Novelista, cuentista y ensayista estadounidense. Es una de las figuras de referencia del mundillo artístico neoyorkino de finales del siglo XX. Aunque ella huye de etiquetas, sea la de tradicional o la de experimental, sus obras son poco clásicas, le gustan las historias fragmentadas (este cuento es un buen ejemplo), las historias complejas con diferentes posibilidades en las interpretaciones con el fin de experimentar con el lenguaje en todas sus variantes. Su faceta ensayística se centra en las artes audiovisuales (pintura, cine, televisón, música, ...). Tiene una interesante colección de cuentos, This is not it, que aúna sus dos facetas ya que cada cuento es la respuesta a una obra determinada de algún artista contemporaneo de la escena neoyorkina.
Aquí puede leerse una interesante entrevista que le hace una de las grandes cuentistas estadounidenses de las últimas décadas, Lydia Davis.
La versión del cuento es la de A. Erenhaus y Susana Rodríguez Vida.
El ataúd no llegó a abrirse. El alma, recitó ella para sí, escoge su propia compañía... Por el pasillo de la iglesia ya retiraban, sobre ruedecillas, el féretro de madera oscura. Al pasar junto a ella se detuvieron un instante. El sacerdote dijo que su amigo se había preparado para ese día desde su bautismo, hacía treinta y dos años. Ahora regresaba junto a Dios. Ella rozó furtivamente el costado del ataúd antes de que prosiguieran pasillo abajo. En la calle, la gente se congregó frente a la iglesia. El ataúd desapareció dentro de una carroza gris. Ella pensó: ¿Adonde irá la carroza, adonde irá él? Otro amigo, conocido por su humor negro, susurró: «Elizabeth, él está más allá de todo esto». Ella sonrió y se encaminó con varios amigos al piso de la madre, donde todo el mundo bebía y nadie habló de la muerte. La madre mostró entereza aunque de vez en cuando Elizabeth la vio mirar al vacío con expresión indefensa y atemorizada; o quedarse absorta ante una foto de él cuando niño, un niño sano y alegre sin asomo de enfermedad, presente o futura. Ese pasado perfecto jamás permitiría una muerte como aquélla, pensó Elizabeth.
Era un verano tórrido, el verano del desfile de Nelson Mandela bajo una lluvia de serpentinas y papelitos. A Elizabeth le costaba despertarse. Tal vez debido al calor de la ciudad, cuyo eterno tufo notaba en las calles como una niebla plomiza. Dormía profundamente, como si estuviera drogada y le entregase sus noches a un traficante que lucraba con ellas durante días.
Estoy recorriendo una mansión en la que tengo pensado instalar una exposición de imágenes de mujeres en clínicas mentales. Durante el paseo, un hombre y una mujer que viven en el edificio se sienten atraídos por mí y me siguen. No comprendo su atracción, que es exagerada, casi obscena. El hombre me acosa. Los dos pelean por mí. Se supone que soy la causa de su riña, aunque en realidad ésta no tiene nada que ver conmigo. Intento huir de ellos, pero están desesperados y son rapaces. Dicen estar hambrientos de sexo y ahítos de soledad. La mujer me ruega: Por favor, ámame. Ámame. Te necesito. Sin ti, moriré.
Elizabeth siempre había tenido sueños muy vívidos. Solía escribirlos cada mañana, y llenaba una libreta tras otra. Cada nuevo año releía los sueños del año anterior. Era su diario, su auténtica biografía. Pero últimamente tenía sueños demasiado reales. Eran como películas que jamás habría filmado. Elizabeth se sentía invadida al dormir. Durante el día permanecía en su casa el mayor tiempo posible. Empezó a rechazar trabajos -Elizabeth era montadora de cine-, esperando poder pasar el verano con lo que había ahorrado durante el año. La mujer solitaria del sueño, pensó Elizabeth, se parecía a alguien que conocía.
Las calles estaban anegadas de descontentos e infelices, desdichadas criaturas que se desvivían por conseguir pociones contra el dolor o un poco de humo mareante. De pronto, bajo un sol intenso que irritaba toda clase de pieles, brotaban violentas discusiones sin que nadie lo esperara. Elizabeth evitaba los grupos de jóvenes ociosos en los zaguanes, cuyas apáticas expresiones debían de ocultar algo mucho peor de lo que ella podía imaginar. Evitó también a Debbie, otra vez en libertad a sus diecisiete años, con esos brazos de color café cubiertos de cicatrices y su rostro enjuto, especie de bandera de la nación oculta. Elizabeth se sentía demasiado blanca. Pasó de prisa junto a Benny, Prince y sus chicas, que nunca tenían nombre, y sin una palabra les dio algunas monedas. Compró leche y el New York Times. Fue directa a las necrológicas. Se preguntó si los buenos mueren jóvenes, o los jóvenes mueren buenos, o incluso si es bueno morir. Elizabeth leyó que Castro acusaba al presidente Bush de tener una «obsesión enfermiza» con Cuba. «Bush, dijo Castro, no puede olvidar a Cuba ni siquiera cuando duerme.»
