Dambudzo Marechera - "El lento sonido de sus pies"

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Novelista, cuentista, dramaturgo y poeta zimbabuense. Fue una persona difícil y autodestructiva (el alcohol acompañando a una posible esquizofrenia contribuyeron) y autor de una obra corta (falleció con treinta y cinco años) y compleja que, sin embargo, ha tenido una enorme influencia en muchos autores posteriores.
Este cuento pertenece a su primera novela, "La casa del hambre", que en realidad es una colección de una novela corta y varios cuentos, es un clásico contemporáneo de la literatura africana.
La versión es la de Mario Murgia.


Pero algún día, si me siento a escuchar en silencio en este rincón, podría llegar hasta acá el lento sonido de sus pies.
J-D.C. FELLOW

Anoche soñé que el médico prusiano Johann Friedrich Dieffenbach había decidido que tartamudeaba porque mi lengua era demasiado grande, por lo que redujo mi gran órgano a su tamaño normal recortando pedazos de la punta y de los lados. Mi madre me despertó para decirme que a mi padre lo había atropellado un auto a exceso de velocidad en la glorieta. Fui a la morgue a verlo; le habían cosido la cabeza al tronco y tenía los ojos abiertos. Quise cerrárselos pero no pude; después lo sepultamos con los ojos todavía mirando hacia arriba.
Estaba lloviendo cuando lo sepultamos.
Estaba lloviendo cuando desperté buscándolo. Su pipa se encontraba donde siempre había estado, en la repisa de la chimenea. Cuando la miré, la lluvia caía con fuerza y golpeteaba en el techo de lámina de mis recuerdos sobre él. Sus libros encuadernados en piel estaban derechos y muy quietos en el librero. Uno de ellos era el Manual sobre el tartamudeo de Oliver Bloodstein. También había una tablilla cuneiforme -una réplica de la original- en la que habían escrito, varios siglos antes de Cristo, una sentida plegaria por la liberación de la angustia del tartamudeo. Él me había dicho que Moisés, Demóstenes y Aristóteles también habían tenido un impedimento del habla; que el príncipe Battus, por consejo del oráculo, se había curado del tartamudeo al conquistar a los norafricanos; y que Demóstenes se había enseñado a hablar sin tropiezos gritando más fuerte que el ruido de las olas con la boca llena de guijarros.
Seguía lloviendo cuando me acosté y cerré los ojos; pude verlo extendido en su tumba anegada y queriendo mover las mandíbulas. Cuando desperté pude sentirlo dentro de mí; él trataba de hablar, pero yo no podía. Aristóteles musitó algo acerca de que mi lengua era anormalmente gruesa y dura. Luego, Hipócrates me abrió la boca a la fuerza y me embarró sustancias vejigatorias en la lengua para drenar el fluido oscuro. Celso movió la cabeza y dijo: "Lo que esa lengua necesita son unas buenas gárgaras y un masaje". Pero Galeno, que no quería quedarse atrás, dijo que mi lengua simplemente estaba demasiado fría y húmeda. Francis Bacon sugirió una copa de vino caliente.
Al caminar hacia la cervecería vi una larga fila de camiones del ejército detenidos a la entrada del distrito negro. Todos llevaban soldados blancos. Uno de ellos bajó de un brinco y me picó con su rifle y exigió ver mis papeles. Sólo tenía mi credencial de estudiante de la universidad. La examinó por tanto tiempo que comencé a pensar si tendría algo mal.
-¿Por qué sudas? -me preguntó.
Saqué un papel y un lápiz, escribí algo y se lo mostré.
-Tarado, ¿eh?
Asentí con la cabeza.
-¿Y tú te crees que yo también soy tarado? ¿Eh?
Negué con la cabeza, pero antes de que terminara de moverla, levantó la mano rápidamente y me golpeó en la quijada. Alcé la mano para limpiarme la sangre, pero me la detuvo y me pegó otra vez. La dentadura postiza se me rompió y me dio miedo tragarme los pedazos mellados. Los escupí sin llevarme la mano a la boca.
-También dentadura postiza, ¿eh?
Los ojos me picaban. No podía verlo con claridad, pero asentí con la cabeza.
