Novelista, poeta, ensayista y cuentista bosnio (nacido en Bosnia cuando formaba parte del Imperio austro-húngaro, de origen croata, de sentimiento de pertenencia serbio y fallecido cuando todo eso era Yugoslavia). El tema central de su obra fue siempre lo que Mira Miloseviç llamó "el destino balcánico": "el atraso y la miseria de la región balcánica bajo el yugo otomano y, en consecuencia, la imposibilidad de formar parte del mundo occidental, cuya tradición era para Andrić un valor cultural completamente opuesto a la otomana, un destino que sobrellevan personas que viven entre estas dos culturas incompatibles, sin pertenecer a ninguna de ellas". En palabras de Marc Casals "La reputación de Andrić en las letras yugoslavas se cimentó en sus narraciones históricas, ambientadas en los siglos durante los que los Balcanes formaban parte del Imperio otomano. Si bien abundan los personajes y hechos reales, fruto de una afanosa labor de documentación, Andrić trasciende la mera recreación histórica para convertirlos en representativos de la condición humana, conforme a su idea de que el arte empieza “cuando los hechos levitan”. Los protagonistas de sus relatos aparecen desvalidos frente a las arbitrariedades del poder, los vuelcos de la Historia y la irremediable precariedad de la existencia".
Recibió el Nobel de Literatura en 1961
Este cuento, como otros muchos del autor, fueron publicados en diferentes revistas y diarios pero nunca en una obra de conjunto hasta la aparición de las Obras completas esditadas póstumamente en 1981.
La versión es la de Juan Cristóbal Díaz Beltrán.
Uno nunca se cansa de mirar un cielo estrellado ni un rostro humano. Miras y miras, y todo está visto pero es desconocido, familiar mas nuevo. El rostro es la flor de esa planta llamada hombre. Una flor que se mueve, que altera la expresión: de la risa, el éxtasis o el ensimismamiento hasta el estúpido embotamiento o la quietud de una naturaleza muerta.
Desde que tengo conciencia de mi existencia, el rostro de un hombre es para mí la fracción del mundo que nos rodea más intensamente luminosa y más atractiva. Recuerdo paisajes y ciudades, y puedo convocarlos en la memoria cuando quiera y mantenerlos ante mí el tiempo que quiera, pero los rostros humanos que he visto en vigilia y en sueño, se convocan solos por sí mismos y se quedan ante mi mirada un espacio de tiempo dolorosamente largo o dolorosamente corto, viven junto a mí o desaparecen caprichosa y permanentemente, de forma que ningún esfuerzo evocador puede convocarlos. Puede que aparezca uno y que se mantenga presente ante mí tapando prolongadamente el campo de visión, o puede que se precipiten cientos, miles de rostros, como un torrente que amenaza con inundar y arrancarme la conciencia. Y mientras veo las ciudades y los paisajes a través de mis vivencias y como parte de mí mismo, mi diálogo y confrontación con los rostros humanos no tiene fin. En ellos, para mí, están grabados todos los caminos del mundo, todas las ideas y todas las obras, todos los deseos y necesidades humanas, todas las posibilidades del hombre, todo lo que lo sostiene y eleva, y todo lo que lo intoxica y mata; todo acerca de lo que el hombre fantasea, y lo que pocas veces o nunca podrá ser, adquiere en ellos, finalmente, su forma, nombre y voz.
Individualmente o en procesión, los rostros humanos se muestran ante mí. Pues que surjan mudos, a iniciativa propia o por un motivo desconocido para mí, y que aparezcan, como a una señal convenida, junto a la palabra o la frase que los acompaña.
