El cuento pertence al volumen "Los tigres son más hermosos".
La versión es la de Enrique Hegewicz.
—Dice Garland que es una furcia.
—¡Una furcia! Mi querida Christine, ¿la has visto alguna vez? Al fin y al cabo, hay límites.
—¿Límites? ¿Aquí en Portobello Road? Lo dudo mucho.
—Bobadas —dijo Ronnie—. Está escribiendo una novela. Sí, cariño —abrió los ojos y apuntó hacia abajo las comisuras de sus labios—, sobre una chica a la que seducen...
—Caramba, caramba.
—En un almiar —dijo Ronnie reventando de risa.
—A lo mejor tenemos suerte; es posible que se emborrache más temprano que de ordinario y no suba.
—¿Que no subirá? Puedes apostar lo que quieras a que lo hará.
—No puedo imaginar por qué razón le pediste que viniera —dijo Christine.
—Bueno, el otro día me pidió un libro prestado, y dijo que subiría a devolverlo. ¿Qué querías que hiciese?
Mientras continuaban la discusión se oyó un golpe en la puerta y él gritó:
—Pase... Christine, te presento a Mrs. Heath, Lotus Heath.
—Buenas noches —dijo Lotus con voz ronca—. ¿Qué tal están? Supongo que muy bien... Buenas noches, Mr. Miles. Le he traído su libro. Lo he disfrutado muchísimo.
Era una mujer de mediana edad, baja y robusta. Sus rollizos brazos estaban desnudos, las uñas con esmalte de un rojo muy brillante. Se había pintado los labios con gran torpeza del mismo color que las uñas, pero tenía la cara muy pálida. La parte delantera de su vestido negro estaba gris de polvo.
—¡Cómo golpetean estas ventanas! —dijo Christine—. Histéricamente, diría yo.
Embutió un pedazo de periódico entre los dos marcos de la ventana de guillotina y luego se sentó en el diván. Inmediatamente Lotus se acercó a su lado y se inclinó hacia delante.
—¿Verdad que te gusto, guapa? Anda, di que sí.
—Claro que sí.
—Ha sido tan encantador de vuestra parte invitarme a subir —dijo Lotus.
Sus tristes ojos, muy separados, pasearon sin fijeza por toda la habitación que estaba pintada de amarillo al temple y decorada con carteles de vapores: «Marruecos, país del sol», «Venga al bello Balí».
—Os aseguro que al final me harto de estar sentada sola en el sótano noche tras noche. Y día tras día, si vamos a eso.
Christine, haciéndose la estirada, observó:
—Siempre he pensado que esta parte de Londres es terriblemente deprimente.
Se le dilataron los orificios nasales. Luego apretó los brazos con fuerza contra sus costados, se deslizó hacia un lado, encendió un cigarrillo y aspiró profundamente.
—Pero aquí lo tenéis todo muy bien arreglado. ¿Es tu padre el señor de la fotografía de la repisa? Te pareces mucho.
Ronnie dirigió una mirada a su esposa y tosió.
—Bien, ¿y qué tal va la poesía? —preguntó, sonriendo maliciosamente al decir la palabra «poesía» como si fuese un chiste poco adecuado—. ¿Y la novela, va bien?
—Avanza despacio —dijo Lotus, mirando la jarra de whisky.
Ronnie se levantó hospitalariamente. Lotus cogió el vaso que le daba él, entornó los ojos, lo vació de un trago y vio cómo volvía Ronnie a llenarlo con expresión ausente.
—Pero es maravillosa la forma en que se me va ocurriendo todo —dijo Lotus—. Será una novela muy larga. Pienso escribirlo todo, meter ahí todo lo que tengo. Voy a escribir un libro como jamás ha escrito nadie.
—Hace usted bien, Mrs. Heath, escriba una novela muy larga —le aconsejó Ronnie.
