Novelista, cuentista y ensayista estadounidense (también escribió una obra de teatro). Pese a empezar a publicar pronto fue un autor poco prolífico, en parte por su necesidad de revisar continuamente cada palabra escrita, en parte por la depresión que sufrió durante muchos años. Pertenece a la segunda generación de autores sureños, la de Flannery O´Connor y Eudora Welty, con los que comparte (y con sus predecesores, Faulkner o Penn Warren) ciertas ideas sobre lo que la persona es más allá de las contingencias sociales o individuales.
Este cuento pertenece al volumen The Suicide Run, un volumen publicado en 2009 (Styron ya había fallecido) que recoge cuentos, algunos inéditos y otros publicados a lo largo de dos décadas en diferentes revistas.
El cuento fue publicado originalmente en la American Poetry Review en 1974
La versión es la de Dolors Udina.
Tengo que hacer una pequeña confesión. A pesar de mi aversión por todo lo militar, hay algunos aspectos de la vida castrense que me parecen tolerables, incluso fascinantes, si bien inferiores al ajedrez o a Scarlatti. Los morteros, por ejemplo. Aunque estoy seguro de que nací con una destreza manual inferior a la media, nunca dejó de complacerme el uso de morteros en el campo —así como mi capacidad para supervisar a los hombres que los manejaban— y la combinación de trabajo de equipo, velocidad, sutileza de reflejos y habilidad mecánica. Todo el proceso de montaje de los largos tubos en sus bípodes y planchas de soporte, la colocación de las estacas para apuntar, la nivelación precisa y el equilibrio de las armas con sus varios cigüeñales y ruedas —casi como un ballet atlético con hombres en movimiento casi sincrónico— componía un preludio hábil y excitante al penúltimo estruendo, cuando las bombas salían disparadas en su recorrido letal a través del firmamento y la gratificante explosión final que sacudía la tierra —a una milla de distancia— cuando los obuses convertían en polvo la casucha de algún pobre negro. Evidentemente, en combate nunca era tan perfecto y agradable. A pesar de todo, pienso que todo eso satisfacía una añoranza juvenil frustrada en mí, un deseo de contar con el petardo más fuerte y rápido del mundo, aunque también había algo desconcertantemente priápico en aquellos tubos rígidos inclinados hacia el aire y tal vez mi placer tuviera sus raíces en una fuente más oscura: sea como fuere, el sentido del ritmo, la precisión y la finalización que conseguía trabajando con morteros me ayuda a apuntar otra razón de por qué el servicio militar y el combate de infantería en particular tenían un atractivo tan mágico para determinados hombres.
Claro que no era insólito que, en un entrenamiento, explotase un mortero con efectos fatales, matando o mutilando a todos los que andaban cerca, y una vez aquel verano —en otro regimiento— varias rondas defectuosas cayeron desastrosamente antes del objetivo y segaron la vida de ocho jóvenes reclutas: en ocasiones, estas eventualidades me dejaban sudoroso y pasaba tanto miedo que me quedaba la boca seca. Pero, en general, lograba evitar pensamientos de este tipo y disfrutaba con el trabajo. De hecho, paradójicamente, eran los aspectos esencialmente militares de mi vuelta al servicio los que más me gustaban, o los que menos me preocupaban. Mi cuerpo se encontraba en muy mal estado por culpa de los guisos de Greenwich Village; la nueva rutina era agotadora, con muchos días y noches de sesiones de instrucción, desembarcos anfibios y caminatas sádicas, y, una vez superado el trauma de los primeros días, fue una verdadera maravilla recuperar un apetito de soldado y notar que el tono muscular volvía a mis extremidades antes fofas e hinchadas.
Adquirí un bronceado glorioso: un par de fotografías que me hicieron en aquel tiempo muestran la figura de un joven marine robusto, moreno y abatido. Pero había olvidado lo atractivo que podía ser y cómo podía elevar el espíritu el mero ejercicio físico, y mientras galopaba a través de los pantanos y los bosques con mi alegre tripulación de bombarderos, me sentía curiosamente aliviado de mi amargo descontento..., como si de manera perversa, cuanto mayor era mi proximidad a la inmundicia y el sudor de la batalla y más concentraba mi preocupación en los detalles de la táctica de infantería, menos me agobiaba aquella ansiedad implacable.
