Novelista, cuentista, dramaturga y ensayista (además de activista antiapartheid) surafricana. En su obra tiene un papel importante siempre la situación social y política surafricanas. En sus primeras obras, sobre todo sus primeras colecciones de cuentos, se narra la vida cotidiana de la clase media blanca analizando las tensiones que el racismo del apartheid conlleva. También suele tener un papel importante en sus historias la clase media blanca liberal, ese grupo (al que ella pertenece) formado por miembros de la raza dominante pero que está obligada a vivir en una situación con la que no está de acuerdo.
Fue premio Booker en 1974 y Nobel en 1991.
Este cuento pertence al volumen "Dos metros de tierra" (o "Seis pies de tierra" dependiendo de la traducción -Six Feet of the Country-) de 1956.
No sé quién es el traductor de esta versión
Mi esposa y yo no somos auténticos granjeros, y Lerice aún menos que yo, desde luego. Está nuestra finca a tres leguas de Johannesburgo, junto a una de las carreteras principales, y la adquirimos con ánimo de introducir un cambio en nuestra vida, supongo. Hay mucho de desconcertante en un matrimonio como el nuestro. Cuando sondea uno un matrimonio, espera encontrar un profundo silencio de satisfacción. No es que la granja nos lo haya deparado, por supuesto, pero ha conseguido otras cosas inesperadas, ilógicas. Lerice, a quien había esperado ver encerrada en una melancolía a lo Chejov durante un par de meses, dejando después el campo libre a los criados mientras volvía al intento de obtener un papel de su agrado, a fin de llegar a ser la actriz con que siempre soñara, se ha enfrascado totalmente en el trabajo de administrar la finca, poniendo en ello la misma seriedad y vehemencia con que en otro tiempo se desvivía por interpretar los recovecos de la mente de un dramaturgo. Hace tiempo que yo hubiese dejado la granja de no haber sido por ella. Sus manos, antes menudas, suaves, bien cuidadas —no era de esas actrices que se pintan las uñas y llevan sortijas de brillantes—, son bastas ahora como los pulpejos callosos de un perro.
Como digo, yo sólo paso allí las noches y los fines de semana. Soy socio de una agencia de viajes de lujo, un negocio floreciente, pues no tiene más remedio que serlo, como digo a Lerice, para poder sostener la granja. Sin embargo, aunque sé que está fuera de mis posibilidades, y aunque el olor dulzón de las gallinas que cría Lerice me pone malo, de modo que procuro siempre no tropezarme con ellas, la granja tiene un no sé qué de hermoso que yo había prácticamente olvidado. Sobre todo los domingos por la mañana cuando me levanto y voy a los corrales, y no veo las palmeras, ni los viveros, ni las pajareras de piedra artificial del extrarradio urbano, sino los patos blancos en el estanque, el campo de alfalfa reluciente como ordenado por un escaparatista, y el toro pequeño y rechoncho de ojos atravesados, rijoso pero aburrido, dejándose lamer cariñosamente la cara por una de sus concubinas. Lerice sale despeinada. Trae en la mano un palo del que gotea desinfectante para el ganado. Se detiene y parece ensimismada por un momento, como si estuviera representando una de sus comedias. «Se juntarán mañana», dice. «Ya llevan dos días. Fíjate cómo le quiere a mi pequeño Napoleón.» De forma que cuando viene gente a vernos el domingo por la tarde, no es raro que yo mismo me sorprenda diciendo a quien sea, mientras preparo las copas: «Cuando vuelvo a casa todos los días desde la ciudad, al pasar por esos bloques de casas de las afueras, me pregunto cómo demonios hemos podido aguantar el vivir allí... ¿Queréis echar un vistazo a esto?» Y entonces me llevo a una guapa muchacha y a su joven esposo a trompicones hasta la orilla del río, la chica enganchándose las medias en las cañas de maíz y sorteando boñigas de vaca rumorosas de moscas verdes como esmeraldas, mientras dice: «...las tensiones de la maldita ciudad. ¡Y tú además estás cerca, si un día quieres ir al cine o al teatro! ¡Qué estupendo! ¡Tienes las dos cosas!»
Y yo por un momento acepto el triunfo como si de veras hubiese logrado ese imposible por el que llevo luchando toda mí vida; precisamente como si la verdad estuviera en lograr esas «dos cosas», en lugar de contentarse no con la una o con la otra, sino con una tercera, por cuya consecución no hubiera dado paso alguno.
