Jesús López Pchecho - "Lucha por la respiración"

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Novelista, poeta y cuentista madrileño. Enmarcado en la Generación del 50 su obra es reconocida dentro del la literatura social española de la postguerra.
Este cuento de 1958 pertenece a Lucha por la respiración y otros ejercicios narrativos de 1977 que recoge cuentos escritos entre 1950 y 1976 y estuvo inédito hasta la aparición de este volumen.


La placa de la parada tenía el esmalte saltado por los bordes, y el metal aparecía oxidado. Protegió sus ojos con la palma de la mano para comprobar el número del tranvía. El sol enrojeció las junturas de los dedos. Bajó la vista parpadeando. Descendió del bordillo de la acera, se adentró unos pasos en la calzada, y ojeó hacia el final de la calle. Brillaban algunos coches a lo lejos, lentos; los raíles, a la altura de la primera bocacalle, resplandecían como cristales. Dio un pequeño paseo y regresó a su puesto en la cola. Eran unas veinte personas, en una fila que serpeaba para salvar los alcorques de los árboles y el farol. Se inmovilizó de nuevo en la espera. Notaba el sudor correrle de vez en cuando por la espalda y el pecho, bajo la camisa: se la ahuecó con las dos manos al tiempo que se encogía juntando los omóplatos.
Estaba mirando al suelo fijamente cuando alguien habló.
—Ya viene.
La cola entera, casi unánimemente, descendió a la calzada deformándose en leves ondulaciones, pero sin deshacer el orden en que había esperado. El tranvía estaba lejos todavía, detenido ahora ante un paso de peatones cerrado. Un gran coche tocó levemente el claxon y pasó rozando a la cola, que se acercó de nuevo al bordillo en un movimiento brusco.
—¡Esperen en su sitio!
—¡Animal! —gritó una mujer de la cola hacia el conductor del coche, todavía asomado a la ventanilla⁠—. No les importa na de nadie. T’atropellan y siguen como si tal.
Se oyeron, superpuestas, otras voces de la cola.
—Y ahora vendrá lleno, como si lo viera.
—A lo mejor ni para.
—Si teníamos qu’hacer algo, digo yo. Es pa que cogiéramos un tranvía y lo volcáramos.
—Hacen falta más tranvías, eso es lo que pasa. Pero alguien s’estará chupando’l dinero.
El tranvía se acercaba rápidamente. Llegó el ruido de sus ruedas al pasar por las agujas de cambio. La cola se acercó de nuevo a los raíles, esta vez más tumultuosamente, apelotonándose. Una furgoneta y dos coches pasaron veloces entre el tranvía, a punto de detenerse, y la gente que se disponía a tomarlo. Luis avanzó resuelto: un coche frenó a medio metro de su mano levantada.
—¡T’esperas!
—¡Hombre, claro! ¡Estaría bueno! —⁠se oyó otra voz de la cola⁠—. Tienen la obligación, no vayan a creerse que los que no tenemos coche no tenemos derechos.
La cola se había convertido en un apretado grupo ante la puerta del tranvía. Se oyó el resoplido del cierre neumático: lentamente, las dos hojas de la puerta se plegaron al tiempo que el estribo bajaba. Luis estaba de los primeros, pero, cogido entre dos presiones laterales, permaneció unos segundos con el pie derecho en el estribo, sin poder subir. Al fin, la presión del lado izquierdo le ayudó a liberar el hombro contrario y logró agarrarse a la barra. Detrás de él bullían gritos, discusiones.
—¡Que nos vamos, señores! Suban aprisa —⁠dijo el cobrador.
La gente protestó. Aumentaron los empujones y, medio agachados algunos, logró subir una masa que taponó la entrada atascándose en ella. Manos crispadas se asían a la barra. Sonó el aire comprimido del cierre, y las hojas de la puerta comenzaron a desplegarse.
—Vamos, señores, suban, que no pue cerrarse la puerta. —⁠El cobrador estaba de pie en su puesto, con el busto inclinado sobre la barra de su reducto para ver a la gente⁠—. Que no caben más, hombre, ¿es que no lo’stá viendo?