No, lo que me acercaba más a la verdadera desesperación no eran los juegos de guerra o ni siquiera las conferencias frecuentes sobre temas como las condiciones de salubridad, el transporte de carga y la amenaza comunista (que no solían quitarme el sueño), sino los periodos de ocio —las noches y los fines de semana—, cuando el tiempo libre me permitía reflexionar sobre lo horrible de mi futuro. Quejarme amargamente en compañía de mis compañeros sufridores me proporcionaba cierto solaz, pero su efecto catártico era, en última instancia, limitado. Por tanto, durante las horas fuera de servicio en la base, me retiraba cada vez más a mi mundo privado: veía de vez en cuando a mi amigo Lacy, me encerraba en mi habitación sofocado de calor, me enfrascaba en la lectura de las galeradas de mi primera novela con la minuciosa atención de un escolástico medieval y, finalmente, me permitía sesiones épicas de onanismo imaginativo y sencillo. Estoy seguro de que fue durante este verano en Lejeune cuando me liberé de una vez por todas de cualquier culpa que pudiera causarme el pecado innombrable, el más repugnante del cristianismo. Habiéndome privado de una salida para mis necesidades, al menos el Cuerpo de Marines no podía despojarme de mis sueños más íntimos, y me embarqué en una orgía solitaria que en picardía e ingenio habría superado la fantasía de Alexander Portnoy. Sin duda la abstinencia sexual forzada es una de las principales claves para comprender el genio de la mística militar: haz sufrir a un soldado la añoranza del olor de la carne de una mujer hasta que se convierta en una rabia insoportable y habrás conseguido un hombre que agarrará una bayoneta y destripará fríamente al enemigo agresor.
Para decirlo llanamente, yo creía que tenía muchas posibilidades de morir sin volver a acostarme nunca más con una mujer, y dedicaba gran parte de mi energía extramilitar a intentar impedir que así fuera..., aunque ahora se me ocurre que mi búsqueda frenética del objetivo me llevó en una ocasión muy cerca de la muerte súbita. Y así diré unas palabras sobre eso... En aquel tiempo recibía casi diariamente cartas de mi «amante», supongo que podríamos llamarla así, Laurel: mensajes enfebrecidos, muy picantes, con una letra claramente legible. Tengo entendido que es raro para una dama desarrollar un estilo verdaderamente pornográfico, pero la imaginación de mi amada era asombrosamente lasciva; las cartas obscenas, a menudo escritas en el papel de carta de su marido —F. Edward Lieberman, M. D. Consulta de otorrinolaringología—, aunque la verdad es que me dolía poco por el viejo Ed, tenían un efecto sobre mis glándulas que tornaron insípida para siempre jamás la palabra afrodisíaca. En aquel entonces, nuestra época actual de viajes aéreos apenas había empezado y Nueva York todavía estaba a ochocientos kilómetros de distancia por autopista o en tren; sin embargo, gracias a un agotamiento sobrehumano, era más o menos posible (en aquellos fines de semana infrecuentes en los que las circunstancias nos dejaban libres a una hora tan temprana como el sábado al mediodía) conducir a velocidades suicidas los quinientos kilómetros hasta Washington, donde uno podía tomar un tren que llegaba a Manhattan justo antes de la hora de cierre de los bares, a las tres de la madrugada del domingo. Era una visita de una brevedad ridícula —el domingo había que salir de Nueva York como máximo a las nueve de la noche para encontrarse en la base a la hora del recuento el lunes por la mañana— y la falta de sueño que ello significaba todavía me sobrecoge. Pero era tal nuestra desesperación por huir de la pesadilla en la que nos encontrábamos —y tan atormentadora era mi crucifixión de lujuria— que Lacy y yo emprendíamos el insensato viaje cada vez que se nos presentaba la oportunidad.
