Caroline Lamarche - "Ulises"

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Novelista, cuentista, dramaturga, poeta y guionista belga (aunque en sus primeros años vivió en Asturias por los vínculos de su familia con empresas mineras de la región).
Sus escritos exploran la complejidad de los seres, la sutileza de las emociones y la ambivalencia de las relaciones entre los sexos.
Este cuento pertenece al volumen “Estamos en el borde” de 2019 (Premio Goncourt de cuento de 2019).
La versión es la de Raquel Vicedo.


Los platos son azules, de un azul oscuro y luminoso a la vez, con pequeños dibujos tono sobre tono. Cada plato es único: en algunos los motivos son nítidos, en otros casi invisibles, se han fundido con la masa. No me han costado caros, estaban rebajados en Oxfam, un lote incompleto, ni seis, ni doce, ni siquiera diez, solo cinco grandes y cuatro pequeños, lo que impedirá que nos juntemos más de dos personas a la vez, sin contarnos a Zoran y a mí.
Cuando lo conocí, tenía un lote de platos desparejados, el saldo de su divorcio, habían tenido que repartírselos, él y su mujer, o puede que unos cuantos se hubieran roto durante la contienda. Los vasos también eran de juegos distintos, vasos de agua o de zumo de varios tamaños, algunos vasos de cerveza rotulados con logos diferentes, Leffe, Chouffe, Orval, Affligem, copas de vino, cinco grandes, siete pequeñas, y dos copas de champán. Compré en Ikea una caja de seis copas flauta para la visita del profesor Meyer y su mujer, es lo mínimo sabiendo que sin duda traerán una botella de algo, tal vez incluso de champán, de todas formas compré champán, champán de verdad, para más seguridad.
Ayer, conduciendo hacia casa de Zoran, en una carretera rural, frené a causa de un erizo. Un erizo joven, probablemente inexperto, que corría sobre el macadán, encantado de haber descubierto una vía de avance más despejada que las habituales praderas llenas de maleza. Circulaba derecho hacia mí, que iba a cincuenta kilómetros por hora, él puede que fuera a un kilómetro por hora, aunque se me echó encima, literalmente. Una vez parada, me sorprendió comprobar que las patas de un erizo en movimiento son largas y finas. Puse las luces de emergencia y cogí el erizo, pensando que me heriría en las palmas. El erizo se hizo inmediatamente una bola, las patas y el hocico plegados y ocultos, cabía perfectamente en el hueco de mis manos, todavía tenía las púas tiernas.
A la izquierda de la carretera, un prado con vacas. A la derecha, una pequeña zona de aparcamiento delante de un viejo molino restaurado, abierto a las visitas el fin de semana, cerrado debido a la hora. Al avanzar en busca de un refugio propicio para el erizo, divisé un coche estacionado en la zona de aparcamiento. A cierta distancia del coche, en la hierba, tres personas, de pícnic, sacaban del interior de un gran bol común, con las manos, algo que se parecía al arroz. Un hombre, una mujer y una chica, la mujer y la chica llevaban hiyab. Inusual en esta zona rural, donde uno más bien espera encontrarse holandeses de vacaciones o gente del lugar que pica algo al pie del molino antes de volver a su casa.
No los saludé —su discreción me pareció un signo de que preferían no ser vistos— y me contenté con dejar al joven erizo a cierta distancia, bajo un matorral. Al lado comenzaba un campo de maíz, probablemente un medio hostil para un animal habituado a la hierba fresca. El erizo se quedó allí, bajo el matorral, una bolita inmóvil. Sus púas se levantaban al ritmo de su corazón frenético, parecía un erizo de mar asmático. Me fui pensando en el mar y en la impunidad de los erizos de mar que no se lanzan bajo las ruedas de los coches, cuando llega el verano, para que los aplasten a centenares.
Anoche —mi insomnio de costumbre— me pregunté si había hecho bien dejándolo allí, en compañía del temible maíz, y si no saldría de donde estaba y correría de nuevo hacia la carretera. Pensaba en el prado de las vacas, al otro lado. En mi infancia, la gente decía que los erizos, por la noche, mamaban de las vacas. ¿No habría tenido la idea, peligrosa, de volver a cruzar la carretera para ir a buscar la ubre de una vaca? Habría sido mejor subir el terraplén y dejar al erizo al pie del rebaño de vacas. Por otra parte me preguntaba, con una culpabilidad que iba en aumento, si las mujeres del hiyab no se habrían puesto nerviosas al ver el erizo —el primer erizo de su vida, tal vez— y si el hombre no le habría echado una maldición. O si el animal no sería tan testarudo de volver a las andadas de antes de encontrarse conmigo, es decir, la carretera y sus peligros. En resumen, pensaba en ese animal como en mí misma: alguien que corre con ahínco hacia una meta (pero ¿cuál?) y a quien la vida, sin cesar, frena o pone en situaciones potencialmente peligrosas.
