Novelista, cuantista y autora de literatura infantil peruana.
El cuento pertenece al volumen "Un nombre para tu isla" de 2025.
El día que regresé a Lima después de separarme perdí el reloj.
Me lo robaron. Fue un robo sutil. Casi amable. ¿No es extraño decir un robo amable? En mi ciudad te balean después de entregar el celular sin resistirte. Un hombre rozó mi brazo. Cuando me subí al micro y quise ver la hora, el vacío en la muñeca. La esfera del color favorito: azul noche; la correa plateada. Parecido a mí, casual o elegante. Algunas veces consigo adivinar la hora sin consultar el reloj. En el cielo gris -mi amigo Paul dice que el cielo de Lima está velando siempre un muerto, pero ¿cuál?- todas las horas se parecen a sí mismas. No vayas al centro con reloj o póntelo boca abajo para que les cueste arrancarlo. Lo olvidé. Viví cinco años fuera y olvidé cómo habitar el miedo.
La cuenta regresiva ha comenzado.
Tengo dos semanas para dejar mi departamento solo con lo necesario.
Mi mejor amigo desde el colegio lo ofrecerá en alquiler a largo plazo. Lo despidieron del trabajo y está entusiasmado con su nuevo papel de corredor inmobiliario.
Mauro me dice:
Es demasiado tú. Deja lo imprescindible. Saca todo, sin asco y sin cariño.
¿Cuántos platos, cuántas sábanas, cuántas tazas? ¿Regarán las plantas? ¿Qué es lo imprescindible? ¿Le pasarán cera a la madera y la frotarán hasta que reluzca? ¿Querrán el monigote a tamaño real que recogí del basurero y llamé Arturo y que instalé en el pasillo y espanta a las visitas que lo confunden con un ladrón?
Comprar cajas. Pero Mauro tenía cincuenta, de plástico, todavía por estrenar, con tapas rojas y verdes. Me prestó veinte, las amontonó en mi sala. Dos amigas que me visitaron celebraron su solidez y volumen. Especularon cuánto costaba cada una, las compararon con las que almacenaban en sus propios depósitos. Admirar cajas de mudanza… ¿La medida de la prescindencia es una caja por cada año de vida? Yo hubiera necesitado cuarenta y seis.
No creo en los depósitos: archivar es jubilar. Cuando por fin recoges las cosas, ya no las deseas, el encantamiento de su influencia prescribió. Polvo han sido y en dictadura se convertirán.
Los juegos de llaves. ¿Por qué son tantas y a qué cerraduras pertenecen? El mismo día que las inhabilitas desconocen sus puertas. Como medias que perdieron a su pareja, caducan, no abren, no calzan más.
Los cables, alambres de púas de nuestro tiempo, útiles para separar y aumentar la productividad, una vez recuperados del cajón, ¿a qué iban unidos y qué hacían funcionar? Maraña espantosa, nunca se la bota por separado, al tacho en rejunte.
Hacer lugar. Vender algunos objetos.
Comencé por la bicicleta eléctrica plegable. La ofrecí con una foto mía en la avenida, el pelo en el casco, los pies en el aire. Que se viera bien gozada. El aviso lo respondió una chica: Necesito recorrer grandes distancias sin llegar sudando al trabajo; la esperaba un amplio bicicletero, no una ducha. Dijo, es mía.
Yo la acababa de reparar, la batería y las cámaras nuevas, mantenimiento completo en todo el sistema, frenos de precisión. Al volverla a montar, la sensación de fundido, de ser una con esta bici que compré pionera hacía nueve años. Tuve ocho bicicletas a lo largo de mi vida. Pero a ninguna otra la quise como a esta. Seguridad para maniobrar, en la curva, en el bache, para escurrirme. En los semáforos me preguntaban:
¿Cómo haces para avanzar?
Al ras de los vehículos atorados en cada intersección, yo volaba, puntual, a todas partes, paralela al mar, salitrosa, bienvenida. Al entrar a la oficina desmontaba el manubrio, doblaba su cuerpo por la mitad y la acurrucaba, como a una mascota, bajo mis pies. Como yo, sabía hacer bulla y llamarse al silencio, ser frontal o esquiva.
Un primer intento de venta. A una de mis mejores amigas. Veinte años atrás, Lourdes se compró una bici para acompañarme. Cayó en un hueco, se rompió un colmillo y abandonó el pedaleo. Sigue siendo peatona, no maneja. Al ver que ofrecía mi bici eléctrica la compró. Por insistencia. Por insistir en contagiarse el deseo. ¿Segura? Segura. Esta vez ni siquiera cargó la batería o la sacó a un viajecito, terminó en su garaje, la llanta posterior desinflada sin haberla girado. La recuperé, me la devolví impecable. A la chica que dijo la quiero le escribí un día antes de que viniera a verla:
Te pido perdón. Me arrepentí. Sé que te gustaba, pero no puedo venderla.
