Leo Perutz - "Pour avoir bien servi"

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Novelista, dramaturgo y cuentista checo aunque cuando falleció tenía la doble nacionalidad austrica e israelí. Es uno de los grandes de la literatura en lengua alemana de principios del siglo XX.
Este cuento de 1911 fue publicado en algunas antologías después de su fallecimiento. Desconozco quién es el autor de la traducción.


Escuché esta extraña historia hace algunos años en el salón de un barco de vapor francés que me llevaba de Marsella a Alejandría. Durante la travesía subíamos poco a cubierta debido al mal tiempo y teníamos que ver la manera de distraernos de alguna forma. De las opiniones y conversaciones que pude escuchar entonces, recuerdo sobre todo esta historia, la historia de un tal J. Schwemmer, ingeniero de Kiev, que, tras un largo y acalorado debate, tomó la palabra para rebatir la afirmación de que el médico no sólo tenía el derecho, sino casi la obligación de cortar por la fuerza los sufrimientos de un enfermo desahuciado.
No sé por qué me causó una impresión tan fuerte precisamente ese relato, que como se demostró bien pronto sólo guardaba una escasa relación con el tema de la discusión. Quizá porque en medio de la conversación trivial e insustancial aparecieron ante nosotros tan de repente dos seres pálidos y sufrientes, con labios temblorosos, contraídos por el dolor con una terrible autenticidad. Aún veo hoy ante mí la imagen de la mujer joven, veo cómo se recuesta cansada en su silla de ruedas y deja descansar casi con ternura los ojos temerosos y anhelantes sobre el jarrón verde de la chimenea. Y a veces oigo todavía en sueños el grito de su marido, suena espantoso y desgarrador en mis oídos, aunque en realidad yo no oí gritar a ese hombre, sino sólo la voz débil y quebrada de anciano de aquel señor Schwemmer de Kiev.
Esta es la historia de aquel viejo caballero, la cuento como él nos la contó a bordo del Héron, un poco más resumida quizá, pero estoy seguro de no haber olvidado nada esencial.
‑Yo vivía hace años en París. En una callejuela muy apartada de un suburbio, compartía un pequeño edificio de una planta con un antiguo compañero de estudios al que no había visto desde hacía muchos años y al que había tenido la suerte de encontrar en París. El se había doctorado en una universidad alemana, había publicado dos libros sobre historia del arte, y poco antes de contraer matrimonio había conseguido un puesto de director de una biblioteca condal. Era todavía un hombre joven, de unos treinta años, y sólo la desgracia de su mujer podía haberle cansado y envejecido tanto antes de tiempo.
"Su mujer estaba enferma. Tenía parálisis, había contraído una de esas enfermedades de los nervios que al parecer escogen a sus víctimas entre las personas agoradas mentalmente; ella había estudíado en su juventud medicina en Zurich. Durante el día solía estar sentada en su silla de ruedas muda y sin quejarse mucho, pero las noches, ¡esas noches! Una vez se puso a gritar de una manera tan espantosa que los dos hijos del portero echaron a correr aterrados calle abajo y no se atrevieron a volver a casa hasta muy entrada la noche. El médico y su marido trataban de consolarla lo mejor que podían en esas noches, le prometían que los dolores disminuirían pronto y que dentro de poco se recuperaría del todo, pero ella, la antigua estudiante de medicina, lo sabía mejor que todos nosotros, sabia que su enfermedad no tenía curación, que la resistencia de su joven cuerpo era inútil; que su hora tenía que llegar alguna vez, pero, y eso era lo grave, no demasiado pronto.
"Y su marido la quería. Su cargo, que sólo le quitaba unas pocas horas al día, se había convertido para él en una carga odiosa y molesta. Su profesión, que le había llenado y entusiasmado cuando era un joven estudiante ‑a todos nos había parecido casi enfermiza su pasion por los grabados antiguos y los manuscritos raros‑, su profesion había dejado de interesarle. En su despacho, en la calle, por todas partes le dominaba una sola idea: volver a casa rápidamente. En el fondo estaba todo el día pendiente de volver a casa con su mujer. Más de una vez me explicó el motivo de su inquietud. ¡Su mujer tenía una pistola! De cuando era joven, y la tenía escondida en casa, de eso estaba completamente seguro. Pero él nunca había logrado descubrir el escondite aunque había registrado muchas veces en secreto la vivienda. Cierto que estaba inválida y el arma se hallaba fuera de su alcance. "¡Pero una vez, imagínese, una vez intentó sobornar a la criada!"