Hoy sigo pensando en ese animalito de la familia Erinaceus europaeus (según mis investigaciones en internet) mientras me dedico a preparar una cena digna del profesor Meyer. Zoran en otro tiempo fue su ayudante antes de largarse de la universidad, «un hatajo de mandarines», según él —salvo el profesor Meyer, por supuesto—. Meyer, el mejor de todos, como él, Zoran, fue el mejor a ojos de todos, después solamente a los míos, probablemente llegué demasiado tarde, o más bien a destiempo, como de costumbre.
Domino la situación: recoger el cuarto, poner la mesa, hacer una buena comida y darle al universo entero, a saber, Zoran, que ha pasado un buen rato relajándose en un baño de agua caliente, la impresión de que todo se hace por arte de magia. Es un camino simple y llano para mí, que he tenido, antes que él, un marido. De una existencia a la otra mis reflejos se han mantenido intactos.
—¿Puedo ayudarte? ¿Qué queda por hacer? —pregunta Zoran emergiendo con indolencia, húmedo y recién peinado, irresistible.
—Pasar el aspirador por el salón, si haces el favor, gracias.
—¡Por Dios, ni que fueran a mirar el polvo que hay debajo de los muebles! —dice cogiendo el mando de la televisión (es la hora del telediario).
No respondo nada mientras pienso con nostalgia en los tiempos en que Bruno me ayudaba a recoger la casa antes de que llegaran los invitados, incluso si me gusta que los amigos de Zoran no sean como los que Bruno invitaba en el pasado en nuestro nombre, en su nombre y en el mío, que adopté al casarme, «mi mujer», como decía. Zoran dice «mi prometida», con un aire ligeramente burlón. No dice «mi compañera», al fin y al cabo solo vivo en su casa la mitad del tiempo, cosa que no deja de recalcar con bastante regularidad, señalando que en ese caso acabará por tener a otra persona en su vida. Sí, hay otra mujer en mi vida, afirma algunos días.
Lo cierto, y volviendo al polvo de la casa de Zoran, es que me encanta que todo esté limpio cuando hay invitados. Como estuve una vez en casa de los Meyer, sé que allí, en su casa, todo está impecable y no huele absolutamente a nada, salvo por un ligero perfume en el aseo. En casa de Zoran huele a cerrado, a pesar de mis ventilaciones clandestinas y del ramo que siempre le hago con flores que encuentro de camino. En verano prefiero coger las de la carretera comarcal y me paro para cortar flores silvestres y hablar con las vacas que vienen a mi encuentro con un aire curioso y confiado, exactamente igual que yo cuando llegan los invitados.
Llaman a la puerta. Zoran apaga la tele y yo voy a abrir a los Meyer con mi aire curioso y confiado. Más tarde, en el salón, me deleito con la risa y las observaciones de Zoran, que conversa con el profesor Meyer, un auténtico espectáculo pirotécnico intelectual. Nosotras, las mujeres, permanecemos en silencio, nuestras miradas pasan de uno a otro con esa docilidad dual que consiste en parecer extraordinariamente atentas y, así, dar la impresión de que alentamos el debate, mientras que, en realidad, nos decimos aliviadas que una vez más los hombres juegan juntos dejándonos de lado, lo que da a los modestos espíritus femeninos la libertad de vagabundear a su antojo.
Me gusta imaginar que soy la mujer de alguien, en lugar de una criatura nómada que pasa de su estudio de recién divorciada a la casa de su novio. Podría ser la pareja oficial de Zoran y vivir en su casa de forma más regular, pero no estoy segura de que a él le apetezca de verdad. De mi estudio yo me voy a menudo, mientras que Zoran vive realmente en su casa, trabaja allí, y los muros están impregnados de olores vinculados a su existencia hogareña. En lo tocante a mis iniciativas en el género acondicionemos-nuestronidito, es de una tolerancia extrema. Planté como quise el jardincito —rosal trepador, peonías y boj—, pinté el dormitorio de un color de mi elección y puse una alfombra de colores en el salón. Finalmente, se produjo la compra de los platos azules que abren el período de «invitaciones oficiales». Con esos platos, de repente todo se vuelve «real», ya no se trata de jugar más a la vida en común, como las niñas que juegan a las comiditas, se trata de una pareja nueva, con vajilla compartida, una pareja normal. En suma, me asemejo al pequeño erizo que avanza con energía y determinación por la carretera: por fin un camino rectilíneo.
