Novelista, dramaturga, poeta y cuentista rusa. Ella se declara "escuchadora" de la tradición oral rusa de mujeres contadoras de historias, y en algunos de sus cuentos esa oralidad es clara.
Se la ha comparado algunas veces con los clásicos rusos, sin embargo para mí está mucho más cerca de los autores húngaros Agota Kristof y Géza Csáth (con todas las diferencias que se quieran poner) que de los clásicos rusos.
Este cuento pertenece al volumen Dva tsartva ("Dos reinos") que en la versión española (también en la inglesa) se tituló "Érase una vez una mujer que quería matar al bebé de su vecina"
Se puede leer una completa reseña del libro en Strange Library.
La versión del cuento es la de Fernando Otero.
Había una mujer que odiaba a su vecina, una madre que vivía sola con un bebé. A medida que la criatura iba creciendo y aprendía a gatear, a la mujer le daba por dejar en el suelo, como por descuido, tanto un cazo de agua hirviendo como una lata con una disolución de sosa cáustica; cuando no tiraba una caja de agujas en medio del pasillo. La pobre madre no sospechaba nada, porque su pequeña apenas caminaba aún y, como era invierno, no la sacaba a gatear por el pasillo. Pero no tardaría en llegar el momento en que el bebé pudiera salir de su cuarto y moverse a sus anchas por allí. La madre avisaba a su vecina de que había un recipiente en medio del pasillo, o le comentaba: «Ráiechka, se le han vuelto a caer las agujas», ante lo cual ella fingía reparar en ello y se lamentaba de su descuido. En otros tiempos habían sido amigas. Normal: aquellas dos mujeres solas en un apartamento con dos habitaciones tenían mucho en común, e incluso compartían amistades que venían a verlas a ambas y se hacían regalos en sus respectivos cumpleaños. Además, no tenían secretos la una para la otra. Hasta que Zina se quedó embarazada y Raía descubrió que la odiaba a muerte. Era el suyo un odio enfermizo; empezó a llegar tarde a casa y no lograba conciliar el sueño por las noches. Continuamente creía oír una voz de hombre que le llegaba de la habitación de su vecina; le parecía que estaban hablando y haciendo ruido, cuando lo cierto es que Zina siempre estaba sola. A ésta le ocurría todo lo contrario: se sentía más unida a Raía que nunca, y llegó a decirle en una ocasión que era una inmensa suerte tener una vecina como ella, prácticamente una hermana mayor que nunca la dejaría en la estacada. Y, efectivamente, Raía ayudó a Zina a coser el ajuar del bebé y, llegado el momento, la acompañó a la maternidad, si bien es verdad que luego no pudo ir a recogerla tras el parto, de modo que Zina se vio obligada a quedarse un día de más en la clínica, sin la ropita para la recién nacida, y al final tuvo que llevársela a casa envuelta en una manta toda rota del hospital, con la promesa de devolverla. Raía alegó que había estado enferma, y esa misma excusa le dio en los días siguientes, en los que no bajó ni una sola vez a la tienda a hacerle la compra a Zina ni la ayudó a bañar a la niña, sino que se quedó todo el tiempo en casa, con unas compresas en los hombros. Al bebé no quería ni mirarlo, y eso que Zina no paraba de llevarlo al baño o a la cocina, o lo sacaba a dar un paseo; y además tenía la puerta de su cuarto siempre abierta, como invitándola a pasar.