Tampoco quedármela. Se la presté por tiempo indefinido a mi amiga Lidia, me había presentado las bicis eléctricas una semana antes de que le robaran la suya.
Te la guardo, me dijo, la monto alguna vez y te recargo la batería. Cuando vuelvas a venir, te la regreso.
Se la entregué con funda nueva, la cadena de seguridad, el casco. Le pedí que usara siempre las cintas reflectivas en los tobillos y el chaleco de neón. Dijo: ¿Todo eso te ponías para que te vieran?
Adoro a mi amiga Lidia, entre otras virtudes, porque trabaja en el aeropuerto y, al partir, el suyo es el último abrazo que recibo.
Puse a la venta mi escritorio. Sin asco y sin cariño.
Lo encontré en una calle de anticuarios que frecuentaba mucho antes de que explotara en fama y saliera en revistas y en televisión. El corazón anacrónico, fui retro cuando no se destinaba ese nombre a la nostalgia, cuando el pasado reciente no tenía potencia de aura. A los quince, a los veinte, fantaseaba con la vivienda propia, soñaba muebles desgastados para anidar. Algún día. Siglos después, calibré la evasión: había partido de la casa de mis padres sin haberme ido.
En cinco cuadras se exhibían las reliquias ajenas, lo que no resiste polilla ni óxido. Camionadas de deudos llegaban los fines de semana a rematar su herencia. Desconocían el valor. Regateaban minucias. Desmontaje de casas invadiendo veredas, como puestas a secar luego de la inundación. Tal mezcla de estilos, épocas, texturas, edad, calidad y gustos que todo barroco: lo sobrio y lo recargado, lo huachafo y lo mínimo. Intemperie de alfombras, sofás, pianos de cola, arañas, álbumes de fotos, veladores, cabeceras de cama, camas de hierro, baúles, triciclos, vitrinas, cofres, candelabros, cirios, ceniceros. Curioseaba entre las cosas y, sin dinero, las escogía de pensamiento, imaginaba para la vida después.
¿Vas a comprar algo?
No, solo estoy deseando.
Corras de capitán, espadas, sables, faros en miniatura, carros a pedal, coches de bebé, caballos de carrusel, menaje, bar. Por entonces, a esta zona solo venían productores de cine, de comerciales o de telenovelas que los alquilaban como escenografía. Se pasaban la voz conservando el secreto. Decorados con fecha de caducidad, no te los quedabas. Rellenos de ¡da y vuelta. Muchos años más tarde, varios de estos objetos los vi revendidos a precios impagables por casas de diseño. Una de ellas se llamaba Reencarnación. Cuando pude adquirirlos -una alacena, un velador, una mesa de noche; ninguno había sido eso antes- no intervine en modernizar, no lijaba ni pintaba, no reemplazaba remaches ni aceitaba bisagras, no abrillanté, mantuve cada una de sus marcas, como creo que deben envejecer los cuerpos.
Trabajo de embellecer y es un destino de toda la vida aprenderlo: hay cosas que no deben ser hermoseadas.
Un escritorio que hubiera sido otra cosa.
Quería más lugar para mis lapiceros, papeles, marcadores y libros, los materiales del aliento y la buena disposición. Rodearme de voces que subieran a mí en eco, ampararme en ellas por apremio de narrar o por alerta de ignorancia, para saber cuándo callar y no hablar de más. Apenas la vi lo supe. Una mesa que parecía liviana, pero de madera maciza. Me enamoré. Auxiliar de cocina, dijo el vendedor, dándole golpecitos. Así como hay un cocinero principal y otro adjunto, esta mesa no fue la esencial: continuidad de la otra, la buena sustituía. Surcada por quiñes, cortes, cuchillazos, algunas partes astilladas, otras parchadas a la mala con macilla y tintura marrón, no eran mis cicatrices y nunca lo serían, no mi mesa de sacrificio, sino altar.
Con los tres hijos del vendedor la cargamos, uno por pata, -¿dónde había estado antes, a quiénes perteneció?, ¿alguien se atragantó en Nochebuena y cayó sobre su plato recién servido?, asumimos, exageramos- durante diez cuadras, una por cada año que la tuve, esta mesa, la casa más querida. Auxiliar de escritura, recibió mis huellas, esbozos de personajes descritos a lápiz, café, tinta, agua de mar, la frase: Este es mi lugar de combate y de aquí no me voy, y la vieja madera, porosa y resistente, como papel de calcar.
Mi amigo Daniel pinta y dijo tiene la altura perfecta, yo quiero tu mesa. Llegó tarde a recogerla, vino con su hermano. Yo dictaba un taller cuando atravesaron el pasillo sin encender la luz, la mesa en alto, en puntas de pie para no hacer ruido, ladrones, sin soltarla sonrieron y dijeron chau. Los veía forzarla en el maletero. Debieron quitar una fila de asientos. Yo esperaba que no cupiera, regrésenla. Se me estrujaba el estómago. No pude más. Apagué el audio de la cámara y la computadora, y lo llamé:
Discúlpame, no puedo venderte el escritorio, no puedo. En él escribí casi todos los días.