Por desgracia, una voz de fondo me dice que no estoy hecha para la pareja normal y los caminos rectilíneos. La única vez que le prometí a Zoran que me instalaría definitivamente en su casa, me dijo con vehemencia, tal vez con demasiada vehemencia: «Sabes de sobra que jamás soportarás vivir en un solo lugar, siendo como eres, nómada». No dijo «incoherente» o «versátil», como hace cuando aparezco, casi nunca cuando él quiere, aquella vez empleó una palabra noble, hermosa. Nómada.
Perpleja, medito sobre todo esto mientras Zoran y el profesor Meyer recuerdan los tiempos en que Zoran era el alumno más brillante de su promoción, las hermosas jóvenes de aquella época y su viaje a la Universidad de Columbia para un simposio sobre Joyce.
—¿Te acuerdas del día en que te escabulliste del coloquio para ir al concierto de Pink Floyd, dejándome solo frente a una audiencia escasa y dispersa?
—Un hatajo de carcamales —dice Zoran con esa ferocidad impertinente que le sienta tan bien.
Al oírlos reírse —¡qué época tan extraordinaria!— recuerdo que aquel año yo estaba en Lourdes con una asociación católica consagrada a los enfermos. Llevaba una blusa blanca de enfermera, ya sufría de insomnio y de timidez crónica y me había enamorado de un camillero, también voluntario y, para más inri, estudiante de Letras como yo. En el tren de vuelta, yo bebía los vientos (las ventanillas de los trenes aún se abrían en aquella época), las mejillas bañadas de frías lágrimas, mientras que él le sonreía al paisaje por otra ventanilla. Tenía un lunar en la nuca y un cutis de porcelana. Su perfil flota para siempre junto al mío en el pasillo de un tren, recortado contra el cielo, los bosques, los campos.
En esa época el amor me parecía desesperado, y hoy puede que también. En cualquier caso, Zoran se parece —al menos en las fotos de la época del simposio sobre Joyce y el concierto de Pink Floyd a ese camillero de Lourdes. Mi tipo de hombre: esbelto, de manos bonitas, cabellera tupida, los ojos claros. Desde entonces ha engordado y, el lugar de su melena de antaño lo ocupa un pelo que, aunque ciertamente todavía es abundante en la nuca, le escasea en las sienes. En cuanto a mí, a pesar de mi excelente forma física, no puedo esperar encontrar, a mi edad, a un hombre a la vez inteligente, que se haya librado de la caída del pelo y relativamente delgado. De todos formas y desde el inicio de los tiempos, algo arruina el ideal fugazmente vislumbrado. Cuando somos jóvenes y hermosos, uno de los dos rechaza el amor, y más tarde, cuando por fin aceptamos la idea de amar y de ser amados de vuelta, uno de los dos pesa varios kilos de más.
—¿Le echo una mano en la cocina?
Me sobresalto. La señora Meyer me examina con sus ojos amables y oscuros.
Vamos a la cocina con el pretexto de vigilar la cena y, cuando volvemos al salón, la conversación gira en torno al Ulises de Joyce, tema que prefiero evitar, pues me parece espinoso. Espinoso, sí, plagado de espinas, un poco como un erizo que una no sabe por dónde coger —también pasa con los libros—. Así que me contento con ir y venir del comedor a los fuegos, acompañada por la señora Meyer, que está absolutamente decidida a ayudarme. No tengo suficiente confianza con ella para explicarle al detalle mis aventuras con el Ulises de Joyce ni tampoco las demás rarezas de mi vida. Por lo tanto, me quedo callada mientras trincho la carne y la coloco en el plato, y la señora Meyer se queda callada mientras remueve la ensalada.
—¿Cómo está su suegra? —me pregunta de repente.
¿Cómo es posible que esa mujer que apenas conozco me pregunte por mi suegra? Tenía una suegra, sí, a la que por cierto quería mucho, pero desapareció de mi vida después de que Bruno y yo nos divorciáramos.