Pero hasta en nuestros ratos de mayor desapasionamiento, cuando los entusiasmos agrícolas de Lerice me parecen tan insoportables como en otro tiempo sus afanes histriónicos, y ella ve en los que llama mis «celos» por su capacidad de entusiasmo una prueba tan grande como siempre de mi incapacidad de identificación con ella, creemos sinceramente que, en definitiva, hemos sabido sustraernos de veras a esas tensiones propias de la ciudad de que hablan nuestros visitantes. Cuando la gente de Johannesburgo habla de «tensión», no se refiere a los transeúntes apresurados en las calles populosas, a la lucha por el dinero o al carácter de competencia generalizada de la vida urbana. Alude al hecho de que los blancos hayan de dormir con las armas debajo de la almohada, y a las rejas que protegen sus ventanas contra los asaltos. Piensa en esos momentos insólitos que se dan en las calles de la ciudad cuando un negro no quiere ceder la acera a un blanco.
Pero en el campo, sólo a tres leguas de distancia, la vida es otra cosa. En el campo todavía queda el rescoldo de épocas anteriores; nuestras relaciones con los negros son casi feudales. Injustas, de acuerdo; anticuadas, pero más cómodas para todos. Aquí no tenemos ni rejas en las ventanas ni armas. Los gañanes de Lerice viven en la granja con sus esposas y sus críos. Destilan su cerveza ácida sin miedo a las batidas de la policía. Si vamos a decir, siempre nos hemos sentido bastante orgullosos de que los pobres diablos que viven con nosotros no tengan mucho que temer; Lerice hasta se interesa por los niños, con la competencia que puede suponerse en una mujer que no ha tenido hijos propios, y aun hace de médico de todos ellos —niños y adultos— y los cuida como a unos angelitos cuando se ponen malos.
Esta es la causa de que no nos sobresaltáramos demasiado cuando una noche del invierno pasado el mozo Albert vino a llamar a nuestra ventana mucho después de la hora de acostarnos. Yo no estaba en la cama, sino durmiendo en la pequeña pieza inmediata, antealcoba y ropero en una pieza, ya que me había disgustado con Lerice y estaba dispuesto a no dejarme ablandar sólo por el suave aroma de los polvos de talco sobre su piel, recién bañada. Vino ella y me despertó.
—Dice Albert que uno de los muchachos está muy enfermo —me dijo—. Más vale que vayas a ver, creo yo. No iban a despertarnos a estas horas si la cosa no tuviese importancia.
—¿Qué hora es?
—La que sea, ¿Qué más da? —Lerice es de una lógica exasperante.
Me levanté con aire desmañado, bajo sus ojos atentos (¿Por qué he de parecer siempre un necio cuando he desertado de su cama?).
De todos modos, por la forma en que procura siempre no mirarme cuando me habla en el desayuno al día siguiente sé que está herida y humillada por mis desatenciones; y salí, medio sonámbulo.
—¿De qué muchacho se trata? —pregunté a Albert por el camino, a la luz fluctuante de una antorcha.
—Está malo. Muy malo, baas —dijo por toda respuesta.
—¿Pero quién? ¿Franz? —Me acordé de Franz, que había tenido un fuerte catarro la semana anterior.
Albert no contestó; me había cedido la senda y caminaba a mi lado, entre las altas hierbas secas. La luz de la antorcha le dio de lleno en la cara, y observé que parecía profundamente turbado.
—¿Pero qué es lo que pasa? —inquirí.
El bajó la cabeza, rehuyendo la luz.
—No es cosa mía, baas. No sé. Me ha mandado Petrus.
Irritado, le hice apresurarse hacia las cabañas y allí, en el propio catre de Petrus (un armazón de hierro montado sobre soportes de ladrillos), vimos a un joven muerto. Aún brillaba en su frente un leve sudor frío, pero el cuerpo lo tenía caliente. Rodeábanle los muchachos en esa actitud que adoptan en la cocina cuando se descubre que alguien ha roto un plato: distantes, silenciosos. La mujer de uno de ellos se movía en la sombra, retorciéndose las manos bajo el delantal.
Hacía que no veía yo un hombre muerto desde la guerra. Aquel era completamente distinto. Y me sentí como los demás: extraño, inoportuno.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
La mujer se dio unos golpecitos en el pecho y meneó la cabeza, expresando así la angustia de no poder respirar.
