Este cuento pertenece al volumen "Pájaros de América" de 1998. Los cuentos de este volumen aparecieron previamente en diferentes revistas y suplementos de prensa como The New Yorker, Elle, The New York Times o The Paris Review. Este cuento en concreto apareció en The New Yorker en el número del 28 de junio de 1993
La versión es la de María José Galilea Richard.
Les cuento que la danza comienza cuando un momento de dolor se mezcla con un momento de aburrimiento. Les cuento que es la extensión del cuerpo en la cual él mismo se da aire. Les cuento que es el triunfo del corazón, la victoria del discurso de los pies, el refinamiento de la embestida y el vuelo animal, la más pura metáfora de la tribu y del yo. Es la vida haciéndole una higa a la muerte.
Me invento todo este rollo. Pero entonces siento el voltaje perdido de mi carisma alquilado, oigo la autoridad mal modulada de mi voz, y yo también me lo creo. Estoy convencida. La compañía desmantelada, la disminución de los encargos de coreografía, mi cuerpo menos flexible, menos receptivo a mis órdenes, he venido aquí (a esta zona de Pensilvania de casas coloniales de estilo holandés) para dos semanas, como «Bailarina de Escuelas». Visito clases, en las universidades y en los colegios, propagando las sagradas escrituras de la Danza. La cabeza se me llena de mi propia cháchara. Todo lo que mi vida interior ha ido acumulando está agotándose rápidamente, me vacía la boca, mientras estoy delante del público, y respondo a las temibles y prohibidas preguntas alemanas sobre el arte y mis «bailes de puta» (el movimiento brusco de las caderas, las repentinas sacudidas hacia delante y la rotación sugerente de caderas delante de la chulería). Preguntan por qué todo lo que hago parece tan «femínico».
—Me parece que la palabra es «feminístico» —corrijo. Me he hartado. He dado toda mi vida por unas cuantas piezas buenas, y ahora esto.
Cuando sólo me quedaba una noche, me fui volando al Quality Inn («POLLO CON SALSA Y GOFRE 3.95$», decía el letrero de la entrada. ¿Cómo no voy a entrar?). El karaoke de la sala de cócteles me da nuevas fuerzas, todas esas voces achispadas y desgañifadas que acaban de salir del cuarto de baño de caballeros y se apresuran a llegar a la parte delantera de la sala para cantar Sexual healing o Alfie. He aceptado la invitación de mi viejo amigo Cal de alojarme en su casa. Enseña antropología en Burkwell, una de las muchas universidades que hay por aquí. Él y su esposa tienen una casa que antes había sido de una hermandad y que nunca se han molestado en arreglar. «Era la única forma de poder vivir en una casa así de grande —contó—. Además, sentimos una fascinación perversa por las ruinas.» Es Fastnacht, el Carnaval que precede a la Cuaresma, la noche en que la gente hace buñuelos y se los come en honor de Cristo. Estamos fuera, antes de la cena, paseando al perro de Cal, Chappers, en medio del frío.
—Es una casa increíble cuando la miras —digo—. Está destartalada de la manera más complicada posible. Como un Rauschenberg. Como esos magníficos tablones de anuncios destrozados por el viento que se ven en el desierto de California. —He tomado la determinación de ser agradable. La casa, a decir verdad, es impresionante: han comenzado a crecer ramas de arce entre los tablones del suelo del comedor, porque hay un árbol fuera que está abriéndose paso entre los cimientos de la casa. Ardillas grandes como pastores escoceses roen las paredes. La pintura se cae por todas partes, en escamas, ampollas y láminas; en el yeso agrietado que hay detrás están escritos los nombres de las mujeres que entre 1972 y 1974 pasaron aquí el fin de semana de la fiesta universitaria de la Fiebre de Primavera. En el techo de la cocina se puede leer «¡Sigma al poder!» y «Hazme una paja con cuchara».
Pero no he visto a Cal en doce años, no lo he visto desde que se fue a Bélgica con una beca Fulbright, así que tengo que ser agradable. Me parece que está diferente: más bajo, mayor, más limpio, a pesar de la casa. En un arranque de franqueza acaba de confesarme que en aquellos años, debido a la amistad que nos unía, había exagerado su interés por la danza.
—No entendía nada —admitió—. Trataba de entender la historia. Miraba al tío de violeta que no se había movido durante un rato largo y pensaba: «¿Qué es lo que pretende?»
Chappers da tirones a la correa.