Y así, ya agotados por días y noches en las marismas, salíamos disparados del campamento en el Citroën de Lacy y nos dirigíamos hacia el norte a una velocidad terrible. Con todo, los franceses no habían construido este modelo para ir tan rápido como habríamos deseado. Para compensarlo, Lacy era un conductor listo y agresivo con unos reflejos que casi parecían computerizados dada la rapidez y exactitud con que discriminaba entre la posibilidad y el indudable error fatal; mi corazón corría y brincaba locamente cuando, en una de estas carreteras de doble carril de Carolina, a ciento veinte por hora —con el tráfico en dirección contraria—, pasó a un camión de madera inmenso, poniendo la última marcha justo a tiempo para colarse delante, y con tan poco margen que en más de un momento sentí que el camión o el coche que venía nos esquivaba con un gran suspiro mientras el Citroën se estremecía de tensión. Sin embargo, cada vez era más consciente de la exquisitez con que Lacy había maniobrado: todo había sido más una exhibición de frialdad y oportunidad que de machismo. En ocasiones conducíamos por turnos. Yo no era, ni mucho menos, tan hábil como él, y era mucho menos valiente, pero con todo llevé a cabo maniobras que aún hoy me hacen temblar cuando las recuerdo: una carrera hasta un paso a nivel sin barrera con un tren de pasajeros de la línea Atlantic Coast, por ejemplo, cuando pasé el semáforo parpadeante en rojo a tal velocidad que el coche, al cruzar por encima de las vías, voló literalmente por los aires, como una imagen resucitada de los policías de Keystone, y rebotó sobre el asfalto al otro lado sólo segundos antes de que el tren repiqueteara detrás nuestro con la bocina a todo trapo. Recuerdo que, después de esto, Lacy y yo nos pasamos un buen rato en silencio mientras recorríamos los campos de tabaco de color esmeralda hasta que, al final, aturdido pero con aquel aplomo encantador al que me tenía acostumbrado, Lacy dijo con voz distante:
—Veinticuatro kilómetros para San Juan de Luz. ¿Te gustan los moules mariniére?
Pero la vez que realmente vi el rostro de la muerte no fue entonces —más tarde hubo una ocasión peor que este susto desgarrador— y para mí es importante no sólo por el aspecto que presentaba, memorable pero en cierto modo banal, sino por la extraña visión que el mismo encuentro evocó en Lacy, una visión de la que me habló y que nunca he olvidado.
Llegábamos a Penn Station a alguna hora de la madrugada del domingo —recubiertos del polvo de veinte condados de Carolina del Norte y de Virginia y la mugre del vagón más viejo y mal ventilado de los Ferrocarriles de Pennsylvania— y nos lanzábamos a los brazos de nuestras impacientes chicas. Su mera presencia era como una renovación de la vida: Annie. la esposa de Lacy, muy francesa de aspecto, no exactamente bella pero con unos ojos ovalados provocadores y una sonrisa luminosa, y, a su lado, Laurel, tampoco exactamente bella pero con un pelo rubio alborotado y unos labios adorables abiertos en una acogida húmeda y concupiscente. No traían más regalos que ellas mismas, era suficiente.