"Cada vez que me contaba eso me ponía pálido de miedo ante la idea de que la enferma hubiese podido apoderarse del arma durante su ausencia. Aquella situación despertó dentro de mí el sentimiento, al principio leve y titubeante, pero luego cada vez más fuerte, de que casi sería mejor para los dos que yo hubiese sido el elegido por el destino para ayudar a aquellas dos pobres personas. Hoy sé, sin embargo, que cometí un crimen al no desechar aquel sentimiento. ¿Pues cómo se puede atrever una persona joven e ignorante a interferir con su manos torpes en el destino de dos personas cuyo pasado desconoce y cuyos deseos ocultos no imagina?
"Pero entonces yo era todavía joven e inexperto y estaba lleno de lemas no comprendidos y de ideas inmaduras, y mi pobre amigo me daba tanta lástima; apenas tenía treinta años y ya empezaba a tener el pelo gris. "Estas son las dos personas de las que voy a hablarles Rusas ambas, eso ya lo dije, ¿no? Tenían poco trato con la sociedad parisiense, pero tampoco me crucé con ninguno de nuestros compatriotas en su casa. A veces me daba la impresión de que la gente les evitaba. Un día alguien me contó que el hombre había delatado a un estudíante que era perseguido por la policía y que era un agente del gobierno ruso. Pero yo no daba mucho crédito a esa clase de noticias, pues de muchos de mis compatriotas que viven por algún motivo en el extranjero se cuentan historias semejantes; todos esos relatos fantásticos son más o menos parecidos.
"Y ahora quiero hablarles de aquel día que me convirtió en un criminal. Pues lo que yo cometí fue un crimen. Y del jarrón verde con el dragón chino de escamas rojas sobre el que estaban fijadas día y noche las miradas anhelantes y tiernas de la joven enferma. Y cuando les cuento los hechos de aquel día en el que no jugué un papel bonito, eso lo sé perfectamente, lo hago sin ninguna vergüenza ni arrepentimiento, pues de todo eso ya hace mucho tiempo, y ahora sé que no fui yo el culpable, sino aquella desdichada locura, aquella idea insensata de que yo había sido elegido por el destino para poner fin, con la mano firme del médico, al sufrimiento de la enferma y a la miseria del marido. Porque precisamente aquel día estaba más seguro que nunca, pues la joven había pasado una noche terrible y ninguno de nosotros había podido pegar ojo. Sólo al amanecer mejoró un poco su estado, su marido se fue agotado al trabajo, ella estaba recostada en su silla de ruedas, yo sentado enfrente de ella, pero ahora ya no recuerdo cómo surgió el tema de su juventud y de los años que había pasado en Zurich. "Le gustaría ver una foto mía antigua", preguntó, y cuando se lo pedí, reflexionó un instante y luego dijo con una voz que sonaba tranquila e indiferente: "Alcánceme el jarrón de la chimenea." Lo dijo completamente tranquila, pero a mí sé me subió la sangre a la cabeza, mis rodillas temblaban y de pronto supe que ése era el escondite tanto tiempo buscado de su arma. Y yo me puse de pie con dificultad y le llevé el jarrón y empecé a vaciarlo sobre la mesa, actuaba como en sueños y arriba del todo había una carta y un lazo rosa y otro verde claro, luego un abanico y un ramillete de flores marchito y finalmente las fotografías. Dos fotos de ella, luego el retrato de un hombre joven de rasgos bellos e inteligentes. "Ese es mi amigo Sacha", dijo ella, y entonces comprendí que ya estaba muerto sin que ella lo hubiese dicho. Y también encontré una foto de su marido, una foto que ya conocía y en la que aparecía retratado de estudiante entre sus compañeros, yo también me encontraba en la foto y pensé que la larga pipa de madera de estudiante que tenía en la boca me daba un aire un poco ridículo. Y después, abajo del todo, apareció la cajita con la pistola.
"Me temblaba la mano cuando extraje la cajita del jarrón pues veía que había llegado el momento de actuar, no tenía ninguna duda de lo que tenía que hacer. Yo quería, yo tenía que poner el arma en manos de la mujer enferma, aunque la estupidez de mis congéneres calificasen ese acto de asesinato y me pidiesen responsabilidades. Si nadie tiene el valor, yo sí lo tengo y haré un gran servicio a estas personas. Y me vinieron a la memoria unas palabras que había leído una vez sobre una vieja medalla francesa que decían "pour avoir bien servi". Me emocioné cuando pensé en el favor que iba a hacer a mi amigo y entonces oí la voz de su mujer que dijo fría y tranquilamente: "¡Deme la cajita, por favor!", y reuniendo todas mis fuerzas le dije: "¡Yo mismo se la abriré, señora!