Debía de haber muerto de pulmonía. Me volví hacia Petrus:
—¿Quién era este muchacho? ¿Qué hacía aquí? —La luz de una vela colocada en el piso reveló que Petrus estaba llorando. Salí, y él detrás.
Una vez fuera, en plena oscuridad, esperé a que hablase. Pero seguía encerrado en su mutismo.
—Vamos, Petrus, tienes que decirme quién era ese chico. ¿Era amigo tuyo?
—Es mi hermano, baas. Vino de Rhodesia a buscar trabajo.
La historia no dejó de sorprendernos, tanto a Lerice como a mí. El muchacho se había venido desde Rhodesia para buscar trabajo en Johannesburgo. Debió de coger frío de dormir a la intemperie durante el viaje, y había caído enfermo en la cabaña de su hermano Petrus, cuando llegó tres días atrás. Los demás no se habían atrevido a pedirnos ayuda, ya que ni siquiera teníamos idea de su presencia. A los indígenas rhodesianos les está prohibido entrar en La Unión, a no ser que dispongan de salvoconducto; el joven era un inmigrante ilegal. Sin duda nuestros muchachos habían conseguido arreglarlo todo con éxito en varias ocasiones anteriores; una buena serie de parientes debió de recorrer en su día los mil y pico kilómetros que van de la pobreza al paraíso de los trajes charros y baratos, de las batidas de la policía y de los barrios bajos negros que es su Egoli, su Ciudad de Oro: nombre bantú de Johannesburgo. Todo se reducía a tener escondido al hombre en nuestra granja hasta encontrar la oportunidad de emplearle con alguien que quisiera correr los riesgos de una denuncia por dar trabajo a un inmigrante ilegal, a cambio de los servicios de una persona no corrompida todavía por la urbe... De todos modos, aquel ya no volvería a levantarse.
—Podían habérnoslo dicho, por lo menos —comentó Lerice a la mañana siguiente—. Una vez que el muchacho se puso enfermo... ¿Cómo no nos avisaron...?
Cuando algo le llega al alma, tiene una forma de quedarse parada en mitad de la habitación como el que está a punto de salir de viaje, lanzando miradas escrutadoras a su alrededor y deteniéndose en los objetos más familiares como si los viese por vez primera. Pude advertir que en presencia de Petrus, en la cocina, esa misma mañana más temprano, había mostrado una actitud como de estar ofendida con él o poco menos, como si se sintiera lastimada en lo más vivo.
De todos modos yo, francamente, ya no tengo tiempo ni ganas de indagar en todos esos detalles de nuestra existencia que Lerice quisiera que indagáramos, según adivino en sus ojos alarmados y apremiantes. Ella es mujer a quien no importa parecer fea o estrambótica; y dudo que le importase aunque supiera lo rara que está cuando una viva perplejidad le desencaja las facciones.
—Supongo que ahora me tocará a mí pringar con todos los trámites —dije.
Ella continuaba mirándome fijo, escudriñándome con esos ojos suyos... Pero perdía el tiempo.
—Tengo que dar cuenta a las autoridades sanitarias —dije con calma—. No pueden enterrarlo por las buenas. Después de todo no sabemos de qué ha muerto.
Continuó inmóvil, sin decir palabra, como dándolo todo por perdido. Ni me veía ya, sencillamente. Creo que en mi vida me he sentido más irritado.
—Puede haber sido algo contagioso —aventuré—. Sabe Dios.
No obtuve respuesta.
No me seducen nada los monólogos. Así que salí y di voces a uno de los muchachos que abriese el garaje y tuviera listo el coche para mi viaje matinal a la ciudad.
Como me figuraba, todo se volvieron complicaciones. Tuve que avisar no sólo a las autoridades sanitarias, sino también a la policía, y responder a un montón de preguntas fastidiosas: ¿Cómo es que no sabía nada de la presencia del muchacho? Si no inspeccionaba los alojamientos de los nativos, ¿cómo sabía que tales cosas sucedían a menudo? Etcétera, etcétera. Cuando me harté y les dije que mientras que mis nativos hicieran su trabajo no consideraba derecho ni asunto mío el meter las narices en sus vidas privadas, recibí del grosero y estólido policía una de esas miradas que no dimanan de un proceso intelectivo del cerebro, sino de aquella facultad tan generalizada entre cuantos viven fanatizados por la teoría de la raza superior: Una mirada llena de insensato y necio convencimiento. Me sonrió con una mezcla de desdén y regocijo por mi estupidez.