—Sí, la casa —suspira Cal—. Una vez vino un pintor a hacernos un presupuesto, pero aplazamos el asunto por los nombres de las pinturas: Mito, Véspero, Kakatucán. No quería en mi casa nada que se llamara Kakatucán.
—¿Qué es un Kakatucán?
—Creo que los cazan en Madagascar.
Doy un salto para seguirle la corriente, bromeando:
—O se los comen en Viena —digo.
—O los adoran en Los Angeles —dice él.
Me río de lo que ha dicho, y a continuación vemos que Chappers olisquea las raíces de un roble.
—Aunque el mito y el véspero siempre son buenos —añado.
—Cruciales —dice—, pero no necesitamos pintar para eso.
El hijo de Cal, Eugene, tiene fibrosis quística. Toda la vida de Eugene es una competición con la investigación médica.
—No tengo nada contra las artes —dice Cal—. Tú estás aquí. El dinero para el arte te ha traído hasta aquí. Es maravilloso. Es maravilloso verte después de tantos años. Es maravilloso que financien las artes. Es maravilloso. Tú eres maravillosa. Las artes son fantásticas y maravillosas. Pero en serio: propongo que demos todo el dinero, hasta el último jodido céntimo, a la ciencia.
Algo lo ahoga. Puede ser el optimismo de los incrementos, las pequeñas cantidades, los capítulos; pero no lo he visto en doce años y ha tenido que contarme toda la historia, desde el principio, y toda la historia es muy triste.
—Los dos teníamos el gen, pero no lo sabíamos —explica—. Así es como funciona. Las probabilidades son de uno de cada veinte multiplicado por uno de cada veinte, y luego después de eso, incluso sólo uno de cada cuatro. En total uno de cada mil seiscientos. ¡Bingo! Tendríamos que mudarnos a Las Vegas.
Cuando conocí a Cal, estábamos en Nueva York y acabábamos de salir de la facultad; estaba soltero y nervioso, y me dio la impresión de que era un hombre que no se casaría nunca ni tendría familia o que, si se casaba, sería con una mujer decorativa, poquita cosa. Hoy, doce años más tarde, su mujer de pelo plateado, Simone, no es nada de eso: es corpulenta, emprendedora y original, está muy unida a él en su dolor y en su valentía. Siempre se va enfadada de las reuniones de padres del colegio. Se pega lentejuelas en los zapatos. El inglés es su tercera lengua; una vez trabajó en la embajada francesa en Bélgica y en Japón. «Echo de menos el caviar —es lo único que dice al respecto—. Echo muchísimo de menos el caviar.» Ahora, en la flamenca Pensilvania, pinta óleos satíricos con gente bracilarga y sin manos. «Gente de aquí —explica con acento francés y riéndose tontamente—. Pero no puedo pintar manos.» Ella y Eugene han convertido en estudio uno de los cuartos en ruinas del piso de arriba.
—¿Cómo se toma Simone todo esto? —pregunto.
—Mejor que yo —dice—. Tenía una hermana que murió joven. Se espera la infelicidad.
—Pero ¿no hay ninguna esperanza? —pregunto, aunque las palabras se me atascan.
Cal me cuenta que Eugene ha ido deteriorándose, ha ido a peor, demasiado líquido en los pulmones. «Pegajosos», los llama. «Si tuviera tres años en vez de siete, habría más esperanza; los investigadores están haciendo algunos progresos, eso es verdad.»
—Es un chico muy majo —digo. Al otro lado de la calle hay viejas casas coloniales con velas encendidas en cada una de las ventanas; es una costumbre de la Pensilvania holandesa, o un vestigio de la Tormenta del Desierto, depende de a quién preguntes.
Cal se detiene, se vuelve hacia mí; el perro se acerca y lo acaricia con el hocico.
—No es sólo que Eugene sea estupendo —dice—. No es sólo la precocidad o que Eugene es el único hijo que tendré en mi vida. Es también que es muy buena persona. Acepta las cosas. Tiene mucha capacidad para entenderlo todo.
No puedo imaginarme nada en mi vida que conlleve un sufrimiento así, la previsión de la pérdida de alguien. Cal se queda callado, el perro trota delante de nosotros, y yo apoyo la mano con suavidad en la espalda de Cal, y vamos así por las calles desiertas y frías. Arriba, en el cielo, Venus y la afilada hoz del cuarto creciente, como una taza y un plato, como la nariz y la boca, han hecho la bandera turca en el cielo.