Su expresión educadamente interesada fastidió a Christine. «¿Es que intenta ser gracioso?», pensó, y sintió una comezón de furia por todo el cuerpo. Se levantó, murmurando:
—Voy a ver si hay más whisky. Seguro que va a hacer falta.
—Lo horrible —dijo Lotus, mientras ella salía de la habitación— es no encontrar las palabras. Eso es lo que me tortura: conocer la historia y no encontrar las palabras.
En el dormitorio de al lado Christine seguía oyendo su voz monótona y cantarina, la voz de una mujer que acostumbraba a hablar consigo misma. «¡Cómo se le ocurre echarme encima a esa horrible criatura!», pensó. «Seguro que Ronnie se ha vuelto loco.»
«Esta casa me deprime», pensó. La puerta de la calle estaba pintada de azul pálido. A la derecha había cuatro chapitas de latón y los cuatro botones de los timbres. Mr. y Mrs. Garland, Mr. y Mrs. Miles, Mrs. Spencer, Miss Reíd, y, debajo, una sucia tarjeta de visita sujeta con chínchelas, Mrs. Lotus Heath. Un dedo pintado señalaba hacia abajo.
Christine se empolvó la cara y se pintó cuidadosamente los labios. ¿De qué debía estar hablando aquella loca?
—¿Tan trágica es la situación? —preguntó al abrir la puerta de la salita. Lotus estaba llorando.
—Magnífica —Ronnie se sentía tímido y movía nervioso los pies—. Una historia verdaderamente magnífica. En realidad, la encuentro un poco triste, ¿no le parece?
Christine rió bajito.
—Eso fue lo que me dijo mi amigo —dijo Lotus ignorando a su anfitriona—. «Escribe lo que quieras, pero que no sea lúgubre», me dijo. «Porque si lo es, a la gente se le ponen los nervios de punta. Y no escribas sobre las cosas que conoces, porque entonces te excitas y dices demasiadas cosas, y eso también les pone los nervios de punta. Inventa; utiliza tu imaginación.» ¿Y qué le parece mi historia? ¿Verdad que no es muy triste? Estoy utilizando la imaginación. De todas formas, me gustaría poder escribir algunas de las cosas que me han ocurrido a mí, escribirlas tal como fueron, sean tristes o no. También me he divertido lo mío, desde luego que sí.
Ronnie miró a Christine, pero ella no respondió a su mirada sino que apartó los ojos y corrió la jarra por la mesa.
—Tome otro trago antes de seguir contándonos cosas. Para eso está el whisky. Aprovéchelo cuanto pueda porque siento decir que no queda ni una gota más en la cocina, y los bares ya están cerrados.
—Ella cree que estoy bebiendo demasiado y les voy a dejar sin —le dijo Lotus a Ronnie.
—Qué va. Seguro que no.
—Bueno, pues no lo creas, querida —¿cómo te llamas?—, ah, sí, Christine. Tengo abajo una botella de oporto y ahora mismo iré a buscarla.
—Hágalo —dijo Christine—. Eso sería un gesto amistoso.
—Eso es. Bien, como estaba diciéndole a Mr. Miles, lo mejor que había escrito hasta ahora era poesía. La novela no me importa un rábano, entre nosotros. La escribo para ganar algún dinero. Lo que de verdad me gusta es la poesía. De todos modos, con esta memoria que tengo, es increíble. ¿Sabe que todavía me acuerdo de las cosas que me dijo la gente hace muchos años? Si lo intento, puedo acordarme de las palabras y oír la voz que las pronunció. Tengo una memoria maravillosa. Claro que ahora no tengo tanta como antes, pero, qué quiere, nadie es joven eternamente.
—No. ¿No es horrible? —comentó Christine sin dirigirse a nadie en particular—. La mayoría de la gente sigue viviendo cuando ya tendría que estar muerta, ¿verdad? Sobre todo las mujeres.
