Bolesław Leśmian - "Una aventura de Simbad el marino"

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Poeta y narrador polaco. Está considerado uno de los poetas polacos más originales del período de entreguerras. Muy influenciado por los modernistas franceses, se convirtió en uno de los fundadores del teatro experimental. Heredó del modernismo polaco el gusto por un idioma lujoso y deslumbrante, que enriqueció con innumerables innovaciones lingüísticas (muchos neologismos creados por él forman ahora parte del lenguaje cotidiano polaco).
Fue el creador de mundos mágicos e irreales donde la fantasía más desbordante se carga de sentido filosófico. Este mundo mítico y fabuloso está a menudo relacionado con el folclore y tradiciones polacas. Los protagonistas de sus obras son por lo general los seres humanos discapacitados, luchando entre su cultura y la naturaleza, incapaces de aceptar su destino. También expresó la idea de que los poetas son ejemplos de la humanidad primitiva, los únicos capaces de vivir con la cultura y la naturaleza.
Este cuento pertenece al volumen "Aventruas de Simbad el marino" publicado en 1913
La versión es la de Sergio Pitol.

Cierto día, nuestro barco se encontró en las proximidades de una isla cuyo nombre desconocíamos. Observamos de pronto que sin causa aparente se volvía cada vez más pesado, sumergiéndose en el agua más de lo habitual.
El capitán, acompañado de un grupo de marineros, bajó a la cala para averiguar el misterio de tan brusco cambio.
Al cabo de un rato volvió a cubierta, lívida la cara, como la pared.
—¡Terrible cosa! —anunció a la tripulación—. Estamos cercados por un nutrido banco de peces sierra, que ya han hecho algunas perforaciones en el casco. Vamos a cerrar los gujeros como podamos, aunque el éxito de la lucha es incierto. Es posible dominar a estos peces cuando están aislados, pero muy difícil combatirlos cuando se presentan en multitud.
Comprendí perfectamente la alarma del capitán. El sierra es un pez monstruoso cuyo hocico se prolonga en una especie de instrumento dentado y agudo. No sé si animan a este pez intenciones mortíferas, pero de lo que sí estoy seguro es de que no posee otras armas fuera de la sierra. Por ello, siempre que quiere hacer una jugarreta, sólo puede recurrir a su única herramienta. Cualquier acción que emprenda termina en lo mismo: serrar. Le es indiferente lo que sierre, lo que le importa es serrar. Su vida entera se limita a un serrar ineluctable e incesante. Es difícil determinar si este animal nació para serrar o si sierra con el fin de afirmar su presencia en el mundo. Y aún más difícil resulta establecer si sierra porque verdaderamente le gusta hacerlo, o porque no dispone de otro instrumento que la sierra, y todos sus reflejos inconscientes se plasman en el acto de serrar. Este pez, sin duda alguna, sería una criatura muy útil si ayudase a los leñadores y serradores. Pero en vez de civilizarse para bien y provecho de la humanidad, prefiere mantenerse en estado salvaje y rapaz. A menudo se reúne en multitudes para atacar a los navíos, y el naufragio es entonces inevitable; hace funcionar su sierra, voluptuosa, tenaz y concienzudamente, hasta perforar los cascos más reacios. De poco sirve tapar y recubrir con alquitrán las hendiduras y orificios abiertos; porque la infatigable sierra, a la que nada desanima, vuelve a la carga con redoblada celeridad. La mejor demostración de todo esto es lo que ocurrió con nuestro barco.
