Jean Toomer - "Esther"

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Cuentista, poeta y dramaturgo estadounidense. Fue una de las figuras más importantes del Renacimiento de Harlem.
Este cuento pertenece a Caña, publicado en 1923, un texto experimental compuesto por estampas sobre la vida de los negros en Estados Unidos. Aunque a veces es calificada como novela, la obra está formada por cuentos, poemas y un texto a medio camino entre la narración y la obra teatral.
La versión es la de Maribel Cruzado Soria.

1
Nueve
El pelo de Esther cae en suaves rizos sobre el rostro de pómulos altos, blanco como la tiza. El pelo de Esther sería bonito si tuviera más brillo. Y si la cara no fuera tan prematuramente seria, se podría decir que es guapa. Tiene las mejillas demasiado planas y marchitas para una chica de nueve años. Esther, almidonada y adornada con puntillas, parece una niñita blanca mientras camina lentamente desde su casa hasta la tienda de comestibles de su padre. Viene por Maple Street y está a punto de torcer en Broad. Los blancos y negros que holgazanean en la esquina no muestran interés en ella. Entonces sucede algo extraño. Un negro musculoso, magnífico, de piel muy oscura, a quien ella había escuchado a su padre llamar King Barlo, se deja caer bruscamente de rodillas en un sitio llamado la Escupidera. Los blancos, ignorándolo, siguen lanzando el jugo del tabaco en su dirección. El azafranado fluido le salpica la cara. Su cara negra y lisa comienza a relucir y brillar. Pronto, la gente se fija en él y se congrega alrededor. Los ojos de Barlo miran extasiados al cielo. Le tiemblan los labios y aletas de la nariz. Barlo está en un trance religioso. La gente del pueblo lo sabe. No se sorprende. No tiene miedo. Se congrega alrededor. Algunos piden cajas en las tiendas de comestibles. En la mercería del viejo McGregor. Hasta se dispone un féretro para su uso. La gente del pueblo ocupa los bordillos. Los comerciantes cierran las tiendas. Y Banker Warply aparca su coche cerca. En silencio, todos esperan escuchar la voz del profeta. El sheriff un gran tipo rubicundo, cuyas polainas jamás permanecen ajustadas a sus rotundas pantorrillas, toma juramento a tres ayudantes. «Bueno, nunca se sabe en qué anda metido un nigger como King Barlo». A todo el que quiere beber le pasan botellas de soda colmadas de whisky barato. Un par de perros callejeros empieza a pelear. La vaca del viejo Goodlow deambula por la calle. Barlo, todavía en posición de faquir hindú, no se ha movido. La campana del pueblo da las seis. El sol se desliza detrás de la densa masa de nubes del horizonte. La muchedumbre se mantiene callada y expectante. La mandíbula de Barlo se relaja, y sus labios comienzan a moverse.
—Jesús me ha estado susurrando muy hondo unas palabras raras. Ahí, muy hondo, en lo más hondo de los oídos.
Murmullos de asombro y excitación.
—Me llamó a su lado y me dijo: «Arrodíllate junto a mí, hijo, que voy a susurrarte algo al oído». Una vieja gritó:
—Alabado sea el Señor.
—«Voy a susurrarte algo al oído», me dice, y yo replico: «Se hará tu voluntad así en la tierra como en el cielo».
—Oh, Señor. Amén. Amén.
—Y Jesús nuestro Señor me susurró unas palabras muy raras y bonitas en lo más hondo, hondo de mis oídos. Y me dijo: «Háblales hasta que sientas la garganta echando fuego». Y tuve una visión. Vi a un hombre que se me aparecía; era grande, negro y poderoso... —alguien grita: «Predica, predicador, predica»—... pero su cabeza quedó atrapada en las nubes. Y mientras él miraba fijamente a los cielos, con el corazón lleno del Señor, unas viejitas, como hormiguitas blancas, fueron y le ataron los pies a unas cadenas. Lo llevaron a la costa, lo llevaron hasta el mar, le hicieron cruzar el océano sin darle la libertad. Nadie lo echaba allá en falta, ni era un hombre libre aquí, pero dejó todo, hermano, para crearte a ti y a mí. Oh, Señor, oh Dios Todopoderoso, para crearte a ti y a mí.
Barlo hace una pausa. Unas madres ancianas y encanecidas están llorando. Se escuchan fragmentos de melodías. Los blancos se sienten conmovidos y curiosamente sobrecogidos. En un grupo aparte, los predicadores blancos y negros deliberan sobre cómo librarse de ese vagabundo usurpador. Barlo parece esforzarse en continuar. La gente permanece callada. Se puede oír hasta a los gorgojos trabajar. La tarde cae con rapidez y las habituales luces de las tiendas no arrojan su débil resplandor sobre el polvo desvaído y gris de este pueblo de Georgia. Barlo se levanta todo lo alto que es. Inmenso. Para la gente, él representa la imagen del africano soñado. Con voz poderosa brama:
«Hermanos y hermanas, volved vuestros rostros hacia el dulce rostro del Señor, y llenad vuestros corazones de gloria. Abrid los ojos y ved la naciente luz de la mañana. Abrid vuestros oídos...».
Años después, a Esther le dijeron que en ese momento exactamente se escuchó el retumbar de una voz grandiosa, profunda y atronadora. Que huestes de ángeles y demonios desfilaron arriba y abajo por las calles durante toda la noche. Que King Barlo abandonó el pueblo a horcajadas de un toro negro como el carbón y con un refulgente arete de oro en el hocico. Y que cuando el viejo Limp Underwood, que odiaba a los negros, se despertó a la mañana siguiente se dio cuenta de que tenía a un negro entre sus brazos. Pero esto sí que es cierto: que una negra iluminada, con gran fama de santa, dibujó el retrato de una virgen negra sobre el muro del juzgado. Y que King Barlo dejó la ciudad. Su imagen permaneció indeleble en la mente de Esther. Se convirtió en el punto de partida de los únicos modelos de vida que su espíritu llegaría a conocer.