El sudor le quemaba en la espalda como un gusano frío, interminable, repentino. Se encogió para abrirle paso bajo la camisa.
—Esta camisa tiene mangas largas y un bolsillo. No es como si fuera de las otras, las de verano; esta es una camisa de verdad… Creo que voy perfectamente decente con ella…
—Si usted quiere seguir dando clases en este colegio, tiene que venir bien vestido. Con un traje completo, como Dios manda.
—Pero…
—No hay pero que valga. Est’es un colegio respetable, y yo, como director, no puedo consentir que los alumnos reciban un lamentable ejemplo de falta de decoro en el vestir… Cobramos caro, es verdad, pero, a cambio, los padres que nos mandan a sus hijos pueden estar bien seguros de que tanto yo como los profesores seremos sus maestros, no solo mientras estamos dando las clases, sino en todo momento, por los pasillos, en las aulas… Eso está bien para hacer deportes, para ir de excursión, pero no para realizar la elevada misión de educador… Al colegio hay que venir correctamente vestido. Por hoy, me limito a reprenderle. Si se repitiera, la cosa sería distinta. Puede usted marcharse a su casa y…
—Pero ¿no doy las clases?
—¿En camisa? Ya se lo he explicado. Prefiero darles una excusa cualquiera, decirles a los chicos que se ha puesto usted enfermo… Le sustituirá el Sr. Rodríguez…
Luis insistió de nuevo.
—Cómprese un traje de verano fresquito y ligero. El calor no puede ser excusa para vestir mal.
Permaneció en silencio unos instantes, inmóvil, mirando al director; luego bajó la vista al cenicero de plata que había sobre la mesa y se despidió.
Al día siguiente fue al colegio con su traje de paño gris marengo. Al principio, por la calle y en el tranvía, la chaqueta la llevaba doblada al brazo; era demasiado incómodo, se le escurría continuamente y, si la sujetaba más con la mano y contra el cuerpo, el brazo le sudaba y la prenda se le arrugaba; tenía que ir pasándose la cartera cada poco de una mano a otra. Decidió llevar la chaqueta puesta, en parte también por el temor a que se le cayera el billetero del bolsillo interior o la agenda y la pluma estilográfica del bolsillo de fuera. Aquel curso no pudo comprarse un traje de verano. Al siguiente, tampoco. Esperaba podérselo comprar el próximo.
La placa de la parada tenía el esmalte impecable, con el número de la línea de autobuses nítido. A lo lejos, todavía brillaban un poco los raíles de la antigua línea de tranvías, medio oxidados ya.
El autobús se acercó pegándose a la acera hasta detenerse paralelo a la cola, que se concentró ante la puerta sin desordenarse demasiado. Se oyó el resoplido del cierre automático y, bruscamente, las dos hojas de la puerta se plegaron abriéndose. La cola se convirtió en un apretado grupo que se atascaba y solo dificultosamente conseguía subir. Luis, cogido entre dos presiones laterales, permaneció unos segundos con el pie derecho en el estribo, casi en el aire, sin poder avanzar ni retroceder. Ayudado por la presión de detrás, logró apoyar el otro pie en el estribo. El ruido del motor se hizo más intenso, como si el autobús fuera a arrancar.
—Vámonos. Que nos vamos, señores, suban.
Con un resoplido cortado, la puerta inició el cierre y volvió a plegarse. Gran parte de los que esperaban en la cola renunciaron a subir. Luis notó en la espalda casi frescor, mientras el borde de la puerta le comprimía un hombro en un nuevo amago de cierre. Empujó al de delante, casi vencido por la presión que le rechazaba hacia fuera. El autobús arrancó despacio.
—¡Eh, que m’está pillando! —⁠gritó.
Otra vez se oyó el resoplido de la puerta, el autobús en marcha ya. En un esfuerzo final, Luis consiguió pasar el hombro, y la puerta se cerró tras él, desplegándose. Oyó golpes a su espalda. Por el rabillo del ojo vio a un hombre que corría junto a la puerta del autobús golpeando el cristal con el puño, despeinado, sudoroso.
