Poeta, cuentista y ensayista estadounidense. Su nombre real fue Alice Ruth Moore, pero adoptó los apellidos de dos de sus maridos, los relacionados con la literatura, el del poeta Paul Laurence Dunbar (poeta que alternó el inglés y el dialecto de los negros estadounidenses en sus trabajos y que está considerado en el primer poeta negro de éxito tanto entre negros como blancos) y el del periodista y editor Robert J. Nelson. Su dedicación principal fue la enseñanza. Inició su carrera literaria publicando poemas, algunos de los cuales serían incluidos en su primer libro, Violetas y otros cuentos (Violets and Other Tales, 1895). Cuatro años después apareció su segundo y último libro, una recopilación titulada La bondad de San Roque y otros relatos (The Goodness of St. Rocque and Other Stories, 1899).
Posiblemente su carrera literaria se vio eclipsada por el enorme prestigio de su primer marido, por ello se dedicó a escribir en prensa y al activismo político a favor de los negros. Sin embargo en sus relatos apenas aborda la situación de los negros y se centra en los criollos (ella era criolla). También participó con regularidad en la lucha por los derechos de la mujer negra, entre ellos el derecho al voto.
Asociada generalmente al "Renacimiento de Harlem", su obra de ficción es muy anterior al movimiento y encaja mejor entre los trabajos de lo que Sarah Grand denominó la "Nueva Mujer"
Este cuento pertenece a su segundo libro, La bondad de San Roque y otros relatos.
La versión es la de María Luisa Venegas, Juan Ignacio Guijarro y María Isabel Porcel.
De vez en cuando, la época de Carnaval coincide con la del bueno de San Valentín, pero otras veces se retrasa hasta los cálidos días de marzo cuando, de hecho, la primavera ya se nos ha echado encima y el verdor de la hierba rivaliza con el verde de los estandartes reales.
Muchos días antes de que llegue el Carnaval, Nueva Orleans empieza a adquirir una apariencia festiva. Surgen por doquier banderas reales de un verde, violeta y amarillo encendidos y luego, como por arte de magia, las calles y los edificios resplandecen y estallan como amapolas en flor con un fulgor glorioso de color que impregna los sentidos en una aceptación lánguida del calor y la belleza.
En Mardi Gras, como ya se sabe, la ciudad se vuelve loca de remate. Es un enorme baile de máscaras que toma las calles con la luz del día, una reunión de naciones en un espacio común, un popurrí de todos los ingredientes humanos imaginables, aunque nada de esto apenas le haga justicia. Hay música y flores, gritos y risas, canciones y júbilo, y ni un solo corazón dolorido que muestre sus penas o empañe la alegría de las calles. ¡Es algo maravilloso este Carnaval!
Pero los viejos compadres de allá, del barrio francés, que todo lo saben y que pueden relatar más de una historia, hablan de un corazón triste un Mardi Gras de hace años. Era una mujer, desde luego, pues, como dice un viejo proverbio, «Il est toujours les femmes qui sont malheureuses», y puede que sea cierto. A esta mujer, a la que se la consideraría una niña en cualquier otro sitio, salvo en esta tierra de precocidad y crecimiento tropicales, le robó el corazón alguien que no llegó a enterarse jamás. Es una historia bastante común, es cierto, pero que le habría desagradado bastante a su padre, el altivo juez, si se hubiera enterado.
Odalie era hermosa. Odalie también era altiva, mas bastante gentil con quienes complacían sus exquisitos caprichos. En la vieja casona francesa de Royal Street, de ventanas pintorescas y patio español verde y fresco con la música del chorro de la fuente y el trino de los pájaros enjaulados, vivía Odalie con reclusión conventual. Monsieur le juge estaba decidido a que ningún halcón rompiera la jaula y le robara su paloma y por ello, en ausencia de una madre, era una tía severa, la acompañanta, la que montaba guardia con celo.
¡Ay de las precaucaciones de la Tante!. Siempre hay algún par de ojos brillantes que buscan otros ojos brillantes, donde acechan la juventud y la malicia, que van a la caza, hasta en la iglesia. A Odalie la llevaban diligentemente a misa a la catedral todos los domingos y Tante Louise, que movía la cabeza con devoción mientras pasaba las cuentas de su rosario, no veía los sonrojos y las miradas llenas de intención, todo un código de señales, como quien dice, que se intercambiaban Odalie y Fierre, el joven e inope oficinista del juzgado.