Me encuentro en el campo. Estamos a principios del siglo pasado. Un tren llega hasta unas cabañas en la montaña en las que vive un grupo de gente. Podrían ser revolucionarios. Las mujeres esperan a los hombres, que se asoman desde los vagones. Pero están enfermos y no pueden caminar sin ayuda. Ahora estamos en el siglo XX. Veo a una mujer que se arroja por una ventana abierta. La sigue un hombre, que la llama. Estoy a punto de oír su nombre. Me esfuerzo por oírlo.
El teléfono sonó con estrépito en la habitación casi vacía, y se coló en el sueño. El sonido crispó a Elizabeth. ¿Eran revolucionarios cubanos? ¿Quién era la mujer que había saltado por la ventana? Dedujo que era ella y ocultó la cabeza bajo la almohada, hundiéndose más bajo las sábanas. Así deseaba Elizabeth que la enterraran de niña: con una sábana y una almohada, y los brazos bajo la colcha para que los malos espíritus no pudieran tirar de ella cuando ya estuviera muerta y arrastrarla cada vez más abajo, hasta el infierno. Le había rogado a su padre: papaíto, por favor enterradme con mi sábana y mi almohada. A pesar de tener sólo cinco años, la obsesionaba la muerte. Él la había tranquilizado como había podido. Le prometió que la enterrarían como pedía. Pero su padre estaba muerto. Junto a su retrato, Elizabeth colocó el de su amigo. El contestador automático grabó el mensaje pero ella no devolvió la llamada.
Su novio empezaba a cansarse de tanta melancolía. Pero en ese momento su falta de delicadeza era una clara señal de perversidad. Ella no podía hablar de ello con nadie. Él le dijo que la encontraba inconsolable. En cualquier caso, lo que pasara entre ellos carecía de importancia. ¿Y cómo explicar todo lo que había permitido que le hiciera? El sadismo de él no sólo reflejaba el masoquismo de ella sino que dejaba totalmente al descubierto su mundo interno, que a su vez era imagen del externo. Se preguntó si él no sería el diablo. Era demasiado apuesto. En el informativo de la tele anunciaron que una pandilla de chinos habían interrumpido el funeral de un vietnamita, miembro de Nacidos para Matar y asesinado a los veintiún años, y habían disparado sus ametralladoras contra los asistentes. Algunos de los asistentes habían devuelto los disparos.
Estoy criando gusanos. Su tamaño es cada vez mayor. Me doy cuenta de que son criaturas vivas y que si continúo alimentándolos no cesarán de multiplicarse y crecer. Aparece un hombre que canta. Los gusanos reptan dentro y fuera. Te comen las entrañas y las escupen luego. Quisiera reír pero comprendo que en cualquier momento puede ocurrir algo parecido. Grito. El hombre, decidió ella, le estaba diciendo que no todas las vidas son valiosas.
Los Mets estaban mejorando, aunque a costa de tantos jugadores nuevos que cada vez se sentía menos ligada a ellos. A su amigo muerto también le gustaban los Mets. A veces miraba un partido para él, como si pudiese servirle de médium. Elizabeth estaba segura de que su espíritu sobrevolaba cerca de ella, sobre todo en esas ocasiones. Pero no se lo dijo a su novio, que hablaba de cortar la relación. Esa noche dejó que la amordazara. De todos modos no tenía nada que decir, nada que valiera la pena al menos. Leyó que el Ku Klux Klan había desfilado en Palm Beach.
Soy una niña negra. Estoy en un autocar escolar conducido por un hombre blanco furioso. Está claro que es racista. Quizá quiera matarme. Intentamos cruzar el puente de Brooklyn. Pero lo están reconstruyendo. El autocar atraviesa el puente a toda velocidad, balanceándose peligrosamente. Temo que nos estrellemos. Temo no llegar nunca a la escuela.