—Mira qué sarcástica es, ¿eh? Delicada, pero sarcástica. —Lotus se puso en pie, osciló y se agarró a la repisa—. ¿Has tenido hijos?
—¿Se refiere a mí?
—No, ya veo que no. Y nunca tendrás si puedes evitarlo. Eres demasiado espabilada para eso, ¿verdad? Bueno, da igual. Acabo de terminar un poema. Mientras lo escribía me corrían las lágrimas por las mejillas y es lo mejor que he escrito en mi vida. Era como si alguien estuviese diciéndome todo el rato al oído, «Escríbelo, escríbelo». Exactamente así. Trata de una mujer que está en el juzgado y oye al juez condenar a muerte a su hijo. «Morirás», le dice el juez. «No, no, no —dice la mujer—, todavía es demasiado joven.» Pero el viejo juez insiste. «Morirás», dice. Pero —aquí elevó la voz—, lo que ocurre es que el hijo no es real. Es un muñeco, como uno de esos muñecos que tienen los ventrílocuos, no es real. Y nadie lo sabe. Pero ella sí. Y por eso la madre dice..., esperad, voy a recitarlo.
Avanzó hasta el centro de la habitación y se puso muy tiesa, con la cabeza echada hacia atrás y los pies juntos. Entonces entrelazó las manos a su espalda y anunció con voz muy alta y artificial:
—«La madre del reo».
Christine se puso a reír.
—Ay, qué risa. Debe usted pensar que soy muy descortés, pero no puedo impedirlo. Siempre que alguien recita algo me porto muy mal. —Se fue al gramófono y repasó los discos—. Podría bailar en lugar de recitar. Estoy segura de que baila usted maravillosamente. Aquí está justo lo que necesitábamos, Dame otra oportunidad. ¿Verdad que irá bien?
—No le haga caso —dijo Ronnie—. Recite el poema.
—No pienso hacerlo. Para qué, si a su esposa no le gusta la poesía.
—Bah, no es más que una niña tonta.
—Dime de qué te ríes y te diré quién eres —dijo Lotus—. La mayor parte de la gente se ríe cuando no es feliz. Entonces es cuando ríen. He vivido lo suficiente para saberlo, y quizás todavía pueda llegar a vivir el tiempo suficiente para verles llorar.
—No le haga caso —repitió Ronnie—. Es así. —Asintió con la cabeza a la espalda de Christine, y habló en tono orgulloso y lleno de ternura—. Esta misma mañana estaba diciéndome que en su opinión no hay que ponerse sentimental al pensar en la gente. ¿Verdad, Christine?
—No te he dicho nada de eso —dijo Christine dando media vuelta y con la cara enrojecida—. Te he dicho que estaba harta de tanta basura. Eso es lo que he dicho. Y he dicho que estaba harta de que me pidieran que compadeciera a la gente que tienen exactamente lo que se merecen. Si la gente se lo pasa fatal, puedes apostar a que es por culpa suya.
—Sigue, sigue —dijo Lotus—. Hablas como una condenada estúpida, querida. Si hubieses tenido alguna vez en tu vida el más mínimo sentimiento no podrías hablar de esta manera. Lo que te pasa es que tienes un corazón rudimentario. Puedes haber sido hija de un clérigo, pero tu corazón es rudimentario. —Estaba de pie en medio de la habitación, con las manos a la espalda—. Dígaselo usted, Mr. Como-se-llame. Dígale la verdad y avergüence a ese diablo. Ande, dígale a su amiguita que habla como una condenada estúpida.
—A ver, a ver, ¿qué pasa aquí? —se agitó incómodamente Ronnie. Alargó el brazo para coger la jarra y la puso boca abajo sobre su vaso—. Siempre se acaba justo cuando más necesidad tienes de pegar un trago. ¿Se había fijado usted? ¿Qué me dice de ese oporto?
Las dos mujeres estaban lanzándose miradas asesinas. Ninguna de las dos le contestó.