—¡No te digo! Si hay qu’estarse aquí hasta mañana pa que suban tos. —⁠Se repitieron los golpes. Luis vio la cara del hombre, muy próxima, enrojecida por la furia y la carrera⁠—. ¡Pero si no cabe un alfiler, leche! —⁠El cobrador se había vuelto hacia la puerta. Luego, volviéndose a los viajeros que esperaban para pagar, dijo⁠—: Le hacen perder a uno la paciencia, no sé cómo se las arreglan. ¡Vamos, pisa’l pedal y el que venga detrás que arree!
—No s’endónde quien meterse —⁠dijo una voz de mujer, sobre la cabeza de Luis.
—Qu’espere a otro, que vendrá en seguida.
Una voz, a su izquierda, comenzó a murmurar: «Sí, sí, en seguida…», pero el ruido del motor aumentó. El hombre que corría se convirtió en una figurilla gesticulante, ridícula, que estuvo a punto de caer por un tropezón. Le perdió de vista y, al instante, oyó un frenazo estridente. El autobús continuó acelerando.
Iba todavía en el estribo, con la espalda aplastada contra la puerta. Tenía la cabeza a la altura de la cintura de un hombre: le dolía el cuello en su esfuerzo por evitar que el codo se le clavara en un ojo. Allí abajo, a tres escalones de la plataforma, olía a sudor de pies, y en los dientes notaba el rechinar del polvo que entraba por la rendija de la puerta. Un frenazo y un leve viraje brusco le permitieron adoptar una postura casi normal en el espacio repentinamente ensanchado.
—Pasen al pasillo, señores, hagan el favor, qu’está medio vacío. —⁠El cobrador, que se había levantado de su asiento, le entregó el billete a un viajero por encima de las cabezas. Volvió a sentarse⁠—: ¡Qué gente! ¡Tien sitio y s’empeñan en ir como sardinas!…
Hubo un ligero avance en la masa de viajeros que iban de pie cerca de la segunda plataforma. Luis pudo subir al segundo escalón de la puerta. Ahora tenía la cara casi pegada al hombro del de delante. Por encima de él pudo ver una perspectiva de nucas y perfiles de la que sobresalía un bosque de brazos asidos a las barras horizontales. Carraspeó y respiró ruidosamente, aspirando con ansia. Una fría lagartija de sudor le recorrió la espalda, y se estremeció encogiéndose a duras penas para separar la ropa de la piel. Notaba la manga izquierda de la chaqueta retorcida, la hombrera apelmazada y carnosa contra la oreja, como una compresa. Pasó, quizá desde la rendija de la puerta, una vaharada de aire quemante con olor a monóxido de carbono. A la derecha, junto a las ventanillas posteriores, navegando sobre las cabezas, iban dos almidonadas cofias de monja, cegadoras de blancura.
Detrás del cobrador, en el cajetín donde estaban los nombres de calles y el número del trayecto, se produjo un chispazo y una breve llamarada. Comenzó a salir humo y se extendió un agrio olor a quemado.
—Por el humo se sabe dónd’está’l fuego.
La voz fue recibida con una risa general.
—No es na, señores. Debe ser una bombilla qu’ha’stallao. Algún cable. No es na, señores, tranquilícense.
—Nos han puesto calefacción.
—¡Sardinas al martirio!
—¡Yo me bajo!
—Y yo, pero ¿por dónde?
—No, mujer, tú, quieta, tú, tranquilita. Si fuera algo, el cobrador no s’estaría ahí sentao, como si tal.
Alguien forcejeaba con una ventanilla, intentando bajar el cristal.
—¡Eh, oiga! —El cobrador se puso de pie⁠—. ¡Golpes, no, que la v’a romper!
—¡Que se rompa! ¿Por qué no baja el cristal?