A continuación seguía el guión habitual (ya que esto no es una interpretación de una visita concreta, sino —¡ay, mi pobre memoria!— una síntesis de varias veces): después de una rápida despedida de Lacy y Annie, me iba corriendo con Laurel a la rampa del taxi, donde previsoramente tenía un taxi esperando. Intercambiábamos unas cuantas palabras alegres, obligatorias, con un ligero temblor que delataba nuestra locura: «Hola, cariño. Oye, qué buen aspecto tienes. ¿Cómo ha ido el viaje?». Ella sube al coche con la modestia de una artista de striptease, exhibiendo la curva interior de un muslo bronceado en Fire Island y —a través de los intersticios de los pantis calados— halagüeñas insinuaciones de un trasero maravillosamente ágil en forma de corazón invertido. De pronto me doy cuenta de que tengo fiebre, no el simple rubor intenso del enfermo de amor, sino la fiebre alta de la enfermedad terminal, la neumonía, el ántrax, la peste. Me siento a su lado, la rodeo con los brazos y me oigo emitir un sonido gutural enloquecido mientras el coche se dirige hacia el Village. A lo largo de la Novena Avenida, rectángulos de neón verdes y rojos parpadean a través de mis párpados apretados, y la interacción húmeda de nuestras lenguas me deja estupefacto. Lenguas resbaladizas que combaten oscuramente, formas submarinas que dominan todas mis sensaciones... excepto la de sus dedos industriosos trabajando sobre mi bragueta, con su tumescencia crítica, y la cremallera atascada. Y no pasa nada, soy capaz de reflexionar incluso entonces; satisfecho de que la precipitación de las «caricias hacia el clímax» —en la odiosa frase del sexólogo— no pudiera menoscabar todo el amor mortal que me quedaba.
Y así, juntos, en el apartamento cedido de un sótano de Christopher Street... y no hace falta describir las ficciones rococó que emplea Laurel para pasar una noche lejos del doctor Lieberman y de Fire Island durante un bello fin de semana de verano, ni entrar en gran detalle en los ritos amatorios que llevábamos a cabo en nuestro pequeño escondite incandescente. Que Laurel es una maestra concienzuda en la cama ya ha quedado claro. También domina un estilo exhortador y descriptivo, con voz ronca, que me parece compatible con mi propia inclinación, aunque desde luego no necesito inducción alguna para dar impulso a un apetito decaído. Pero justo ahora (y me viene a la cabeza el aparato fotográfico del tocador), a pesar de mi sospecha de que emplear la lente del zoom sería una técnica que quedaría en algún lugar entre lo preceptivo y lo moderno, debo echarme atrás por la sensación de que estos esfuerzos producirían sólo otro retrato trasnochado más de fornicación, irrelevante y distractor. No, lo que destaca más claramente de este mirador distante no es una visión del bajorrelieve bronceado y enredado de nuestra jodienda (como a mí, a ella le gustan a veces los espejos, o así lo manifiesta), sino la pura urgencia, la concentración casi amnésica que pongo al servicio de mi pasión..., como si subsumiendo todo mi yo a la conciencia de mi entrepierna debiera borrar el futuro, dar validez a la vida y triunfar sobre el terror de la extinción. Dormir queda en suspenso, ocupa demasiado tiempo para permitírselo; no parece que nos separemos en ningún momento; la luz del alba se filtra a través de la ventana, llega la mañana y después el mediodía. A las tres de la tarde seguimos en ello, rebosantes, magullados, arañados, doloridos, y sólo entonces me adormezco unos minutos para despertarme y encontrarla derramando lágrimas mientras se inclina sobre mí.
—¡Cómo sois los hombres —balbucea llorando—, con la cantidad de horas que hay para follar en el mundo y vosotros las echáis a perder yendo a la guerra! ¡Hay algo que no os funciona, a los hombres!
Y entonces intento una última envestida larga, seductora, feroz, hasta alcanzar la inconsciencia una última vez antes de que, irrevocablemente, llegue el momento de partir: ducharse y vestirse medio dormidos, ir a un buen restaurante italiano de Bleecker Street para disfrutar de una comida tardía, dilatada y glotona, y finalmente encontrarme con Lacy en Penn Station justo antes de las ocho... Fin del guión. Tiempo total transcurrido: diecisiete horas.
