Este cuento (The cold winter) pertenece al volumen Kneel to the Rising Sun and other stories publicado en 1935.
La versión es la de Rebeca Bouvier.
Después de una semana en la ciudad, había cogido la costumbre de regresar temprano a la habitación que había alquilado y yacía despierto bajo la cálida manta.
En la calle, cuando caía la noche, hacía mucho frío. Normalmente soplaba un viento fresco y húmedo procedente del río, y desde las tierras altas descendía, hora tras hora, el crudo y helado invierno de febrero. Incluso los hombres que llevaban abrigo corrían por las calles heladas con las cabezas agachadas combatiendo el frío y dándose prisa por llegar a sus caldeados hogares.
En la habitación sin calefacción que había alquilado hacía frío, pero bajo el calor de la manta era como estar entre los brazos de una muchacha.
Al tercer día de esa semana ya me había acostumbrado a vivir en una casa sin calefacción. Al principio no podía dormir. Pero esa tercera noche me saqué los zapatos en cuando llegué a la habitación y me metí en la cama de inmediato. Durante las cinco o seis horas siguientes yací despierto, caliente bajo las mantas, mientras en los cristales de la ventana se formaba lentamente la escarcha creando diseños precisos y frágiles de fría belleza.
En el vestíbulo podía oír a la gente ir de una habitación a otra, dándose prisa por el frío pasillo y haciendo crujir los tablones contraídos del suelo bajo sus pies.
Al cabo de un rato noté un aire caliente que circulaba a través de las grietas de la pared. En la habitación contigua, a mi derecha, vivían una mujer joven y su hija pequeña. El calor de la calefacción que ellas disfrutaban escapaba hacia mi habitación. Pude oler a chamuscado y al gas que quemaba en su estufa. Entonces permanecí echado, escuchando sus movimientos en la habitación, mientras en mi memoria se fundía lentamente la imagen que tenía formada de ellas. Hacia medianoche caí dormido, recordando solo que en la habitación de al lado la mujer se movía con ligereza y que la niña hablaba a su madre bajito y cariñosamente.
Después de esa noche empecé a regresar a casa más temprano para taparme con la cálida manta y permanecer despierto en la oscuridad escuchando todo lo que pasaba en la habitación contigua. La joven madre preparaba la cena para ella y su hija y luego las dos se sentaban en una pequeña mesa junto a la ventana y comían despacio, riendo y hablando. La pequeña debía de tener unos ocho años y su madre parecía apenas mayor cuando las dos reían y hablaban.
El frío de mi cuarto sin calefacción ya no era tan difícil de soportar como antes de que las conociera.
Al final de la segunda semana sabía qué aspecto tenían a pesar de no haber visto a ninguna de las dos. A través de la delgada pared de yeso podía oír todo lo que decían y hacían y seguí el movimiento de sus manos y las expresiones de sus caras segundo a segundo, hora a hora. La joven no trabajaba. Permanecía en la habitación la mayor parte del día. Solo salía por la mañana para el trayecto de media hora de camino a la escuela de la niña, y de nuevo por la tarde para traerla de vuelta. El resto del día se quedaba en la habitación, sentada junto a la ventana, mirando el tejado de zinc pintado de rojo al otro lado de la calle, esperando a que llegara la tarde para poder ir a buscar a su hija a la escuela.
En la casa había muchas otras personas. Las habitaciones de las tres plantas del edificio estaban alquiladas a hombres y mujeres que iban y venían a todas horas. Algunos trabajaban durante el día, algunos durante la noche, y muchos ni tan solo tenían trabajo. Pero a pesar de que había tanta gente en la casa, ninguno se acercó a mi puerta, y nadie fue nunca a la puerta de la mujer de al lado. A veces se oían los pasos pesados de un hombre que bajaba apresuradamente al vestíbulo. Entonces la joven mujer se levantaba de un salto de la silla junto a la ventana y corría desesperada hacia la puerta. Se apoyaba contra ella, con los dedos sosteniendo la llave en la cerradura y escuchando el ruido de pasos del hombre. Después de que hubiera pasado de largo, ella regresaba a la silla y se sentaba de nuevo para mirar el tejado de zinc pintado de rojo al otro lado de la calle.
A mitad de febrero el frío se hizo más intenso, pero yo permanecía caliente bajo la manta y seguía escuchando los sonidos que me llegaban a través de la delgada pared de yeso.
Hasta que no fui consciente de que la mujer corría a la puerta cada vez que oía los pasos del hombre, no me di cuenta de que algo iba a pasar. No sabía lo que pasaría, ni cuándo, pero todas las mañanas, antes de dejar mi habitación, esperaba atento durante unos minutos para oír si ella estaba junto a la puerta o sentada junto a la ventana. Cuando regresaba por la noche, apoyaba la oreja contra la fría pared para escuchar.
Esa noche, tras haber escuchado durante casi media hora, supe que algo estaba a punto de ocurrir, y por primera vez en mi vida, mientras estaba de pie temblando de frío, tuve deseos de ser el padre de una criatura. No me detuve a encender la luz, sino que me eché en la cama sin tan siquiera sacarme los zapatos. Estuve tensamente despierto en la cama escuchando los movimientos del otro lado de la pared. La mujer se movía con rapidez y nerviosismo, su cara estaba pálida y demacrada. Puso la niña a dormir tan pronto hubieron cenado y, sin decir palabra, la joven se dirigió a la silla junto a la ventana a esperar. Durante mucho rato permaneció en silencio, sin tan siquiera mecerse. Yo había levantado la cabeza de la almohada y el cuello se me había quedado rígido y frío del esfuerzo de mantenerlo en horizontal sin soporte alguno.