Las palabras del capitán nos llenaron de espanto y desesperación. Todos, hasta el último hombre, nos precipitamos por las escalas, y nos pusimos a trabajar diligentemente. El casco estaba ya perforado en trescientos sitios, y como nosotros éramos trescientos —trescientos valientes marineros—, cada uno se dedicó a cerrar un agujero. En un instante, logramos detener la entrada de agua en el barco. Pero la desgracia quiso que nos topáramos con unas sierras excepcionalmente afiladas y astutas. En vez de volver a aserrar los agujeros que habíamos obturado, atacaron nuevos lugares en los espacios que quedaban entre las perforaciones anteriores. Antes que lográsemos advertir lo que ocurría, las astutas sierras habían abierto ya otros trescientos agujeros. En cuanto a la proporción, seguía siendo la misma: trescientos valientes hombres de mar contra trescientas pérfidas sierras. Nos precipitamos a las nuevas aberturas, y empezamos a cerrarlas con indecible ahínco; pero no habíamos realizado aún la mitad del trabajo cuando los inteligentes peces, aprovechándose de la ventaja del tiempo, volvieron a abrir con horrorosa rapidez los trescientos agujeros que acabábamos de tapar. De esta suerte nos tocaban ya dos perforaciones por persona, lo que complicaba de un modo espantoso el trabajo. Y no fue eso todo. Los malignos animales, queriendo visiblemente hacer inútil nuestra labor y negarnos toda esperanza de salvación, practicaron con toda rapidez trescientos taladros en otros sitios. Cada hombre tenía ya a su cargo tres agujeros. El combate continuó, sordo y obstinado, hasta el momento en que cada marino llegó a encontrarse responsable de diez enormes aberturas: seis grandes orificios y cuatro insignificantes, aunque peligrosas, hendiduras. Las sierras alcanzaban su propósito. Nuestro trabajo se volvía inútil. Perdimos la fe en nuestra salvación. El agua penetraba a torrentes en el barco, rugiendo, espumando, silbando. El buque se hundía. Nos esperaba una muerte atroz en medio de las sierras.
—¡Señores de la tripulación!... —gritó el capitán—. Preferiría morir bajo el hacha de un leñador ordinario a caer bajo el filo de esas sierras. Antes que el agua nos asfixie, antes que hayamos perdido el conocimiento, estos monstruos nos habrán aserrado en dos, en tres y hasta en cuatro trozos. Serrar a los agonizantes: a eso dirigen su actividad, tal es su propósito. Abandonemos, pues, este trabajo inútil y volvamos al puente. Quizás logremos encontrar algún medio de salvación.
Seguimos el consejo del capitán, y al instante volvimos a cubierta. Nuestros corazones se regocijaron al ver que durante nuestra ausencia el barco se había acercado tanto a la isla desconocida, que de un salto, posible aunque difícil, podíamos pasar del puente a la playa.
Nos pusimos en fila en el puente y comenzamos a saltar uno tras otro. El primero fue el capitán. Saltó de tal manera, que al caer en la orilla se lastimó la pierna derecha y se hizo algunas heridas superficiales en la izquierda. Tras él saltaron los marinos, quienes lo hicieron mejor, sin abandonar la pipa que sujetaban con los dientes. Al fin me tocó el turno. Nunca había salvado de un salto una distancia tal, y mucho menos en circunstancias parecidas. No llegar a la isla y caer en el mar significaba ser despedazado por las sierras. Me agaché varias veces para tomar impulso y poder elevarme en el aire con mayor elasticidad, pero otras tantas me enderecé por temor a fallar. Se me ocurrió una excelente idea. Arranqué una de las grandes velas y, agarrándola por los extremos, la desplegué sobre mi cabeza. El fuerte viento la hinchó. Entonces me volví a agachar, me lancé con todas mis fuerzas y salté, volé mejor dicho; porque la vela me sostenía en el aire y facilitaba considerablemente mi desplazamiento. Guando toqué tierra, el capitán y toda la tripulación me felicitaron por mi inventiva. Experimentábamos una alegría inmensa. Los burlados peces remolineaban furiosamente en el mar, mostrando de vez en cuando sus agudos instrumentos dentados. Inmediatamente nos pusimos en marcha hacia el interior de la isla para examinar el lugar y buscar alimento.
No encontramos nada comestible, pero fuimos a dar a una aldea sumamente extraña, compuesta de chozas de tierra y paja, cubiertas de musgo y liqúenes.
Más aún nos extrañaron los singulares pobladores de aquella aldea. Eran pigmeos semejantes a perros pequeños. Tenían la piel negra como el ébano y los ojos purpúreos y brillantes como brasas. Debajo de una nariz muy ancha, con aletas móviles, se abrían unas fauces enormes provistas de largos colmillos blancos. Nos vieron desde lejos, y nos hicieron señales amistosas con las manos, invitándonos hospitalariamente.
—Capitán —dije—, no me fío mucho de esta gente ni de sus ademanes cordiales. Más parecen demonios que seres humanos.
—Las apariencias engañan —me replicó el capitán—. A menudo, tropezamos en la vida con personas de exterior monstruoso que poseen un gran corazón y con otras de bella apariencia que carecen totalmente de él. Creo que podemos confiar sin reserva en las señales que nos hacen. Estoy seguro de que encontraremos entre esos monstruos más tiernas atenciones y hospitalidad que en ninguna otra parte.