—¡Tie razón el señor! —se oyó una voz de mujer⁠—. No hay derecho, vamos, con esa humarea del motor y, encima, el incendio ese…
—¡Está’stropeá, señora, por eso no baja!
—¡Pues que l’arreglen, coña!
Las cabezas se volvían hacia el lugar del que salía cada nueva voz, hacia la ventanilla, hacia el cobrador.
—¿Y a mí qué me dice? ¡Protes’t’usté arriba! —⁠replicó el cobrador.
Hubo un bandazo y un acelerón que callaron a todos; el frenazo inesperado que siguió hizo a la masa de viajeros inclinarse hacia delante, al tiempo que nuevos brazos se alzaban en busca de las barras y se unían, en sus manoteos de náufragos, a los que la sorpresa había hecho aflojar los dedos descuidados. La parada, quizá debida a algún inesperado rojo de semáforo, duró solo unos segundos, y en seguida se oyó de nuevo el motor acelerando, se repitió el vaivén del cambio de marcha, y nuevas vaharadas de aire caliente y humo envolvieron a los cuerpos traqueteados, sin aliento. Aminoró la marcha y se abrieron las puertas.
Habían llegado a otra parada. Luis sintió las manos de los nuevos viajeros en su espalda, empujándole con la misma violencia con la que él había empujado al subir. Notó algo duro en la rodilla izquierda, pero no llegó a hacerle daño. Miró hacia ese lado, y vio a un militar, un sargento. Las cofias de las monjas estaban ahora delante, a menos de un metro, y él se resistía ya a ser empujado hacia ellas. A su espalda rebullían los nuevos cuerpos en busca de esa mutua incrustación a que los obligaban día a día los transportes urbanos. Fue impulsado con fuerza irresistible, y su nariz se aplastó contra un brazo de mujer asido a la barra. Era un brazo desnudo, muy moreno. Consiguió separarse, giró un poco y, entonces, le llegó un olor a sudor al tiempo que descubría la axila afeitada. Casi no podía ver otra cosa. Fugazmente, en los momentos en que ella, hablando, volvía un poco la cabeza hacia alguien que él no podía ver, Luis vislumbraba el perfil de una boca con mucho carmín, el rabillo pintado de una ceja, los párpados azules, las pestañas pringosas con diminutos grumos de rimmel. Sobre el labio superior pudo distinguir, contra el sol que daba en un cristal, pelillos rubios con una pequeñísima gota de sudor cada uno.
—… y entonces va y me dice: Pili, estará usted contenta, ¿eh? Y yo le digo: ¿Contenta? ¿Cree usted que con lo que me han subido tengo para vivir? ¿Sabe lo que han subido las patatas?
La risa de la otra mujer le llegó primero como una vibración a su izquierda.
—¿Le dijiste eso?
—¡Mujer, ya sabes! Con esas mismas palabras, naturalmente, no, pero se lo dije, vaya si se lo dije… ¡Claro, como él es Don Gaspar y trabaja, si es qu’es trabajar lo que hace, en tres o cuatro sitios a la vez! Además, tiene acciones…
Por el túnel de cabezas y brazos, que empezaba en los pelillos rubios y sudorosos del labio superior de la mujer, probablemente secretaria, a la que habían subido el sueldo, y terminaba en el cristal de una ventanilla, Luis veía pasar fachadas de edificios, ventanas y ventanas, balcones de hierro, balcones de piedra:
COMPAÑÍA DE SEGUROS - una cariátide - VETERA - un autobús de dos pisos en dirección contraria: SABIENDO IDIOMAS (el mundo es suyo, recordó) - Un camión con un gran caballete cargado de cristales y espejos en los que vio la parte alta de su propio autobús y un trozo de cielo con nubes - OKAL - El gigantesco emblema del yugo y las flechas (Un autobús es una unidad de destino en lo municipal, pensó) - Una bailarina flamenca - Un cartelón de cine con una pistola descomunal, recién disparada, humeante todavía - TODOS…
—No —dijo la otra mujer contestando a algo a lo que él no había prestado atención.