Durante el embarazo Zina había empezado a trabajar en casa, con la máquina de coser. No tenía familia, y de su buena vecina ya está todo dicho, así que no podía contar con nadie: era ella la que había decidido tener el bebé, y a ella le tocaba cargar con las consecuencias. Mientras la niña fue muy pequeña, Zina pudo ir sola a llevar los trabajos y a cobrar, dejando a la cría dormida, pero cuando su hija creció un poco y empezó a dormir menos horas, se presentaron los problemas. Zina no tenía más remedio que llevársela consigo. Raía seguía quejándose de las articulaciones de los hombros y estuvo una temporada de baja, pero Zina no se atrevía a pedirle que se quedara con su pequeña. A todo esto, Raía estaba empezando a planear el asesinato de la niña. Cada vez más a menudo, mientras llevaba de la mano a la cría, que aprendía a dar sus primeros pasos por el pasillo, Zina veía en el suelo de la cocina un vaso, supuestamente lleno de agua, o se topaba con una tetera caliente encima de un taburete con el asa medio suelta, pero no sospechaba nada de nada. Al menos ella seguía tan contenta, cuchicheando con su hija y repitiéndole: «Di "mamá"». Pero entonces, cada vez que salía de compras o iba a entregar sus trabajos, empezó a dejar al bebé encerrado con llave, lo cual trajo sus consecuencias. Raía se ponía hecha una furia. En cierta ocasión, cuando Zina había salido, la niña se despertó sola en su cuarto y debió de caerse de su camita, porque se oía su llanto por debajo de la puerta. Raia era consciente de que la niña apenas sabía andar, de que se había caído de la cuna y de que tenía que haberse hecho mucho daño, a juzgar por los gritos tan desgarradores que se oían al otro lado de la puerta, donde seguramente estaría tirada en el suelo. Raía fue incapaz de seguir soportando aquellos gritos, de modo que se puso unos guantes de goma, cogió un paquete de sosa caustica que había en el baño, lo disolvió en un cubo de agua y se puso a fregar el pasillo, procurando que la solución penetrara por debajo de la puerta, muy cerca de la cual yacía la niña. Los gritos se tornaron en alaridos. Raía acabó de fregar el suelo del pasillo, lo dejó todo limpio -el cubo, el cepillo, los guantes-, se vistió y se marchó a la clínica.
Al salir del médico fue al cine, recorrió algunas tiendas y volvió a casa al anochecer. La habitación de Zina estaba a oscuras y en silencio. Raía estuvo un rato viendo la televisión y luego se acostó, pero no conseguía conciliar el sueño. Zina no apareció en toda la noche ni en todo el día siguiente. Raía cogió un hacha, abatió la puerta y vio que el cuarto estaba cubierto de polvo; y que había una mancha seca de sangre al lado de la cuna y un rastro muy ancho en dirección a la puerta. Nada quedaba de los chorretones de la soda cáustica. Raía fregó el suelo de su vecina, hizo limpieza y empezó a sentir una ansiedad febril. Por fin, al cabo de una semana, se presentó Zina, le dijo que había dado sepultura a la niña y que se había puesto a trabajar haciendo turnos de veinticuatro horas. No dijo nada más. Sus ojos hundidos y su piel amarillenta y sin firmeza hablaban por sí solos. Raía no trató de consolar a su vecina; la vida en el apartamento parecía haber cesado. Raía veía la televisión a solas, mientras Zina trabajaba día y noche o se reponía durmiendo. Parecía haber enloquecido: lo llenó todo de fotografías de su hija. Los dolores de Raía iban de mal en peor, ya no era capaz de levantar los brazos ni de caminar, las inyecciones en las articulaciones ya no le hacían efecto. Los médicos le habían diagnosticado una acumulación de sales. Al final. Raía no estuvo en condiciones de prepararse la comida ni de poner siquiera la tetera al fuego. Cuando Zina estaba en casa, ella se encargaba de dar de comer a Raía, pero cada vez iba menos por allí: decía que se le hacía muy duro. El dolor en los hombros le impedía dormir. Sabiendo que Zina trabajaba de auxiliar en una especie de hospital. Raía le pidió que le consiguiera algún calmante fuerte, del estilo de la morfina. Zina le dijo que no podía:
-Yo no me dedico a esas cosas.
-Entonces tendré que tomar más de éstas. Dame treinta pastillas.
-No, ni pensarlo -dijo Zina-. No seré yo quien te ayude a morir.
-Pero si soy incapaz de usar los brazos -replicó Raía.
-No vas a librarte tan fácilmente -dijo Zina.
Entonces la enferma, haciendo un esfuerzo sobrehumano, alcanzó el frasco con la boca, quitó el tapón con los dientes y se tragó todas las pastillas. Zina estaba sentada al lado de la cama. Raía tuvo una larga agonía. Cuando empezaba a amanecer, Zina dijo:
-Y ahora escúchame bien. Te he mentido. Mi pequeña Lénochka está viva y en perfecto estado. Vive en una residencia infantil en la que yo trabajo como limpiadora. Lo que echaste por debajo de la puerta no era sosa cáustica, sino soda corriente de pastelería. Las cambié. La sangre en el suelo era de Lena, que se hizo daño en la nariz al caerse de la cuna. Así que tú no eres culpable. Tú no eres culpable de nada. Nadie podría demostrarlo. Pero yo tampoco soy culpable de nada. Estamos en paz.
En ese momento, vio aparecer en el rostro de la agonizante una sonrisa de felicidad.