Después tuve que explicar a Petrus por qué las autoridades sanitarias tenían que llevarse el cadáver para la práctica de la autopsia, y también en qué consistía la autopsia. Cuando telefoneé al Departamento de Sanidad unos días más tarde para saber el resultado, me dijeron que la causa de la muerte fue, como habíamos supuesto, la pulmonía, y que habían procedido al traslado del cadáver. Fui entonces a ver a Petrus, que estaba preparando el pienso para las gallinas, y le dije que todo estaba arreglado y que no habría complicaciones; su hermano había muerto de un mal en el pecho. Petrus dejó en el suelo la lata y preguntó: —¿Cuándo podremos ir por él, baas?
—¿Ir por él?
—Sí; ¿Querría usted preguntar cuándo tenemos que ir?
Entré en la casa y me puse a llamar a Lerice por todas partes. Andaba en el piso de arriba, por los cuartos de huéspedes, y cuando bajó le dije: —¿Y ahora qué hago? Cuando se lo he contado a Petrus, se ha limitado a preguntarme tranquilamente que cuándo pueden ir a recoger el cadáver. Creen que van a poder enterrarlo por su cuenta.
—Vaya, hombre; pues vuelve y explícaselo —dijo Lerice—. Tienes que explicárselo. ¿Por qué no se lo has explicado?
Volví para hablar con Petrus, que me escuchó cortésmente.
—Mira, Petrus —le dije—. No puedes ir a recoger a tu hermano. Ya lo han enterrado ellos; lo han enterrado, ¿Entiendes?
—¿Dónde? —preguntó lenta, obtusamente, cual si pensara que quizá no había entendido bien.
—Verás, tu hermano era extranjero. Ellos sabían que no era de aquí; lo que no sabían es que tuviese familia en el país, de modo que creyeron su deber enterrarlo. —Era difícil, a un entierro de beneficencia, darle visos de privilegio.
—Por favor, baas, tiene usted que pedírselo. —Pero no quería decir con aquello que necesitaba saber dónde estaba enterrado el difunto. Ignoraba por completo la incomprensible maquinaria que, según le expliqué, se había puesto en marcha sobre su hermano muerto; lo único que él quería era que le devolviesen a su hermano.
—Pero, Petrus —le dije—, ¿Qué puedo hacer yo? Tu hermano ya está enterrado. No puedo ir a reclamarlo ahora.
—¡Oh, baas! —exclamó. Permaneció inmóvil, las manos sucias de salvado caídas fláccidamente a ambos costados, con una contracción nerviosa en la comisura de los labios.
—¡Pero por Dios bendito, Petrus, si no me van a hacer caso! Y aunque quisieran, no tienen atribuciones. Lo siento, pero no puede ser. ¿Comprendes?
El seguía mirándome, persuadido de que los hombres blancos lo tienen todo, lo pueden todo; si no lo hacen, es porque no quieren.
Más tarde, durante la cena, atacó Lerice.
—Por lo menos podrías telefonear.
—Pero ¿quién crees que soy yo? ¿Es que esperas que devuelva la vida al muerto?
No había manera humana de sustraerme a la ridícula responsabilidad que habían cargado sobre mis hombros.
—Telefonéales —insistió ella—. En último extremo siempre podrás decirle que has puesto todo de tu parte y te han explicado que es imposible.
Después del café, Lerice se fue para la cocina. Al rato volvió y me dijo:
—El padre viene de Rhodesia para asistir al entierro. Ha conseguido un salvoconducto y ya está en camino.
Desgraciadamente, no era imposible conseguir la devolución del cadáver. Las autoridades dijeron que la cosa era un tanto irregular, pero teniendo en cuenta que se habían cumplido debidamente todos los requisitos higiénicos, no podían negar su permiso a la exhumación. Calculé que con los derechos de la funeraria vendría a costar todo unas veinte libras. Bueno, pensé, ya está solucionado. Petrus gana cinco libras al mes. ¿Cómo va a disponer de veinte? Y aunque las tenga, poco puede hacer con ellas en favor del muerto. Y desde luego yo no voy a ofrecérselas. Hubiese gastado veinte libras —o cualquier otra cantidad razonable para el caso— sin refunfuñar demasiado en médicos o medicinas que pudieran haber valido al muchacho cuando aún vivía. Una vez muerto, no tenía la menor intención de animar a Petrus para que tirase por la ventana como si tal cosa más de lo que gastaba en vestir a su familia en un año.
