo no leo despacio. Y hace mucho tiempo que dejé la lectura rápida para aquellos que continuamente malinterpretan todo lo que tienen a su alrededor. Ahora leo como leen los muertos. Leo con las plantas de mis pies. Leo con mi barba. Leo con las cavidades secretas de mi corazón. Leo con todos mis sufrimientos, alegrías, intuiciones, con todo mi amor, con todos los golpes que he recibido, con todas las injusticias que he soportado. Leo con toda la magia que se filtra por las grietas del aire. ¿Y tú, no obstante, te atreves a juzgar mi manera de leer?
    –Disculpe, señor –murmuré–. No quería…
    –¿Acaso preferirías que me tragara las palabras como un borracho que engulle vino de palma en una bukka?
    –No, señor.
    –Supongo que crees que entre más rápido leas más inteligente eres, ¿no es así?
    –Para nada, señor.
    A decir verdad, es exactamente lo que pensaba.
    –Supongo que para ti vivir rápido es la clave del genio. Apuesto a que follas a toda velocidad también. Follas tan rápido que la pobre mujer a duras penas tiene tiempo de darse cuenta de que estabas allí.
    –¡En absoluto, señor!
    –¿En absoluto qué?
    –No lo sé, señor. Estoy confundido.
    Me dedicó otra prolongada mirada. Sentí que me encogía hasta convertirme en una figura diminuta de un centímetro de altura. Al mismo tiempo tenía la impresión de que me expandía más allá del cielo. Ése era el paradójico efecto de su presencia. Mientras me miraba tenía la impresión de que mi vida desfilaba ante mis ojos. Sentí que me precipitaba a través del tiempo. Me hice más adulto, más arrogante, más exitoso. Un evento fortuito me derrumbó. Luego vinieron años de dudas. Se engrosó mi barriga. Encontré una esposa, me hice padre y perdí todos mis sueños. Trabajé duro con la misión de sacar adelante a una familia. Y luego me hice viejo y me vi sentado en un porche, preguntándome adónde habían ido a parar la magia y las promesas de la vida, cuando sólo un día antes era un joven aprendiz, con todo el mundo por delante. Y entonces don Quijote llega a la imprenta y sacude mi vida con su mirada de urhobo loco.
    –Lo que no entiendes –dijo, implacable– es que nada se hace más rápido que cuando se hace bien.
    Por primera vez me percaté del silencio sobrenatural en el taller.
    –Lees para obtener información. Yo leo para obtener el alma del pensamiento. La lectura es como la mente de los dioses, sirve para ver más allá de la página. ¿Se puede leer una historia completa a partir de una sola mirada? ¿Se puede deducir el estado de salud de un poeta o cuál era su tiempo aquí en la tierra a partir de un solo verso? Crees que leer es cuestión de leer rápido. Pero la lectura es cuestión de comprender lo que no se puede comprender, algo a lo que las palabras sólo pueden aludir.
    Habría seguido así por horas si algo en el texto que don Quijote tenía en sus manos no hubiera llamado la atención de Sancho Panza.
    –Querido señor –dijo Sancho–, veo nada menos que su nombre en las páginas que está leyendo. ¿Cómo es posible?
    Don Quijote hizo una pausa en medio de un crescendo de ideas particularmente brillante. Luego fustigó a Sancho con una de esas miradas aprendidas en los arroyos de las tierras de Urhobo.
    –¿Acaso no has oído una sola palabra de lo que le estaba diciendo a nuestro amigo aquí presente sobre la lectura?
    –Señor, las cosas que usted dice son demasiado inteligentes para mí. Me entran por una oreja y me salen por la otra. Sólo puedo verlas como quien ve pasar un barco. No me sirve de mucho prestar atención a lo que usted dice. Pero su nombre en esas páginas… ¿qué hace su nombre ahí?
    Don Quijote golpeó el borde de la imprenta con la parte plana del machete. Saltaron chispas. El propio don Quijote se vio sorprendido, los ojos desorbitados. Presentí que se avecinaba un nuevo y largo discurso. Para distraerlo dije:
    –¿No va a seguir leyendo?