—Mira eso —digo a Cal mientras vamos tras el perro, la correa tensa como un palo.
—Vaya —dice Cal—. La bandera turca.
—¡Habéis vuelto, habéis vuelto! —grita Eugene desde el interior, y se apresura hacia la puerta principal mientras nosotros subimos al porche con Chappers. Eugene ya en pijama, flaco y encorvado. Lleva gafas gruesas, de aumento, y sus ojos hinchados y acuosos parecen no perderse ningún detalle. Se desliza hacia la entrada, en calcetines, y se cae al suelo. Me sonríe, todo encanto, como un niño enamorado. Se ha pintado la cara con mercromina y espera que nos parezca divertido.
—¡Eugene, estás guapísimo! —digo.
—¡No! —dice—. Estoy gracioso.
—¿Dónde está tu madre? —pregunta Cal, soltando al perro.
—En la cocina. Papá, mamá dice que tienes que subir al desván y bajar una sartén para la cena. —Se levanta y comienza a perseguir a Chappers para cogerlo y atraerlo hacia él.
—Tenemos un par de cacharros arriba para las goteras —explica Cal quitándose el abrigo—. Pero al final acabamos necesitándolos para cocinar y los vamos a buscar.
—¿Quieres que te ayude? —No sé si debería estar con Simone en la cocina, con Cal en el desván o con Eugene en el suelo.
—Oh, no. Quédate aquí con Eugene —dice.
—Sí. Quédate aquí conmigo. —Eugene se aparta rápidamente del perro y se sujeta a mi pierna.
El perro ladra alborotado.
—Puedes enseñarle tu vídeo a Eugene —sugiere Cal mientras sale de la habitación.
—Enséñame la cinta de danza —dice con voz cantarína—. Enséñamela, enséñamela.
—¿Tenemos tiempo?
—Tenemos quince minutos —dice con gran autoridad.
Voy al piso de arriba y la saco de la bolsa, luego regreso donde está él. La meto en el vídeo y nos encogemos los dos en el sofá. Se arrima a mí, con frío, con la casa llena de corrientes de aire, y le pongo el jersey largo alrededor como si fuera un chal. Trato de explicarle unas cuantas cosas, con un lenguaje de adultos, cómo se gestó aquella danza, cómo el movimiento, repetido, vence todas las resistencias y lleva a una especie de estratosfera: de un estado de obstinación al éxtasis; de los zapatos a los pájaros. La cinta se grabó a principios de semana. Es un trabajo con los chicos de cuarto curso. Cada uno de ellos tiene que inventarse un personaje y luego diseñar una máscara. Se inventan criaturas varias: la señorita Pava Ninja, el señor Cabeza de Radio de Bicicleta. El Muñeco de Nieve Diabólico. Mamá Dientes de Sable: «Medio-niña-medio-hombre-medio-gato.» A continuación organicé a los niños en líneas compactas y dejé que, con la máscara puesta, improvisaran una danza con la canción This is it de Kenny Loggins.
Contempla la cinta, absorto. El pelo castaño le cae a mechones sobre la cara y se lo chupa. «Ahí está Tommy Croweil», dice. Conoce a los de cuarto curso como si fueran la realeza. Cuando se termina, me mira sonriente pero serio. Detrás de las gafas, su mirada es brillante y directa.
—El baile ha sido realmente precioso. —Parece un agente.
—¿De verdad te lo ha parecido?
—En serio —dice—. Es muy colorista y tiene muchos pasos divertidos e interesantes.
—¿Quieres ser mi agente? —pregunto.
—No sé —dice arrugando la cara, con alguna duda—: ¿el agente es el que conduce el coche?
—¡A comer! —llama Simone dos habitaciones más allá, desde la habitación de «Hazme una paja con cuchara».
—¡Ya vamos! —grita Eugene, se baja del sofá de un salto, se arrastra hasta el comedor y cae de lado en su silla.
—¡Uf! —dice sin aliento—. Casi no llego.
—Siéntate aquí —dice Cal. Y pone una copa con pastillas en el sitio de Eugene.
Eugene hace una mueca pero, ya en la silla, se pone de rodillas, se inclina con un vaso de agua en la mano y comienza la ardua tarea de tomarse todas las pastillas.
Me siento en la silla enfrente de él y me pongo la servilleta en el regazo.
