Josefina Vicens - "Petrita"

Posted by La mujer Quijote in ,



Guionista, cuentista, dramaturga y novelista mexicana. Aunque su obra en la narrativa fue muy muy escasa (dos novelas cortas y un cuento), haber escrito “El libro vacío” en 1958 es suficiente para colocarla entre las grandes.
Este cuento fue publicado en la revista La brújula enero de 1984.



I
Una tarde, de esto hace ya muchos años, mi amigo Juan la llevó a la casa.
—A ver si te gusta -dijo. Y me la dejó.
Era un cuadro, su último cuadro. Se llamaba «La niña muerta». Contemplé la pintura y algo ocurrió dentro de mí, algo distinto, grave.
Siento el arte con sus muy particulares y diferentes noticias de inteligencia y de belleza, pero esas noticias llegan a mí corriendo un largo camino: medito, comparo, y al fin escojo y guardo. Pero la pintura es mi idioma, un extraño idioma que no puedo hablar. Ella no recorre caminos, conoce la vereda directa, mi dirección exacta, mi hora de recibo.
Por eso tal vez mi amistad con los pintores tiene algo secreto y especial. Ellos no lo perciben, porque lo oculto, como muchas de mis supersticiones, menos aquellas que requieren signos urgentes y delimitados para conjurar la desgracia.

La cercanía física del pintor me resulta angustiosa. También la del ilusionista. En ninguno de los dos puedo tener confianza nunca. No me es posible apartar los ojos de las manos de un pintor, son para mí cuevas mágicas y siento que al menor descuido saldrán de ellas formas, colores, luces, atmósferas nuevas, animales inventados y personajes extraños que nunca existieron ni existirán . Tampoco puedo apartar la mirada de las manos de un ilusionista, por el temor de que también al menor descuido se me llene la cabeza de palomas. Ni unos ni otro se dan cuenta de mi zozobra, pero seguramente no estarían un momento a mi lado, si supieran que colgando de sus dedos, habitando sus manos, veo pájaros, frutas, niños, barcos, lánguidas señoritas, cintas brillantes, caballos, bailarinas, copas, ventas, o simplemente un trazo, una línea que lo dice todo.
Es una obsesión curiosa, pero la sufro y hoy tengo deseo de confesarla. Cuántas veces, cuando el pintor en un gesto automático extiende la mano para tomar un cigarro, yo siento que de ella se cayeron y se perdieron para siempre la manzana o la rosa perfectas. Y cuántas veces a solas he violentado, he torturado mi mano para que produzca una línea armoniosa, un pequeño, ágil trazo. Pero hay manos que no vuelan que no pueden desprenderse de la tierra, aunque sientan, como un ave, la llamada del aire.
Así, desde el fondo de mí, salvando todas las distancias, acudí inmediatamente para contemplar «La niña muerta». Juan regresó varios días después.
—¿Te gusta?
—Sí, me gusta, me gusta muchísimo.

Pero, en realidad, no era eso lo que quería decirle. Quería advertirle que «La niña muerta» ya no tenía nada que ver con él; que le era ajena, que estaba ya tan lejana de su sentimiento como cercana al mío. Porque en el momento preciso en que él terminó de pintarla, empezó a alejarse, a juzgarla, y entonces la abandonó. Mientras que la niña y yo, en el instante en que nos vimos, empezamos a pertenecemos.
—¿Quién era? -Le pregunté.
—No lo sé; era alguien que vivía en Alvarado. Murió cuando yo pasaba vacaciones allá con unos amigos. Por mera casualidad fui al velorio; estaba como la ves ahora, tendida en una mesa. Me impresionó tanto que al regresar tuve que pintarla.
—Te la compro, Juan.
Lo dije muy quedamente, no quería que la niña me oyera, sabía que podía lastimarla. Suavicé el trato cuanto pude.
—¿Sabes? Ahora ya eres mía y nunca te separarás de mí. Te cambié por unas flores y una cajita que siempre había guardado porque estaba llena de recuerdos.

