Elizabeth Bishop (II)

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Su poesía se caracteriza por un rígido control formal y por el detalle en la descripción de objetos y lugares pero sin incluir detalles de tipo personal (algo que era muy habitual en contemporáneos suyos como Robert Lowell o John Berryman). Muchas veces fue etiquetada como "poeta para poetas". Sin duda, una de las grandes poetas americanas del s. XX.
La versión es la de D. Sam Abrams y Joan Margarit.



EL INCRÉDULO
Duerme en lo alto de un mástil - Bunyan

Duerme en lo alto de un mástil
con los ojos firmemente cerrados.
Debajo de él caen las velas
como las sábanas de su cama,
dejando fuera, al aire de la noche, la cabeza del durmiente.

Fue transportado ahí dormido,
dormido se enroscó
en una dorada bola en lo alto del mástil
o trepó dentro de un pájaro dorado,
o ciegamente se sentó a horcajadas.

"Descanso en pilares de mármol",
dijo una nube. "No me muevo nunca.
¿Ves, ahí, los pilares en el mar?"
Firme en la introspección,
escudriñaba los pilares reflejados en el agua.

Una gaviota tenía las alas debajo de él,
y observaba que el aire
era "como de mármol". Él decía:
“Aquí arriba me levanto a través del cielo
merced a las alas de mármol que sobre lo alto de mi torre vuelan".
Pero duerme en lo alto del mástil
con los ojos cerrados con fuerza.
La gaviota indagó dentro de su sueño,
el cual era: "No debo caerme.
El rizado mar de ahí abajo desea que me caiga.
Es duro como el diamante: desea destruirnos a todos".


TORMENTA ELÉCTRICA
Aparece un desagradable amarillo.
¡Cre-eek! Seco y luminoso.
La casa fue realmente alcanzada.
¡Crek! Un sonido metálico, como el de un vaso que se deja caer.
Tobías saltó desde la ventana hasta la cama
—silencioso, sus ojos blanqueados, de punta el suave pelo.
Personal y malintencionado como el niño de los vecinos,
el trueno empezó a estampar y a sacudir el tejado.
Un relámpago rosa:
después el granizo, las más grandes perlas artificiales.
De un blanco de muerto, de un blanco de cera, frías
—gentilezas de viudas de diplomáticos
desde una vieja fiesta lunar—
yacen fundiéndose en la hilera de hierba dejada a secar
en el rojo suelo hasta mucho después de salir el sol.
Encontramos fundidos los alambres de los fusibles,
sin luz, con un olor a bromuro,
el teléfono sin línea.

El gato se quedó entre las tibias sábanas.
Los árboles de la Cuaresma habían mudado todos sus pétalos:
húmedos, atascados, púrpura, entre las perlas como ojos muertos.


DISCUSIÓN
Días que no pueden acercarte,
o que no quieren,
Distancia intentando aparecer
algo más que obstinada, discutir discutir
discutir conmigo
interminablemente
sin que resultes ni menos deseada ni menos amada.

Distancia:
¿recordar toda aquella tierra
bajo el avión;
aquella línea de la costa,
de anchas playas de arena con poca luz
alargándose sin poderlas distinguir todo el trayecto,
todo el trayecto hacia donde terminan mis razones?

Días: y pienso
en todo este discordante montón de instrumentos,
uno por cada hecho,
una experiencia cancelando a otra;
cuánto se parecían
a algún horrible calendario
"Saludos de Nunca & Para Siempre, S. A.".

El son intimidatorio
de estas voces
que hemos de descubrir por separado
puede y debe ser vencido:
Días y Distancia desconcertados de nuevo
y que ya han huido
para siempre desde el amable campo de batalla.

Luigi Pirandello - "La realidad del sueño"

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Dramaturgo, poeta y narrador italiano.
Este cuento fue recogido en el volumen "Cuentos para un año" publicado en 1933.
La versión es la de Marinela de Chiara.