Simone ha preparado una sopa con huevos duros («es una receta de la región», comenta) y pato pekinés, fibroso y dulce. Cal no para de pasar la cesta del pan, nervioso, hablando de que el hombre moderno sólo existe desde hace cuarenta y cinco mil años y que seguramente el pan no ha cambiado mucho desde entonces.
—¿Cuarenta y cinco mil años? —dice Simone—, ¿tan poco? No puede ser. Es como si lleváramos todo ese tiempo casados.
Hay gente que habla con las manos; y gente que habla con los brazos; y gente que habla con los brazos por encima de la cabeza: es la gente que más me gusta; Simone es una de ellas.
—No, ésa es la cuestión —dice Cal masticando—. Cuarenta y cinco mil años. Pero antes, durante unos doscientos mil, se produjeron en el hombre primitivo multitud de cambios anatómicos, hasta llegar al hombre de hoy. Fue una época muy interesante. —Hace una pausa, le falta un poco el aire—. Ojalá hubiera podido estar allí.
—¡Ja! —exclama Simone.
—Piensa en las fiestas —digo.
—Claro —repone Simone—. Joe, ¿qué tal? Con esa cabeza que tienes eres todo un cabezota, y oye, ¿qué chifladura estás haciendo con el dedo gordo? Muy parecido a las fiestas de Soda Springs, en Idaho.
—Simone estuvo casada con uno de Soda Springs, Idaho —cuenta Cal.
—¡Bromeas! —digo.
—Bueno, fue muy breve —explica—. Era un hombre ridículo. Me deshice de él después de unos seis meses. Al parecer se largó y se mató. —Me sonríe maliciosamente.
—¿Quién se mató? —pregunta Eugene. Se había tomado todas las pastillas menos una.
—El primer marido de mamá —explica Cal.
—¿Por qué se mató? —Eugene tiene la mirada fija en el centro de la mesa, tratando de pensar en el asunto.
—Eugene, llevas viviendo con tu madre siete años, ¿y no sabes por qué alguien cercano a ella querría matarse? —Simone y Cal se miran a los ojos y ríen alegremente.
Eugene sonríe vagamente, con brevedad. Comprende que es una broma entre sus padres, pero no le gusta o no la entiende. Le molesta que hayan convertido su indagación en una carcajada superficial. ¡Él quiere información! Pero ahora, en cambio, se hunde en el pato, lo mira y lo pincha.
Simone pregunta sobre las visitas a las escuelas. ¿Qué me encuentro? ¿La gente es amable conmigo? ¿Cómo es mi vida en casa? ¿Estoy casada?
—No estoy casada —digo.
—Pero tú y Patrick todavía estáis juntos, ¿no? —pregunta Cal preocupado.
—Pues no. Rompimos.
—¿Habéis roto? —Cal deja el tenedor en el plato.
—Sí —digo con un suspiro.
—Vaya. Pensé que nunca romperíais —dijo con estupefacción.
—¿De verdad? —Esto me da seguridad, en cierto modo. Por lo menos mi relación se veía bien desde fuera, por lo menos para alguien.
—Bueno, realmente no —admite Cal—. Lo cierto es que creía que ibais a romper mucho antes.
—Ah —digo.
—Entonces, ¿te podrías casar con ella? —dice el increíble Eugene a su padre, y todos nos echamos a reír con fuerza, vertemos más vino en las copas y escondemos la cara en ellas.
—Lo que hay que recordar de las historias de amor —dice Simone— es que son como tener mapaches en la chimenea.
—Oh, ahora el cuento del mapache no —se queja Cal.
—¡Sí! ¡Los mapaches! —grita Eugene.
Corto el pato.
—A veces tenemos mapaches en la chimenea —explica Simone.
—Ah —digo sin la menor sorpresa.
—Y un día tratamos de ahuyentarlos con humo. Encendimos un fuego, aunque sabíamos que estaban ahí, porque esperábamos que el humo los hiciera salir disparados hacia arriba y que no volvieran nunca más. En cambio, se incendiaron y cayeron estrellándose en la sala, todos chamuscados y en llamas, corriendo desesperados por aquí, hasta que murieron. —Simone sorbió un poco de vino—. Las historias de amor son así —añade—. Todas son así.
Estoy confusa. Miro hacia arriba, a la luz: una lámpara vieja y dorada, como un pulpo. Lo único en que puedo pensar es en que Patrick dijo, cuando se fue, harto de mi egoísmo, que si me preocupaba por quedarme sola en la casa del lago, con las ardillas y las lámparas estilo burdel, que alquilara la casa, por ejemplo a una pareja de lesbianas, simpáticas como yo.