Eran las once cuando oí un ruido en la habitación de al lado. Durante las tres horas que había permanecido despierto en la cama, la mujer no se había movido de su silla. Pero a las once se levantó, se bebió un vaso de agua y le puso otra manta a la niña. Cuando terminó, se dirigió hacia la silla y entonces la llevó junto a la puerta y se sentó. Se sentó y esperó. Antes de que hubiera pasado una hora un hombre llegó por el vestíbulo caminando pesadamente sobre los tablones contraídos del suelo. Los dos lo oímos venir y los dos nos levantamos de un salto. Corrí a la pared y pegué la oreja contra el frío yeso y esperé. La joven se apoyó contra la puerta con los dedos agarrando la llave y escuchó conteniendo la respiración.
Tras estar de pie durante varios minutos, noté que el frío de la habitación me había atrofiado las manos y los pies. Al calor de la manta había olvidado el frío que hacía y la sangre había circulado por todo mi cuerpo mientras esperaba tenso y escuchaba los sonidos en el edificio. Pero al estar de pie en la habitación sin calefacción, con la cara y la oreja pegadas a la fría pared de yeso, temblaba como si estuviera enfermo.
El hombre llegó a la habitación contigua a la mía y se detuvo. Podía oír a la mujer temblar y cómo su respiración hacía que su cuerpo se agitara. Cada segundo que pasaba esperaba oír sus gritos.
Él dio un golpe en la puerta y esperó. Ella no abrió. Él giró el pomo de la puerta y lo sacudió. Ella se apoyó con todas sus fuerzas contra la puerta y mantenía la llave en su sitio con dedos de acero.
—Sé que estás ahí, Eloise —dijo lentamente—, abre la puerta y déjame entrar.
Ella no respondió. A través de la delgada pared podía oír la presión que su cuerpo ejercía sobre la frágil puerta.
—Voy a entrar —dijo él.
Apenas había terminado de hablar cuando se oyó un repentino empujón que reventó la cerradura de la puerta y lo lanzo hacia dentro. Incluso entonces los labios de ella no pronunciaron una palabra. Ella corrió hacia la cama y se tiró encima, abrazando desesperadamente a la niña que había estado durmiendo profundamente.
—No he venido a discutir contigo —dijo el hombre—. He venido a acabar con este lío. Levántate de la cama.
Entonces, por primera vez esa noche, oí la voz de la joven mujer. Se había levantado de un salto y estaba frente a él. Apreté la cara y la oreja contra la fría pared de yeso blanco y esperé.
—Es tan tuya como mía. No me la puedes quitar.
—Tú me la quitaste ¿no es así? Bien. Ahora me toca a mí. Soy su padre.
—¡Henry! —rogó ella—. Henry, por favor, no lo hagas.
—Cállate —dijo él.
El hombre se dirigió a la cama y cogió a la niña en brazos.
—Henry, te mataré si la sacas de esta habitación —dijo ella lentamente—. Lo digo en serio, Henry.
Él caminó con la niña hacia la puerta y se detuvo. No estaba excitado y su respiración no era audible a través de la delgada pared. Pero la mujer estaba frenética. Mis manos y mis pies estaban entumecidos por el frío y no podía mover los músculos de mis labios. La mujer no lloraba, pero a través de la pared de yeso podía oír su respiración y podía notar los movimientos rápidos de su cuerpo.
Él se dio la vuelta.
—¿Qué vas a hacer? —dijo.
—Te mataré, Henry.
Hubo un momento de total silencio. Él estaba junto a la puerta, con la niña en sus brazos despertando lentamente. Esperó. Cada segundo parecía durar una hora.
—No, no lo harás —dijo al cabo de un rato—. Yo me anticiparé a ti, Eloise.
A través de la delgada pared de yeso pude oír cómo deslizaba suavemente la mano en el bolsillo de su abrigo y la sacaba después. Podía oír todo lo que iba a suceder.
Cuando él apuntó la pistola hacia ella, la mujer chilló. El hombre esperó a que dejara de gritar y entonces apretó el gatillo sin apuntar con precisión, pero no obstante cerrando un ojo como si estuviera mirándola a través de la mira.
El eco de la explosión ahogó el sonido de los pasos acelerados del hombre por el pasillo y el crujido de la madera bajo sus pies.
Pasaron varios minutos antes de que cesara el zumbido en mis oídos y para entonces ya se oía a la gente corriendo por toda la casa, de arriba abajo, abriendo las puertas de las habitaciones con calefacción y de las que no tenían, y corriendo hacia nosotros, hacia la segunda planta.
Durante mucho tiempo permanecí apoyado contra la pared de yeso blanco, temblando porque yo, el padre, había permitido sin protestar que se llevaran a la niña, temblando porque tenía frío en la habitación sin calefacción.
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on 01 mayo 2016
at 20:51
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