El novio acabó rompiendo con ella. Ella no lo sintió en absoluto. Sus amigos trataron de consolarla pero ella sabía que no entendían. Una lámina de cristal la separaba de ellos. No contestaba sus llamadas. Miraba la tele y juntaba recortes de periódico. El hedor de las calles le producía náuseas y empezó a comer cada vez menos. Dejó de lavar los platos y usaba ropa sucia. Elizabeth daba la vuelta a su ropa interior para ponérsela dos veces y sabía que nadie se percataría. Su madre, mientras vivió, no había sido una de esas madres que dicen: «Usa siempre ropa interior limpia por si te atropella un autobús». Elizabeth no tenía previsto dejarse atropellar por un autobús; sabía, sin embargo, que la muerte puede sobrevenir en cualquier momento. En una tertulia oyó decir a un hombre en silla de ruedas que la diferencia entre salud y enfermedad era insignificante, que los enfermos saben que la enfermedad es sólo la otra cara de la salud. En el tórrido apartamento, un escalofrío la sacudió. Como si su piel fuese demasiado delgada para servirle de cubierta protectora.
Veo a mi amigo, que yace en cama, delgado y rígido. Se está muriendo. Muere ante mis ojos, y me siento impotente. Sé que está muerto y que, de alguna manera, no lo está. Se incorpora y camina. Su andar es siniestro y da la sensación de estar buscando a alguien o algo. Pero ¡si estás muerto!, le digo. Él sigue caminando y entonces veo que lleva consigo el cadáver de una mujer. Ella es aún más delgada que él y tiene poco pelo, fino y enmarañado. Él la arrastra a su lado. Mi amigo es como la parca. Pero tú estás muerto, vuelvo a decirle, y él extiende las manos hacia mí. No tiene reposo. No puede dormir. Debo ayudarlo. Corro en busca de su madre. Debo encontrarla para que deje morir a su hijo, para que le permita descansar. Llamo a una pesada puerta de madera pero nadie me oye.
En sus poco frecuentes paseos por el vecindario Elizabeth descubrió una mujer rubia de unos cincuenta años que cojeaba al andar y hablaba con acento alemán, y quedó fascinada por ella. Se la veía pobre pero digna. El perro de la mujer, gordo y viejo, hacía cuanto podía por mantenerse a la par de su renqueante dueña. Elizabeth empezó a seguirla porque pensaba que aquella mujer alemana, a la que bautizó como Ursula, atesoraba una respuesta. La dignidad y peculiaridad de la mujer la asombraban. Era un ejemplo de supervivencia a cualquier precio.
Cada tarde, a eso de las cinco, Ursula entraba en un bar del vecindario. La acompañaba su perro, que se tumbaba jadeante al pie del taburete. Los pies de Ursula no tocaban el suelo. Llevaba un jersey suelto, de algodón gris; la falda recta de lino, siempre limpia pero gastada, revelaba al subirse unos muslos bien desarrollados que la edad aún no había hecho del todo suyos. Elizabeth se sentó en la barra e intentó no mirarla demasiado. Deseaba escuchar las historias de la mujer sin hacerse notar. Pero la mujer hablaba poco y, cuando lo hacía, se dirigía en voz baja al barman o a otros clientes a los que dispensaba su atención. Elizabeth escribió sobre Ursula en la libreta reservada a los sueños.
Quería hacerse amiga de la mujer. Estaba obsesionada por la idea de trabar relación con ella y conocer sus secretos. Pero Elizabeth ya no podía relacionarse con la gente como antes. No se sentía del todo a solas desde que sabía que recibía mensajes en sus sueños que a nadie concernían salvo a ella. A pesar de sus treinta y dos años se sentía terriblemente vieja, como si su vida ya hubiese transcurrido. La mujer alemana, que era mucho mayor, no parecía necesitar amigos. Elizabeth jamás la había visto con nadie a excepción de su perro.
Ursula vagaba por las calles como si no buscase nada en especial. Daba la impresión de no faltarle nada. Compraba el periódico y se llevaba a su casa tazas desechables de café. Aunque la mujer hablara a veces con vecinos o dependientes, Elizabeth notaba que Ursula se mantenía a distancia de los demás.