*****
Un campesino en sus años de madurez. El rostro del campesino se evapora y disipa por el trabajo y la preocupación en torno a la tierra, el sol y la lluvia, el viento y la nieve. Los dientes apretados y los esfuerzos espasmódicos que constantemente se repiten, el bizqueo y parpadeo con el que los ojos y los músculos faciales se defienden del inclemente bochorno, de la escarcha o de la ventisca, surcan el rostro en todas las direcciones y le confieren un tono de tierra parda o rojiza, sobre la que tan a menudo se inclina. Temeroso de la trampa o la sorpresa, el esfuerzo por adivinar los pensamientos y planes ajenos y por no revelar antes de tiempo los suyos le confiere —y estampa— su sello a ese rostro. Y antes de que el campesino cumpla los cuarenta años, aquél ya está modelado y acabado. La piel dura y oscura. Los músculos visiblemente marcados. La nuez está desviada, el cuello arrugado y dilatado. Los ojos no miran, al igual que en la juventud, con total simetría, sino que cada uno va un poco a su aire. Todo está conformado y separado, cada cosa por su lado, pero sobre todas las cosas yace el equilibrio y la paz de los años maduros.
*****
- ¿Por qué me despide?
Esto lo oigo y lo veo. Veo el viejo cobertizo donde se prepara la rakia. Todo tiznado y regado de peladuras y huesos secos, atestado de barriles y de todo tipo de desechos, nunca sin corriente de aire. En la ancha puerta está de pie el patrón Marko. Le veo sólo la espalda, y aún mejor, los perniles de los pantalones de paño y los zapatos bajos de tipo turco. Hace más de seis años que estoy ausente, y estoy sentado sobre un ancho travesaño, con las manos rebosantes de ciruelas secas. Pero por eso veo al hombre pequeñito, al liviano gañán en un traje remendado mas desgarrado pese a todo. Por el traje y por su apostura no es un campesino ni un obrero urbano, ni tampoco un mendigo ni un bufón, ni siquiera un hombre que posea un lugar determinado en la sociedad. Así es también su rostro, un rostro particular. Arrugado, gris, si es que podemos hablar de color alguno, por él puede determinarse la edad de su vida, y no muestra nada fuera de su mansa estolidez. Los ojos, la nariz, la boca, la barba, todo ello existe, pero no hay una expresión de conjunto salvo una única cosa: miseria. No es enfermedad, ni hambre, ni pobreza, sino todo ello en conjunción, acumulado de generación en generación, apelmazado en una novedosa expresión de miseria, que tiene mil causas pero que por eso mismo carece de remedio y de nombre.
- ¿Por qué?
Y el patrón Marko responde con calma y brevedad. —No eres para mí—, dice. —No lo soy, sé que no lo soy—, dice el hombre en la puerta, más bajo que la tierra que todos pisamos, empequeñecido hasta la inexistencia, sujeto no a este patrón, Marko, sino a su miseria secular e infinita. —No lo soy— repite al punto, como si no supiera enlazar dos pensamientos simples y extraer una conclusión, añadiendo obtusa y penosamente: —¿Por qué me despide?
No recuerdo el curso posterior de la conversación ni su desenlace, si es que lo hubo. Para mí ambos serán siempre jornalero y patrón, así, en la ancha puerta y la corriente de aire de noviembre, el primero vuelto de espaldas hacia mí y el segundo de cara, una cara de miseria humana, una miseria imposible de describir y de borrar de la memoria.
Esto lo oigo y lo veo. Veo el viejo cobertizo donde se prepara la rakia. Todo tiznado y regado de peladuras y huesos secos, atestado de barriles y de todo tipo de desechos, nunca sin corriente de aire. En la ancha puerta está de pie el patrón Marko. Le veo sólo la espalda, y aún mejor, los perniles de los pantalones de paño y los zapatos bajos de tipo turco. Hace más de seis años que estoy ausente, y estoy sentado sobre un ancho travesaño, con las manos rebosantes de ciruelas secas. Pero por eso veo al hombre pequeñito, al liviano gañán en un traje remendado mas desgarrado pese a todo. Por el traje y por su apostura no es un campesino ni un obrero urbano, ni tampoco un mendigo ni un bufón, ni siquiera un hombre que posea un lugar determinado en la sociedad. Así es también su rostro, un rostro particular. Arrugado, gris, si es que podemos hablar de color alguno, por él puede determinarse la edad de su vida, y no muestra nada fuera de su mansa estolidez. Los ojos, la nariz, la boca, la barba, todo ello existe, pero no hay una expresión de conjunto salvo una única cosa: miseria. No es enfermedad, ni hambre, ni pobreza, sino todo ello en conjunción, acumulado de generación en generación, apelmazado en una novedosa expresión de miseria, que tiene mil causas pero que por eso mismo carece de remedio y de nombre.