    Por un instante pareció debatirse entre una opción científica y otra literaria. Con un resuello y tirando de su barba como si ese gesto le ayudara a concentrarse, volvió al texto. Su forma de leer en silencio hacía pensar en un hombre que se ahoga. Una lagartija corrió pared arriba. El reptil vio a don Quijote mientras leía y se quedó atónito. Yo miré a la lagartija que miraba a don Quijote. Aquello debió de ser una imagen histórica.
    Ahora, después de tantos años, veo hasta qué punto se trató de un momento histórico. Fue un momento en que se rebasó la línea dorada que divide los tiempos antiguos de los nuevos. ¿Una persona leyendo puede constituir por sí sola un momento crucial de la vida cultural de toda la gente? ¿Algo tan íntimo puede tener repercusiones históricas? No quiero hacer declaraciones extravagantes sobre una actividad tan subjetiva. Pero ¿qué pasaría si la comprensión de nuestra propia mente propiciara el entendimiento de muchas? Hay instantes en los que uno de repente es capaz de ver las cosas como son. Bien sea una injusticia o un gran perjuicio social. Pero ¿y si esa visión ha sido captada primero por una sola persona y después por todos los demás? Es posible que los grandes momentos de la historia, la agitación de las barricadas, la demolición de los palacios, sean la forma exterior de una actividad íntima. Es posible que alguien lo haya visto primero y luego se desatara el aluvión de acontecimientos.
    Sea como fuere, mientras don Quijote leía ese texto uno podía sentir cómo se cargaba el aire del salón. Su manera de leer era como la persecución de todas las conjeturas. Era como ver un millar de signos de interrogación esparcidos sobre nuestro paisaje infestado de corrupción. Incluso su rostro no dejaba de alterarse mientras leía. Su barba se retorcía adoptando las formas enigmáticas de ancestrales esculturas.
    En medio del silencio, mil preguntas salieron, me asediaron. Quizás fuera ese prolongado lapso que habitualmente se destina a la conversación banal; quizás fuera ese tiempo que uno suele emplear para cubrir eso que no queremos ver, pero que no deja de interpelarnos como un cadáver tirado a un lado de la calle; quizás fuera el silencio, tan escaso en estos tiempos, lo que hizo que las preguntas se elevaran hasta las claraboyas del techo y de ahí se regaran por toda la nación.
    Tratándose de un hombre eminentemente práctico, de acuerdo a su curiosa lógica, don Quijote no habría estado de acuerdo con semejantes fantasías. Pero sin duda algo estaba ocurriendo en ese espacio, en ese silencio, mientras él succionaba el aire con la concentración de su lectura. Quizás fuera el inicio de nuestra lectura del mundo lo que se alzaba a nuestro alrededor, el mundo que debíamos padecer día tras día. Sí, debía de ser eso, sobre todo.
    Nos infectó con su nuevo modo de leer. Empezamos a leer las cucarachas. Leímos las telarañas. Leímos los caminos sin asfaltar y los cadáveres en los arbustos. Leímos las arrugas de nuestros rostros, por las que se filtraba la angustia. Leímos nuestro extraordinario talento para la evasión. Leímos nuestra respiración y nos percatamos del texto cáustico que el aire formaba. Cuando empezamos a leer las barracas, los barrios de invasión y las casas palaciegas con guardias armados y rejas electrificadas, cuando empezamos a leer a los que iban engordando mientras nosotros nos poníamos cada vez más flacos, cuando empezamos a leer el texto ambiguo de nuestra historia reciente, entendimos que el mundo no era como pensábamos. Antes veíamos el mundo como algo inevitable. Creíamos que no podía ser de otra forma. Ahora, con la nueva lectura, vimos que el mundo podía ser de mil maneras distintas. Pero habíamos elegido esta manera, con sus malos olores, con sus injusticias.
    Todo esto sucedió en el lapso de tiempo que toma leer una página impresa. Don Quijote leyó la página. Luego agarró otra. La leyó. A continuación levantó la cabeza, ladeándola un poco, y nos miró perplejo.
    –¿Qué ocurre? –dijo Sancho, dando un paso al frente.
    Sancho percibió la turbación en los ojos de su amado maestro y amigo.
    –¿Qué ocurre?
    –¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre? ¿Has visto lo que estoy leyendo?
    –No. ¿Qué es?