Era una niña muerta. La cara las manos, los pies, tenían un color verde de carne descompuesta, vestía un traje sencillo plegado a la cintura y que bajaba hasta sus tobillos. Si yo la hubiera pintado, el vestido hubiera sido de color rosa o azul, porque de esos colores, seguramente tuvo que ser su traje dominguero y con él, sin duda, deben haberla enterrado, pero Juan la vio y asegura que era blanco. Pienso que la tela debió de haber sido delgada, vaporosa, porque en Alvarado no hace frío. Pero Juan la pintó gruesa, dura. No importa, le queda bien.
Estaba tendida en una mesa, sobre una sábana absurdamente colocada. Su pelo negro, negrísimo, caía en desorden. A su alrededor había flores amarillas y blancas y tenía puestas algunas entre su pelo, detenidas quién sabe por qué milagro de equilibrio. Estas flores estaban prodigiosamente pintadas; se veía que por cada una había pasado, cariñosamente, cuidadosamente, el pincel. En el plano superior aparecía un friso de manos obscuras emergiendo de la sombra: en una, los dedos pulgar e índice formaban la cruz; otra sostenía un rosario, otras estaban en piadosa actitud de orar, otras no hacían nada, estaban allí solamente. Pero todas acompañaban a la niña muerta.

II
¡La niña muerta! ¡Cuanta vida tenía! Su cara verde parecía la de un animalito. Sí, tenía aire de familia con un animal, pero no sé como cuál. Las manos estaban trenzadas, crispadas más bien, y junto con los pies era lo único realmente aterrador, lo único que daba al conjunto un grito de protesta. Parecían pequeñas raíces retorcidas, extraídas violentamente de la tierra. Tenía un no sé qué de árbol frustrado, de asesinato inútil, de intimidad expuesta a la luz. Parecía que con sus pies y con sus manos, hubiera estado aferrada, sembrada a la tierra, y que al arrancarla de ella, hubiera muerto como una pequeña planta. No eran manos comunes, no eran manos para sostener un ramo de flores, ni una fruta, ni un juguete; no eran pies para caminar, no eran pies que hubieran podido calzar zapatos que todas las niñas usan. No, eran raíces jóvenes pero fibrosas y duras, raíces que solo en las entrañas de la tierra podían vivir e ir creciendo hasta alcanzar su verdadera forma y tamaño. No era una niña muerta; era una niña cortada, arrancada, cosechada prematuramente.

Nuestra amistad fue creciendo poco a poco. Le compré un marco sencillo de madera de magnolia y la puse en el mejor sitio de mi cuarto, allí donde la luz favorecía más. No la coloqué entre lo que se encontraba allí, sino que fue alterando todo en tomo suyo. Cambié de lugar la cama, el escritorio, el sillón, el librero para poderla mirar desde cualquier punto.
—Niña, ¿te gusta todo esto, te sientes bien aquí, te gusto yo?
Una noche, una de mis frecuentes noches de insomnio, la miré fijamente. Me dieron envidia su dulce quietud, su ausencia, su rigidez.
—Dime, niña, ¿qué sentías cuando estabas así con tu vestido nuevo y rodeada de tantas flores? Cuéntame cómo eras, niña, cómo te llamabas, cuéntame cosas de tu pueblo, de los niños que jugaban contigo, de tus hermanos. ¿Tenías hermanos? ¡Háblame niña! La gente a veces necesita hablar; es bueno hablar y tú y yo podríamos sentimos mejor. Aquí en este cuarto todos los muebles hablan conmigo, pero tu voz no sería como su voz de madera. Mira el que más habla es ese viejo sillón que ves allí; tiene un trabajo ingrato: esperar, esperar con sus brazos tendidos una persona que se fue hace mucho tiempo, pero que volverá algún día. Cuando regrese, serán sus brazos, después de los míos, que también están tendidos esperándola, los que aprisionarán para siempre su retomo. Con él hablo muchas veces niña, y recibo sus quejas de impaciencia.