2
Dieciséis
Esther empieza a soñar. El bajo sol poniente hace llamear los escaparates de la mercería de McGregor. Esther cree que de verdad están en llamas. El coche del cuerpo de bomberos se precipita enloquecido por la carretera. Aparta sin contemplaciones a blancos y negros ociosos. Ulula. Resuena estruendosamente. Los bomberos rescatan de un segundo piso a un bebé con hoyuelos que ella reclama como suyo. ¿Cómo había llegado hasta ella? Piensa que de manera inmaculada. Es un pecado pensar en una concepción inmaculada. No debe soñar más. Se debe arrepentir de su pecado. Le viene otro sueño. No hay cuerpo de bomberos. No hay hombres heroicos. Comienza el fuego. Los gandules de la esquina forman un círculo, mastican su tabaco más rápido y lanzan el jugo tan rápido como lo mascan. Lanzan litros y más litros sobre las llamas. El aire apesta con el hedor del jugo de tabaco chamuscado. Negras gordas y fornidas, y blancas flacas y escuálidas se levantan la falda por encima de la cabeza y muestran una ropa interior de lo más absurda. Las mujeres se largan de la zona peligrosa en todas direcciones. Solo ella permanece para coger al bebé en brazos. ¡Pero qué bebé! Negro, chamuscado, lanudo, un bebé de jugo de tabaco, feo como un pecado. Pero una vez que se lo pone en el pecho, ocurre algo milagroso: la respiración del bebé es dulce y sus labios saben succionar. Ella lo quiere con delirio. Su gozo transforma los insultos de la gente del pueblo en celos inofensivos, y la dejan tranquila.

