Poeta inglés. Está considerado como el principal referente y el más importante de los "poetas de la guerra", el grupo de poetas que participaron en la Primera Guerra Mundial como soldados y que cambiaron la forma en que la poesía describía la vida de los combatientes (los héroes al estilo de Tennyson desaparecieron).
Su poesía recoge las mismas preocupaciones que el resto del grupo: el horror del frente, la violencia innecesaria y el absurdo del enfrentamiento. Owen pasa muy pronto de la simple observación y descripción de la violencia a una meditación en tono filosófico de la misma. Técnicamente es el introductor de un nuevo elemento, la para-rhyme (media rima) que va a ser usado abundantemente por poetas posteriores y también experimenta en asonancia y disonancia.
Curiosamente, pese a ser ahora considerado el más importante autor del grupo, a diferencia de Siegfried Sassoon y Rupert Brooke, que tuvieron un éxito casi inmediato, Owen no fue reconocido hasta la edición de E. Blunden (The Poems of Wilfred Owen) de 1931 (aunque Sassoon ya había hecho una edición de sus poemas en 1920).
Extraño encuentro
Imaginaba haber salido del combate
por un profundo túnel, excavado hace tiempo
en la roca por mano de titanes.
Pero también allí gemían, apiñados
durmientes, cuyo sueño temía importunar.
Luego, al hablarle, uno se puso en pie: miraba
hacia mí fijamente, con ojos compasivos
y una mano que alzaba como en gesto de dádiva.
Por su sonrisa conocí aquel hosco lugar,
en su mueca de muerte supe que era el Infierno.
Un enorme dolor afligía a aquel rostro
pero no había sangre que filtrara la tierra,
ni estruendo de rifles, ni gemido de obuses.
«Amigo—dije—aquí no hay nada que llorar».
«Nada—respondió él—salvo el tiempo abolido
y la desesperanza. Cualquiera que fue tuya
fue también mía un día: busqué sin freno alguno
la hermosura mayor que en el mundo cupiera
y no está en unos ojos serenos, ni unas trenzas,
sino en algo que burla la huida de las horas
y no sana su herida nada que sea del mundo.
Porque por mi alegría han reído los hombres
y de mi oscuro llanto algo ha sobrevivido
y debe ahora morir: la verdad nunca dicha,
la pena de la guerra. Ahora a muchos hombres
contentará lo que nosotros malgastamos
o, tal vez, descontentos, lo verterán en vano.
Pasarán con la urgencia atroz de una tigresa.
Nadie romperá filas, aunque se retroceda.
Busqué siempre el dolor, pero encontré el misterio.
Busqué siempre el saber, pero encontré el dominio:
perder el paso de este mundo en retirada
a vanas fortalezas carentes de murallas.
Luego, cuando en la sangre se atascaran los tanques,
lavaría las ruedas con un agua muy dulce,
incluso con verdades demasiado profundas,
y daría a mi espíritu rienda suelta, sin freno
y sin herir a nadie, terminada la guerra.
Hay hombres que han sangrado sin tener ni una herida.
«Yo soy, amigo mío, aquel al que mataste.
Te conocí en lo oscuro, pues tenías el gesto
con el que ayer hundiste en mí tu bayoneta.
Intenté, sí, esquivarla, pero estaban heladas
y dormidas mis manos. Durmamos, pues, ahora...».
En el frío de las trincheras
Nos duele el cerebro. El viento helado del este nos acuchilla sin piedad...
Aunque agotados tenemos que estar despiertos porque la noche es silenciosa...
Llamaradas bajas, arqueadas, confunden nuestra memoria de la línea de batalla.
Preocupados por este silencio, los centinelas murmuran, nerviosos, espectantes,
pero nada sucede.
Vigilantes, oímos explosiones dementes golpeando la alambrada,
como si entre los pinchos hubiese hombres revolcándose de dolor.
Por el norte, retumba incesante la artillería,
a los lejos, como si fuese el rumor apagado de otra guerra.
¿Qué estamos haciendo aquí?
El amanecer se nos viene encima doloroso, miserable.
Sólo sabemos que la guerra es larga, que la lluvia cala, que las nubes se hunden estruendosamente.
El amanecer reúne por el este un ejército nostálgico
y ataca de nuevo con sus filas tiritantes de gris,
pero nada sucede.
El silencio se rompe por repentinas e interminables descargas,
aunque menos mortíferas que el aire que se estremece ennegrecido de nieve,
de unos copos que fluyen de lado, que se aquietan un momento, y vuelven a la carga;
los vemos sin rumbo, arriba y abajo, ante la indiferencia del viento,
pero nada sucede.
Los copos, pálidos, nos rozan el rostro a hurtadillas.
Nos acurrucamos en los hoyos, recordando sueños olvidados, buscando,
cegados por la nieve, trincheras más verdes.
Así nos quedamos adormilados con el sopor del sol,
como si un mirlo travieso nos cubriera de flores,
¿Es que estamos muriendo?
Nuestros espectros se arrastran lentamente hacia casa: entrevemos las chimeneas encendidas,
crujientes, como recubiertas de joyas rojo oscuro. Allí cantan los grillos.
Los ratones corretean durante horas a sus anchas: la casa es suya.
Las puertas y las ventanas están cerradas. Nos han cerrado las puertas.
Volvemos a nuestra agonía.
Puesto que creemos que no hay otra manera de que las dulces chimeneas ardan,
ni de que el sol sonría amplio a los niños, campos o frutos.
Nuestro amor teme por la invencible primavera de Dios;
así pues, sin odio, nos tumbamos aquí, para lo que nacimos,
porque el amor de Dios parece morirse.
Esta noche su helada nos aprisionará contra el fango,
ajará nuestras manos, arrugará nuestras crispadas frentes.
La cuadrilla de enterradores, apretando temblorosos picos y palas,
se detendrá sobre caras algo conocidas. Todos los ojos son de hielo,
pero nada sucede.
Morir por la patria no es dulce ni honroso
Doblados como viejos mendigos bajo bolsas,
chocando las rodillas y tosiendo como viejas, maldecimos a través del lodo
hasta darle la espalda a las condenadas bengalas
y empezar a arrastrarnos a un descanso remoto.
Los hombres marchaban dormidos. Muchos ya sin botas
cojeaban calzados de sangre. Todos patéticos, ciegos todos,
ebrios de cansancio, sordos incluso a los silbidos
de proyectiles decepcionados que caían más atrás.
¡Gas! ¡Gas! ¡De prisa, chicos! En un éxtasis de torpeza
nos calamos torpes cascos justo a tiempo;
pero alguno seguía pidiendo ayuda a gritos tropezando
indeciso como un hombre ardiendo en llamas o cal viva.
Borroso tras los vidrios empañados y a través de aquella verde luz espesa,
como hundido en un mar verde, lo vi ahogarse.
En todos mis sueños, ante mi vista indefensa,
se abalanza sobre mí, se atraganta, se ahoga, se apaga.
Si en algún sueño asfixiante también pudieras seguir a pie
la carreta donde lo arrojamos
y ver cómo retorcía los blancos ojos en la cara,
una cara colgante, como un diablo harto del pecado;
si pudieras oír, a cada tumbo, la sangre
vomitada por pulmones de espuma corrompidos,
obsceno como el cáncer, amargo como pus
se viles llagas incurables en lenguas inocentes,–
Amigo mío, no contarías con tanto entusiasmo
a los niños que arden ansiosos de gloria
Esa vieja mentira: Dulce et decorum
pro patria mori.