Pero en cierto modo todo era demasiado, demasiado brutal y frenético, y llegó un momento en el que me di cuenta de que la palabra «suicida» —con la que ya entonces caracterizaba esos viajes— no era en absoluto una broma y de que, de la manera más descarnada, estos fines de semana desesperados contenían la esencia poderosa de la autodestrucción. Volviendo en coche a la base el lunes por la mañana al alba, después de una visita a Nueva York que había sido especialmente agotadora, sobre todo por este maratón sexual pero también por un tren que había llegado dos horas tarde, y por el propio tren —con su calor y su sórdida flatulencia, los vociferantes vendedores de golosinas y el ataque implacable de los chillidos de bebés atormentados—, por el efecto desolador de los titulares del periódico anunciando un gran número de marines heridos en Corea, y por un neumático que tuvimos que cambiar fuera de Richmond, bajo un chaparrón... regresando por la mañana con la garganta irritada y los inicios de un resfriado veraniego, tuve la sensación (y me pareció que Lacy la compartía) de que antes de soportar otro peregrinaje como aquél prefería que me mandasen al combate y dejar que los chinos me arrancasen un trozo de piel o mis pelotas, o incluso mi vida. Estaba tan cansado que me dolían los huesos, lo que me impedía dormir, y mientras me adormecía a medias me veía presa de insanos fogonazos de calor y de pequeñas alucinaciones. Yo había conducido el primer tramo, desde Washington hasta Emporia, Virginia, mientras Lacy intentaba dormir; ya hacía unas horas que conducía Lacy a través de las marismas de Carolina, forzando al máximo el Citroën mientras surcábamos la luz nacarada del alba que se arremolinaba en las bolas de niebla polvorienta que se levantaban de los monótonos campos rasos de tabaco y algodón verde.
Recuerdo vividamente que soñaba con una pretenciosa reunión de gnomos, vestidos como en los dibujos de cuentos de los hermanos Grimm, que celebraban una Bierfest en un jardín de otoño. Me hacían gestos y me llamaban en un alemán enrevesado, una lengua de la que yo sólo sabía unas veinte palabras. Yo les respondía con soltura y les saludaba con la mano, mientras en pleno delirio mis ojos se abrieron de par en par para ver, o sentir, o de algún modo captar simultáneamente, dos horrores: Lacy, asintiendo, con los ojos en parte cerrados, las manos sueltas, medio dormido al volante... y un camión inmenso delante nuestro a punto de cruzarse en nuestro camino. No sé —no lo sabré nunca— lo cerca que estábamos del camión, del cruce de las afueras de una pequeña ciudad agrícola donde un semáforo en rojo parpadeaba mecánica y serenamente entre la niebla. Sé que estábamos tan cerca de la colisión que algunos detalles todavía se me aparecen tan claros como aquellas protuberancias asombrosas de un trampantojo: el propio camión, cargado de sacos de fertilizante, atravesando la niebla como un mastodonte; el codo reluciente azul-negro del chófer negro apoyado en la ventanilla y sus ojos alarmados como cascaras de huevo, avanzando hacia nosotros; el gran letrero rojo del camión: PRODUCTOS QUÍMICOS VIRGINIA-CAROLINA; todos esos fragmentos de reconocimiento se me presentaron durante medio segundo, separados, al azar, antes de reunirse de pronto en una sola imagen aterrorizadora de aniquilación.
—¡Oh, mierda, Lacy! —grité.
Y con eso se despertó e inició un esfuerzo hercúleo para rescatarnos de la tumba. Todavía no sé cómo lo hizo; giró el volante con la mano, apretó el freno con el pie y dimos un fuerte viraje. Le oí dar un grito, oí también el chirrido de los neumáticos, fundidos, y mi propia voz repitiendo:
—¡Mierda, Lacy! ¡Mierda, mierda, mierda, oh, mierda! —mientras nos tambaleábamos y dábamos bandazos de un lado a otro y derrapábamos directamente hacia el parachoques de brillo mortífero del camión, dispuesto a triturarnos y a convertirnos en basura y pulpa sangrienta. Pasamos volando, chirriando. Vi cómo el codo del negro se elevaba en un salvaje movimiento inconexo y, en aquel instante, de la cabina del camión se elevó como una pluma una ráfaga de humo azul del tubo de escape. Posiblemente fuera porque el conductor apretó el pie del gas y su propio reflejo de temor proporcionó margen para la salvación de todos, él incluido; fuera lo que fuese lo que nos salvó (su pánico o la astucia de Lacy al volante, o ambas cosas, o la Providencia que ayuda a los camioneros negros inocentes y a los marines fatigados al borde de la muerte), pasamos evitando por un pelo la parte de atrás del tráiler, apenas unas pulgadas, y nos deslizamos hacia un lado para detenernos temblorosos en una acequia llena de hierbajos. Aunque nos quedamos sin habla durante un largo momento de temor, ninguno de los dos se había hecho nada, y el valiente Citroën no había recibido un rasguño ni una abolladura.