Parecía que todo lo que él decía estaba dotado del mismo e incontestable valor de su belleza, como si, por la imposibilidad de poner en duda que él era un hombre hermosísimo, pero realmente hermoso en todo, igualmente no pudiera ser contradecido en nada.
¡Y no entendía nada, pero realmente nada, de lo que le ocurría a ella!
Al escuchar las interpretaciones que proponía con tanta seguridad sobre ciertos actos suyos, instintivos, sobre ciertas (tal vez injustas) antipatías suyas, sobre ciertos sentimientos suyos, sentía la tentación de arañarlo, de abofetearlo, de morderlo.
Sentía, porque luego, cuando la frialdad y la seguridad y el orgullo del joven guapo se desvanecían, cuando él se le acercaba porque la necesitaba, entonces se mostraba tímido y humilde y suplicaba. Y ella, en aquellos momentos, lo deseaba. Pero, al mismo tiempo, se irritaba, hasta el extremo de que, aunque estuviera inclinada a ceder, se endurecía, reluctante. Y el recuerdo del abandono, envenenado en el mejor momento por aquella irritación, se convertía en rencor.
Consideraba que la incomodidad que ella decía experimentar con todos los hombres era una fijación.
—Te sientes incómoda, querida, porque piensas en tu sensación de incomodidad —se obstinaba en repetirle.
—¡Pienso en mi incomodidad, querido, porque la experimento! —contestaba ella—. ¿Qué fijación? La siento. Es así. Y tengo que agradecerle a mi padre la bonita educación que me dio. ¿Quieres poner en duda eso también?
Eh, al menos esperaba que eso no. Él también había tenido pruebas de esa educación durante el noviazgo. En los cuatro meses previos al matrimonio, en su pueblo natal, no le había sido concedido tocarle ni la mano ni tampoco intercambiar palabras con ella en voz baja.
Su padre, más celoso que un tigre, desde niña le había infundido un verdadero terror a los hombres; nunca había admitido a uno, a uno solo, en su casa; todas las ventanas estaban cerradas; y las raras veces que la había llevado afuera, le había impuesto que caminara cabizbaja, como las monjas, mirando al suelo como si tuviera que contar los granos de grava del camino.
Pues bien, ¿por qué se sorprendía si ahora, en presencia de un hombre, se sentía incómoda y no conseguía mirar a nadie a los ojos, y no sabía hablar ni moverse?
Hacía seis años, es cierto, que se había librado de la pesadilla de los feroces celos de su padre; veía gente, por casa, por la calle; sin embargo… No se trataba del anterior y pueril terror, pero sí de cierta incomodidad. Sus ojos, por mucho que se esforzaran, no podían aguantar la mirada de nadie; su lengua, mientras hablaba, se enredaba en su boca; y de pronto, sin saber por qué, su rostro se sonrojaba y todos podían creer que pensaba en quién sabe qué, mientras que en realidad no pensaba en nada. Y, en fin, se veía condenada a quedar siempre mal, a pasar por tonta, por estúpida, y no quería. ¡Era inútil insistir! Gracias a su padre, tenía que permanecer encerrada, sin ver a nadie, para no sentir la molestia por aquella estúpida y ridiculísima incomodidad, más fuerte que ella.
Los amigos de él, los mejores, los que más le importaban y que hubiera querido considerar como un adorno de su casa, del pequeño mundo que, seis años atrás, al casarse, había esperado formar, ya se habían alejado uno por uno. ¡Claro! Iban a su casa, preguntaban:
—¿Y tu mujer?
Pero su mujer se había escapado al primer timbrazo. Fingía ir a buscarla o iba realmente, se presentaba con el rostro afligido, las manos abiertas, sabiendo que era inútil, que su mujer lo fulminaría con los ojos encendidos por la ira y le gritaría entre dientes: «¡Estúpido!»; le daba la espalda y se iba, Dios sabe cómo por dentro, sonriendo por fuera, para acabar diciendo:
—Ten paciencia, querido mío, es que no se encuentra bien, está echada en la cama.
Y una y dos y tres veces; finalmente, ya se sabe, se habían cansado. ¿Podía no darles la razón?
Todavía quedaban un par o tres, más fieles y más valientes. Y al menos a estos quería conservarlos, especialmente a uno, el más inteligente de todos, muy culto, que odiaba la pedantería, tal vez sólo por pose; un periodista agudísimo; en fin, un amigo muy valioso.
A veces su mujer se había dejado ver por alguno de estos pocos amigos supervivientes, o bien porque había sido cogida por sorpresa o bien porque, en un momento afortunado, se había rendido a sus súplicas. Y, no señores, no era cierto que había quedado mal: ¡todo lo contrario!
—Porque cuando no piensas en tu incomodidad, lo ves… cuando te dejas llevar… eres vivaz…
—¡Gracias!
—Eres inteligente…
—¡Gracias!
—¡Y no eres nada torpe, te lo aseguro! Perdona, ¿por qué querría yo hacerte quedar mal? Hablas con franqueza, pero sí, demasiada a veces… sí, sí, y eres muy graciosa… ¡te lo juro! Coges confianza, y tus ojos… ¡claro que sabes mirar!, brillan, querida mía… Y dices, también dices cosas atrevidas, sí… ¿Te sorprendes? No digo incorrectas… pero atrevidas para una mujer, con soltura, con espíritu, ¡te lo juro!
Se animaba mucho alabándola, porque veía que ella, aunque protestaba y le decía que no le creía, en el fondo se sentía complacida, se sonrojaba, no sabía si sonreír o fruncir el ceño.
—Es así, es así, créeme, la tuya es una fijación…
Hubiera tenido que despertar en él cierta preocupación el hecho de que ella no protestara contra esa cien veces recordada «fijación», y que aceptara los elogios acerca de su habla franca y suelta, y hasta atrevida, con evidente complacencia.
¿Cuándo y con quién había hablado ella así?