    No sé cómo, pero la cara se le había manchado de tinta. Tenía un aspecto a la vez cómico y macabro.     Don Quijote malinterpretó nuestras miradas. Dio por hecho que conocíamos lo que estaba leyendo y que de alguna manera éramos partícipes de la confabulación. Levantó el machete por encima de su cabeza. Buscamos refugio en las sombras, todos juntos contra la pared. Seguramente el relieve de nuestras espaldas habrá dejado marcas en los ladrillos.
    –Son páginas sobre nuestras aventuras –exclamó.
    –¿Qué aventuras?
    –Todas nuestras aventuras.
    –¿Todas?
    –Todas. Desde que salimos de Ughelli a recorrer el mundo hasta La Mancha, luchando contra demonios, derrotando a los gigantes, rescatando a las damas, protestando contra las plataformas petrolíferas, combatiendo la corrupción. ¡Aquí está todo!
    –Pero ¿cómo es posible? Nadie más sabe de nuestras aventuras. Yo no le he contado nada a nadie. ¿Y usted?
    –No seas tonto, Sancho.
    –Pero ¿quién está escribiendo esas aventuras? ¿Lo conocemos?
    –Alguien llamado Ben Okri. Afirma que escribe nuestras aventuras a partir de historias orales.
    –¿Historias orales?
    –Sí, orales. No pongas esa cara, Sancho. Es la historia que pasa de boca en boca.
    –¿Se refiere a los chismes?
    –No sólo a los chismes.
    –¿Se refiere a los rumores?
    –No. Son las historias que cuenta la gente.
    –¿Y son de fiar?
    –La historia oral puede ser más confiable que la historia escrita.
    –¿De veras cree eso?
    –¿Por qué no?
    –La gente exagera. Cuentan mentiras. A veces se ponen a hacer propaganda.
   –Lo sé. Pero la historia oral nos entrega el espíritu, mientras que la historia escrita sólo nos proporciona los hechos. Los hechos, en sí mismos, nos dicen muy poco.
    –¿Entonces hemos de creer en este Ben Okri?
   –También afirma haber escrito las aventuras basándose en los textos originalmente escritos por Cervantes, quien a su vez escribió los suyos a partir de los papeles de Cide Hamete Benengeli, quien a su vez los obtuvo de un manuscrito árabe.
    –Parece todo muy complicado.
    –No es para nada complicado. Es como la genealogía bíblica.
   –¿Qué quiere decir genealogía? Siempre está usando grandes palabras, más grandes que yo. Y eso que soy bastante grande. ¿No puede decirlo con palabras simples para un hombre sencillo como yo?
    –Y eso no es todo –vociferó don Quijote, ignorando la petición de Sancho.
    –¿En serio?
    –Claro que hay más. Por eso estoy tan furioso.
    –Usted siempre está furioso por algo. O anda enfureciendo a los demás por algo.
    –Cállate, Sancho.
    Sancho miró a don Quijote con expresión abatida.
    –Este señor ha escrito aventuras que yo todavía no he vivido.
    –¿Quiere decir que ha escrito su futuro?
    Don Quijote reflexionó un momento. Su rostro parecía sumido en una profunda meditación.
    –Ha escrito un futuro.
    –¿Cuántos futuros hay?
    –En mi pueblo tenemos un dicho muy sabio. El futuro de un hombre cambia cuando éste cambia su manera de vivir.
    –Perdone mi estupidez pero ¿no sería ese otro futuro como cualquiera?
    –¡No! –gritó don Quijote–. Creemos que una persona puede eludir el futuro. A mí me profetizaron que moriría en la cama y que renegaría de la vida que he vivido. Pero no pienso hacer algo así.
    –¿Y cómo lo sabe?
    –Podrán escribir mi futuro. Pero yo soy el único que puede escribir mi presente.
    –¿Así que ahora piensa convertirse en escritor?
    –Claro que no, Sancho. He elegido vivir. He elegido la noble senda de la aventura, no el arte sedentario de la escritura.
    –Por un segundo llegué a preocuparme.
    –Cuando digo que escribiré mi presente sólo quiero decir que lo escribiré en cómo lo vivo. Para muchos escribir es sólo lo que se hace en una página. Para unos pocos, escribir es lo que uno hace con su vida. Algunos escriben sus textos en papel. Yo escribo mi texto en el tejido vivo del tiempo. Escribo mis leyendas en la carne viva del presente.