—Pero ¿es que no se puede abrir ninguna ventanilla? ¡Cobrador! —⁠se oyó en la parte de atrás⁠—. ¡Aquí se está quemando algo!
—¡Otro! —dijo un hombre. Fue un «otro» especial, con un leve retintín de cachondeo castizo y sadomasoquista que provocó, instantánea, irresistiblemente, la complicidad de un coro de risas.
—¡Inocente! —reforzó sin necesidad ni gracia otra voz.
—Está’stropeá, caballero. ¿No l’oyó antes?
—He subido en la última parada. Pero ¿por qué salen al servicio los coches estropeados?
El cobrador golpeó la mesita con una columna de monedas envuelta en papel.
—Eso dígaselo usté a los téznicos, a mí no me tie que decir na.
—¿Cómo que no? ¿Voy a tener que ir a decírselo a la compañía?
—Por mí, pue usté decir misa.
—De cachondeo, nada, ¡eh! No se ponga a decir tonterías.
—Si es qu’es verdá —dijo una voz de mujer⁠—. Con la humarea qu’arma ese motor…
—El único que aquí dice tonterías es usté…
—¡Halaaa! ¡Sin faltar, hombre, sin faltar! ¡No echen las patas por alto!
—¡Usted sí que las dice!
—¡Venga, venga, no vayan a liarse por nada, que no es para tanto! Este hombre no puede hacer nada ahora…
—¡Y que lo diga! ¿Qué culpa tengo yo? A mí me dicen: A salir con el coche. ¿Y qué voy a hacer? Pues salgo.
—Bueno, será mejor que me calle, porque si no…
—No se preocupe, que ya subirá otro en la próxima parada que proteste por usted.
Las risas, desganadas, fueron interrumpidas por una curva, que el autobús tomó a demasiada velocidad. Luis, que había podido sujetarse a tiempo a la barra, fue el único cuerpo de su zona que se mantuvo casi vertical.
—Este conductor es genial: cada vez que se arma jaleo, lo resuelve con un bandazo o parando en seco, como antes.
Luis aprovechó el desahogo para avanzar un poco y pagar. La secretaria había pagado ya y seguía hablando con su compañera en el pasillo, cerca de la plataforma central. Al intentar avanzar un poco más, prensado de nuevo entre los otros cuerpos, se detuvo: una esquina dura se le había clavado en el cuello, cerca de la oreja izquierda. Antes de volverse ya sabía lo que era: una cofia de monja.
—Me venden el piso, chico.
Lo dijeron a su espalda. Ante él notó un removerse de varios cuerpos, y las cofias de monja desaparecieron hundiéndose; una mujer y un hombre se alzaron ocupando el sitio que habían dejado las monjas. Entre los cuerpos, vio ahora la blancura de las cofias sobre el respaldo de un asiento doble.
—… sacar dinero de donde sea, no sé, porque lo qu’es ahorrar del sueldo. Llevo treinta años trabajando y no he podido ahorrar ni un céntimo.
—El médico —oyó a su espalda.
—Ah, ya.
—No, no: el otro.
—Aaah, ya decía yo, claro, qué tonta.
Se dio cuenta de que la cartera le colgaba de la mano derecha. Movió los dedos para despegarlos unos de otros y del asa. A continuación la cambió de mano y se agarró a la barra con la otra. Sintió el frescor del metal en sus dedos martirizados, con aristas. Cerró los ojos.
(—… del veraneo, este año habrá que despedirse, porque la ropa se ha puesto por las nubes. Y los alquileres, no digamos. Ah, oyes, ¿pero tú sabes cuánto me pedía el alemán?).
(—¿Cuánto me pagará? —le preguntó al director. No era culpa suya el haber entrado fumando en aquel despacho).
(—… que parece que todos los chalets se los están comprando los alemanes).
(Le había llamado él asomándose al pasillo. Acercó la mano al cenicero de plata y, por primera vez, dejo caer en él un diminuto cilindro de ceniza).
(—Pero no hay nada que hacer, nada, te lo digo yo, esto no tiene arreglo).