Pocos días antes, con su amigo «más valioso», que le resultaba, naturalmente, más antipático que nadie. Es cierto que ella admitía la injusticia de ciertas antipatías suyas, y que sobre todo consideraba antipáticos a aquellos hombres ante los cuales se sentía más incómoda. Pero ahora, la complacencia por haber sido capaz de hablar ante aquel hombre, también con impertinencia, derivaba del hecho de que este (seguramente para picarla), durante una larga discusión sobre el eterno argumento de la honestidad de las mujeres, había osado defender que el pudor excesivo es señal infalible de un temperamento sensual. Por eso hay que desconfiar de una mujer que se sonroja por nada, que no se atreve a levantar la mirada porque cree descubrir por doquier un atentado contra su propio pudor y, en cada mirada, en cada palabra, un insulto a la propia honestidad. Quiere decir que esta mujer está obsesionada con imágenes tentadoras, teme verlas en cualquier lugar, se turba pensando en ellas. ¿Cómo que no? Mientras otra, con los sentidos calmados, no experimenta estos pudores y puede hablar sin turbarse también de ciertas intimidades amorosas, sin pensar que haya algo malo en una… qué sé yo, en una camisa un poco escotada, en una media agujereada, en una falda que deje apenas entrever algo más arriba de su rodilla.
Con esto, cuidado, no decía que una mujer, para no ser considerada sensual, tenía que actuar de manera descarada, indecente y mostrar lo que no se tiene que mostrar. Sería una paradoja. Hablaba del pudor. Y para él el pudor era la venganza por la falta de sinceridad. No decía que no fuera sincero, al contrario, era sincerísimo, pero como expresión de la sensualidad. Hipócrita es la mujer que quiere negar su sensualidad, mostrando como prueba de su pudor sus mejillas sonrojadas. Y esa mujer puede ser hipócrita también sin quererlo, sin saberlo. Porque no hay nada más complicado que la sinceridad. Todos fingimos espontáneamente, no tanto ante los demás, sino ante nosotros mismos; siempre creemos de nosotros mismos lo que nos gusta creer y no nos vemos como en realidad somos, sino como presumimos ser según la construcción ideal que nos hemos creado de nosotros mismos. Así, puede ocurrir que una mujer, muy sensual sin que lo sepa ella misma, se crea sinceramente casta y pura, en tensión con la sensualidad y rechazada por ella, por el mismo hecho de que se sonroja por nada. Este sonrojarse, que por sí mismo es expresión sincerísima de su sensualidad real, es asumido, en cambio, como prueba de su supuesta castidad, y, asumido así, naturalmente, se convierte en hipocresía.
—Vamos a ver, señora —había concluido el amigo valioso unas noches antes—, la mujer, por su naturaleza (excepto, se entiende, las debidas excepciones), está toda en sus sentidos. Es suficiente saberla coger, encender y dominar. Las mujeres demasiado púdicas no necesitan ser encendidas: se inflaman solas, apenas son tocadas.
Ella no había dudado ni siquiera por un instante que toda esta argumentación se refería a ella y, apenas el amigo se fue, se rebeló ferozmente contra su marido, quien, durante la larga discusión, no había hecho más que sonreír como un tonto y decir que sí con la cabeza.
—Me ha insultado de todas las maneras posibles durante más de dos horas y tú, tú, en vez de defenderme, has sonreído, has asentido, dándole a entender que era cierto lo que decía, porque tú, mi marido, eh, tú podías saberlo…
—Pero ¿qué dices? —había exclamado él, pasmado—. Tú desvarías… ¿Yo? ¿Que tú seas sensual? ¿Qué dices? Si él hablaba de la mujer en general, ¿tú qué tienes que ver con ello? ¡Si hubiera sospechado mínimamente que tú podías estar pensando que su argumentación se refería a ti, no habría abierto la boca! Y además, perdona, ¿cómo podía creerlo si no te has mostrado con él como la mujer púdica de la que hablaba? No te has sonrojado; has defendido tu opinión con fervor. Y yo he sonreído porque me complacía, porque veía la prueba de lo que siempre he dicho y he defendido, es decir, que cuando no piensas en tu incomodidad, no eres torpe ni cohibida, y que tu presunta incomodidad no es nada más que una fijación. ¿Qué tiene que ver con eso el pudor del que te hablaba él?
No había sabido contestar a esta justificación de su marido. Se había ensimismado, considerando por qué se había sentido herida tan internamente por las palabras del amigo. No era pudor, no, no y no, el suyo no era pudor, aquel pudor asqueroso del que hablaba aquel; era incomodidad, incomodidad, incomodidad, pero seguramente un maligno como él podía confundir por pudor aquella incomodidad y por eso creerla una… ¡una de aquellas, sí!
Aunque si realmente no se había mostrado incómoda, como su marido afirmaba, todavía se sentía así, podría vencer esta sensación, a veces, esforzándose por no demostrarla, pero la sentía. Ahora, si su marido negaba que se sintiera así, quería decir que no se daba cuenta de nada. Por eso tampoco se percataría de que esta incomodidad era también algo más, es decir: el pudor del que aquel había hablado.
¿Era posible? ¡Oh, Dios, no! Sólo pensarlo le provocaba horror, asco.
Sin embargo…
Recibió la revelación en sueños.
Aquel sueño empezó como un desafío, como una prueba, a la cual la retaba aquel hombre odiadísimo, después de la discusión de hacía tres noches.
Ella quería demostrarle que no se sonrojaría por nada, que él podía hacer lo que le viniera en gana porque no se turbaría ni se trastornaría.