Odalie se enamoró, quizás, porque no tema otra cosa que hacer. Cuando a una la encierran en una gran casa francesa con una tía adusta y amodorrada y sin nadie de su edad, la vida se convierte en algo aburrido y se está preparada para cualquier sensación nueva, sobre todo si por las venas corre sangre hispano-francesa de la que Monsieur le Juge tanto alardeaba. Así que Odalie se aferraba a la imagen de su Fierre durante la semana y le dedicaba tímidas cancioncillas de amor en la penumbra cuando la Tante dormitaba sobre su devocionario, y los domingos en misa había miradas y sonrojos y acaso, en algún momento de grato recuerdo, el roce de las yemas de los dedos en la pila del agua bendita, mientras la Tante hacía su última genuflexión.
Luego llegó la época de Carnaval y un corazoncito latió con más fuerza que nunca cuando de la casa gris de Royal Street colgaron banderas multicolor y la adusta fachada se cubrió con tonos vivos. Iba a ser una época de gozo y esparcimiento, en la que todo el mundo podría salir a la calle y en la multitud se podría hablar con quien uno quisiera. Los planes surgían de forma inconsciente y la petite Odalie se sentía muy feliz según se acercaba el momento.
—¡Sólo piensa en lo bien que lo pasaremos!, Tante Louise —exclamaba.
Pero Tante Louise no hacía más que refunfuñar, como tenía por costumbre.
Por fin llegó Mardi Gras y a primera hora Odalie oyó por su ventana el tintineo de cascabeles de los disfraces, el resonar de la música y el eco de los compases y las canciones. Hasta sus oídos llegaban flotando la risa de los enmascarados de mayor edad y los gritos de susto de los niños al verse con los antifaces. ¡Qué ganas de salir y mezclarse con la muchedumbre abigarrada y alegre, de ir de Royal Street a Canal Street, donde había vida y actividad!
Cuando al fin se puso a mirar el jovial desfile, Odalie ya tenía los ojos cansados de contemplar una multitud tras otra de gente con antifaz y sin antifaz, de observar detenidamente carretas repletas de trovadores cantando, carruajes de juerguistas, con la esperanza de vislumbrar a su incondicional Fierre. Las carretas alegóricas que pasaban estrepitosas con sus imponentes caballos cubiertos de rojo empezaban ya a perder su encanto, los disfraces parecían de mal gusto y hasta las banderas de colores alegres saludaban a Odalie con tristeza.
Después de todo, Mardi Gras era un día pesado, suspiró, y Tante Louise le dio la razón por una vez.
Habían dado las seis, la hora en que todos han de quitarse los antifaces. Los rayos rojos y prolongados del sol de poniente destellaban de través en los disfraces multicolor de los juerguistas que volvían a casa en tropel y sin antifaz a descansar antes de la última algazara nocturna.
Por Toulouse Street venía el gentío más jovial de todos. Hombres y mujeres jóvenes con primorosos atuendos de cuento de hadas, bailarines, pintorescos vestidos estilo imperio, una o dos mariposas y algún que otro hombre disfrazado de ragazza con el pelo empolvado y remedando modales de antaño. Venían cantando y bailando con la cara descubierta hacia Tante Louise y Odalie. A ésta se le pusieron los ojos brillantes y llorosos, pues allí en primera fila estaba Fierre, Fierre el infiel, con los brazos rodeando la esbelta cintura de una mariposa cuyo cabello empolvado y reluciente le ondeaba por las chorreras de encaje del abrigo estilo imperio que él vestía.
—¡Fierre! —exclamó Odalie suavemente. Nadie la oyó, pues no fue sino un débil aliento que pasó desapercibido. Al contrario, la jocosa muchedumbre le tiró caramelos y flores y prosiguió su camino; Fierre ni siquiera se dio cuenta de nada.
Claro, cuando una vive encerrada entre las lúgubres paredes de una casona en Royal Street sin más compañía que una Tante Louise y un juez lúgubre, ¿cómo se puede aprender que en este mundo hay gente infiel que pueda mirarla a una en misa con ternura y pasarle el agua bendita acariciándole los dedos sin estar perdidamente enamorado? Odalie no tenía a nadie que se lo dijera, así que allí se quedó sentada en casa durante los interminables primeros días de Cuaresma, cuidando de su querido y difunto amor y llorando como lo han hecho las mujeres desde tiempos inmemoriales por la infidelidad de los hombres. Y cuando un buen día pidió volver al convento de las Ursulinas donde había pasado su niñez, aunque esta vez como monja, Monsieur le Juge y Tante Louise pensaron que
resultaba de lo más idóneo y apropiado, pues ¡cómo iban a conocer ellos el secreto de aquel Mardi Gras!
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on 03 mayo 2012
at 19:04
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