—¿Qué me dice de ese oporto, Mrs. Heath? A ver si vemos ese oporto que nos ha prometido.
—Ah, sí, el oporto —dijo Lotus—. De acuerdo, iré a por él.
En cuanto salió, Christine empezó a caminar arriba y abajo por la habitación, muy enfurecida.
—¿Qué pretendes? ¿Por qué animas a esa mujer tan horrible? «Su amiguita», ¿te has fijado? ¿Qué pasa, es que cree que soy tu concubina o algo así? ¿Te gusta que me insulte?
—No seas boba, mujer, no pretendía insultarte —argumentó Ronnie—. Está trompa. Eso es lo único que le pasa. La encuentro increíblemente cómica. Hace muchísimo tiempo que no me tropezaba con una reliquia de los viejos tiempos que fuera tan graciosa como ella.
Christine continuó como si no le hubiese oído.
—¡Este barrio infernal y asqueroso! ¡Esta vida infernal! ¡Estoy harta! Y encima tienes que traer a esa criatura, que apesta a whisky y mejor no mencionar todo lo demás, a hablar conmigo. ¡A hablar conmigo! Hay límites, como tú mismo has dicho, hay límites... ¡Seducida en un almiar...! ¡Dios mío! No la tocaría ni con pinzas.
—Eh, cuidado —dijo Ronnie—. Ya vuelve. Te va a oír.
—Pues que me oiga —dijo Christine.
Salió al rellano y la esperó allí. Cuando vio la parte superior de la cabeza de Lotus dijo en voz alta y clara:
—La verdad, no puedo seguir soportando estar en la misma habitación que esa mujer. La combinación de whisky y moho es horrorosa.
Se fue al dormitorio, se sentó en la cama y empezó a reír. Poco después reía tan fuerte que tuvo que taparse la boca con el dorso de la mano para sofocar el ruido.
—Hola —dijo Ronnie—, ya está usted aquí.
—No he conseguido encontrar el oporto.
—Da igual. No se preocupe.
—Me quedaba un poco.
—Da igual... Mi esposa no se encuentra demasiado bien. Ha tenido que irse a la cama.
—Sé muy bien cuándo me dan la patada de un sitio, Mr. Miles —dijo Lotus—. Pero antes, tomemos otra copa. Apuesto a que tiene algo arrinconado en algún lado.
Había un poco de jerez en el armario.
—Muchísimas gracias.
—¿No quiere sentarse?
—No, me voy. Pero acompáñeme abajo. Está muy oscuro y no sé dónde están las luces.
—Desde luego, desde luego.
Pasó él delante, encendió las luces en cada piso, y ella le siguió agarrándose a la barandilla.
Fuera había cesado la lluvia, pero soplaba todavía un viento fuerte y muy frío.
—¿Quiere ayudarme a bajar estos malditos escalones? No me encuentro muy bien.
La cogió por debajo del brazo y bajaron la escalera del sótano. Ella sacó la llave del bolso y abrió la puerta de su piso.
—Entre un momentito. Tengo encendido un fuego precioso.
La habitación era pequeña y estaba atestada de muebles. Cuatro sillas de respaldo recto y patas rococó, sillones de los que se salía el relleno, montones de revistas viejas, fotografías de Lotus, en las que siempre aparecía con complicados vestidos de noche, sonriente y sin vida.
Ronnie permaneció en pie, acunándose sobre la punta y el tacón de sus zapatos. Le gustaron las fotografías. «Hace veinte años debía ser una chica bastante agradable», pensó, y, como respondiéndole, Lotus dijo en tono lacrimógeno:
—Lo tenía todo; Dios mío, lo tenía. Ojos, cabello, dientes, tipo, absolutamente todo, maldita sea. ¿Y de qué me sirvió?
La ventana estaba cerrada y oculta por unas cortinas de color castaño. La habitación estaba empapada del olor a podrido de los tres cubos de basura que había en el diminuto patio junto a la escalera exterior.