-También identidad postiza, ¿eh?
Sentí una abrumadora necesidad de mover las mandíbulas y de obligar a mi lengua a repetir lo que mi credencial ya le había dicho. Pero sólo pude emitir gruñidos ininteligibles. Señalé el papel y el lápiz, que se habían caído al piso.
Asintió.
Pero cuando me agaché para recogerlos, levantó de pronto su rodilla y casi me rompió el cuello.
-¿Estabas buscando una piedra? ¿Eh?
Moví la cabeza y me dolió tanto que ya no pude dejar de moverla. Escuché el sonido de pies que corrían detrás de mí; las voces de mi madre y de mi hermana. Se oyó el estridente fragor de las balas. Mi madre, herida a media carrera y con el cuerpo rígido en el aire acerbo, tenía la mirada completamente fija. Un segundo después, algo se rompió en su interior y se desplomó. La mano estirada de mi hermana, que se acercaba para tocarme la cara, voló hacia su boca que se abría y pude ver cómo tensaba los músculos vocales para gritar a través de mi boca.
Mi madre murió en la ambulancia.
El sol gritaba en silencio cuando la sepulté. Había aros calientes y fríos alrededor de su húmeda brillantez. Mi hermana y yo recorrimos juntos los cinco kilómetros de regreso a casa; pasamos por el hospital Sólo para Africanos, el hospital Sólo para Europeos, el Campo Policial de la Sudáfrica Británica, la Oficina Postal y la estación ferroviaria; atravesamos la franja verde de un kilómetro de ancho y entramos al distrito negro.
El cuarto estaba tan silencioso que pude sentirlo queriendo mover su lengua y sus mandíbulas, tratando de decirme algo. Yo contemplaba las vigas de madera del techo. Pude escuchar a mi hermana que caminaba de aquí para allá en su cuarto, que estaba junto al mío. Pude sentirla con fuerza dentro de mí. En mi cuarto no había nada más que mi catre, mi escritorio, mis libros y los lienzos en los que por tanto tiempo había intentado pintar la sensación de las silenciosas pero desesperadas voces dentro de mí. Contuve las lágrimas con mucha dificultad; la sentía con tanta fuerza en mi interior que no podía soportarlo. Pero la puerta se abrió gracias al cielo y entraron llevándola de la mano. Estaba vestida de blanco inmaculado. Una luz azul pálido emanaba de ella. En sus delgados pies traía las sandalias de cuero blanco brillante. Pero el imán de su rostro descarnado, de las dos cuencas vacías, de la sonrisa de afilados dientes (tenía un diente ligeramente astillado), de los altos pómulos y de la cruel ausencia de nariz... su imán atrapó mi mirada hasta que, según parece, mis forzados ojos se absorbieron abruptamente en su rígida quietud.
Él estaba vestido de negro. La descarnada mano de ella yacía inmóvil en los descarnados dedos de él. No le habían cosido la cabeza como debía ser; colgaba precariamente a un lado y parecía que se iba a desprender en cualquier momento. Su cráneo tenía una grieta mellada que bajaba desde el centro de la frente hasta la punta de la quijada; habían pegado el cráneo torpemente para darle forma, de tal manera que parecía que se iba a desmoronar en cualquier momento.
Tenía un dolor insoportable en los ojos. Parpadeé. Cuando abrí los ojos ya no estaban. Mi hermana estaba parada en su lugar. Respiraba agitadamente y eso me provocó un dolor en el pecho. Estiré la mano y la toqué: estaba tibia y viva y su aliento mismo estaba dolorosamente perturbado en mi voz. ¡Yo tenía que hablar! Pero antes de poder producir sonido alguno se inclinó sobre mí y me besó. La ola de calor de aquel beso nos estremeció mientras estábamos abrazados. Afuera, la noche producía una apagada farfulla sobre el techo y el viento había arreciado su embate contra las ventanas. Pudimos escuchar, a la distancia, los metales y las cuerdas de una lejana banda militar.

This entry was posted on 02 enero 2023 at 17:23 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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