Los marineros aprobaron unánimemente las palabras del capitán, y apresuramos el paso para acercarnos a la aldea. Los enanos nos rodearon y nos observaron curiosamente, con una expresión extraña y que me atrevería a llamar golosa.
—Capitán —susurré de nuevo—, ¿no le parece que estos enanos nos contemplan con apetito? ¿No es su mirada semejante a la de los caníbales consumados y expertos? Nos miran como si pensaran con qué ingredientes y salsas van a condimentar esta carne que hasta ahora hemos considerado como componente de nuestro seguro e incomestible cuerpo.
—Eres demasiado receloso —respondió el capitán—; a mí me causan más bien la impresión de monstruos benignos que desean compartir sus provisiones con nosotros.
Una vez más los marinos asintieron a las palabras del capitán, quien, por medio de señas, se esforzó en hacer comprender a los pigmeos que teníamos hambre y sed. Aquéllos entendieron inmediatamente los elocuentes ademanes de nuestro capitán. Una ruidosa algarabía se produjo entre la multitud. Era evidente que se consultaban acerca de algo, y el capitán nos explicó que, en su opinión, se preguntaban qué platos preparar para celebrar con esplendor y pompa nuestro arribo a la isla. Enjambres de enanos se afanaban en torno a nosotros. Mientras unos instalaban una mesa, otros acarrearon unos bancos, y los restantes corrieron a la choza más próxima, de donde salieron poco después en tumulto, llevando unos extraños vasos y una botella de forma irregular.
Nos sentamos a la mesa, en espera de la comida y la bebida. Los pigmeos nos ofrecieron los vasos, con una sonrisa que me pareció repugnante, mientras escanciaban en ellos un líquido verdoso. Aquel brebaje exhalaba un perfume tan denso, apetitoso, embriagador y tóxico, que el capitán y los marinos vaciaron con éxtasis sus vasos hasta la última gota, sin darme tiempo a prevenirlos. Estaba seguro de que aquella pócima contenía hierbas soporíferas, de ésas que privan de la conciencia y despojan completamente de la voluntad a quien no sabe resistirse a su perfume maléfico. No la bebí. Y acerté. Mis sospechas se confirmaron inmediatamente. Primero el capitán y luego todos los marinos, adquirieron una expresión extraña, de extravío e inconsciencia. Presa de una enajenación peculiar y de una rara clarividencia, comenzaron a decir cosas tan disparatadas, que los cabellos se me ponían de punta. Con gran experiencia y virtuosismo, enumeraban las diversas recetas culinarias que mejor convenían para cada una de las partes de su cuerpo. Observé con horror que los pigmeos escuchaban atentamente las instrucciones que daban aquellos insensatos. Era evidente que conocían nuestra lengua, aunque arteramente habían fingido no comprenderla.
El capitán, palpando sus rollizas mejillas, chasqueando la lengua, decía, en parte para nosotros, en parte para sí mismo:
—De estas mejillas conviene hacer dos buenos bistés fritos en mantequilla fresca. Yo les pondría encima una pequeña capa de ruibarbo y alrededor una corona de patatas fritas en la misma mantequilla, y bien doraditas.
Al oír esto, uno de los viejos marineros exclamó, golpeándose sus musculosas piernas:
—Con estos muslos haría yo unos buenos jamones ahumados; pero no con humo ordinario, sino con humo de enebro, que da un aroma y un gusto exquisitos.
Entonces uno de los marineros más jóvenes, contempló sus largos brazos y dijo con sonrisa de satisfacción:
—Conmigo se podría hacer un buen cocido, un cocido de huesos, al que habría que añadir unos nabos, unas ramas de apio, zanahorias y unas cuantas hojas de fragante col.
Tenía yo razón. Los pigmeos conocían nuestra lengua, porque uno de ellos, vestido como cocinero, se precipitó hacia el capitán y los dos marineros, dándoles palmadas en la espalda, les dijo.
—Vengan conmigo a la cocina, mi bistecito, mi cocidito, y tú también, mi pequeño jamón ahumado con enebro.