Le voy a dar un buen uso, dijo, seguirá siendo para algo creativo. No te preocupes.
Me puse a llorar:
Soy una idiota. No sabía cuánto lo quería.
¡Es lo primero que ofreciste!
No sé por qué me quise deshacer de las únicas dos cosas que no puedo vender, la bici y la mesa.
La voy a cuidar.
Lo sé. Por favor no me odies.
Bueno, tendrás que contratar un camioncito para recogerla.
Apenas dijo eso, le respondí:
Dame hasta mañana para ver si cambio de opinión.
Tengo una idea, replicó. No me la vendas. Préstamela. Un año o cinco. Cuando vuelvas es tuya.
Suscribimos un contrato:
Mediante la presente,A los pocos días recibí una foto: despatarrado, sobre la mesa, su perro, aún cachorro, mordisqueaba un pincel.
el aquí firmante se compromete
a usar la mesa (añade medidas) con fines de placer y
devolverla a su dueña apenas lo solicite.
¿De qué me deshice, qué pude sacar sin remordimiento?
Sentada, arrodillada, me detuve en cada objeto, encorvada, ensayé una distancia. Surgieron cartas de amistades fugaces, estampillas de países que ahora llevan otros nombres. Mayólicas, pepelmas, losetas, macilla, fragua, por si había que reparar parte del baño o la cocina. Réplicas en miniatura de estatuas, murallas, torres que no me interesa escalar, caracolas de mares de otros. Libros sin lenguaje que no leeré. Doné lo servible, al pie de la escalera, en la salida de emergencia: SE REGALA: todo desapareció en un instante.
De las veinte cajas solo usé diez. Son 4,6 años de vida por caja.
A ellas fueron a parar lo que me acompañaría a todas partes, por ahora.
A mi vuelta a Buenos Aires deberé mudarme. Que mi expareja se quede con casi todo: el palpito, el cuadro del bote con remos anclado en la arena y su dedicatoria, para ustedes dos, porque sí, la niebla, los letreros de la panadería del mercado, comíamos pasteles recién salidos del horno algunas tardes, con el listado de los nombres y sus precios, el nuevo dueño, cuarenta años más joven, emprendimiento, la convirtió en un restaurante carísimo.
Con qué claridad sabremos distinguir y seleccionar qué cosas serán de nuevo solo mías o solo tuyas, después de que fueran tan nuestras durante un tiempo importante. Perdóname, dije, dijiste, fui un monstruo. Una maceta me llevo. El brote de la planta que conseguimos en la primera semana de nuestra convivencia y creció y se multiplicó hasta rozar el suelo. Verdeará el camino entre su casa y la mía, el miembro fantasma de su presencia, la conversación en suspenso.
El día antes de partir de Lima perdí las llaves.
Me quedé afuera y debí colarme por la ventana entreabierta de mi habitación. El vecino me prestó su escalera, la sostuvo mientras yo subía. Un policía rondaba en su patrullero y me pidió deténgase.
Permítame alcanzar el muro, le dije, y le pruebo que es mía. Con un pie en el alféizar, le describí cada cosa.
Dijo:
Solo quería su DNI.
Apilé las cajas, sin orden de prioridad, y las llevé al sótano. Una vez por semana lo baldean y podrían mojarse, pese al plástico, ¿las habré cerrado bien? Los libros entrañables, los revisitados, los subrayados. Las fotos de mis antepasados, de las que soy la última tesorera: mis padres niños, niños en blanco y negro; los ojos en travesura, llenos de promesa, los viví a todo color. Esas miradas las suspendo. Se las llegué a ver, me fueron ofrecidas y quitadas, fueron acantilado, me fueron Dios.
Esta es la memoria acumulativa, esencial, estos son mis rastros y mis restos, si llegaran a perderse no me dolería tanto.
Perder las llaves, perder lenguaje, perder las horas, perder imágenes, ganar dos ciudades, dos mares, ganar un río.
Una última mirada cautelosa y cerré la puerta: esta vez no tendría cómo volver a entrar.
¿Quién se mudará? ¿Quién atravesará el pasillo y gritará ¡carajo! en cada reencuentro con Arturo?
Preguntarle a Lidia: ¿Estarás en el aeropuerto? Dime que sí. En el aire los aviones son golondrinas, en tierra; aluminio. Amiga, te doy la hora de mi vuelo.
Mauro se encargará de hacer las llaves nuevas, yo partiré sin ellas. Y sin reloj.
Me pidió indicaciones para el futuro inquilino. Aquí van:
Te dejo mis tazas, mis platos, mis vasos, las cosas de buena madera, haz reuniones, sobremesas, una fiesta, si se rompen, no será un desastre.
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on 06 septiembre 2025
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