"Cuando tenía la pistola en las manos me invadió de pronto un sentimiento de cobardía, todos mis planes se vinieron abajo y me aterró el servicio que me pedía la enferma. Era consciente de la responsabilidad que estaba asumiendo, y hubiese querido arrojar lejos de mí el arma en lugar de entregársela, y la mujer debió leerlo en mis ojos. Empezó a hablar, sonriendo triste y en voz baja. "Mire", dijo la enferma, "pensar en este arma era mi único consuelo en las terribles noches, mi único apoyo. A veces mi silla estaba tan cerca que casí hubiese podido tocarla con la mano. Una vez mi marido estuvo a punto de descubrir el escondite. Estuvo muy cerca del secreto. El corazón casi se me paró del susto". Y luego dijo de pronto, y de manera sencilla y escueta, sin rastro de patetismo en la voz: "Por favor, deme la pistola."
"Yo no lo habría hecho. Yo no le habría dado el arma, la hubiese arrojado lejos de mí al otro extremo de la habitación. Pero en ese momento vi venir a su marido por el jardín. Subía por el sendero de grava, despacio y cansado, arrastrando los pies y encorvado, un hombre destrozado, y cuando me saludó con un ademán tan viejo y serio volví a sentirme de nuevo como el cirujano que realiza el corte salvador con la mirada serena y mano segura. Ya no dudaba de lo que debía hacer, y mientras contestaba a través de la ventana al saludo del hombre, le alcancé a la mujer la pistola por encima de la mesa.
"Lo que sucedió después se cuenta rápidamente. De repente sentí un miedo terrible a lo que traerían los próximos minutos. "¡Todo menos verlo!", gritaba algo dentro de mí. "¡Todo menos tener que presenciar cómo levanta el arma, se la lleva a la frente y aprieta el gatillo!" Le di la espalda y me volví hacia la puerta. Entonces le oí subir las escaleras. Ahora abre la puerta. Saluda, me tiende la mano, viene hacia mí. Dos pasos, luego se detiene, se pone lívido y grita: "¡Jonás, Jonás, qué ha hecho usted!" Y. "¡Por lo que más quiera, quitele el arma, deprisa, Jonás, deprisa!"
"Yo hubiese podido hacerlo todavía. De un paso podría haber llegado hasta ella y haberle quitado la pistola de las manos. Pero me quedé en el sitio, apretando los dientes ¡Tienes que ser firme! ¡Ahora tienes que ser firme! Es el corte salvador. Yo soy un médico. Algún día me lo agradecerá. Pour avoir bien servi.
"El hizo algo extraño. En lugar de correr hacia ella y quitarle el arma, cayó de rodillas. Durante unos segundos reinó un silencio absoluto en la habitación, sólo se oía el castañeteo de sus dientes. Luego se puso a gritar aterrado‑ "¡No lo hagas María! ¡No lo hagas! Te juro que no fui yo quien escribió la carta, lo hizo el propio Sacha." Todavía lanzó un grito que me heló la sangre y de pronto exclamó dirigiéndose a mí con una mirada que no entendí: "Ay, Jonás, qué le he hecho yo." Luego ocultó la cara en sus manos. Y entonces sonó e disparo.
"Cuando se disipó el humo de la pólvora debí gritar como un loco, pues la mujer seguía sentada, indemne en su silla de ruedas, con la pistola humeante en la mano. Pero su marido estaba tumbado en el suelo sin moverse, ensangrentado, con la frente atravesada por una bala.
Yo estaba allí sin saber qué hacer. Trataba de explicarme lo que había sucedido, pero todo me daba vueltas. Me incliné sobre el muerto, su rostro estaba desencajado por el miedo, me pregunté dónde estaba, lo que significaba todo aquello, pero sólo me vinieron a la cabeza esas palabras absurdas sin sentido: "pour avoir bien servi", y entonces escuché la voz de la mujer enferma, que sonó fría y cortante y llena de odio cuando dijo:
"El fue quien entregó al pobre Sacha a los policías, el canalla. ¡Le agradezco que me ayudase, he estado esperando tres años a que llegase este momento!"

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