    –Yo prefiero el puré de ñame y la sopa egusi con carne de chivo.
    –Claro que sí, Sancho.
    –Cada uno a lo suyo.
   –Para mí, sin embargo, todo el destino está aquí. En este momento. Este presente no puede ser controlado por los dioses.
    –¿Por qué no?
    –Porque los dioses nos han concedido la maravilla de la conciencia.
    –Nunca había pensado en eso.
    –Me imagino que no, Sancho. La mayoría de gente lee libros. Yo leo la vida. Alguna gente escribe historias. Yo las vivo.
    Echó un vistazo por todo el taller.
    –Vámonos –dijo de repente–. Hemos perdido demasiado tiempo en este nido de embalsamadores.
    Obligado a defender mi trabajo de aprendiz de impresor, grité:
    –¿Embalsamadores?
    –Sí, embalsamadores –contestó don Quijote tranquilamente–. ¿Qué otra cosa hacen aquí sino enterrar el tiempo vivo en la tumba de la impresión? ¿Qué otra cosa hacen sino fijar en el ámbar de los tipos aquello que es fluido y multidimensional?
    Una vez más lo miré estupefacto. En mi mente saltaban mil objeciones pero mi boca estaba atascada.     Don Quijote continuó en el mismo tono:
    –Este taller es un cementerio. La vida tiene mil colores, significados, capas, aspectos conocidos y desconocidos. La impresión sólo tiene una cara. Esa cara, dentro de mil años, será considerada como la única verdad. Ésta es una casa de falsificaciones del tiempo. No tengo nada más que hacer aquí.
    –Pero nosotros dejamos un registro –protesté–. ¡Esto es historia!
    –¡Madre de las mentiras! –redarguyó don Quijote con una calma sobrenatural.
    Los años pasan y una gran ambigüedad se cierne sobre esas palabras. Los años pasan y me doy cuenta de que nunca vemos realmente lo que tenemos ante los ojos. Es como si los acontecimientos ocultaran su propia verdad.
    Al recordar todo esto, confieso que no estoy seguro de lo que ocurrió en la imprenta cuando don Quijote nos visitó. ¿Realmente leyó las páginas de un libro que alguien había escrito sobre sus aventuras? ¿Realmente llegó a leer uno de sus posibles futuros? ¿O sólo leyó una página escrita por uno de nuestros más venales columnistas? No tengo idea de lo que leyó don Quijote aquella vez. Desde entonces me he dado cuenta de que no se trata tanto de lo que leyera, sino de cómo lo leyera.
    Daba la impresión de que podía leer el futuro en un grano de texto. Lo cierto es que después de que se marchó revisamos todo lo que habíamos impreso en el taller. Descubrimos que nada de lo impreso aquel día o ningún otro día guardaba semejanza alguna con lo que él afirmaba haber leído.
    Empezamos a concebir la vaga idea de que quizás no sabíamos cómo leer los caracteres secretos escondidos en las cosas ordinarias que imprimíamos todos los días. Llegamos a pensar que no sabíamos en absoluto cómo leer. Ésa fue tal vez la mayor conmoción. Don Quijote había leído nuestras paredes, el polvo bajo nuestros pies, y había captado lo que nosotros no habríamos visto en cien años. Lo hizo de un modo que nos enseñó que hay una realidad secreta ante nosotros todo el tiempo. Esta realidad secreta revela todas las cosas.
    Todavía nos queda la duda de si su lectura de esta realidad secreta es una consecuencia de su locura, o si nuestra incapacidad para leerla es una consecuencia de nuestra ofuscación. Tal vez sólo seamos ciegos a las profecías escritas en los escuetos caracteres de nuestro tiempo.
    Ese día, después de devolverme las páginas impresas, echó un último vistazo por todo el taller. ¿Cómo era posible que una mirada revelara a la vez la pobreza y la riqueza de un lugar? Por un momento, viéndolo todo a través de sus ojos, quise arrancar hasta el último ladrillo de aquel escuálido taller. Pero a continuación, sin dejar de ver las cosas a través de sus ojos, logré entrever en todo aquello una insospechada magnificencia. Con su peculiar mirada era capaz de transformar una choza en un palacio.