(—Como es usted licenciado en Química, dar las matemáticas no le costará trabajo; al fin y al cabo, está más cerca de lo suyo que la Historia… Solo serán tres horas más a la semana…).
(—Progresar, progresamos, hombre. Esto antes era una línea de tranvías renqueantes.
—Pero los tranvías no echaban humo).
(—¿Cuánto me pagará? Es lo único que me importa. Estoy comprando un piso y me caso el año que viene).
(—Donde esté un autobús, que se quite un tranvía).
(—Hombre, enhorabuena).
(Oyó la cifra. Aplastó el cigarrillo casi entero).
(—Y los antibióticos, que te cuestan un riñón, como yo digo, que no se sabe si es mejor el remedio que la enfermedad).
(—Daré las matemáticas también).
(—No, nunca, en mi vida, te lo juro, te lo puedo jurar. Como tú quieras, sí).
(—Daré las matemáticas también, de acuerdo).
El día no se había nublado: era un hombre alto que se había puesto delante de él. Un bandazo del autobús le arrojó hacia un lado y el sol volvió a darle en los ojos, cegándole. Pudo avanzar un poco girando para pasar al otro lado de la barra. Volvió a cambiar de mano la cartera. El autobús estaba frenando.
Apenas se había puesto en marcha tras la parada cuando se oyó una voz en la plataforma trasera. —¡Cobrador! ¡Esta ventanilla no se puede abrir!
—¡Otro! —dijo el gracioso.
—¡Inocente! —reforzó el aprendiz de gracioso entre las risas.
Desde donde estaba, a la entrada del segundo pasillo, Luis solo podía oír los gritos, las risas, fragmentos de frases. Pero una palabra del cobrador o de algún viajero le bastaba para imaginar el resto. Alguien le tocó en el hombro al tiempo que oía su nombre. Era un compañero de estudios. Se saludaron por entre las cabezas; los cuerpos que los separaban se esforzaron por apartarse para facilitar su reunión.
—Ya ves, como siempre.
—Ten cuidado con las monjas —⁠le susurró.
—¿Qué tienes contra la Iglesia?
—Pues que más de una vez han estado a punto de dejarme tuerto con la punta de una cofia. Para bajarse tienen que pasar a tu lado.
—Bueno, ¿y tú?
—Bien, tirando. Dando clases. ¿Tú no dabas clases también?
—Sí, pero solo al principio. Era una pérdida de tiempo. Ahora me han concedido una beca para los Estados Unidos. Me voy en septiembre. Quizá me quede allí como profesor luego. Cuatro años de opositor son demasiado. Estaba harto. Y mi padre también estaba harto de darme dinero.
En la plataforma posterior, la discusión arreciaba. Con el autobús detenido en una nueva parada, los gritos e insultos, más violentos que las otras veces, le llegaron con claridad por unos momentos.
—Aprovecha y pasa adelante.
Avanzaron por el segundo pasillo. Era imposible no leer el cartel que había enfrente: PROHIBIDO HABLAR CON EL CONDUCTOR.
—Oye, ¡si es mi parada! Me bajo aquí. Adiós.
—¿Tomas siempre este autobús?
—Sí, todos los días. A esta hora. ¿Y tú?
—Solo de vez en cuando. Ya nos veremos.
Una mujer gritó en la plataforma trasera. Luis estaba bajando mientras el cierre neumático de las puertas resoplaba ya. Se volvieron a plegar para dejarle paso. El conductor se había levantado y miraba hacia atrás.
—Pero ¿se pue saber qué coños pasa ahí? —⁠fue lo último que oyó.
Se volvió a mirar. Con ademanes bruscos, el conductor se sentó, maniobró las puertas, metió la marcha violentamente y el autobús arrancó de un tirón.
A través de los cristales de la ventanilla trasera, Luis vio brazos levantados agitándose, y, por encima de todos, la silueta del cobrador, de pie, gesticulante. El humo del autobús acelerando parecía un rabo peludo.

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