Lauro Olmo - "El segundo terrón"

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Poeta, novelista, cuentista y, sobre todo, dramaturgo gallego. Ha sido enmarcado dentro del "realismo social" y es uno de los más importantes autores teatrales españoles de la segunda mitad del s. XX. En sus obras estaba siempre presente la denuncia por lo que fueron muchas veces censuradas y prohibidas. En sus cuentos se muestra la realidad de la España del momento, con tristeza y pesimismo pero también con ternura y esperanza.
En palabras de Francisco Umbral:
"Olmo murió de asco. Sus comedias fueron muriendo de rechazo, de censura, de indiferencia, de vuelva usted mañana."
Este cuento pertenece al volumen "Doce cuentos y uno más" de 1956.

Yo me llamo Tomás, y el primer apellido de mi padre es García. Mi padre es alto y viste con mucha pulcritud. Económicamente no nos va mal. Don Tomás, mi padre, siempre tuvo tres ideas fijas y sobre ellas elaboró un sistema de frases que le han traído, sin grandes preocupaciones, a los cincuenta y cinco años. Mi padre, naturalmente, es un señor amable, correcto, que besa la mano con una gentileza extraordinaria y que sabe darle a su espinazo, cuando se dobla, la suficiente gracia para que las gentes rehuyan la posibilidad de un quebrantamiento.
Mi padre se casó bien.
Con una Ordóñez.
Yo, Tomás García y Ordóñez, confieso que mi madre, como mujer, quiero decir en su aspecto físico, no vale gran cosa. Es bajita, y a pesar de los esfuerzos realizados por conseguir cierta dignidad estética, sigue gorda, con sus carnes ya flácidas, decadentes ya. Mi madre, y sostengo firme y duramente lo que voy a decir, cometió una gran equivocación en su vida. Sólo una: casarse con don Tomás García. Porque los ojos de mi madre son honrados y miran con una gran sinceridad.
Pero cuando Luisita Ordóñez tenía veinte años, le hablaron de esta forma:
"¡Tú, para mí, eres alta, esbelta. Y en tus labios, tan cálidos, leo la promesa de mi felicidad! ¿Quieres casarte conmigo? Yo ..."
Y Luisita Ordóñez, harta de verse fea, creyó todo lo que Tomás García le dijo.
Mi padre pronto ocupó un alto cargo político. Y tampoco tardó mucho en ganarse la estimación de las gentes situadas. Siempre ha sido un hombre organizado, y no creo que exista alguien que pueda señalar una falta, un fallo en lo que hasta ahora ha hecho.
Sistemáticamente, don Tomás García, casado con una Ordóñez, es un ser perfecto.
Cumple como marido y yo, como hijo, no tengo nada que reprocharle. Mí madre y yo somos dos piezas que encajamos, exactas, en el sistema. De los éxitos de don Tomás García, quizá sea éste el más señalado.
Así opinaba Tomás García y Ordóñez, hijo de don Tomás García, o sea: yo, hasta hace exactamente dos horas y media. Porque hoy, estando sentados a la mesa mi padre, mi madre, y yo, ocurrió algo increíble. Algo que vino a desarticular la sistematización de todos nuestros actos.
Acababan de servirnos el café. Mi padre cogió un terrón de azúcar, y con mucho cuidado lo echó, suavemente, en su taza. Esta operación, como todas las suyas, le salió perfecta. Pero mi padre es un señor de dos terrones, y al ir a echar el segundo, éste se le escapó y cayó de golpe dentro del líquido. Entonces, y de modo repentino, mi padre exclamó:
-¡Coño!
Nos quedamos pálidos. Sobre la corbata de don Tomás García, casado con una Ordóñez, habían caído tres gotas: tres manchas de café. Pero esto no era nada comparado con la tremenda exclamación.
Mi padre se levantó, muy despacio, y en sus ojos se rompió la firmeza. Y un cansancio apareció de pronto, se apoderó de él, y le hizo viejo. Y nada importó ya que se le cayera la servilleta al suelo, y que cuando mi madre, con las primeras lágrimas en sus ojos, le preguntó que qué le pasaba, contestase desvaídamente:
-¡Déjarne en paz, mujer!
Nada importaba ya. El sistema había sido roto de un modo inesperado, brutal, necesario. El alambre, el prodigioso alambre que hasta las tres de la tarde del día diecisiete de octubre del año mil novecientos cincuenta y cinco sostuvo nuestra vida, se había quebrado, fatalmente, como se quiebran todas las cosas que el hombre crea al margen del corazón. Mi madre, una Ordóñez, descubrió esto demasiado tarde. Sólo Tomás García y Ordóñez, su hijo, o sea: yo, vislumbró de repente un mundo nuevo. Y ahora el vacío que se echó sobre mi padre, hace exactamente dos horas y media, me pesa y tiene a la sangre martilleando violentamente mi corazón. Esta pobre víscera mía que se me ha llenado de cosas, de humildes deseos.
Porque cuando don Tomás García, Subsecretario del Ministerio X, aquel hombre alto y que vestía con tanta pulcritud, se levantó, repentinamente cansado, exactamente a las tres de la tarde del día de hoy, y subió las escaleras que conducían a sus habitaciones, yo, Tomás García y Ordóñez, o sea: su hijo, intuí la detonación que poco después acababa con su vida.
Y no miento si, con toda sinceridad, os aseguro que estas lágrimas que me van cayendo, son lágrimas liberadoras.
Lo único que de verdad me duele, es el fracaso de mi madre: una Ordóñez.

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