El capitán y los dos marineros se levantaron dócilmente y siguieron al cocinero. En vano los llamé por sus nombres. No oían, no querían oír mis advertencias. La diabólica bebida les había transformado de tal manera, que aceptaban con voluptuosidad la idea de ser preparados según las recetas que ellos mismos habían concebido. Marchaban embriagados por su destino, extraviados por su alegría inconsciente, abotagados por los efectos del licor que les había inyectado en la sangre el veneno de la locura. Lo único que habría podido detener su marcha a la cocina hubiera sido el saber que el cocinero pensaba prepararlos de una manera distinta a la que ellos se habían irrevocablemente destinado. Si alguien hubiese susurrado en aquel momento al oído del capitán que no iban a hacer bistés con sus mejillas, sino un vulgar asado o una ordinaria carne hervida, habría enrojecido de vergüenza o estallado en cólera. Me sentí sobrecogido de pesar, incertidumbre y espanto. Pero, ¿qué se podía hacer?
Nadie había escuchado las advertencias que pronuncié en el momento oportuno. Ahora era ya demasiado tarde. Todos mis camaradas habían perdido el juicio. Un espantoso e incomprensible delirio se había apoderado de sus espíritus, envenenados por la singular bebida. Todos soñaban sólo con el plato que el monstruoso cocinero de los pigmeos cocinaría con su cuerpo. Evidentemente, aquellos seres eran extraordinarios gastrónomos, y sus rigurosas leyes y costumbres les prohibían incurrir en el menor error en cuanto al aprovechamiento de la materia prima, es decir, en cuanto a la adaptación de ésta a la forma. Un error de tal género se consideraba allí como un crimen y era castigado con el asador; el condenado era puesto en la parrilla hasta que se asaba. Son costumbres sencillamente detestables, sobre todo si se las considera desde el punto de vista de un hombre de cultura que no sucumbe a las urgencias canibalescas. Sabía que iría perdiendo sucesivamente a todos mis compañeros y que me quedaría solo en la isla. Y así aconteció. Al cabo de cierto tiempo, los monstruosos pigmeos habían devorado a todos mis amigos, sin dejar uno solo. Era yo el único sobreviviente.
Advertí que la comunidad pigmea esperaba instrucciones culinarias concernientes a mi propia persona. Todos se mostraban sorprendidos de que de mi boca no hubiese salido receta alguna.
Los monstruos sospecharon que yo no había ingerido su brebaje. Como en la aldea había algunos árboles, me alimentaba con los frutos que de ellos recogía, lo cual no me estaba vedado.
Sin embargo, un día resolví abandonar para siempre aquella maldita aldea, aunque el dar ese paso me costara la muerte por hambre.
Adopté tal decisión en el momento en que, encaramado en un manzano, arrancaba sus suculentos frutos y los devoraba con excelente apetito.
De pronto escuché en el huerto el canto de una muchacha. Me sorprendió aquella voz agradable, casi acariciadora; porque las de todos los pigmeos eran terriblemente ásperas. Supuse inmediatamente que la cantante no pertenecía a su tribu, y miré en mi derredor para descubrirla.
Al fin, en un sendero lateral, vi a una hermosa jovencita. Era totalmente negra. Caminó hacia mí, y al llegar al árbol en una de cuyas nudosas ramas estaba yo sentado, levantó los ojos, de un azul turquesa, y me dijo:
—¡Hola!
—¡Hola! —respondí—. ¿Quieres decirme algo?
—Sí.
—Te escucho.
—No soy negra, soy blanca.
—Si mis ojos no me engañan —le volví a responder—, eres absolutamente negra.
—Es una ilusión —exclamó—. Soy blanca como el alabastro. Soy hija del rey Alkarys, y me llamo Armiña. Mi padre se extravió hace un año en los bosques de esta isla. Errando por ellos, llegamos a esta aldea abominable. Muerto de sed, mi padre vació de un solo trago la copa que le ofrecieron los enanos. La bebida trastornó su razón. Pidió que llamaran al cocinero, y le recomendó que hiciera con él un estofado y lo sirviera con alcaparras y pepinillos. En vano lloré y me retorcí las manos de dolor. En vano le supliqué que renunciara a tal género de recomendaciones y que no fuera a la cocina, donde ya estaba encendido un fogón para cocinarlo. Mis lágrimas y súplicas no produjeron el menor efecto. Con una voluntad y un ardor que era yo incapaz de comprender, mi padre cogió al cocinero por un brazo, y mientras le iba dando toda clase de detalles, recomendaciones y consejos culinarios concernientes a su propia persona, entró con él en esa funesta cocina, y a mí me dejó abandonada a mi triste destino. Se fue con prisa e impaciencia mal disimuladas, como si no pudiera aguardar más tiempo el momento en que harían con él un estofado con alcaparras y pepinillos. No quiero entrar en detalles sobre lo que aconteció. Baste decir que perdí a mi padre. Me dejó huérfana antes de tiempo. Había vivido como un rey y acabó en estofado. Me quedé sola. Logré escapar del delirio y la locura gracias a que me repugna cualquier licor. Los pigmeos me permiten vivir aquí y me dejan alimentarme con frutas. Soportaría mi soledad con fortaleza a no ser por el hecho de que uno de los enanos se enamoró de mí y me ha pintado de negro, no tanto por el deseo de desfigurarme, sino porque la blancura de mi piel, según dice, le oculta a sus ojos la belleza de mi cuerpo.