Pero Eugene, delante de mí, asiente con entusiasmo, parece encantado. Ya había oído la historia de los mapaches y le encanta. Una vez más, la han contado bien, con llamas y sangre.
Ahora hay ensalada, que picamos y por la cual nos peleamos como cuervos. Después nos quedamos mirando el cuenco con la fruta en el centro de la mesa y cogemos con desgana unos granos de uva del racimo. Damos pequeños sorbos al té caliente que Cal trae de la cocina. Damos sorbos hasta que está frío, y luego hasta que se acaba. Ya son las diez.
—¡La hora del baile! ¡La hora del baile! —dice Eugene cuando ya nos hemos terminado el té. Cada noche, antes de irse a la cama, van todos a la sala y bailan hasta que Eugene se cansa y se queda dormido en el sofá. Entonces lo llevan al piso de arriba y lo acuestan. Viene hasta mi silla y me coge de la mano para conducirme a la sala.
—¿Qué música vamos a bailar? —pregunto.
—Tú eliges —me dice, y me lleva hasta la repisa donde tienen los discos compactos. Quizás haya algo de Stravinsky. Quizá Petruchka, con su entusiasmada salutación del Carnaval.
—¿Vendrás a verme cuando visites a los de cuarto? —pregunta mientras repaso los discos. Demasiada Joan Baez. Demasiado Mahler -Estoy en el aula ciento cuatro -dice-. Cuando vas a ver a los de cuarto puedes parar un momento en la puerta de la clase y saludarme. Estoy sentado entre la puerta y el tablón de anuncios
-De acuerdo -digo, pensando que, con las prisas, me olvidaré y me encontraré en el avión de casa hojeando una revista insulsa de alguna compañía aérea antes de recordar que olvidé hacerlo-. Mira -digo al encontrar un disco de Kenny Loggins. Tiene la canción que él ha oído hace un rato, en la cinta de vídeo—. Pongamos éste.
-Vale. ¡Mamá, papá, venid!
-De acuerdo, Eugene -dice Cal acercándose desde el comedor. Simone va detrás.
-Soy Mercurio, soy Neptuno y Plutón, muy lejos -dice Eugene corriendo por la sala, inventándose un baile.
-En el colegio están estudiando los planetas -dice Simone.
-Sí -comenta Eugene-, estamos haciendo los planetas.
-¿Y cuál es el planeta que te parece más interesante? -pregunto-. ¿Marte con los canales? ¿Saturno con los anillos?
Eugene se queda quieto y me mira pensativo, con solemnidad.
—Está claro, la Tierra —contesta.
—Pues sí, ésa es la respuesta correcta -comenta Cal riendo.
«Es esto -canta Kenny Loggins- es esto.» Formamos una línea compacta y desfilamos pavoneándonos, deslizándonos con la música. Nos agachamos, vamos hacia atrás y luego, de repente de nuevo hacia delante. Tratamos de crear el olor a sudor de la danza, mohoso, resinoso; el movimiento repetido y analítico. Cal y Simone están en ello. Se mueven y se cogen de los brazos . «Luego de repente, a media canción, Eugene se sienta en el sofá para descansar, mirando a los mayores. Como los mejores bailarines y como el mejor público, toma la determinación de no toser hasta el final.
—Ven aquí, cariño —digo yendo hacia él. No sólo pienso en mi propio cuerpo, ese cesto roto y sin encanto, ese merengue duro. No estoy pensando sólo en mí misma, Patrick, en la compañía de danza perdida, en mi cama vacía. Estoy pensando en lo espléndido que es el cuerpo cuando baila y en su desdén ostentoso. Así es como nos ofrecemos, entramos en el cielo, entramos en el lenguaje: hablamos con el movimiento, en el espacio. Así es como la vida ha transcurrido por aquí hasta ahora; es todo lo que se ha podido hacer: este cuerpo, ese cuerpo, aquel cuerpo. Entonces, Cielo, ¿qué opinas? ¿Qué coño opinas?
—Ponte a mi lado —digo, y Eugene lo hace, mirándome con su cara roja de guerrero. Bailamos sin movernos del sitio, subiendo y bajando las rodillas. Rodillas arriba y abajo. Nos hundimos, planeamos, nos deslizamos. Nos hundimos, planeamos, nos deslizamos. «Es esto, es esto.» Y entonces nos desmandamos y lanzamos nuestras extremidades al cielo.