De repente comprendo que la señora Meyer habla de la madre de Zoran. Y que ese malentendido tiene, como todos los malentendidos, un fondo de verdad: Zoran y yo parecemos cada vez más una pareja «normal», sobre todo en este momento en que nuestra conyugalidad, por así decirlo, salta a la palestra con esta cena casi oficial en los nuevos platos azules. Para los Meyer, mi suegra no es mi exsuegra, sino la madre de Zoran. Esa constatación me horroriza. Supone un salto demasiado rápido hacia lo desconocido. Además, no conozco a la madre de Zoran. Por alguna misteriosa razón, se ha cuidado mucho de ponernos en contacto. La mujer occidental puede tener un marido y después un amante, incluso los dos a la vez, pero desde luego no puede tener dos suegras. Llevar una doble vida ya supone un riesgo extraordinario, tener dos suegras es sencillamente un suicidio. Además, este tipo de pregunta —la que acaba de hacerme la mujer del profesor Meyer —, solo se le hace a las mujeres. Como si las mujeres debieran estar siempre pendientes de todas las personas de su entorno. «¿Cómo está su suegra?» es la pregunta, la que pone a prueba el altruismo de la candidata a la conyugalidad con, por ejemplo, un hombre guapo e inteligente que en otro tiempo asistió al «simposio Joyce» en la Universidad de Columbia.
—Mi suegra está bien, gracias —digo con un tono que disuade de toda investigación adicional.
Para colmo de males, los hombres, al lado, siguen hablando del Ulises. Y como le confesé a Zoran que llevo años intentando leerlo en vano, veo ahí la señal de que quiere excluirme, confinarme a una intimidad de cuchicheos entre mujeres. Mientras coloco el asado en la mesa y la señora Meyer pone la ensalada —todo entre los bonitos platos azules—, me digo que el profesor Meyer ignora hasta qué punto el Ulises de Joyce es mi odisea personal.
Volvemos a sentarnos, las dos mujeres, entre los hombres, y la señora Meyer me dirige una mirada cómplice, como si nuestro aparte en la cocina hubiera sellado una amistad eterna. Mientras ellos y ella comen —y yo también, qué remedio—, pienso en mi historia con el Ulises de Joyce, ese libro tan plagado de espinas como un Erinaceus europaeus que definitivamente no hay por dónde coger. Y rememoro con nostalgia la época lejana y más o menos bendita en la que era voluntaria en Lourdes y estudiaba Letras.
Primer recuerdo: una alusión rápida durante un curso en la facultad. El profesor es el centro de las miradas, flaco, un poco encorvado; y yo perdida en alguna parte del graderío, enamorada de él, de su mirada distante, de su pinta de padre discreto, ideal a fuerza de erudición, de inteligencia, de experiencia. «Un consejo, lean el Ulises de Joyce…». Tomo nota de lo que dice, apuntando, a toda velocidad, las líneas principales de una materia que me supera.
Más tarde, en la biblioteca universitaria, un vistazo al Ulises, entre otros: tenemos que leer a Petrarca, a Boccaccio, a Dante, a Cervantes, a Maquiavelo, a Shakespeare, a Swift, a Sterne, a Goethe, a Novalis, a Kafka, etc. Algunos estudiantes, entre los que me encuentro, aceptamos además una peligrosa misión: preparar un curso que forme parte del programa e impartirlo ante el auditorio al final del semestre para descargar de trabajo a nuestro viejo profesor. Yo he elegido a Tolstói, así que he leído todo Tolstói y el ensayo de Berdiaev sobre Tolstói. Por falta de tiempo, mi exposición pasa a mejor vida y el maestro magnánimamente la reconvierte en materia de examen. De todas formas me preguntarán por Tolstói, me digo entonces, devolviendo con alegría el Ulises a la biblioteca. Me lo salto. La primera, la única vez en mi vida que me salto un tema. Por lo demás, soy una estudiante aplicada y mis lecturas son exhaustivas.
Segundo recuerdo: el examen. Mi falda de la largura exacta. Mi jersey negro de cuello vuelto. Y la pregunta del profesor: «Hábleme del Ulises». ¿Qué me queda después de cuatro años de universidad, de cientos de horas consagradas al estudio, de todos los encuentros corteses o tensos con mis profesores? Ver de cerca la nariz respingona, el párpado cansado, el cabello ralo de ese maestro admirado. Y esa orden imposible:
—Hábleme del Ulises.
Caigo en un vacío sideral.
Tres segundos —una eternidad— más tarde:
—Discúlpeme… Usted había previsto… preguntarme por Tolstói.
Hombre íntegro. Apenas un titubeo. Bajo el párpado que cae, la mirada se aguza.
—Hábleme de Tolstói.
Emerjo de la bruma, mi espíritu se eleva, la exposición se desarrolla a galope tendido, una troika con cascabeles, una pista que resquebraja la nieve, caligrafía virginal adornada con variaciones audaces, referencias eruditas a las obras de Berdiaev. Tolstói mi salvador, Tolstói Resurrección.
—¡La felicito, señorita!
Oh, profesor de nariz respingona y vida secreta, maestro capaz de cumplir sus promesas, ¿quién es usted? ¿Gran figura espiritual que se inició en la literatura como uno se inicia en la religión, o ratón de biblioteca obtuso hasta la docilidad, que obedece al reproche fruto del pánico de una estudiante desconocida?