—¿Eres su mujer? —le pregunté.
—Sí —murmuró, y bajó la mirada.
—¿Te entregaste a él por tu propia voluntad?
La joven volvió a mirarme con sus ojos de turquesa.
—No —respondió—. Me forzó con amenazas de muerte.
—Hoy he decidido abandonar esta aldea para siempre. ¿Quieres acompañarme en mi fuga?
—Sí.
—Soy muy propenso al amor —continué—, y es posible que me enamore de ti cuando llegue a conocerte mejor. Ahora me resultaría difícil asegurártelo, porque la negrura de tu piel oculta a mis ojos todos tus encantos; pero creo que dentro de algún tiempo podremos lavar o desteñir ese color.
—No —murmuró Armiña con tristeza.
—¿Por qué?
—El monstruoso enano me ha teñido con un ungüento que si se lava para desteñirme, puede producirme la muerte. Me desvanecería en la nada y desaparecería ante tus ojos como un sueño.
No le respondí.
—¿Cuándo piensas abandonar la aldea? —me preguntó, después de un largo silencio.
—Cuando llegue la noche.
—¿Has cambiado de opinión? ¿Puedo aún acompañarte en tu viaje, aunque la negrura de mi piel oculte a tus ojos todos los encantos de mi persona?
—Puedes acompañarme —accedí.
—¡Dios mío! —suspiró la joven—. ¿Qué puedo hacer? Uno objeta mi blancura, el otro mi negrura. Uno me ha ennegrecido, y el otro quiere blanquearme. Uno me ha teñido, y el otro quiere desteñirme. ¡Sólo preocupaciones, sólo incomprensión!
—¡No llores, mujer! —exclamé desde el árbol—. Deja de suspirar con tanto agobio. Tan pronto como caiga la noche, huiremos de aquí, y quizás lleguemos a una bella región donde no existan ni preocupaciones ni incomprensión.
Cuando se hizo de noche y brilló la primera estrella en el firmamento, me interné con Armiña en el bosque más próximo. Lo atravesamos rápidamente; llegamos después a una meseta y luego, por fin, a la playa.
La suerte quiso que pasara un barco muy cerca de la isla, en dirección, según me pareció, de Balsora. Comencé a gritar con todas mis fuerzas para atraer la atención de los tripulantes. Nos vieron desde el puente, y el navío se dirigió hacia la isla.
Media hora más tarde, me hallaba sentado en el puente con Armiña, y narraba mis extrañas aventuras al capitán y a los marineros. Pero me había equivocado al suponer que el barco se dirigía a Balsora; iba hacia el país del rey Pawic, de quien precisamente eran súbditos el capitán y los marineros. A juzgar por lo que contaban, el rey Pawic era un hombre extraordinariamente cordial, simpático y bondadoso. Me incitaron con mucho entusiasmo a que me instalara permanentemente, junto con mi compañera negra, en su patria, en la que encontraríamos amistad y hospitalidad. Mostraron gran curiosidad por saber dónde había encontrado una compañera de viaje tan negra. Les relaté la historia de Armiña. Cuando terminé mi narración, un viejo y experimentado marinero me dijo, golpeándome amistosamente la espalda:
—No te preocupes ni aflijas por la negrura que cubre temporalmente a tu compañera.
Tengo cierta experiencia en estos asuntos, y por ello llevo siempre en el bolsillo una pomada que disuelve esta clase de tinte y no deja el menor rastro. Te la daré, y verás cómo tu muchacha blanquea.
—Desgraciadamente —repliqué—, el repulsivo enano afirmó que cualquier tentativa de borrar ese color le ocasionaría la muerte.