En efecto, él empezaba la prueba con audacia fría. Primero le pasaba levemente una mano por el rostro. Al contacto de aquella mano con su piel, ella hacía un esfuerzo violento para esconder el escalofrío que recorría todo su cuerpo, para que no se le nublara la mirada y para mantener los ojos impasibles y firmes, la boca apenas sonriente. Y ahora le acercaba los dedos a la boca; le cogía delicadamente el labio inferior y hundía allí, en la humedad interna, un beso caliente, largo, de dulzura infinita. Ella apretaba los dientes; se estremecía para dominar el temblor, el temblor de su cuerpo; y entonces él empezaba a desnudarle tranquilamente el seno y… ¿Qué había de malo? No, no, nada, nada malo. Pero… oh, Dios, no… él se demoraba pérfidamente en la caricia… no, no… demasiado… y… Vencida, perdida, al principio sin ceder, pero pronto cediendo, no porque él la forzara, sino por la languidez abandonada de su propio cuerpo, y finalmente…
¡Ah! Se despertó del sueño convulsa, deshecha, temblando, llena de repugnancia y de horror.
Miró a su marido que, sin saber nada, dormía a su lado. Y la deshonra que sentía hacia sí misma se convirtió en aversión por él, como si fuera la causa de la ignominia, cuyo placer y cuyo capricho seguía sintiendo: él, él por su estúpida obstinación en recibir en casa a aquellos amigos.
Ella lo había engañado en sueños, y no sentía remordimiento alguno, no, sino rabia contra sí misma, por haberse dejado vencer, y rencor, rencor contra él, también porque en seis años de matrimonio nunca había sabido hacerle sentir lo que había sentido ahora mismo en sueños, con otro hombre.
Ah, toda la mujer en sus sentidos… ¿Era cierto?
No, no. La culpa era de su marido que, por no querer creer en su incomodidad, la forzaba a vencerla, a violentar su naturaleza, la exponía a aquellas pruebas, a aquellos desafíos, de los que había nacido el sueño. ¿Cómo resistir a semejante prueba? Su marido lo había querido. Y este era el castigo. Estaría satisfecha si pudiera apartar la deshonra que sentía por sí misma de la maligna alegría que la invadía pensando en el castigo de él.
¿Y ahora?
El conflicto se desató por la tarde del día siguiente, después del duro silencio de todo el día contra cualquier pregunta insistente de su marido, que quería saber por qué estaba así, qué le había ocurrido.
Ocurrió ante el anuncio de la habitual visita de aquel amigo valioso.
Al oír su voz en el recibidor, ella se estremeció, de pronto trastornada. Una ira furibunda brilló en sus ojos. Se abalanzó sobre su marido y, temblando de la cabeza a los pies, le suplicó que no recibiera a aquel hombre:
—¡No quiero! ¡No quiero! ¡Haz que se vaya!
Él se quedó, al principio, más que sorprendido, turbado por aquella reacción furiosa. Incapaz de comprender la razón de tanta repugnancia, cuando ya creía que —al contrario— su amigo había sido aprobado por ella, se irritó fieramente por la absurda y perentoria amenaza.
—¿Estás locas o quieres volverme loco a mí? ¿Por tu estúpida locura tengo que perder a todos mis amigos?
Y, librándose de ella, que se había agarrado a su cuerpo, le ordenó a la sirvienta que dejara pasar al señor.
Ella se refugió en la habitación contigua lanzándole, antes de desaparecer por detrás de la puerta, una mirada de odio y de desprecio.
Cayó en el sillón, como si sus piernas se hubieran quebrado de pronto, pero toda su sangre chisporroteaba por sus venas y todo su ser se rebelaba, en aquel abandono desesperado, oyendo, a través de la puerta cerrada, las expresiones de alegre acogida de su marido hacia el hombre con quien ella, la noche anterior, en sueños, lo había traicionado. Y la voz de aquel hombre… oh, Dios… sus manos, sus manos…
De pronto, mientras se retorcía en el sillón, apretándose con los dedos como garras los brazos y el pecho, lanzó un grito y cayó al suelo, víctima de una espantosa crisis nerviosa, de un verdadero ataque de locura.
Los dos hombres acudieron inmediatamente; permanecieron un instante aterrados ante la imagen de ella, que se retorcía como una serpiente, profiriendo alaridos; su marido intentó levantarla; el amigo lo ayudó. ¡Ojalá no lo hubiera hecho nunca! Al sentirse tocada por aquellas manos, el cuerpo de ella, en la inconsciencia, sin el dominio absoluto de sus sentidos todavía escarmentados, empezó a temblar de arriba a abajo, voluptuosamente. Y, bajo la mirada de su marido, se aferró a aquel hombre, pidiéndole agitadamente, con horrible urgencia, las caricias frenéticas del sueño.
Horrorizado, su marido la alejó del pecho de su amigo. Ella gritó, luchó, luego cayó exangüe entre sus brazos, y la tumbaron en la cama.
Los dos hombres se miraron estupefactos, sin saber qué pensar ni qué decir.
La inocencia era tan evidente en el doloroso asombro de su amigo que el marido no pudo sospechar nada. Lo invitó a salir de la habitación, le dijo que desde aquella mañana su mujer estaba muy turbada, en un estado de alteración extraña, nerviosa; lo acompañó hasta la puerta, pidiéndole perdón si lo despedía por aquel incidente imprevisto y doloroso, y volvió corriendo a la habitación de su mujer.
La encontró en la cama, reanimada, acurrucada como una fiera, con los ojos brillantes; temblaba, como si tuviera frío, con movimientos violentos, convulsos.
Apenas él se le acercó, hosco, para preguntarle acerca de lo que había ocurrido, ella lo rechazó con ambos brazos y, entre dientes, con voluptuosidad lacerante, le lanzó a la cara la confesión de la traición. Decía, con una sonrisa histriónica, malvada, estremeciéndose y abriendo las manos:
—¡En sueños!… ¡En sueños!…
Y no le ahorró ningún detalle. El beso en los labios… la caricia en el seno… Con la pérfida certeza de que él, aunque sentía —como ella— que aquella traición era real y, así, irrevocable e irreparable, porque había sido consumada y saboreada hasta el final, no podía culparla. Su cuerpo —él podía golpearlo, lacerarlo— estaba aquí y había sido de otro, en la inconsciencia del sueño. Para aquel hombre la traición no existía, pero había sido y permanecía aquí, en su cuerpo que había gozado, real.
¿De quién era la culpa? ¿Y qué podía hacerle su marido?