¿Y Joyce? ¿Impostor o genio?
Diez años más tarde, compro el Ulises y me pongo a leerlo. Estoy de vacaciones en Cassis con Bruno. En las calas donde se esparcen los cuerpos enrojecidos, es el momento del naturismo, y eso a él le encanta: mirar, ser mirado. Yo, pudor y compañía, me obstino en no quitarme el bañador.
El Mediterráneo es de un azul previsible, Joyce sin duda es un genio, y yo, yo no entiendo nada. Sin embargo, las primeras líneas me transportan: la bahía de Dublín resplandece, Stephen Dedalus la contempla, habla de Hamlet con sus amigos, la conversación es sutil; el paisaje, sublime: la sombra de los bosques, una torre que se alza, una nube que tapa el sol lentamente, es Irlanda, intacta y fría, la que tanto amé cuando era una colegiala, cuando disfrutaba de mis estancias lingüísticas, como suele decirse. Con Joyce, otra estancia lingüística. Necesitaría un diccionario joyceano, una gramática joyceana, además de a algunos autóctonos para animarme y servirme una cerveza en los meandros de los capítulos. Por desgracia, ni rastro de eso. A mi alrededor todos se limitan a tostarse al sol, desnudos como los cadáveres cuyo destino Joyce describe a lo largo de sus vagabundeos dublineses. Durante ese tiempo, Molly se arrellana en su cama, pasa un gato, una tetera humea admirablemente; más lejos, ristras de salchichas cuelgan en la vitrina de un charcutero, gusanos se comen a los muertos, Leopold Bloom se rasca o consulta, en los aseos públicos, el periódico de la mañana, Molly canta, dos solteronas se sientan bajo la estatua de Nelson, el pomo de una puerta dialoga con un abanico, una Venus de las pieles con el primado de Irlanda, un péndulo con un «ser sin nombre», pasan unas gacelas, un desfile de militares, de cazadores de pájaros, de putas, de marajás. Poco a poco mi paciencia disminuye, mi espíritu se trastoca, paso las páginas cada vez más rápido, la arena se infiltra en ellas, abandono el libro para ir a nadar, vuelvo y lo encuentro húmedo, con las esquinas dobladas, pisoteado, lo retomo, cada vez más convencida, debido a la oscuridad del asunto, de que Joyce, decididamente, es el escritor del siglo y de los siglos venideros y que los libros escritos después nunca serán más que cebos desmenuzables, migajas para cangrejos raquíticos. Peor: dimito como lectora. ¿He sido alguna vez capaz de leer, de estudiar, de pensar, de consumirme al sol de la Literatura? Jamás. A ojos de los auténticos lectores, de los practicantes pertinaces, en resumen, de la élite joyceana, soy y siempre seré lo que un individuo en bañador es para un grupo de naturistas: una outsider.
El asco se apodera de mí. Arrojo el Ulises al mar. Es un libro grueso, aproximadamente mil doscientas páginas en edición de bolsillo. Flota bastante bien, contra todo pronóstico no se desintegra, la sal del Mediterráneo lo conserva mucho tiempo. Qué interesante es un monumento de la literatura que se burla de los naturistas asándose antes de sumergirse en las profundidades, carnada coralina, alimento para peces raros. Y yo de pie, afrontando por fin mi naturaleza refractaria, liberada porque no me he quitado el bañador y he arrojado el Ulises al mar.
La cena se termina. La señora Meyer hace ademán de querer recoger por mí, me mira fijamente con un leve desconcierto, debo de tener el aire ausente desde hace bastantes minutos y sin embargo, sí, ha llegado el momento del postre. Zoran y el profesor Meyer, frente a sus platos vacíos (losplatos-azules-de-una-nueva-vida-talvez), insisten en Joyce con una perseverancia abrumadora. En cuanto a mí, vuelvo a ver a ese joven erizo amenazado por bólidos ciegos, que sin embargo ha logrado huir, escapando incluso de los peatones incapaces de cogerlo sin herirse las manos. Pienso en él con preocupación —¡tantos peligros lo amenazan!—, como en un hermano, el hermano pequeño de la mujer que soy, plagada de espinosas objeciones silenciosas. Decido llamarlo Ulises. Mi Ulises, que no se hundió en un mar corrosivo, sino al que prefiero imaginar, en esta suave noche de verano en la que desearía estar lejos de aquí, acurrucado bajo el vientre bondadoso de una vaca.

This entry was posted on 12 mayo 2023 at 20:38 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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