Cuando se lo participé en la cocina, esa misma noche, dijo él:
—¿Veinte libras?
—Sí, exactamente, veinte libras —repetí yo.
Por un momento, viendo la cara que ponía, creí que estaba haciendo cálculos. Pero cuando habló de nuevo, pensé que debía habérmelo figurado.
—¡De modo que hay que pagar veinte libras! —dijo con esa voz abstraída con que se habla de algo tan inasequible que ni siquiera se molesta uno en pensarlo.
—Como lo oyes, Petrus —repuse, y me volví al cuarto de estar.
A la mañana siguiente, antes de marchar a la ciudad, Petrus dijo que quería verme.
—Por favor, baas —titubeó, alargándome un fajo de billetes con visible embarazo. Están tan poco acostumbrados a dar, en lugar de recibir, que no aciertan a entregar dinero a un hombre blanco. Pero allí estaban las veinte libras, en billetes de una y de media, algunos arrugados y doblados, pringosos como harapos sucios, otros suaves y bastante nuevos: el dinero de Franz, supongo, y el de Albert, y el de Dora la cocinera, y el de Jacob el jardinero, y Dios sabe de cuántos más de todas las granjas y pequeñas haciendas del contorno. Aquello, más que sorprenderme, me irritó, produciéndome un verdadero desasosiego el despilfarro y la inutilidad de tal sacrificio en gentes tan pobres. Como los pobres de todas partes, pensé, que se privan de todo en la vida con tal de que no les falten los lujos de la muerte. Algo incomprensible para personas como Lerice y yo, convencidos de que la vida debe vivirse con prodigalidad, y si en algún momento pensamos en la muerte, la consideramos la bancarrota definitiva.
Los criados no trabajan los sábados por la tarde, de modo que era un buen día para el entierro. Petrus y su padre nos habían pedido prestados los borricos y el carro para traer el ataúd de la ciudad, donde, según dijo Petrus a Lerice a su regreso, todo había ido «de maravilla»: el féretro les estaba esperando, ya cerrado para que no sufrieran una visión sin duda bastante desagradable, al cabo de las dos semanas transcurridas desde la inhumación. (Pues dos semanas habían tardado las autoridades y la funeraria en ultimar los preparativos para el traslado del cadáver.) Toda la mañana permaneció el féretro en la cabaña de Petrus en espera del viaje hacia el pequeño cementerio situado junto a la linde oriental de nuestra granja, reliquia de los tiempos en que esto era un verdadero distrito agrícola más que una elegante finca campestre. Fue pura casualidad que yo estuviese abajo, junto a la cerca, cuando pasó el cortejo; Lerice había vuelto a olvidar la promesa que me tiene hecha de no volver la casa inhabitable los sábados por la tarde. Cuando llegué de la ciudad me la encontré con unos pantalones viejos y mugrientos, y sin peinar desde la noche anterior, después de haber raspado todo el barniz del suelo del cuarto de estar, sin más ni más. De modo que, todo furioso, agarré un palo de golf y salí a practicar un poco. Con el disgusto, me había olvidado por completo del entierro, y no me acordé hasta que vi venir el cortejo hacia mí por el sendero que bordea la cerca; desde donde yo estaba se veían las sepulturas con toda claridad, y ese día precisamente reverberaba el sol en diversos fragmentos de cacharros rotos, una cruz casera desvencijada y varios tarros renegridos llenos de agua de lluvia y flores secas.