—¡Ríete del enano y de sus amenazas! —afirmó el viejo y experimentado marinero—. El enano negro quería tener una esposa negra, y se las ingenió para impedir que volviera a ser blanca, inventando ese cuento del peligro de muerte. Nada le sucederá a la pequeña si recobra la blancura y vuelve a parecer un ser humano. Ten confianza en un viejo y experimentado lobo de mar, que posee, además, una pomada decolorante. La blancura jamás ha llevado a nadie a la muerte. El ser humano se siente física y espiritualmente mejor en su aspecto habitual.
Dicho esto, sacó del bolsillo un frasco que contenía la famosa pomada, y me lo tendió con una sonrisa.
—Abjura de tu fe en los cuentos y hechicerías, y aprovecha mi pomada. Unta bien a la muchacha cuando sea la media noche, y volverá a ser blanca como una azucena.
Las palabras del viejo y experimentado marinero me convencieron, no sólo a mí, sino también a Armiña. Decidimos, pues, aprovechar inmediatamente la pomada ofrecida. Es cierto que una especie de inquietud indefinida turbaba a Armiña, aunque se esforzaba en dominarla.
—Por fin blanquearé, y volveré a ser como el alabastro —dijo, mirándome a los ojos—. Mi pecho se ensancha de alegría al pensar que esta negrura tan contraria a mi naturaleza, no ocultará más a tus ojos los encantos de mi persona. El otro me ennegreció, tú me blanquearás y todo tendrá un final dichoso.
Pero la calma y la alegría de Armiña eran ficticias. Observé que a menudo hablaba de ella en pasado, como de alguien que ha dejado de existir. Incluso en un momento de abstracción inquietante y singular, murmuró:
—Cuando vivía en la tierra esperé siempre una inmensa alegría, una felicidad mayor que yo misma, pero esa felicidad jamás se presentó. Ahora que ya no vivo, me siento mucho más grande que esa dicha que no logró llegar a mí.
—No hables como si hubieses muerto, Armiña —murmuré, cogiéndola de la mano—. Tus palabras y ese tiempo pasado que empleas incesantemente por descuido, me llenan de zozobra. Ten confianza. El viejo marinero está en lo cierto.
—Claro que sí —afirmó Armiña.
—Cuando llegue la noche... —proseguí.
—La noche ha llegado ya —me interrumpió Armiña.
Sólo entonces me di cuenta de cuán impresionado estaba por lo que iba a acontecer. Ni siquiera había advertido que era ya de noche. Las estrellas brillaban en el firmamento y la calma nocturna reinaba sobre la inmensidad del mar.
Permanecimos silenciosos durante un largo, largo rato, sin que ninguno de los dos quisiera o se atreviese a turbar el silencio. Por fin me decidí a hablar:
—Cuando llegue la medianoche...
—La medianoche ha llegado ya. . . —volvió a interrumpirme Armiña.
El puente estaba desierto. Tendí el frasco de pomada a Armiña. Lo cogió con mano temblorosa y me miró a los ojos.
Era la medianoche. Armiña metió sus negros dedos en el frasco y se los pasó por la cara. El rostro, el cuello, las manos se volvieron instantáneamente blancos.
Surgió ante mí una princesa maravillosa, blanca como el alabastro. Tendí las manos hacia ella, pero no me dio las suyas.
—Armiña, ¿por qué no me das las manos?
Armiña callaba.
Miré sus ojos de turquesa, pero la oscuridad de la noche me impidió conocer su expresión.
Armiña seguía blanqueándose de minuto en minuto; incesantemente se volvía más blanca, hasta que la cubrió al fin una extraña y espantosa blancura.
—¡Armiña! —murmuré otra vez—. ¿Qué sucede? ¿Por qué no hablas? ¿Por qué estás tan terriblemente blanca?
Armiña seguía inmóvil, apoyada en la barandilla del barco. Toqué sus manos. Estaban frías como el hielo. Toqué su frente, sus párpados, sus labios. Estaban fríos... Comprendí todo... Aquella blancura era la blancura de la muerte.
A pesar de eso, Armiña seguía blanqueándose. Su cuerpo se había vuelto casi transparente y se mecía al menor soplo de la brisa. Acabé por darme cuenta de que ya no tenía ante mí a Armiña, sino a una criatura extraña, inanimada, diáfana, compuesta de finos pétalos de flores suaves y blancos. Un violento y repentino soplo de aire deshizo en un abrir y cerrar de ojos aquel sedoso conglomerado, y lo dispersó en el aire, que se impregnó al instante de un mágico aroma de flores. Lo aspiré, repitiendo sin cesar:
—¡Armiña!... ¡Armiña!... ¡Armiña!...
Pero Armiña ya no existía.

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