Andrés Caicedo - "Felices amistades"

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Novelista, cuentista, dramaturgo, guionista de cine y ensayista colombiano. Fiel exponente del realismo social, fue enemigo del realismo mágico. Alberto Fuguet, admirador y estudioso de su obra, lo calificó como "el primer enemigo de Macondo". Los narradores de Caicedo son casi siempre adolescentes y comparten la misma aversión al mundo adulto del autor. En sus cuentos está su oscuridad, sus vidas alucinadas, su sexualidad confusa, su existencia en los márgenes, sus brutales estrategias para huir del sufrimiento.
Este cuento fue escrito en 1969.

A decir verdad yo nunca he matado gente, mi Graciela es la que se encarga de eso. La señora García pensaba todo lo contrario, pero en ese caso era problema suyo ¿no? Lo cierto es que la que hace los trabajitos es Graciela, claro que yo la ayudo en ciertos aspectos, detalles que hacen que cuando ella mate pues que mate bien, allí se acabó todo, y nosotros podemos seguir caminando tranquilos y felices por las calles de Cali. Por eso es que los trabajos son obra de los dos, aunque, lo repito, la que mata es Graciela. Anoche en la fiesta se me perdió de vista porque como que estaba muy interesada con ese italiano de lo más pinta que le llegó a Cecilia. Ella no ha podido explicarle bien a nadie por qué el tipo está en su casa. Balbucea algo acerca de un intercambio, pero lo que dice todo el mundo es que sabía que había intercambios con gringos, pero nada de italianos. Y a esa objeción Cecilia se queda callada, a lo mejor hasta sonriendo. Cuando Graciela se me perdió me puse a preguntarle a todo el mundo si la habían visto, y hasta la señora García me dijo que la había visto con el italiano. La busqué por toda la casa pero no apareció. Ya tarde, cuando estaba sacando el carro fue cuando la vi: venía cogida de la mano con el italiano y riéndose como niña de once años. Yo le dije hola y ella me dijo hola y el italiano dijo sesepi y quiso seguir con ella para adentro, pero Graciela dijo que no, que se tenía que ir porque yo me iba. Entonces el italiano le soltó la mano diciendo metibonito y sonrió con esa cara angelical suya y se entró a la fiesta de nuevo. Tuvimos que esperar a la buena de la señora García que tuvo que desembarazarse del actor Ochoa quien ya la estaba invitando a su apartamento y todo eso, y cuando ella se montó en el carro estaba más bonita que nunca. Yo le pregunté después a Graciela que qué había querido decir el italiano con esa vaina de metibonito, pero ella no me contestó: nada más alzó los hombros y se dedicó a mirar las rayas blancas de la carretera. La señora García estaba estrenando perfume, y de vez en cuando nos miraba a los dos con esa sonrisa suya y nos mandaba besitos con la punta de los dedos.
Figúrense si mi ayuda habrá servido para algo: por ejemplo, cuando matamos al señor Bernal, yo tuve que pararme tres horas en la puerta de su casa para no dejar entrar a nadie, pensando qué diablos estará haciendo esa mujer carajo, porque tres horas al lado de una puerta son tres horas, y sobre todo en una ciudad como Cali. Pues tuve que despachar a un muchacho que traía un vestido para el señor Bernal, y a otro que venía a cobrar la cuenta de la droguería. Graciela me contó después que el señor Bernal era en extremo tímido, de allí el motivo de la tardanza, pero que eso no se volvía a repetir, así me lo prometió, y todo arreglado. Sí, porque tres horas de espera ante una puerta es para volver loco a cualquiera. Sobre todo que yo había quedado de llevar a cine a Angelita, y ese día se me armó todo un lío por la tardanza y no valió nada que yo le explicara que había tenido que esperar tres horas en la puerta del señor Bernal. Bueno, y hablando del señor Bernal, yo opino todo lo contrario de Graciela; para mí era un perfecto y divertidísimo cínico, pero si ella fue la que lo mató debe tener razón en cuanto a que era tímido, ¿no?
En nosotros todo ha funcionado bien desde que nos conocidos. El que ella se encargara de matar a la gente mientras yo solucionaba los asuntos colaterales surgió entre los dos como un pacto repentino, sin necesidad de hablar. A ella le gusta su ocasión y a mí la mía, eso es lo importante, que estemos a gusto con lo que hacemos, que nos agrade caminar juntos y pararnos cara al cielo debajo de la lluvia y no perdernos una sola fiesta y reír mucho e ir a cine de vez en cuando. Pero sobre todo, ser amigos de la señora García, porque con ella siempre andamos por los grilles de jóvenes y cuando hay una pelea ella es la primera que hace apuestas, y al que gane se lo lleva para su casa y allá le enseña todo lo que sabe y nos llama al otro día bien temprano para contarnos todo.
Bueno, Graciela volvió a salir con el italiano ese. Ayer estábamos cerca del estadio comiendo conos cuando frenó al lado de nosotros en el carro de Cecilia y nos gritó ¡picuestiba machu! y Graciela pegó un berrido de felicidad al verlo y corrió a su carro como si yo no importara para nada, pero de aquí no me muevo, dije yo, vamos a ver quién gana, y sí señor, allí mismo me crucé de brazos hasta que ella me preguntó qué hubo hombre, no te vas a subir o qué Mterino cuyo cuyo, estaba diciendo ahora el italiano, y yo le respondí ajá, comé mierda, te digo que comás mierda italiano marica ¿esto sí lo entendés? Yo hablo en caleño, italiano, y diciendo eso comencé a subirme al carro, italiano mierda es lo que debés comer, y no me había dado cuenta que el tipo se estaba poniendo verde desde hace mucho rato y cuando acabé de sentarme el hombre gritó ¡pequé ceccipe tautaro pecas! y se tiró a agarrarme de la camisa y yo estaba con la boca abierta de lo más azarado porque no tenía ni idea quel italiano entendiera caleño y ya me iba a estampar una trompada en la cara cuando intervino la maravillosa Graciela: le dio un beso en la mejilla y con eso el hombre se fue calmando, pero todavía seguía diciendo milano milana quesigato y yo lo que hacía era mirar a Graciela para que me tradujera lo que el tipo estaba hablando, pero ella como que se había olvidado de mí desde hace tiempos, lo único que hacía era devorárselo con los ojos. Después, cuando estábamos por la Plaza de Caicedo, el italiano volteó a verme y me dio unas palmaditas en el hombro, no es ni mala persona el tipo.