—¿Todo bien? —oí que preguntaba la voz del negro desde la carretera donde había detenido su camión.
Lacy le hizo un gesto con la mano para tranquilizarlo y, después de una pausa, gritó: «¡Lo siento, tío!», con una voz ronca y quebrada. A continuación apoyó la cabeza en el volante. Oí una risita apagada y lo que parecían escalofríos de alivio histérico, que le llegaban hasta los hombros. Finalmente, sin decir nada más, se irguió en el asiento, puso el coche en marcha y volvimos a circular a través del alba, avanzando a un ritmo de vieja dama digna.
Después de varios kilómetros conseguí hallar palabras para hablar, algo banal y superficial como el horrible episodio en sí. Eché una mirada lateral a Lacy, que no había dicho nada durante un buen rato. El perfil de la cara sensiblemente bien trazada, casi bella, había adquirido de pronto un matiz amargo y dolorido: a través del bronceado perfecto, las facciones juveniles habían dejado atrás su juventud para volverse demacradas, envejecidas. Cuando por fin habló, lo hizo con un tono grave ribeteado de angustia, teñido de una intensidad notable, inquietante, como si nuestra peligrosa escapada hubiera soltado en él un temor precariamente contenido durante largo tiempo.
—He vuelto a ver a aquel perro cabrón —dijo.
—¿Qué perro? —pregunté—. ¿Vuelto a ver? —Por un instante pensé que era víctima de una confusión temporal—. ¿Dónde?
Siguió conduciendo un rato sin hablar. Después añadió:
—¿Ves eso? —Y levantó la mano derecha.
Pequeñas protuberancias brillantes de piel cicatrizada, casi cinco o seis, le atravesaban la palma en una media luna irregular. Le había visto antes aquellas cicatrices. Pensando que eran marcas de una herida en combate, que evidentemente no le incapacitaba, nunca le había preguntado cómo se la había hecho, y tampoco él me había proporcionado nunca voluntariamente una explicación... hasta aquel momento.
—Fue en Okinawa hacia el final de la guerra, en 1945 —continuó—. Dirigía un pelotón de fusileros del Sexto de Marines. Era el mes de junio, recuerdo, alrededor del mediodía de una jornada (como solía decir un viejo amigo sargento) más calurosa que en el centro del infierno. Nuestro batallón llevaba dos días atacando, intentando aniquilar una pequeña ciudad de mala muerte donde los japoneses habían establecido una posición especialmente fuerte. Tenían artillería, allí, mucho material pesado, muchos morteros, y nos habían pegado una paliza terrible, pero conseguimos descomponerlos bastante bien con nuestras grandes armas y varios ataques aéreos, y mi compañía avanzaba, como digo, cerca del mediodía, para limpiar un par de calles de la ciudad.
Realizó una pausa y vi que se rascaba reflexivamente la palma cicatrizada de la mano en la mejilla.