    Después de esa inspección ambigua, don Quijote me miró. Pensé que pronunciaría un largo parlamento, a los que son proclives los antiguos caballeros. Me preparé para escuchar un discurso enrevesado. En lugar de ello, don Quijote me concedió la gracia de su sonrisa, una sonrisa donde se mezclaban la compasión y el divertimento. Hasta este día no he sido capaz de dilucidar por completo el significado de esa sonrisa. A menudo me perturba en los márgenes del sueño.
    Con un gesto dirigido a Sancho, salió del taller. Debería escribir esa frase dos veces. Jamás alguien ha salido de un lugar como lo hizo don Quijote aquel día. Dejó el espacio alterado para siempre. Salió del taller, pero el lugar retuvo la estampa y la magia y el caos de su espíritu. A partir de entonces cada vez que iba a la imprenta me invadía un poco de ese quijotismo.
    ¿Por qué habría de escribir con una cadencia elegíaca para hablar de algo que ocurrió hace más de cuarenta años? Yo también habría querido cabalgar en un corcel y salir a asumir los desafíos de nuestro tiempo. Tiempo después oiríamos contar que había atacado a unos jóvenes en un garaje pensando que eran hombres de Boko Haram; o que había defendido a una prostituta en Ajegunle creyendo que se trataba de una célebre princesa yoruba; o cómo la emprendió contra un convoy de soldados, acusándolos de fraude electoral. En ese último episodio estuvieron a punto de matarlo a golpes por su absurda bravuconería.
    El relato de estas acciones las ha convertido en hazañas heroicas que avergüenzan a nuestros famosos activistas. Sus aventuras, reinventadas por los contadores de historias, aportaron a mis días algo de gloria. Los años han sido benévolos con él.
    Cuando murió, en una choza, en los márgenes del gueto, rodeado de sus amados libros, sólo Sancho estaba allí con él, junto a una sobrina intrigante. Sus últimas palabras no fueron recordadas por nadie. Sancho estaba demasiado abatido por el duelo para memorizarlas. Pero con el paso de los meses, los rumores sobre su muerte empezaron a circular. Todas las mujeres del mercado a las que había molestado, todos los políticos a los que había insultado, todas las prostitutas a las que intentó reformar, todos los carretilleros de los que se había burlado, todos los choferes de bus que salían huyendo cuando lo veían, todos formaron una procesión en su calle y guardaron una larga vigilia a las puertas de su casa.
Hablo de todo esto con demasiada concisión. Este relato debería extenderse por mil páginas. Pero la prisa y el ajetreo dominan nuestro tiempo. Es casi milagroso que alguien pueda contar una historia de principio a fin.
    Lo que ocurrió con el resto de su vida ha sido contado por miles de personas. Son como pulgas en el lomo de un toro salvaje. Yo sólo quería dar cuenta de un momento y de su profunda repercusión. Son las repercusiones las que nos deben dar la medida cabal de la grandeza.
    Salió de la imprenta aquel día y quedó bañado por la húmeda luz de ese sol de Ajegunle. En la puerta aguardaba el burro más esquelético que he visto en mi vida. Un burro terco y lleno de pulgas. Don Quijote se trepó de un salto en el animal y fue derribado de inmediato. Se incorporó, se sacudió el polvo. Luego se volvió hacia nosotros y dijo:
    –Parece que Sidama no quiere que lo monten hoy.
    Pasó la cuerda alrededor del pescuezo del burro. Era un animal famélico y testarudo. Al parecer no sentía gran aprecio por su amo. Don Quijote insistía. Le hablaba a la bestia como si se tratara de un ser humano inteligente. Una muchedumbre se había reunido para observar ese extraño episodio en el que un hombre intentaba razonar con un burro.
    Entonces algo inesperado sucedió. Mientras don Quijote le susurraba al burro en una de las retorcidas orejas, Sancho le propinó al animal una rápida y contundente patada en la grupa. Eso bastó para amansar a la bestia. Don Quijote nos miró como corroborando la eficacia de su técnica.
    –Sólo hay que razonar con él –dijo.
    Una nube roja empezaba a formarse en el norte. Agarró las bridas y se alejó cabalgando hacia la leyenda.

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