Chinua Achebe - "Paz civil"

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Novelista, cuentista, poeta, ensayista y autor de literatura infantil. Es considerado el padre de la novela africana moderna. En el prólogo del volumen Girls at war, and other stories, Achebe no se muestra orgulloso de la calidad literaria de sus cuentos, los considera "a pretty lean harvest", sin embargo "la pobre cosecha" de uno de los grandes siempre tiene más interés que las "grandes obras" de los mediocres.
Este cuento, Civil peace, ambientado en los primeros días del inestable acuerdo de paz de 1970 que puso fin a la guerra de Biafra, fue ecrito en 1971 y publicado en el volumen Girls at war, and other stories de 1973.
La versión es la de Federico Patán.


Jonathan Iwegbu se consideraba extraordinariamente afortunado. "Una supervivencia feliz" significaba para él mucho más que la moda actual de saludar a viejos amigos en esos primeros días brumosos de la paz. Se le hundía profundamente en el corazón. Había salido de la guerra con cinco bendiciones inestimables: su cabeza, la de su esposa María y tres de las cuatro de sus hijos. Y a modo de extra, también le quedaba su vieja bicicleta, lo cual era asimismo un milagro aunque, naturalmente, al que no se podía comparar con la seguridad de cinco cabezas humanas.
La bicicleta tenía su pedacito de historia. Un día, en lo más peleado de la guerra, fue confiscada "por razones urgentes de necesidad militar". Por dura que la pérdida le hubiera sido, la habría entregado sin pensarlo dos veces de no venirle algunas dudas sobre lo genuino del oficial. Lo que preocupó aJonathan no fueron los andrajos poco respetables, ni los dedos de los pies que asomaban por los zapatos de lona, uno azul y el otro café, y ni siquiera las dos estrellas que informaban del rango, hechas obviamente de prisa con un bolígrafo, ya que muchos soldados decentes y heroicos tenían la misma apariencia u otra peor. Fue más bien cierta falta de seguridad y firmeza en sus modales. Así que Jonathan, sospechando que, el otro pudiera ser flexible a influencias, rebuscó en su bolsa de rafia y extrajo de ella dos libras, con las cuales iba a comprar leña que su esposa, María, vendía al menudeo a los oficiales del campamento por caldo de pescado y harina de maíz extras, y recuperó su bicicleta. Aquella noche la enterró en el pequeño claro del bosque, donde se enterraban los muertos del campamento, incluyendo su propio hijo, el más joven. Cuando la desenterró al cabo de un año, tras la rendición, todo lo que necesitó fue un poco de aceite de palma. "Nada desconcierta a Dios", se dijo asombrado.
De inmediato dio uso a la bicicleta como taxi y acumuló un montoncillo de dinero biafrano llevando a oficiales del campamento y sus familias por el trecho de cuatro millas que desembocaba en el camino de asfalto más cercano. Su cuota ftja por viaje era de seis libras y a quienes tenían dinero les satisfacía deshacerse así de parte de él. Al cabo de quince días había acumulado una pequeña fortuna de ciento quince libras.
Entonces hizo el viaje a Enugu y se encontró con que lo esperaba otro milagro. Era increíble. Se talló los ojos y volvió a mirar y allí estaba todavía, de pie ante él. Pero, innecesario es decirlo, incluso aquella bendición monumental era de calificar como totalmente inferior a las cinco cabezas familiares. Ése el más reciente de los milagros era su casita en Ogui Overside. iEn verdad que nada desconcierta a Dios! A sólo dos casas de distancia era una montaña de escombros un enorme edificio de concreto que algún contratista había levantado justo antes de la guerra. iY aquí estaba, intacta, sin ningún arrepentimiento, la casita de techo de zinc de Jonathan construida con bloques de adobe! Desde luego, faltaban puertas y ventanas, así como cinco láminas del techo. Pero ¿y qué con eso? Y, de cualquier manera, había regresado a Enugu con tiempo suficiente para recoger trozos de zinc y madera usados, así como humedecidas láminas de cartón desperdigadas por el vecindario, antes de que miles más salieran de sus escondrijos en el bosque a la busca de lo mismo. Consiguió un carpintero indigente que en su morral traía un viejo martillo, un cepillo sin filo y unos cuantos clavos torcidos y oxidados, para que transformara esa mezcla de madera, cartón y metal en puertas y ventanas por cinco chelines nigerianos o cincuenta libras biafranas. Pagó las libras y se mudó con su exultante familia que llevaba cinco cabezas sobre sus hombros.