—Bien, justo cuando salíamos de los campos en los límites de la ciudad, empezamos a ser bombardeados desde una posición de mortero japonesa que de algún modo no había quedado reducida por nuestras armas. Eran unos cabrones suicidas, ya me entiendes (eso era también más o menos en la época de los ataques kamikazes), y estaban decididos a llevársenos con ellos; por eso resultó un combate tan espantoso. En todo caso, nos caímos al suelo al borde del camino, yo resbalé dentro de una acequia superficial llena de barro, y aquel mortero empezó a machacarnos sin tregua. Fue una de las descargas más bestias que he sufrido jamás. Nos apuntaban directamente, dispuestos a todo, y nunca sabré por qué o cómo fue que no me dieron. Debió de durar unos cinco minutos completos o más cuando, de pronto, levanté la vista de donde estaba tumbado y vi, al otro lado de la carretera, justo delante de mí y a sólo cuatro o cinco metros de distancia, un gran perro negro escuálido, erguido, con las cuatro patas medio en jarras, simplemente enloquecido de miedo por el bombardeo de su alrededor.
—Debí de hacer algún movimiento con el cuerpo, entonces, al intentar levantarme un poco. Aunque por supuesto disparo desde el hombro derecho, soy zurdo, y llevaba la carabina en la mano izquierda, intentando protegerla del fango. Entonces, al levantarme, el perro voló hacia mí desde el otro lado y, antes de que me diera cuenta, tenía sus mandíbulas totalmente cerradas en la palma de mi mano libre. Era totalmente insensato, una pesadilla, puedes imaginarlo: aquella descarga de mortero, con tíos descuartizados a mi alrededor, y aquel perro salvaje aterrorizado que me clavaba los colmillos en la mano con tanta fuerza que no podía soltarme, por mucho que me esforzara y tirara con todas mis fuerzas. El perro no hacía ningún ruido, no gruñía, no rugía, sólo me miraba fijamente con sus ojos húmedos enloquecidos y me mascaba la mano. El dolor era..., bueno, imposible de describir; no recuerdo si grité o no. El sargento de mi batallón no estaba lejos pero, aunque lo hubiera visto todo, no habría podido hacer nada, inmovilizado como todos los demás. Ay, Dios mío, cada vez que pienso en ello, me entran todos los males.
—¿Qué demonios hiciste, al final? —le pregunté.
—Sabía que tenía que matar al perro, pero es muy difícil disparar una carabina, ya sabes, o al menos disparar bien, con una sola mano, y además, por alguna razón estúpida, tenía puesto el seguro en el arma. De todos modos, sabía que debía dispararle. Y Dios sabe que lo intenté. No dejaba de mirar a aquel maldito perro, no dejaba de mirar sus ojos enloquecidos. Había algo... algo..., bueno, punitivo, demoníaco, en aquellos ojos. ¿Cómo podría decirlo? Fue como si, por un momento, sintiese que en cierto modo estaba recibiendo mi merecido, que aquel perro representaba todas aquellas víctimas inocentes a quienes la guerra enloquece o mutila y en último lugar tienen que arremeter contra sus atormentadores, aprovechando el primer atorrante uniformado que se encuentran. Una fantasía, desde luego, la pobre bestia estaba simplemente enloquecida de terror, pero eso es lo que me pasó por la cabeza.
—Y supongo que al final lo mataste —dije yo.
—Sí —continuó—, finalmente pude colocar la carabina, sacarle el seguro no sé cómo y dispararle a la cabeza. Fue escalofriante, espantoso. Y después de que los morteros japoneses aflojasen y la compañía pudiese seguir, los hombres del Cuerpo tardaron al menos cinco minutos en arrancar los colmillos del perro de mi mano. Y aquello fue el final de la guerra para mí, porque aquella misma tarde me evacuaron a la retaguardia y me enviaron a un barco hospital para un tratamiento preventivo contra la rabia. Mientras yo recibía esta larga retahila de inyecciones (algo doloroso y sanguinario, añadiría) terminó la campaña en Okinawa.
Se quedó un momento callado. Ya estábamos cerca del campamento y el tráfico matutino había empezado a llenar las carreteras: granjeros en furgonetas, turistas con matrícula de Florida que se dirigían hacia el norte en verano, marines que volvían al trabajo en la base. Lacy conducía muy despacio, y con un cuidado extremo.
—Ah, Dios mío —dijo por fin en un tono sombrío y apenado—. Nunca saldremos de esta guerra.
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on 23 julio 2012
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