- ¿Por qué?
Y el patrón Marko responde con calma y brevedad. —No eres para mí—, dice. —No lo soy, sé que no lo soy—, dice el hombre en la puerta, más bajo que la tierra que todos pisamos, empequeñecido hasta la inexistencia, sujeto no a este patrón, Marko, sino a su miseria secular e infinita. —No lo soy— repite al punto, como si no supiera enlazar dos pensamientos simples y extraer una conclusión, añadiendo obtusa y penosamente: —¿Por qué me despide?
No recuerdo el curso posterior de la conversación ni su desenlace, si es que lo hubo. Para mí ambos serán siempre jornalero y patrón, así, en la ancha puerta y la corriente de aire de noviembre, el primero vuelto de espaldas hacia mí y el segundo de cara, una cara de miseria humana, una miseria imposible de describir y de borrar de la memoria.
*****
Hace muchos años. En la costa del Atlántico. Un soldado de baja estatura porta en el hombro derecho una granada por detonar, que un momento antes han desenterrado de la arena. Está un poco encorvado bajo el peso, pero es joven y fuerte. Como si llevara a la misma muerte sobre el hombro, él pisa lo más queda y suavemente que puede, y camina a trancos cortos y extraños, con una cautela sutil, como si avanzara por un alambre. Su rostro es rústico, recio, y el momento lo ha dignificado y vuelto pálido. En esa palidez momentánea se adivinan un miedo no plenamente dominado y la obligación del deber, el deseo de no quedarse en deuda con la vida y de no convertirse en presa de la muerte.
Todos nosotros, como todo el mundo, luchamos a cada instante contra la muerte. En expresiones innumerables y diversas, esa lucha se refleja en los rostros humanos. He visto toda esa lucha humana, condensada y en su aspecto más noble, en el rostro del soldado que, cumpliendo con su deber, llevaba sobre el hombro la granada sin estallar.
Todos nosotros, como todo el mundo, luchamos a cada instante contra la muerte. En expresiones innumerables y diversas, esa lucha se refleja en los rostros humanos. He visto toda esa lucha humana, condensada y en su aspecto más noble, en el rostro del soldado que, cumpliendo con su deber, llevaba sobre el hombro la granada sin estallar.
*****
Otro rostro más.
- ¡Que Dios nos ampare!— dice alguien. Pero esto no lo dice ese rostro, sino una de las mujeres inclinadas y embozadas que están de pie en el patio, con las cabezas apiñadas y cuchicheando. Ese rostro no va seguido de ningún sonido ni movimiento. Lo veo únicamente en silencio y quietud.
Es una actriz y vivía en la misma planta que nosotros. Yo podía tener unos ocho o nueve años. La hermosa mujer joven me mandaba de vez en cuando a comprar cigarrillos o a llevarle una carta a correos. La recompensa era un caramelo enorme y aromático de una caja mágica, además de la presencia de la actriz. Me dejaba estar sentado en una pequeña silla de terciopelo amarillo, junto a su diván. Pues la actriz, cuando estaba en casa, constantemente yacía en ese diván. Observaba sentado su rostro con arrobo, un rostro que jamás he olvidado. En la expresión de ese rostro había algo de soñoliento y ausente, y en dicho rostro los ojos ocupaban el mayor espacio. Tenía unos ojos oscuros, aunque no totalmente negros, que de vez en cuando alternaban destellos a veces azul zafiro, a veces dorado tostado, de una luz que no podía verse de dónde procedía. A ratos todo aquello se apagaba, y aquellos ojos algo saltones se apagaban y cegaban, como los ojos de las estatuas antiguas.