Por la tarde, Graciela llamó a Cecilia para ver qué era lo que íbamos a hacer, pero Cecilia tenía gripa de Hong Kong, de modo que hubo que llamar a María Fernanda para que le hiciera pareja al italiano. Porque ni modo de contar con la señora García, ella amanece emberrinchada uno que otro día, y por más que se le ruega, nada. Cogimos hasta Potrerito y el italiano estaba muy contento y todo mirando vacas y árboles de guayaba, y a cada rato le daba besos a María Fernanda que nos miraba como agradeciéndonos. María Fernanda es una muchacha pelinegra de ojos verdes y algo estúpida, pero de muy buenos sentimientos. La conocimos dos días después de que Graciela mató a su tío, el señor Luján. A decir verdad no le hicimos ningún mal a María Fernanda porque la muerte del señor Luján le dejó un lote en Ciudad Jardín. Y cuando no tenemos nada que hacer nos vamos para allá a construir una piscina. Cuando le propusimos hacer aquello al italiano, el hombre respondió yeca teterí y de buena gana nos fue a dar una manito. Como lo ven, ya estamos haciendo buenas migas.
Cuando la señora García no quiere jugar con nosotros y nos aburrimos, recordamos la vez aquella, un 24 de diciembre a las once de la noche, en la que matamos al niño Eduardo Sanclemente Díez. Si algo es cierto acerca de Graciela es que cuando hay una buena oportunidad, no pierde tiro: no fue sino verlo y acariciarle la cabeza para resolver hacer el trabajito, pero para que todo saliera como siempre, a la perfección, yo tuve que acostarme con su mamá, doña Marta Díez de Sanclemente, una vieja de cuarenta años no muy mala del todo, con las arrugas apenas recién saliditas. Y ella contándome cuentos de su difunto marido quen paz descanse mientras Graciela trabajando al niño y yo doña Marta cuénteme más de su marido ¿no? Y doña Marta dejemos de hablar ya del señor ese, ¿tenemos que seguirnos viendo no? Y yo claro ni siquiera se pregunta doña Marta. El niño Eduardo Sanclemente Díez tenía una nariz pequeñita y una boca que jamás la cerraba completamente, como listo a preguntar algo. Nosotros seguimos visitando a doña Marta de vez en cuando pero por cortesía nada más, naturalmente. Claro que cuando recordamos a la señora García podemos divertirnos más, pero es que es penoso hacerlo. Entonces simplemente me contento con mirar el bello rostro de Graciela, pasarle mis dedos por sus ojos y decirle al oído que nadie puede separarnos, decirle eso para que ella sonría, feliz, y me aprete la mano y me repita una vez más que tuvo que matar a Angelita porque ya se estaba metiendo demasiado conmigo, y yo le digo que no me tiene por qué pedir disculpas, que la vida es así y que si ella lo hizo pues está bien hecho. No sabemos, palabra que no sabemos desde hace cuánto es que estamos andando juntos, pero es maravilloso sentirnos así de próximos, saber que podemos tocarnos con sólo estirar las manos. Angelita tenía una cara pálida y como suplicante: la señora García la quería mucho, decía que era la mujer más encantadora que había conocido en su vida, y cada vez que me decía eso me ponía en un aprieto, palabra que sí, porque yo la quería ¿no? Pero a decir verdad me estaba incomodando un poco, ya no podía asistir con absoluta libertad a los lugares que Graciela me señalaba cuando iba a matar a alguien. Por ejemplo, cuando lo del bombero, llegué tan retrasado que ya el tipo estaba boca arriba en la mesa de billar, mientras Graciela me esperaba fumando pacientemente. Las cosas no pueden seguir así hermanito, me dijo, y allí mismo pensó en matar a Angelita, pero jamás me lo comunicó, hizo el trabajo sola, y eso es precisamente lo que no me acaba de gustar de todo esto. Una vez que ya todo estaba arreglado, cuando Angelita se perdería para siempre de las calles de nuestra ciudad, fue cuando me avisó.
Ni modo, pensé yo, no hay nada que hacer. Y no se habló más del asunto, estábamos invitados a tomar café con leche y a matar a la señora García.
Cecilia ya se mejoró, y como que está de muchos amores con el italiano, así que la pobrecita de María Fernanda ha quedado desplazada. Ayer por la noche estuve por allí andando con el tipo, nos conseguimos dos muchachas por la Avenida de las Américas, ya llegando a la Fuente de los Bomberos, pero no se pudo hacer nada porque resultaron bastante ariscas, entonces el italiano se puso hecho un cuete y las sacó a patadas del carro gritándoles vejiga vejiga bretonato, ñop, io deco tirume: pesito. Así que al fin de cuentas, y como a las cuatro de la mañana estábamos con las manos vacías. Yo le dije que lo mejor que podíamos hacer era despertar a Graciela y a Cecilia, qué carajo, para eso las tenemos.
¡Tenemí, tenemí! Gritó el italiano y arrancamos para la casa de Cecilia, quien me contó que el actor Ochoa había venido a preguntarle por la señora García. Después fuimos por Graciela y le dije que el actor Ochoa había estado preguntando por la señora García, de modo que no hay que descuidarse. Apenas le dije eso, a Graciela se le salieron dos lagrimones del tamaño de Cali. Es que recordarla a ella es lo más triste que le puede pasar a uno.
El italiano se va dentro de cuatro días, de modo que hay que ir pensando en algo para despedirlo. Sé que Cecilia no lo quiere demostrar, pero está triste, y eso que ni hablar de María Fernanda, pero Graciela, tenemos que decirles que no se metan en camisa de once varas, que en Cali hay infinidad de tipos que darían todo por acostarse con ellas, que aprendan a tomar de la vida lo único que se pueda, porque si no, qué se va a poner a hacer uno cuando llegue a viejo.
Señoras y señores, cuando Graciela se ríe se le forman dos hoyitos a lado y lado de la boca y los ojos como que le cambian de color. Su pelo es ceniza y le cae más abajo de los hombros. Ayer acabamos de construir la piscina de María Fernanda y todos fuimos a bañarnos en homenaje a la señora García y a Graciela le dio por matar al italiano. Se bailó mucho y María Fernanda nos presentó a Roberto Adams, como los chicles jaja, y el tipo nos cayó muy bien a todos según la encuesta que hicimos entre los invitados. Así estamos más o menos organizados, señora García, fíjese que el italiano gritó metisca ateme y se hundió de una, ya ve, y usted diciendo que las cosas eran al revés, le repito que yo no mato gente, que Gracielita es la que se encarga de eso. Hombre, ese Roberto Adams es un muchacho simpático, se ve que María Fernanda se ha puesto a seguir mis instrucciones, cómo le parece.