Sus hijos recogían mangos en el cercano cementerio militar y los vendían, por unos cuantos peniques -y en esta ocasión peniques reales- a las esposas de los soldados, mientras que su esposa comenzó a cocinar albóndigas de akara para los vecinos con prisa por reiniciar la vida. Con las ganancias de la familia fue en bicicleta a las aldeas cercanas y compró vino de palma fresco, el cual mezcló generosamente en sus habitaciones con agua que recién había empezado a correr en la llave pública situada camino abajo, y · abrió un bar para soldados y otras personas afortunadas dueñas de buen dinero.
Al principio iba diario a las oficinas de la Coal Corporation, donde había sido minero, luego un día sí y otro no y, al cabo, una vez a la semana, para enterarse de cómo iban las cosas. Lo único que descubrió, al final, es que su casita era una bendición mayor de lo que había supuesto. Algunos de sus ex compañeros de mina no tenían adónde regresar al concluir el día de espera, así que simplemente dormían a la entrada de las oficinas y cocinaban en latas de Bournvita cualquier comida que podían agenciarse. Según se alargaban las semanas y nadie podía decir cómo estaban los asuntos, Jonathan suspendió del todo sus visitas semanales y se dedicó a su bar de vino de palma.
Pero nada desconcierta a Dios. Llegó el momento de las recompensas en que, tras cinco días de infinitos forcejeos en colas para aquí y colas para allá, bajo el sol y afuera de Hacienda, tuvo en sus manos veinte libras como premio ex gratia por el dinero rebelde que había entregado. Cuando se inició el pago, fue como una Navidad para él y para muchos otros como él. Lo llamaron torta (ya que pocos lograban arreglárselas con el nombre oficial).
En cuanto le pusieron los billetes en la palma de la mano, Jonathan simplemente la cerró con firmeza y enterró puño y dinero en el bolsillo del pantalón. Debía ser especialmente cuidadoso porque, dos días antes, había visto a un hombre hundirse casi en la locura en un instante, ante esa multitud oceánica, porque no había sino recibido sus veinte libras cuando algún rufián inmisericorde se las había robado. Aunque no fue justo que, aquel día, un hombre en tal extremo de agonía fuera culpado, muchos en la cola comentaron en voz baja el descuido de la víctima, sobre todo tras de que volteó su bolsillo para revelar un agujero lo bastante grande para que por él pasara la cabeza de un ladrón. Pero, claro, había insistido en que el dinero estaba en el otro bolsillo, volteándolo para que se viera su comparativa integridad. Así que era necesario ser cuidadoso.
Jonathan transfirió pronto el dinero a la mano y el bolsillo izquierdos, para dejar libre la derecha y poder saludar, de surgir la necesidad, aunque se aseguró de que la necesidad no surgiera ftjando la mirada a tal altura que evitara todo rostro humano que se acercara, hasta que llegó a casa.
Por lo normal dormía profundamente, pero aquella noche escuchó cómo todos los ruidos del barrio morían uno tras otro. Incluso el sereno que hacía sonar la hora en algún metal, allá a la distancia, había callado tras anunciar la una de la mañana. Éste debió ser el último pensamiento de Jonathan antes de que, finalmente, él mismo se rindiera. Sin embargo, no hacía mucho que se había dormido cuando lo despertaron violentamente otra vez.
-¿Quién toca? -susurró la esposa, que yacía junto a él en el suelo.
-No lo sé -respondió con un susurro entrecortado.
La segunda vez que se oyó el llamado, fue tan fuerte e imperioso que podría haber derribado la vieja puerta desvencijada.
-¿Quién llama? -les preguntó, la voz reseca y temblorosa.
-El caco y sus gentes -fue la tranquila respuesta-. Ponte a abrir la puerta -tras lo cual vino el llamado más fuerte de todos.
María fue la primera en lanzar la alarma; él la imitó con todos los niños.
-iPolicía! iLadrones! iVecinos! iPolicía! iEstamos perdidos! iNos matan! Vecinos &están dormidos? iDespierten! iPolicía!
Esto se alargó un buen tiempo y de pronto se detuvo. Acaso habían hecho huir a los ladrones. Había un silencio absoluto. Pero sólo por un rato.