Eran unos ojos extraordinarios y brillantes, miopes y prácticamente inmóviles, que ella alumbraba y apagaba desde su interior, a tenor de unas leyes sólo por ella conocidas, ojos con los que ella no quería tanto mirar y ver como cegar y seducir a otros. Yo los miraba con ingenuo embelesamiento infantil, pero no por mucho. Ese mismo año, cuando se mudaba, en ese mismo apartamento suyo, la actriz fue asesinada por un joven, hijo de un rico, con cuatro balas de un pequeño revólver.
Llegaron y salieron algunos vecinos, la actriz fue trasladada a la sala de autopsias y enterrada quién sabe dónde. La puerta de su apartamento fue sellada. Las mujeres en el patio cuchicheaban: —¡Que Dios nos ampare! —Lo único que se conservó de la actriz por largo tiempo fueron sus extraordinarios ojos en la memoria del chico.
- ¡Que Dios nos ampare!— dice alguien. Pero esto no lo dice ese rostro, sino una de las mujeres inclinadas y embozadas que están de pie en el patio, con las cabezas apiñadas y cuchicheando. Ese rostro no va seguido de ningún sonido ni movimiento. Lo veo únicamente en silencio y quietud.
Es una actriz y vivía en la misma planta que nosotros. Yo podía tener unos ocho o nueve años. La hermosa mujer joven me mandaba de vez en cuando a comprar cigarrillos o a llevarle una carta a correos. La recompensa era un caramelo enorme y aromático de una caja mágica, además de la presencia de la actriz. Me dejaba estar sentado en una pequeña silla de terciopelo amarillo, junto a su diván. Pues la actriz, cuando estaba en casa, constantemente yacía en ese diván. Observaba sentado su rostro con arrobo, un rostro que jamás he olvidado. En la expresión de ese rostro había algo de soñoliento y ausente, y en dicho rostro los ojos ocupaban el mayor espacio. Tenía unos ojos oscuros, aunque no totalmente negros, que de vez en cuando alternaban destellos a veces azul zafiro, a veces dorado tostado, de una luz que no podía verse de dónde procedía. A ratos todo aquello se apagaba, y aquellos ojos algo saltones se apagaban y cegaban, como los ojos de las estatuas antiguas.
Eran unos ojos extraordinarios y brillantes, miopes y prácticamente inmóviles, que ella alumbraba y apagaba desde su interior, a tenor de unas leyes sólo por ella conocidas, ojos con los que ella no quería tanto mirar y ver como cegar y seducir a otros. Yo los miraba con ingenuo embelesamiento infantil, pero no por mucho. Ese mismo año, cuando se mudaba, en ese mismo apartamento suyo, la actriz fue asesinada por un joven, hijo de un rico, con cuatro balas de un pequeño revólver.
Llegaron y salieron algunos vecinos, la actriz fue trasladada a la sala de autopsias y enterrada quién sabe dónde. La puerta de su apartamento fue sellada. Las mujeres en el patio cuchicheaban: —¡Que Dios nos ampare! —Lo único que se conservó de la actriz por largo tiempo fueron sus extraordinarios ojos en la memoria del chico.
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Y así constantemente, un rostro más, y luego otro. Quisiera decir algo sobre él, retenerlo solamente por un instante, pero antes de haberlo visto bien, se difumina y desaparece. Tras él aparecen vertiginosamente otros, se empujan, saltan y alternan, penetran en mí. Y yo ya no soy más yo, sino un anónimo espacio mudo a través del cual pasan raudos, por una banda de luz sin fin ni principio, rostros humanos en desfiles tumultuosos, de tal modo que yo mismo me pierdo en ellos, mudo y sin carácter, como en una tormenta de nieve.
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on 19 mayo 2021
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