Erskine Caldwell - "El frío invierno"

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Este cuento (The cold winter) pertenece al volumen Kneel to the Rising Sun and other stories publicado en 1935.
La versión es la de Rebeca Bouvier.



Después de una semana en la ciudad, había cogido la costumbre de regresar temprano a la habitación que había alquilado y yacía despierto bajo la cálida manta.
En la calle, cuando caía la noche, hacía mucho frío. Normalmente soplaba un viento fresco y húmedo procedente del río, y desde las tierras altas descendía, hora tras hora, el crudo y helado invierno de febrero. Incluso los hombres que llevaban abrigo corrían por las calles heladas con las cabezas agachadas combatiendo el frío y dándose prisa por llegar a sus caldeados hogares.
En la habitación sin calefacción que había alquilado hacía frío, pero bajo el calor de la manta era como estar entre los brazos de una muchacha.
Al tercer día de esa semana ya me había acostumbrado a vivir en una casa sin calefacción. Al principio no podía dormir. Pero esa tercera noche me saqué los zapatos en cuando llegué a la habitación y me metí en la cama de inmediato. Durante las cinco o seis horas siguientes yací despierto, caliente bajo las mantas, mientras en los cristales de la ventana se formaba lentamente la escarcha creando diseños precisos y frágiles de fría belleza.
En el vestíbulo podía oír a la gente ir de una habitación a otra, dándose prisa por el frío pasillo y haciendo crujir los tablones contraídos del suelo bajo sus pies.
Al cabo de un rato noté un aire caliente que circulaba a través de las grietas de la pared. En la habitación contigua, a mi derecha, vivían una mujer joven y su hija pequeña. El calor de la calefacción que ellas disfrutaban escapaba hacia mi habitación. Pude oler a chamuscado y al gas que quemaba en su estufa. Entonces permanecí echado, escuchando sus movimientos en la habitación, mientras en mi memoria se fundía lentamente la imagen que tenía formada de ellas. Hacia medianoche caí dormido, recordando solo que en la habitación de al lado la mujer se movía con ligereza y que la niña hablaba a su madre bajito y cariñosamente.
Después de esa noche empecé a regresar a casa más temprano para taparme con la cálida manta y permanecer despierto en la oscuridad escuchando todo lo que pasaba en la habitación contigua. La joven madre preparaba la cena para ella y su hija y luego las dos se sentaban en una pequeña mesa junto a la ventana y comían despacio, riendo y hablando. La pequeña debía de tener unos ocho años y su madre parecía apenas mayor cuando las dos reían y hablaban.
El frío de mi cuarto sin calefacción ya no era tan difícil de soportar como antes de que las conociera.
Al final de la segunda semana sabía qué aspecto tenían a pesar de no haber visto a ninguna de las dos. A través de la delgada pared de yeso podía oír todo lo que decían y hacían y seguí el movimiento de sus manos y las expresiones de sus caras segundo a segundo, hora a hora. La joven no trabajaba. Permanecía en la habitación la mayor parte del día. Solo salía por la mañana para el trayecto de media hora de camino a la escuela de la niña, y de nuevo por la tarde para traerla de vuelta. El resto del día se quedaba en la habitación, sentada junto a la ventana, mirando el tejado de zinc pintado de rojo al otro lado de la calle, esperando a que llegara la tarde para poder ir a buscar a su hija a la escuela.
En la casa había muchas otras personas. Las habitaciones de las tres plantas del edificio estaban alquiladas a hombres y mujeres que iban y venían a todas horas. Algunos trabajaban durante el día, algunos durante la noche, y muchos ni tan solo tenían trabajo. Pero a pesar de que había tanta gente en la casa, ninguno se acercó a mi puerta, y nadie fue nunca a la puerta de la mujer de al lado. A veces se oían los pasos pesados de un hombre que bajaba apresuradamente al vestíbulo. Entonces la joven mujer se levantaba de un salto de la silla junto a la ventana y corría desesperada hacia la puerta. Se apoyaba contra ella, con los dedos sosteniendo la llave en la cerradura y escuchando el ruido de pasos del hombre. Después de que hubiera pasado de largo, ella regresaba a la silla y se sentaba de nuevo para mirar el tejado de zinc pintado de rojo al otro lado de la calle.
A mitad de febrero el frío se hizo más intenso, pero yo permanecía caliente bajo la manta y seguía escuchando los sonidos que me llegaban a través de la delgada pared de yeso.
Hasta que no fui consciente de que la mujer corría a la puerta cada vez que oía los pasos del hombre, no me di cuenta de que algo iba a pasar. No sabía lo que pasaría, ni cuándo, pero todas las mañanas, antes de dejar mi habitación, esperaba atento durante unos minutos para oír si ella estaba junto a la puerta o sentada junto a la ventana. Cuando regresaba por la noche, apoyaba la oreja contra la fría pared para escuchar.