Veintidós
Esther ya no va a la escuela. Trabaja detrás del mostrador de la tienda de comestibles de su padre. «Para que el dinero se quede en la familia», dice él. Esther aprende a distinguir entre el mundo de los negocios y el social. «Si se quiere que los negocios marchen, Esther, hay que recordar que los blancos no hacen distinción entre los negros. Sé tan negra como cualquier hombre que tenga un dólar de plata». Esther, indiferente, olvida que es casi blanca y que su padre es el hombre de color más rico de la ciudad. Los negros del pueblo que pasan por la tienda para comprarle manteca de cerdo y rapé y harina, dicen de ella que es una chica dulce y servicial. Ella aprende sus nombres. Luego los olvida. Piensa en hombres. «No les atraigo, me pregunto por qué». Se acuerda de una aventura que tuvo con un chico rubito cuando estaba en la escuela. Terminó, para su vergüenza, cuando él le dijo que, para dulzura, prefería una piruleta. También recuerda al vendedor del Norte que quiso llevarla al cine la primera noche que pasó en la ciudad. Por supuesto, ella se negó. Y él, al enterarse de quién era ella, no regresó nunca. Esther piensa en Barlo. La imagen de Barlo le produce una emoción ligeramente insípida. La sazona contándose a sí misma sus glorias. Negro. Magnéticamente Negro. El mejor recolector de algodón de la comarca, del Estado, de todo el mundo, en realidad. El mejor hombre con los puños, con los dados, con una navaja. Organizador de obras benéficas para la iglesia. De ferias para gente de color. Un predicador ambulante. Amante de todas las mujeres en kilómetros y kilómetros a la redonda. Esther decide que está enamorada de él. Y con la vaga sensación de que la vida se le escapa, toma la determinación de que la próxima vez que él vaya al pueblo se lo hará saber, diga lo que diga la gente. Después de tomar esta resolución, que se conviene en una especie de tarta de boda que mete bajo la almohada y sobre la que duerme, no sabe nada más de Barlo durante cinco años. El pelo de Esther se vuelve más fino. Parece como una seda sin brillo sobre raquíticas mazorcas de maíz. Su cara empalidece hasta alcanzar el color del polvo gris que baila con las hojas muertas del algodón.

3
Esther a los veintisiete
Esther vende en la tienda manteca de cerdo y rapé y harina a los imprecisos rostros negros que lo piden. Sus ojos apenas ven a las personas a las que entrega el cambio. Su cuerpo flaco está agotado. Se apoya con desgana contra el mostrador, demasiado fatigada para sentarse. Desde la calle alguien grita: «King Barlo ha regresado al pueblo». Él pasa delante de su ventana conduciendo un coche nuevo. A escape libre. Gira en la curva y se baja. Barlo ha hecho dinero con el algodón durante la guerra. Es tan rico como el que más. Esther se anima de repente. Sale a la puerta. Lo ve a distancia, es el centro de un grupo de hombres crédulos. Oye el rumor grave de su charla. El sol se desplaza lentamente. Los escaparates de McGregor están de nuevo en llamas. Llamas tenues. Pasa una chica blanca vestida a la moda. Por un momento, Esther desea haber sido como ella. No blanca, a ella no le hace falta eso; pero sí vivaz, deportiva, segura de sí misma. Ese deseo está vinculado a Barlo. No debe tener deseos. Los deseos solo sirven para intranquilizarte. El vacío aumenta cuando te emocionas. «No pensaré. No desearé. Voy a mantener mi mente firme para que resista». Entonces le asalta el pensamiento de que esos hombres indolentes, irresolutos, se adueñarán de él si ella no lo hace. Su resolución no ha muerto, ahora se da cuenta. Esa noche, mujeres de vida alegre pondrán sus brazos alrededor de Barlo en el local de Nat Bowle. Como si sus venas estuvieran llenas de chozas sureñas descoloridas por el sol, fueron barridas por un calor súbito. Los sueños marchitos y un propósito olvidado se avivan por las llamas. Llamas tenues. «No se van a quedar con él. Ah, no, de ninguna manera. No consentiré que se queden con él. Tendrán que pasar por encima de mi cadáver». Bruscamente, con el corazón acelerado, cierra la tienda y se dirige a casa. Los gandules que descansan apoyados sobre el alféizar de los escaparates de las tiendas se preguntan, cuando pasa a su lado, qué demonios le ocurrirá a la chica de Jim Crane. «Ahora que lo pienso, yo creo que siempre estuvo un poco ida, un poco chiflada». Esther se refugia en su habitación y la cierra con llave. Su mente es una bolsa de malla rosa llena con deditos de pie de bebé.


