Dramaturgo, narrador e historietista. Formó parte de la Otra Generación del 27, la de aquellos que renovaron y actualizaron el humor en España. Como sus compañeros de generación (Jardiel Poncela, Edgar Neville o José López Rubio), cultivó el absurdo como medio de expresión. Su humor resulta menos cínico que el de Poncela y más simbolista que el de Neville. Recuerdo no haber entendido nada cuando en el instituto tuve que leer "Tres sombreros de copa", pero a los quince años el absurdo no se sabe apreciar y todos los símbolos de la obra se me escapaban (la cosa cambió mucho cuando lo volví a leer unos años después).
Este cuento fue publicado en diciembre de 1942 en la revista Sí, el suplemento semanal del diaro Arriba.
Él y Ella estaban muy disgustados en el Paraíso porque en vez de estar solos, como debían estar, estaba también otro señor, con bigotes, que se había hecho allí un hotelito muy mono, precisamente enfrente del árbol del Bien y del Mal.
Aquel señor, alto, fuerte, con espeso bigote y con tipo de ingeniero de Caminos, se llamaba don Jerónimo, y como no tenía nada que hacer y el pobre se aburría allí en el Paraíso, estaba deseando hacerse amigo de Él y Ella para hablar de cualquier cosilla por las tardes.
Todos los días, muy temprano, se asomaba a la tapia de su jardín y les saludaba muy amable, mientras regaba los fresones y unos arbolitos frutales que había plantado y que estaban ya muy majos.
Ella y Él contestaban fríamente, pues sabían de muy buena tinta que el Paraíso sólo se había hecho para ellos y que aquel señor de los bigotes no tenía derecho a estar allí y mucho menos de estar con pijama.
Don Jerónimo, por lo visto, no sabía nada de lo mucho que tenía que suceder en el Paraíso, e ingenuamente, quería hacer amistad con sus vecinos, pues la verdad es que en estos sitios de campo, si no hay un poco de unión, no se pasa bien.
Una tarde, después de dar un paseo él solo por todo aquel campo, se acercó al árbol en donde estaban Él y Ella bostezando de tedio, pero siempre en su papel importante de Él y Ella.
—¿Se aburren ustedes, vecinos? —les preguntó cariñosamente.
—Pchs... Regular.
—¿Aquí no vive nadie más que ustedes?
—No. Nada más. Nosotros somos la primera pareja humana.
—¡Ah! Enhorabuena. No sabía nada —dijo don Jerónimo. Y lo dijo como si les felicitase por haber encontrado un buen empleo. Después añadió, sin conceder a todo aquello demasiada importancia:
—Pues si ustedes quieren, después de cenar, nos podemos reunir y charlar un rato. Aquí hay tan pocas diversiones y está todo tan triste...
—Bueno —accedió Él—. Con mucho gusto.
Y no tuvieron más remedio que reunirse después de cenar, al pie del árbol, sentados en unas butacas de mimbre.
Aquella reunión de tres personas estropeaba ya todo el ambiente del Paraíso. Aquello ya no parecía Paraíso ni parecía nada. Era como una reunión en Recoletos, en Rosales o en la Castellana. El dibujante que intentase pintar esta estampa del Paraíso, con tres personas, nunca podría dar en ella la sensación de que aquello era el Paraíso, aunque los pintase desnuditos y con la serpiente y todo enroscada al árbol.
Ya así, con aquel señor de los bigotes, todo estaba inverosímilmente estropeado.
* * *
Él y Ella no comprendían, no se explicaban aquello tan raro y tan fuera de razón y lógica. No sabían qué hacer. Ya aquello les había desorganizado todos sus proyectos y todas sus intenciones.
Aquel nuevo y absurdo personaje en el Paraíso les había destrozado todos sus planes; todos esos planes que tanto iban a dar que hablar a la Humanidad entera.
La serpiente también estaba muy violenta y sin saber cómo ni cuándo intervenir en aquella representación, en la que ella desempeñaba tan principal papel.
Por las mañanas, por las tardes y por las noches don Jerónimo pasaba un rato con ellos, y allí sentado, en tertulia, hablaban muy pocas cosas y sin interés, pues realmente, en aquella época, no se podía hablar apenas de nada, ya que de nada había.
—Pues, si... —decían.
—Eso.
—¡Ah!
—Oveja.
—Cabra.
—Es cierto.
De todas formas no lo pasaban mal. Él y Ella, poco a poco, distraídos con aquel señor que había metido la pata sin saberlo, fueron olvidando que uno era Él y la otra Ella. Y hasta le fueron tomando afecto a don Jerónimo, que, a pesar de todo, era un hombre simpático y rumboso. Y los tres juntos hacían excursiones por los ríos y los valles y reían alborozados de vivir allí sin penas, ni disgustos, ni contrariedades, ni malas pasiones.
—Ustedes ¿están casados?
Y ellos no supieron qué contestar, ya que no sabían nada de eso.
—¿Pero no son ustedes matrimonio?
—No. No lo somos —confesaron al fin.
—Entonces, ¿son ustedes hermanos?
—Sí, eso —dijeron ellos por decir algo.
Don Jerónimo, desde entonces, menudeó más las visitas. Se hizo más alegre. Presumía más. Se cambiaba de pijama a cada momento. Empezó a contar chistes y Ella se reía con los chistes. Empezó a llevarle vacas a Ella. Y Ella se ponía muy contenta con las vacas.
Ella tenía veinte años y además era Primavera. Todo lo que ocurría era natural.
—La quiero a usted —le dijo don Jerónimo a Ella un atardecer, mientras le acariciaba una mano.
—Y yo a usted, Jerónimo —contestó Ella, que, como en las comedias, su antipatía primera se había trocado en amor.
A la semana siguiente. Ella y aquel señor de los bigotes se habían casado.
Al poco tiempo tuvieron dos o tres chiquitines que enseguida se pusieron muy gordos, pues el Paraíso, que era tan sano, les sentaba admirablemente.
Él, aunque ya apreciaba mucho a don Jerónimo, se disgustó bastante, pues comprendía que aquello no debía haber sido así; que aquello estaba mal. Y que con aquellos niños jugando por el jardín aquello ya no parecía Paraíso, ni mucho menos, con lo bonito que es el Paraíso cuando es como debe ser.
La serpiente, y todos los demás bichos, se enfadaron mucho igualmente, pues decían que aquello era absurdo y que por culpa de aquel señor con pijama no había salido todo como lo tenían pensado, con lo interesante y lo fino y lo sutil que hubiese resultado.
Pero se conformaron, ya que no había más remedio que conformarse, pues cuando las cosas vienen así son inevitables y no se pueden remediar.
El caso es que fue una lástima.