Pasé mi poco de apuro, sin decidirme ni a seguir pegando a mi pelota de golf ni a suspender el juego, al menos mientras no se hubiese alejado lo suficiente la comitiva fúnebre. El carretón crujía y rechinaba a cada vuelta de las ruedas, avanzando con una marcha lenta y renqueante que se avenía bien con la pinta de los dos pollinos que lo arrastraban, despeluzadas por el roce las pequeñas panzas peludas, hundidas las cabezas entre las varas y amusgadas las orejas con aire de sumisión y encogimiento; todo a tono también con el grupo de hombres y mujeres que lentamente los seguían. El paciente asno. Creo que, observándolo, se comprende la razón de que este animal llegara a ser un símbolo bíblico. Mientras tanto, el cortejo llegó a mi altura y se paró, y yo tuve que dejar mi palo de golf. Sacaron el ataúd del carro —era de madera reluciente, barnizado de amarillo como los muebles baratos— y los asnos comenzaron a espantarse las moscas con las orejas. Petrus, Franz, Albert y el anciano padre llegado de Rhodesia cogieron el ataúd en hombros, y el cortejo siguió su camino a pie. Fue un momento de veras peliagudo. Yo me mantenía junto a la cerca como embobado, en absoluta inmovilidad; y muy despacio, sin mirar, pasaron los cuatro hombres doblados bajo el peso del féretro de madera barnizada, y detrás, rezagados, los demás asistentes al duelo. Todos ellos eran criados de la casa, o de las haciendas vecinas, a quienes conocía por haberlos visto de charla con los nuestros en el campo o en la cocina. Se oía el resuello del anciano.
Me acababa de agachar para recoger mi palo de golf cuando sobrevino una especie de conmoción en el fluir ponderado y solemne del cortejo; la sentí de inmediato, como una oleada de calor en el aire, o como una de esas corrientes frías que nota uno en las piernas cuando se baña en un raudal apacible. La voz del viejo murmuraba no sé qué; la gente se había parado, confundida; se empujaban unos a otros, quiénes pugnando por seguir adelante, quiénes siseándoles que no se movieran. Vi muy bien que estaban todos desconcertados, pero no podían desoír aquella voz; así las palabras oscuras de un profeta, aunque incomprensibles al principio, cautivan siempre el ánimo. El lado del ataúd que le tocaba cargar al viejo habíase vencido por una punta; como si el hombre quisiera deshacerse de la carga. Petrus le reconvenía.
El chiquillo que había quedado al cuidado de los asnos soltó los ramales y corrió a mirar. No sé por qué —como no fuera por la misma razón que la gente se agolpa en torno al que se ha desmayado en el cine—, pero es el caso que separé los alambres de la cerca y me llegué hacia el grupo.
Petrus levantó los ojos hacia mí —creo que hacia cualquiera que se hubiese acercado— con angustia y horror. El anciano de Rhodesia había soltado por completo el ataúd, y los otros tres, incapaces de sujetarlo ellos solos, lo depositaron en el suelo, en la misma senda. Una fina capa de polvo empañaba ya tenuemente su brillante superficie. No entendía yo lo que el anciano decía, y tampoco me decidía a intervenir. Pero todo el grupo bullicioso aguardaba expectante a que rompiera el silencio. El propio anciano se me acercó y me interpeló directamente, diciendo algo que no comprendí, pero debía de ser sorprendente y extraordinario, a juzgar por el tono en que eran pronunciadas las palabras.
—¿Qué pasa, Petrus? ¿Qué sucede? —inquirí.
Petrus extendió las manos, dio unas cuantas cabezadas histéricas, y luego, de pronto, alzó la vista y me miró.
—Pues dice: «Mi hijo no pesaba tanto».
Silencio. Hacíaseme perceptible el jadeo del anciano, que tenía la boca entreabierta como suelen los viejos.
—Mi hijo era joven y delgado —explicó al fin en inglés.
Volvió a reinar el silencio. Luego prosiguieron los murmullos. El viejo despotricaba contra todo el mundo; sus dientes eran pocos y amarillos, y lucía uno de esos magníficos bigotes grises, poblados y caídos, que no se ven ya mucho en estos días, y que se había dejado crecer en recuerdo de los primeros fundadores del Imperio. Parecía revestir todas sus expresiones de una especial solemnidad, quizá sólo por ser el símbolo de la tradicional prudencia de los años —idea tan terriblemente arraigada que todavía entraña algo pavoroso, de más allá de la razón. Consiguió conmover a todos; pensaron si estaría mal de la cabeza, pero no tuvieron más remedio que escucharle. Con sus propias manos, comenzó a tantear la tapa de la caja, pretendiendo levantarla, y tres hombres se adelantaron a ayudarle. Entonces se sentó en el suelo, y allí fue de verle, tan viejo, tan débil, que no acertaba ni a hablar, limitándose a levantar su mano temblorosa hacia lo que tenía delante. Renunciaba. Se lo dejaba a los demás. Ya no tenía fuerzas.