—¿Cuánto paga por este piso? —dijo Ronnie, dándose golpecitos en el mentón.
—Treinta chelines a la semana, sin muebles.
—¿Sabía usted que esa mujer es dueña de cuatro casas de esta misma calle? Y tiene alquilados todos los pisos, sótanos incluidos. Pero, así son las cosas, el dinero llama al dinero, y si no tienes, seguirás sin tener aunque lo llames silbando. Sí, el dinero llama al dinero.
—Da igual —dijo Lotus—. Me importa un rábano.
—No hable así, mujer.
—Me importa un rábano. Ya puede decírselo al mundo entero. Un rábano. Jamás he querido dinero. A mí no me interesan las cosas que le interesan a usted.
«Pobre chiflada», pensó él, y dijo:
—Bien, si no necesita nada más, me iré.
—Oiga, lo de ese oporto que decía..., en realidad me quedaba un poco. No lo hubiera dicho si no hubiese sido verdad. No soy en absoluto de esa clase de personas. Me cree, ¿verdad?
—Claro que sí —le dio unos golpecitos en la espalda—. No tiene que preocuparse por una cosa así.
—Cuando he bajado ya no estaba. Y tampoco necesito que nadie me diga dónde fue a parar.
—¿No?
—Hay gente que es como la peste. Hay gente que es la mismísima peste. Ese amigo se me lleva todo lo que puede. No viene a verme si no es para robarme algo —apoyó los codos sobre las rodillas y la cabeza en las manos y empezó a llorar—. Ya estoy harta. Ya estoy harta, se lo juro. ¡Qué cosas dice la gente! Dios, qué cosas dicen...
—Bueno, no permita que eso la deprima —dijo Ronnie—. No lo permita nunca. En fin, otra vez habrá más suerte.
No le contestó ni tampoco le miró. Él se puso nervioso.
—Bueno, tengo que irme corriendo. Lo siento. Adiós. Recuerde, otra vez habrá más suerte.
En cuanto llegó a su piso, Christine le llamó desde el dormitorio, y cuando entró, ella le dijo que tenían que irse de allí, que ya no servía que insistiese en decir que no podían permitirse un piso mejor, que debía poder permitirse un piso mejor.
Ronnie pensó que globalmente ella tenía razón, pero Christine siguió hablando y hablando y al cabo de un rato acabó por ponerle los nervios de punta. Así que se fue otra vez a la salita y estuvo leyendo una lista de discos de gramófono de segunda mano de una tienda cercana, y subrayó los títulos que le llamaban la atención. Soy un soñador, ¿no lo somos todos?; Tu recuerdo no se me olvida —ésta seguro, la subrayó dos veces—. Luego recogió los vasos y los llevó a la cocina para que la asistenta los lavara a la mañana siguiente.
Abrió la ventana y contempló la calle húmeda. «Tu recuerdo no se me olvida», tarareó bajito.
La calle estaba tan oscura como un camino en pleno campo y estaba cercada de árboles desmochados. Brillaba, con un brillo malévolo, pensó.
«En el fondo de mi corazón», tarareó. Después se estremeció—era un viento muy frío para aquella época del año—, se alejó de la ventana y escribió una nota para la asistenta: «Mrs. Bryan: Despiérteme enseguida que llegue.» Subrayó «enseguida» y apoyó el sobre contra uno de los platos sucios. Mientras lo hacía oyó un ruido extraño, como un grito muy agudo. Volvió a asomarse a la ventana. Una figura blanca subía calle arriba, muy pequeña y extraña en aquella oscuridad.
—No lleva nada puesto —dijo en voz alta, y se asomó muy interesado.
Sonó el silbato de un policía. Aún se oía el grito, muy agudo, y la ventana de los Garland, encima de la suya, también se abrió.