Desde el otro lado de la calle la veía acercarse a su casa, girar la llave en la cerradura, abrir la puerta y, mirando hacia atrás para cerciorarse de que nadie la asaltaría, entrar. Con enorme paciencia, Ursula esperaba a que su perro gordo entrara tras ella. La puerta se cerraba de un portazo y Ursula desaparecía. Elizabeth podía imaginársela en su apartamento con el periódico en las manos, asomada a la ventana, mirando la tele. Decidió que Ursula había perdido todo temor a la vida o la muerte, no como ella, que últimamente temía las balas perdidas. Algunas ya habían segado la vida a varios niños pequeños que dormían en sus cochecitos o en sus camas, en la supuesta seguridad del hogar. Cada tarde, a las cinco, Elizabeth iba al bar. Esperaba a Ursula y pedía un escocés con soda, la misma bebida que Ursula. A Elizabeth le agradaba el bar: en ese ambiente anónimo nadie esperaba nada de ella y podía pasar horas y horas mirando la tele sin pronunciar una sola palabra. Luego acompañaba a casa a un viejo belicoso que le pagaba las copas y le toqueteaba los muslos. Elizabeth odiaba su olor y su cuerpo pero le tenía lástima. Cuando él se dormía, ella abandonaba la cama y se iba a su casa.
Estoy a punto de acostarme con un hombre muy joven. También podría ser viejo. Estamos en el dormitorio. Me siento muy excitada, pero temo que vaya a entrar alguien. Salgo a un pasillo oscuro. Mi madre, que ya ha muerto, está ahí de pie. El diáfano camisón negro apenas oculta su decrépito cuerpo. Está arrugada y esquelética. Y encorvada. Me grita, furiosa.
Elizabeth decidió abordar a la mujer alemana, iniciar una conversación con ella. Por la calle iba ensayando sus palabras. «Desde hace un tiempo me fijo en usted. Parece una persona sabia. Estoy segura de que su vida debe de haber sido muy interesante.» Los jóvenes que la atemorizaban le parecieron menos mortíferos. Sólo estaban vendiendo hierba, cocaína tal vez. Supuso que no estarían armados y que, en todo caso, no le dispararían a ella. Ella no era nadie que pudiera importarles. Y, para que ellos tampoco le temieran, les sonrió. Nunca llamaría a la policía. La silla eléctrica de Florida, leyó, parecía estar estropeada, lo que obligaría a suspender algunas ejecuciones para proceder a su revisión. Si pudiera escoger, preferiría recibir una inyección y morir mientras durmiese. Su amigo le había dicho que la muerte no lo atemorizaba. Pensó en ello mirando una película tras otra hasta altas horas de la noche. No quería dormirse. No quería soñar. Si la vida era tan frágil, la muerte bien podía llevársela mientras dormía. Finalmente se durmió.
Estoy con mi madre. Se parece a Ursula. Nos ponemos a discutir sobre política. Mi madre suelta varias frases de derechas. Dice que los pobres no quieren trabajar y por eso son pobres. Está de acuerdo con la pena de muerte. ¿Cómo puedes estar a favor de la muerte?, le pregunto. La muerte, que nos ronda, me toma la mano, y golpeo a mi madre, que muere. No puedo creer que la haya matado pero ya nada puedo hacer. Me sentencian a muerte. Pero no se me permite escoger la inyección. El juez dice que mi crimen es tan atroz que merezco sufrir.
Elizabeth no recordaba todo el sueño. Tenía la sensación de que en él también aparecía su padre. ¿Tal vez era el juez? Tampoco oyó el teléfono. Era quizá la primera vez en su vida adulta que no lograba invocar cómo deseaba su vida inconsciente. Para despertarse necesitó varias tazas de café. Se vistió con cuidado. Hoy abordaría a Ursula en el bar. A las cinco estaba allí, pero Ursula no ocupaba su sitio acostumbrado. El barman le sirvió a Elizabeth un escocés con soda y fue como si él la conociera de un modo especial. Esperó a Ursula. Algunos clientes habituales le hablaron, y ella les contestó en voz baja.
Elizabeth miró hacia abajo y a sus pies creyó ver el perro de Ursula. El animal se frotaba contra su pierna. Tuvo que mirar varias veces hacia abajo porque le hacía cosquillas con el pelo. Después del tercer escocés, y aunque el bar tenía aire acondicionado, el jersey de algodón y la falda se le ciñeron al cuerpo. Sudaba y tenía que secarse la frente una y otra vez. Inquieta, esperaba a Ursula. El perro le lamió el tobillo. No paraba de lamerla. Elizabeth rió con ganas. Al menos eso creyó, aunque cuando miró a su alrededor nadie parecía prestarle atención. Eso es lo que le agradaba de aquel sitio.
This entry was posted
on 07 febrero 2013
at 20:53
and is filed under
cuento,
tillman
. You can follow any responses to this entry through the
comments feed
.