Todos se agolparon para mirar (y yo también), y todos olvidaron la índole de la sorpresa y la ocasión de pesadumbre en que se originaba, y por unos instantes sintiéronse transportados por la grata estupefacción de la sorpresa misma. Todos gesticulaban y se excitaban ruidosa y animadamente. Aún tuve tiempo de observar al chico que se había hecho cargo de los asnos saltando en todas direcciones, casi llorando de rabia, porque las espaldas de los mayores le impedían disfrutar del espectáculo.
En el ataúd yacía un sujeto al que nadie había visto jamás: Un indígena de constitución robusta y piel bastante clara, con el costurón de una cicatriz bien marcado en su frente: Reliquia quizá del golpe recibido en una pelea en la que hubiera sufrido también otras heridas de efectos más graves y tardíos, causa probable de su muerte.
Una semana me pasé discutiendo con las autoridades a propósito del cadáver. Tuve la impresión de que estaban consternados —es lo menos que se puede decir— por su propio error; mas con la confusión que aquel muerto anónimo representaba no acertaban a poner las cosas en claro. «Estamos haciendo lo posible por encontrarlo», me aseguraban, y «Continuamos indagando». Parecía como si en el momento menos pensado fueran a llevarme al depósito y a decirme: «¡Vamos!, levante las sábanas; a ver si encuentra al hermano del encargado de su gallinero. Hay tantas caras negras... ¿No será uno de estos?»
Y todas las tardes, al volver a casa, Petrus me estaba esperando en la cocina.
—Continúan buscando. No lo han olvidado. El baas está pendiente de tu asunto, Petrus —le decía.
—Diablos, el tiempo que debía estar en la oficina me lo paso dando vueltas por la ciudad, investigando el asunto —confesé a Lerice cierta noche, en un aparte.
Ni Petrus ni ella apartaban de mí los ojos mientras les hablaba, y cosa extraña, en esos momentos los veía exactamente iguales, por imposible que parezca: Mi esposa con su frente despejada y blanca y su talle delgado de mujer inglesa, y el mozo del gallinero con los curtidos pies descalzos asomándole de los pantalones caqui, que llevaba amarrados con cuerdas bajo las rodillas, y el peculiar tufo a sudor que brotaba abundante de su piel.
—¿Y por qué tan indignado y tan resuelto ahora? —me preguntó Lerice de repente.
Clavé los ojos en ella.
—Es cuestión de principios. ¿Por qué se han de salir siempre con la suya? Ya es hora de que estos funcionarios den con alguien que les obligue a moverse.
—¡Vaya, hombre! —exclamó.
Y cuando Petrus, en vista de que la conversación no era ya de su incumbencia, abrió despacito la puerta para marcharse, ella se largó también.
Continué sosteniendo las esperanzas de Petrus, una tarde tras otra, pero a pesar de decirle siempre lo mismo, y con la misma voz, la verdad es que sonaba cada día más débil. Al final se hizo evidente que jamás conseguiríamos encontrar al hermano de Petrus, ya que nadie sabía en realidad dónde estaba. Quizá en algún cementerio uniforme como el plano de un edificio, con un número equivocado, o acaso en la Facultad de Medicina, reducido laboriosamente a secciones de músculo y tiras de nervio. Dios sabe. Un ser sin identidad alguna en el mundo.
Fue entonces cuando, con voz avergonzada, me pidió Petrus que consiguiese la devolución del dinero.
—Por la manera de decirlo parece como si estuviera robando a su hermano muerto —comenté con Lerice más tarde. Pero como ya he dicho, Lerice había tomado el asunto tan a pecho que no era capaz de apreciar ni un asomo de ironía.
Intenté que me devolvieran el dinero; Lerice también. Ambos telefoneamos, y escribimos, y discutimos; pero no conseguimos nada. Al parecer el gasto más importante había sido el de la funeraria, que al fin y al cabo había hecho su trabajo. Total, que fue como haber tirado el dinero: un dispendio para los pobres diablos aún mayor de lo que yo imaginara.
El viejo rhodesiano venía a tener aproximadamente la talla del padre de Lerice, de modo que le regaló un traje usado de su padre, y el infeliz volvió a su casa mucho mejor, por ser invierno, de como había venido.
This entry was posted
on 20 marzo 2013
at 20:55
and is filed under
cuento,
gordimer
. You can follow any responses to this entry through the
comments feed
.