Dos policías sostenían y arrastraban a Lotus. Uno de ellos la había envuelto en su propia capa, que le llegaba a Lotus hasta las rodillas. El trío bajó la escalera del sótano.
Christine había entrado en la cocina y miraba por encima de su hombro.
—Santo Dios —dijo ella—. Sin duda es una forma de llamar la atención, cuando todo lo demás te ha fallado.
Sonó el timbre.
—Es uno de los policías —dijo Ronnie.
—¿Y por qué tiene que llamar a nuestro timbre? No sabemos nada de ella. ¿Por qué no llama a otro?
El timbre volvió a sonar.
—Será mejor que baje.
—¿Sabe algo acerca de Mrs. Heath, Mrs. Lotus Heath, la vecina del sótano? —preguntó el policía.
—La conozco de vista —respondió cautelosamente Ronnie.
—Se ha metido en un pequeño lío.
—Oh, vaya.
—Se ha caído en la calle y está completamente helada —prosiguió el policía en tono confidencial—. Y, si quiere saber mi opinión, me parece que no es sólo cosa de la bebida.
Ronnie dijo con voz escandalizada —no supo por qué—:
—¿Se está muriendo?
—¿Muriendo? ¡No! —dijo el policía, y cuando dijo «¡No!» la muerte se convirtió en algo impensable, un invento de la historia, una cosa que, simplemente, no ocurría nunca. Al menos, no le ocurría a la gente normal—. Se repondrá. Dentro de poco vendrá una ambulancia. ¿Sabe algo de ella?
—Nada —dijo Ronnie—. Nada.
—Ya —el policía tomó unas notas en su cuaderno—. ¿Cree usted que algún otro vecino de la casa podría darnos alguna información? —Encendió una linterna y repasó las chapas de latón que había junto a la puerta—. ¿Mr. Garland?
—Mr. Garland no —respondió Ronnie apresuradamente—. Estoy seguro que no. No me cabe la menor duda que la señora no tiene la menor relación con los Garland. No se relacionaba prácticamente con nadie.
—Muchas gracias —dijo el policía. ¿Era irónica su voz?
Tocó el timbre de Mrs. Reíd y cuando no contestó nadie dirigió una oscura mirada hacia arriba. Pero no obtuvo ninguna respuesta de los vecinos del número seis de Albion Crescent. Todos habían apagado las luces y cerrado las ventanas.
—Entienda que... —empezó Ronnie.
—Sí, lo entiendo —dijo el policía.
Cuando Ronnie llegó arriba Christine se había acostado.
—Bien, ¿qué querían?
—Parece que Lotus ha tenido una avería. Vendrá a recogerla una ambulancia.
—¿Sí? Pobre diablo. (Dijo «pobre diablo», pero no quería decir nada.) Me pareció que tenía un aspecto horrible, ¿no crees? Esa cara pálida como la de una muerta, y los labios eran de un color muy raro cuando se le corrió el carmín. ¿Te has fijado?
Un coche se detuvo fuera y Ronnie vio la procesión que subía las escaleras del sótano: todos muy solemnes e importantes. Y cuando metieron la camilla en la ambulancia lo hicieron con gran destreza. Sabía que los Garland estaban mirando desde el piso de más arriba y Mrs. Spencer desde el de debajo de ellos. El piso de Miss Reíd estaba a oscuras porque había salido a pasar unos días en algún sitio.
«Es gracioso que esta noche la calle me ponga la piel de gallina», pensó. «Alguien camina sobre mi tumba, como suele decirse.»
No pudo evitar la admiración que sintió por el modo en que Christine ignoró aquel asunto tan sórdido, y se quedó tendida en la cama con los ojos cerrados y el edredón subido hasta la barbilla, sonriendo. Estaba muy bonita, arropada y contenta como un niño cuando le regalas un caramelo. Y pacífica.
Una niña encantadora. Tan encantadora que tuvo que decirle lo encantadora que era, y empezó a besarla.