Esa noche, tras haber escuchado durante casi media hora, supe que algo estaba a punto de ocurrir, y por primera vez en mi vida, mientras estaba de pie temblando de frío, tuve deseos de ser el padre de una criatura. No me detuve a encender la luz, sino que me eché en la cama sin tan siquiera sacarme los zapatos. Estuve tensamente despierto en la cama escuchando los movimientos del otro lado de la pared. La mujer se movía con rapidez y nerviosismo, su cara estaba pálida y demacrada. Puso la niña a dormir tan pronto hubieron cenado y, sin decir palabra, la joven se dirigió a la silla junto a la ventana a esperar. Durante mucho rato permaneció en silencio, sin tan siquiera mecerse. Yo había levantado la cabeza de la almohada y el cuello se me había quedado rígido y frío del esfuerzo de mantenerlo en horizontal sin soporte alguno.
Eran las once cuando oí un ruido en la habitación de al lado. Durante las tres horas que había permanecido despierto en la cama, la mujer no se había movido de su silla. Pero a las once se levantó, se bebió un vaso de agua y le puso otra manta a la niña. Cuando terminó, se dirigió hacia la silla y entonces la llevó junto a la puerta y se sentó. Se sentó y esperó. Antes de que hubiera pasado una hora un hombre llegó por el vestíbulo caminando pesadamente sobre los tablones contraídos del suelo. Los dos lo oímos venir y los dos nos levantamos de un salto. Corrí a la pared y pegué la oreja contra el frío yeso y esperé. La joven se apoyó contra la puerta con los dedos agarrando la llave y escuchó conteniendo la respiración.
Tras estar de pie durante varios minutos, noté que el frío de la habitación me había atrofiado las manos y los pies. Al calor de la manta había olvidado el frío que hacía y la sangre había circulado por todo mi cuerpo mientras esperaba tenso y escuchaba los sonidos en el edificio. Pero al estar de pie en la habitación sin calefacción, con la cara y la oreja pegadas a la fría pared de yeso, temblaba como si estuviera enfermo.
El hombre llegó a la habitación contigua a la mía y se detuvo. Podía oír a la mujer temblar y cómo su respiración hacía que su cuerpo se agitara. Cada segundo que pasaba esperaba oír sus gritos.
Él dio un golpe en la puerta y esperó. Ella no abrió. Él giró el pomo de la puerta y lo sacudió. Ella se apoyó con todas sus fuerzas contra la puerta y mantenía la llave en su sitio con dedos de acero.
—Sé que estás ahí, Eloise —dijo lentamente—, abre la puerta y déjame entrar.
Ella no respondió. A través de la delgada pared podía oír la presión que su cuerpo ejercía sobre la frágil puerta.
—Voy a entrar —dijo él.
Apenas había terminado de hablar cuando se oyó un repentino empujón que reventó la cerradura de la puerta y lo lanzo hacia dentro. Incluso entonces los labios de ella no pronunciaron una palabra. Ella corrió hacia la cama y se tiró encima, abrazando desesperadamente a la niña que había estado durmiendo profundamente.
—No he venido a discutir contigo —dijo el hombre—. He venido a acabar con este lío. Levántate de la cama.
Entonces, por primera vez esa noche, oí la voz de la joven mujer. Se había levantado de un salto y estaba frente a él. Apreté la cara y la oreja contra la fría pared de yeso blanco y esperé.
—Es tan tuya como mía. No me la puedes quitar.
—Tú me la quitaste ¿no es así? Bien. Ahora me toca a mí. Soy su padre.
—¡Henry! —rogó ella—. Henry, por favor, no lo hagas.
—Cállate —dijo él.
El hombre se dirigió a la cama y cogió a la niña en brazos.
—Henry, te mataré si la sacas de esta habitación —dijo ella lentamente—. Lo digo en serio, Henry.
Él caminó con la niña hacia la puerta y se detuvo. No estaba excitado y su respiración no era audible a través de la delgada pared. Pero la mujer estaba frenética. Mis manos y mis pies estaban entumecidos por el frío y no podía mover los músculos de mis labios. La mujer no lloraba, pero a través de la pared de yeso podía oír su respiración y podía notar los movimientos rápidos de su cuerpo.
Él se dio la vuelta.
—¿Qué vas a hacer? —dijo.
—Te mataré, Henry.
Hubo un momento de total silencio. Él estaba junto a la puerta, con la niña en sus brazos despertando lentamente. Esperó. Cada segundo parecía durar una hora.
—No, no lo harás —dijo al cabo de un rato—. Yo me anticiparé a ti, Eloise.
A través de la delgada pared de yeso pude oír cómo deslizaba suavemente la mano en el bolsillo de su abrigo y la sacaba después. Podía oír todo lo que iba a suceder.
Cuando él apuntó la pistola hacia ella, la mujer chilló. El hombre esperó a que dejara de gritar y entonces apretó el gatillo sin apuntar con precisión, pero no obstante cerrando un ojo como si estuviera mirándola a través de la mira.
El eco de la explosión ahogó el sonido de los pasos acelerados del hombre por el pasillo y el crujido de la madera bajo sus pies.
Pasaron varios minutos antes de que cesara el zumbido en mis oídos y para entonces ya se oía a la gente corriendo por toda la casa, de arriba abajo, abriendo las puertas de las habitaciones con calefacción y de las que no tenían, y corriendo hacia nosotros, hacia la segunda planta.
Durante mucho tiempo permanecí apoyado contra la pared de yeso blanco, temblando porque yo, el padre, había permitido sin protestar que se llevaran a la niña, temblando porque tenía frío en la habitación sin calefacción.