_¿ya' cabaron? -preguntó la voz allá afuera-. ¿y si les echamos una manita? iOigan todos!
-lPolicía! iEl ladrón! iVecinos! iEstamos perdidos! iPolicía!
Había por los menos otras cinco voces quitando la del jefe.
Jonathan y su familia estaban totalmente paralizados por el terror. María y los niños sollozaban inaudiblemente, como almas perdidas. Jonathan se lamentaba sin cesar.
El silencio que vino tras la alarma dada por los ladrones vibró horriblemente. Jonathan casi rogó al jefe que hablara de nuevo y terminara con el asunto.
-Viejo -dijo éste finalmente-, le echamos todas las ganas pero se me hace que andan en la pura dormida ... Entons ¿qué le hacemos? ¿se te antoja llamar a los sardos? ¿o quieres que los llamemos por ti? Son mejorcitos que la policía foo crees?
-iNi duda! -replicaron sus hombres.
Jonathan creyó haber escuchado incluso más voces que antes, y se quejó pesadamente. Las piernas le temblaban y tenía la garganta áspera como papel de lija.
-Viejo, por qué no sigues en la platicada. Te pregunté que me dijeras si quieres que llame a los sardos.
-No.
-Al pelo. Entonces entrémosle a los negocios. No andamos de ladrones malos. No buscamos líos. Los líos ya'cabaron. La guerra ya'cabó y todo el katakata de aquí dentro. No más Guerra Civil. Ahora, la Paz Civil foo les parece?
-iAsí mismito! -respondió el horrible coro.
-¿Qué quieren de mí? Soy un hombre pobre. Todo lo que tenía se fue con la guerra. ¿Por qué vienen a mí? Ustedes saben quiénes tienen dinero. Nosotros ...
-iEspérate tantito! Para nada decimos que tengas mucho dinero. Pero no nos convence recibir nadita. Así pues, ponte a abrir la ventana y pásanos cien libras y nos largamos. O si no nos metemos para dentro ahorita mismo para enseñarte un guitarreo como éste ...
Una descarga de fuego automático sonó por todo el cielo. María y los niños comenzaron a llorar en voz alta otra vez.
-Ah, la seño anda llorando de nuevo. Ni falta que hace. Ya dijimos que como ladrones somos buena gente. Nos agenciamos nuestro dinerito y nos vamos pero ya. Sin broncas. ¿Acaso estamos echando bronca?
-iPara nada! -cantó el coro.
-Amigos -comenzó Jonathan con voz ronca-, ya oí lo que dijeron y se los agradezco. Si tuviera cien libras ...
-Mira viejo, no es casual que hayamos elegido tu casa Si nos equivocamos y entramos, no te va a gustar. Así que mejor ...
-Por el Dios que me hizo, si entran y hallan cien libras, tómenlas y mátenme y maten a mi esposa y mis hijos. Lo juro por Dios. El único dinero que tengo en esta vida son estas veinte libras que como torta me dieron hoy ...
-Okay. Hora de irse. Ábrele a la ventana y pasa las veinte libras. Con eso nos arreglamos, para que veas cómo soy. Entonces se escucharon murmullos de disentimiento en el coro: "No le creas sus cuentos; tiene harta lana... Éntrale y busquemos bien... ¿Meras veinte libras?"
-iA callarse! -sonó la voz del líder como un disparo hecho contra el cielo, y de inmediato se silenciaron los murmullos-. ¿sigues ahí? iRápido con el dinero!
-Voy -dijo Jonathan mientras torpemente manipulaba en la oscuridad la llave de la cajita de madera que tenía a su lado, en la estera.

A las primeras señales de luz, mientras sus vecinos y otras personas se reunían para lamentarse con él, ya sujetaba su damajuana de cinco galones al portabultos de la bicicleta y su esposa, sudando ante el fuego, cocinaba albóndigas de akara en un ancho recipiente de barro lleno de aceite hirviendo. En un rincón, el hijo mayor vaciaba de viejas botellas de cerveza las heces del vino de palma de ayer.
-No le doy importancia -dijo a quienes se condolían, los ojos puestos en la cuerda con que ataba-. ¿Qué es una torta? ¿Dependía de ella la semana pasada? ¿o es de mayor importancia que otras cosas desaparecidas con la guerra? iQue la torta perezca en las llamas! Que se vaya adonde todo se ha ido. Nada desconcierta a Dios.

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