¿Ves aquel pequeño dibujo que esta cerca de ti? También hablo con él, alguien nos lo obsequió una tarde que llovía mucho y decidimos quedamos en casa. Está hecho como jugando; nos gustó a pesar de que no es una obra de arte, de que no tiene perfecciones de técnica y de color. Cuando me conozcas niña, verás que se parece a mí en mi actitud permanente de inclinar la cabeza sobre el pecho; verás qué bien está plasmado mi abatimiento y la desesperanza que corre por mi cuerpo.
Verás cómo hablan, niña, esos clavos que no he querido quitar de la pared aunque ya no sostengan nada, aunque se sientan perdidos en el desierto muro, y sólo sean ahora pequeños puntos de referencia, apoyos del recuerdo.
Porque antes niña, había muchas cosas aquí, éste era un cuarto vivo habitado con su rumor especial, al que en cualquier momento podía entrar una gente, cambiar de lugar un objeto y hacer un comentario sencillo: ¿Dónde estarán mis llaves?
Te hubiera gustado estar aquí entonces, niña. Ahora hace frío y todos, yo, los muebles, el silencio, el aire, estamos pendientes de un recuerdo y sostenidos por una espera. Tú también niña estarás pronto así. Tú también, Petrita. La llamé con voz segura, como si de repente hubiera recordado su nombre. La pequeña niña que murió en Alvarado no podría llamarse de otro modo. ¡Petrita!¡Petrita! Su nombre llenó mi boca.
—¿Qué sentiste, Petrita, en el momento de morir? ¿Qué sentiste cuando poco a poco te fuiste alejando de la gente que te rodeaba, cuando te diste cuenta que nunca más volverías a levantarte, que ya no irías ala escuela donde la señorita te regañaba porque no sabias las letras, cuando pensaste que ya no podrías bañarte en el río, cuando recordaste que muy pronto llegaría el mes de mayo y tú no irías, como los otros niños, a ofrecer flores a la Virgen? ¿Qué sentiste cuando te convenciste de que ya nunca más podrías venir a la capital, como te lo había ofrecido tu padrino? ¿Qué sentiste Petrita, cuando tu cuerpo se quedaba atrás y no podías alcanzarlo y tú le gritabas que caminara a tu lado, cuando sentiste que los pies y las manos se te iban poniendo fríos y que por todo el cuerpo te caminaban hormiguitas; cuando tu lengua quería moverse y decir muchas cosas, y no podía porque la tenías pesada, como si te la hubieran cambiado por una piedra del río; cuando tus oídos se llenaron de ruido, igual al que las abejas aquella tarde en que los muchachos les tiraban piedras a los panales? ¿Qué sentiste, Petrita, cuando todo se fue poniendo negro a tu alrededor y abrías muy grandes tus ojos, cuando sentiste que ibas cayendo a un pozo y no llegabas nunca al fondo? Dímelo tú, dímelo, a todos he preguntado, nadie ha podido decírmelo. Dímelo tú! ¿Se descansa en la muerte?
Pero Petrita permanecía en silencio. Para obligarla le dije:
—Yo sí te voy a platicar de cuando era niña.
Y empecé a inventarme una infancia: Hace mucho tiempo tenía yo un gato que me había regalado la mamá de Rosenda. Se llamaba Damián. Todos los días le lavaba la cazuela, le ponía leche y le daba pedazos de pan. Yo misma, al volver de la escuela, le compraba su carne y se la daba. Un día le puse un moño en el cuello como el de un gato que vi en un libro. Pero él no quería a nadie, ni a mí. Una noche desapareció para siempre, yo lo busqué mucho. Cuando hablaba de él y pedía que lo siguiéramos buscando, mi tía Arcadia decía: para qué perder el tiempo, te lo advertí muchas veces, los gatos no hacen casa, ni hubieras gastado en su moño.
Después tuve una paloma de muchos colores y cuando le daba el sol le brillaban las plumas. Comía de mi mano y me la ponía junto a la cara, porque siempre estaba tibia. Hacía un ruido muy bonito con el cuello, y yo entendía bien lo que decía. Se llamaba «La Nube» porque cambiaba de colores como las nubes. Una tarde se me murió; la puso con cuidado en una cajita de latón muy bonita que yo misma había pintado de muchas colores, le puse flores alrededor y una en el pico. La enterré bajo el ciruelo y le puse una crucecita de leña.
De Damián después ya ni me acordaba. El mismo se fue. Pero a «La Nube» la extrañaba mucho; siempre hablaba de ella y le llevaba flores. Cuando miraba yo al cielo me parecía que todas las nubes eran ella.
¿Quién se acuerda de ti, Petrita? Petrita, contéstame, ¿se descansa en la muerte?
Ahora sí escuché, estoy segura, una voz de niña. Una voz tierna, débil aguda, pero a pesar de ello aterradora. Era como si viniera de muy lejos, como si hubiera tenido que atravesar muchos parajes para llegar hasta mí; como si al pasar por los bosques se le hubieran prendido sus ruidos, y los de las cuevas, al pasar por ellas, el canto uniforme del oleaje de los mares, el distinto sonido de las campanas y el murmullo de todos los vientos. Era una voz infantil, sí, pero al mismo tiempo, la voz del universo. A mi interrogación angustiosa: ¿Se descansa en la muerte? Contestó:
—Pos no sé, no estoy muerta, tu no me sueltas.
Sentí un estremecimiento y desde entonces se clavó en mí una pregunta lacerante, que nunca he podido contestarme: ¿Qué es mejor para ellos, la prisión del recuerdo, o el generoso olvido?
Pasó el tiempo, y por una circunstancia que nunca diré, alguien la apartó de mí para siempre. Ahora si ya habrá muerto. Ya debe saber.

This entry was posted on 15 abril 2023 at 22:20 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comentarios

Publicar un comentario