Aprovechando el ruido del reloj del pueblo al dar las doce para tapar el chirrido de su partida, Esther se escabulle por la carretera silenciosa. El pueblo, sus padres, casi todo el mundo está profundamente dormido. Esta circunstancia es tranquilizadora y la conforta. Tras el anochecer un viento frío había llegado del oeste. Todavía sopla, pero para ella es algo inalterable, estable como el frío. Mí quiere que sea su mente. Sólida, contenida y en blanco, como una capa de hielo oscurecido. No se permitirá reparar en el peculiar brillo fosforescente de las hojas del liquidámbar. Su movimiento la perturbaría. Como también sería perturbador el repliegue de los sombríos hogares familiares que tan bien conoce. No, no los conoce en absoluto. Cierra los ojos y los mantiene cerrados firmemente. No sirve de nada. La conciencia de que los tiene cerrados le recuerda su propósito. No quiere pensar en ello. Los abre. Ahora entra en la desierta calle comercial. Las marquesinas de hierro corrugado y los postes mordisqueados por mulas y caballos le infunden una rara serenidad. Los fantasmas de los lugares que frecuenta en su vida cotidiana avanzan con ella y se convierten en sus compañeros. El eco de sus talones sobre el empedrado es rítmicamente monótono y tranquilizador. Al cruzar la calle en la esquina de la mercería de McGregor, cree que los escaparates son una llama a punto de apagarse. Es solo una fantasía. Apresura el paso. Luego corre. Al torcer por una calle lateral, se encuentra de repente en el local de Nat Bowle. La casa es muy baja y oscura. Siempre está oscura. Barlo está dentro. Despacio, Esther abre la puerta exterior y entra. Atraviesa un cuarto pequeño. Se detiene delante de unas escaleras por las que desciende el sonido apagado de unas voces. El aire está cargado de humo de tabaco fresco. Le hace sentirse mal. Quiere marcharse de allí. Sube los peldaños. Como si estuviera escalando una montaña de gran altura, la cabeza le da vueltas. Sufre un violento mareo. De repente ve todo negro. Y luego descubre que está en una habitación grande. Barlo está frente a ella.
—Maldita sea, perdona, pero ¿qué te trae por aquí, blancuchilla?
—Tú —su voz suena como la de una niña asustada que llama a casa desde algún lugar remoto.
—¿Yo?
—Sí, tú, Barlo.
—Este no es un sitio para ti. Este no es un sitio para ti.
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero he venido a buscarte.
—¿A buscarme para qué?
Ella consigue mirarlo profunda y directamente a los ojos. Él es lento de entendederas. Por toda la habitación estallan risitas y carcajadas. La voz ronca de una mujer comenta:
—Vaya cómo se las gastan las negritas con humos —risas—. Aunque hay que echarle valor para tanto descaro.
Esther no la oye. Barlo, sí. Se ha espabilado. Ella ve cómo una sonrisa, fea y repulsiva a sus ojos, consigue abrirse paso a través del espeso vaho de alcohol. Barlo le parece repugnante. De repente, le viene a la cabeza el pensamiento de que concebir un hijo con un hombre borracho debe de ser un pecado tremendo. Aturdida, se aparta de él. Da vueltas como una sonámbula y camina muy tiesa hacia las escaleras. Baja. Risotadas y abucheos llueven despiadadamente su espalda. Sale. No hay aire, no hay calle, y el pueblo ha desaparecido por completo.

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