Sufragista, cuentista y poeta británica. Como muchas mujeres de la época, utilizó el cuento como medio de expresión y revindicación política.
Este cuento fue publicado en enero de 1913 en la revista Votes for Women (aquí puede leerse el original). Parte de su poesía se publicó en Harper's Magazine (aquí puede leerse una muestra si se está suscrito a la revista).
La versión es la de María Luisa Venegas, Juan Ignacio Guijarro y María Isabel Porcel.
A las cinco en punto salió el cirujano por la puerta principal y, saludando al portero que le abrió con una inclinación de cabeza amigable, pero un tanto preocupada, se quedo por un momento absorto en lo alto de las escalinatas que conducían al hospital, mirando fijamente, pero sin verlos, el par de guantes que agarraba con una mano y consciente de un destello de narcisos amarillos en algún lugar cercano al escalón inferior.
El sol de poniente de abril bañó el cesto de la vendedora de flores formando una aureola gloriosa y se posó con suavidad sobre las paredes deslucidas de las casas en la calle larga, irregular, donde casitas de aguilones antiguos y escaparates especializados en aquellos manjares favoritos populares, como son las típicas manitas de cerdo y el panecillo británico, se alzaban apretadas entre grandes emporios modernos que hacían alarde de prendas baratas de relumbrón y comida vistosamente adulterada.
—¡Ya está! —exclamó el Dr. Graham para sí—. Una taza de te con tía Leebie. Esta tarde me viene bien un poco de optimismo.
Y, sin embargo, el optimismo no era una cualidad que los compañeros de trabajo consideraran que le faltara al Dr Graham. Jimmy, el pequeño paciente que había sido intervenido aquel día, lo creía extremadamente optimista, basándose en la constante y animada conversación que fluía siempre entre el vuelo de pequeños planeadores por encima de la cama, aunque él no lo hubiera expresado con esas palabras. La diminuta auxiliar de sala, que presumía orgullosa de su prerrogativa especial respecto a las batas blancas del doctor, que él le entregaba para que hiciera delantales con ellas «mucho antes de que se le pasen», estaba de acuerdo con Jimmy, infundiendo a su reconocimiento unas muestras de afecto de las que Jimmy, como hombre que era, se abstenía.
El cirujano bajó por las escalinatas del hospital y tomó el atajo hacia el parque, al otro lado del cual se hallaba Maitland Road y el chalet bien cuidado y alegre de Miss Elizabeth Sampson. La elección que había hecho Miss Elizabeth de Maitland Road como su lugar de residencia había sido determinada subconscientemente por la proximidad al hospital de su sobrino; conscientemente, el asunto se había dejado «sin reservas» en manos de la Providencia, cuya autoridad superior se vio casualmente reforzada por el beneplácito de parientes escoceses de gran autoridad.
La aparición de la vendedora de flores le recordó al cirujano de manera desagradable a la madre de Jimmy, hacia la que sentía en esta tarde de límpida luz solar de abril un cierto rencor no poco razonable por haber aportado aquél penoso añadido a la raza humana: Jimmy. (Le compraría un nuevo planeador para su convalecencia, si es que llegaba a esa etapa.) Con toda certeza, y esta reflexión le trastornó su mundo aún más, una endiablada maraña de causas contradictorias se había combinado para producir aquel fallo miserable y desamparado cuyo lastimoso vástago había yacido hoy desnudo y silencioso en la mesa del quirófano, mientras que diversos trabajadores altamente cualificados habían unido sus esfuerzos más encomiables por salvar, de ser posible, un cuerpecillo deplorable, podrido de enfermedades. Y ¿con qué fin? ¿Cuál podía ser el fin más probable de Jimmy que, según sus propias palabras, «no tenía taita»?
Le habían quitado el bulto del hombro, y lo más probable era que tuvieran que quitarle el brazo a continuación. Y Jimmy, por cuya existencia nadie daría nunca las gracias, estaba vivo aún. ¿Por qué, después de todo, se les permitía a los Jimmys como aquél venir a este superpoblado y podrido rincón del mundo? Y, sin embargo, era un mundo que producía narcisos dorados a la luz solar de abril y en el que las briznas de hierba crecían de un color verde esmeralda tras la lluvia de abril. Estaba claro que le había pagado de más a la vendedora de flores por los narcisos, pero servirían para alegrar los rincones de la acogedora habitación en Maitland Road, sobre todo si veía que quien estaba allí para colocarlos estratégicamente en jarrones donde la luz se topara con ellos era Joan Marchment.
¿Habría venido esta tarde desde su estudio a hacerle una visita breve a tía Leebie? El cirujano vio la cara de Joan ante sí mientras cruzaba el parque, con sus ojos color gris-avellana y sus pestañas rizadas, su cabello castaño-dorado con ondulados zarcillos cayéndole por las sienes, su boca seria tan dulce con hoyuelos a los lados; Joan con su ridícula devoción al trabajo y a la independencia y... a las causas. En realidad, podría tener su estudio de igual forma si... sí, y podría pintar tantos cuadros como ella quisiera. Y ¿en cuanto a causas? Sí, claro, no podía separar a Joan de las causas, y no lo haría si podía evitarlo. Las causas eran males necesarios; Jimmy y su madre eran pruebas fehacientes de ello. Pues la de Jimmy era una causa muy común: la vieja historia del hombre malvado y su víctima; y el hombre, como de costumbre, había escapado sin castigo. Le desagradaba pensar que Joan y la madre de Jimmy fueran dos aspectos de la misma cuestión. Joan y su rostro radiante; la maternidad, como sucedía tan a menudo y como bien podría ser; Joan y la madre de Jimmy; todo era endiabladamente confuso y enrevesado. Pero, iAy! ¡Que Dios la ampare, y a él, del mazo del juez y de la prisión de Holloway!.
¿Estaría ella allí esta tarde? Aquel «algo más», ese más del cual se percataba con creciente claridad a diario, ¿estaría más cercano hoy? Quizás la pregunta se dibujó claramente en su mirada al ofrecer las flores. Quizás fuera la causa por la que Joan se apresurara a reajustar la suya propia al tiempo que extendía las manos impaciente para coger los narcisos y se precipitara a buscar jarrones y a afanarse con ellos en los rincones de la habitación, mientras Miss Elizabeth organizaba las tazas de té. Hubo un traqueteo exultante, apenas perceptible, de las finas cucharillas de plata al entrechocar con los delicados y antiguos platillos azules. Tener el destino de las dos personas que más quieres en el mundo suspendido en el hueco de la mano; darles a dos tontos titubeantes otra ocasión más para poner fin a semejante locura; sujetar la Oportunidad firme pero discretamente con las manos.... Miss Sampson anticipaba la hora inminente cuando la oración se fundiera inevitable con la acción de gracias.
—Oye, Joan, tal vez podrías poner un salvamanteles —señaló tía Leebie, disimulando con poco éxito que era bien consciente del momento dramático que se cernía—; no quiero gotas de agua en la caoba pulida. Anda, por favor, pequeña, ven a sentarte y ponte cómoda para el té.
Como respuesta, unos brazos rodearon los pequeños hombros caídos y un beso se posó en el suave y plateado cabello.
—¡Qué tarde tan hermosa! —dijo la avispada Joan—. Daría cualquier cosa por tener un cabello blanco tan bonito como el suyo, querida Leebie.
—Y ¿qué tiene el tuyo de malo, me pregunto? Alee, podrías hacerte cargo de los bollitos quizás. Y ¿cuál ha sido el trabajo entusiasta que has estado realizando esta tarde? —añadió Miss Elizabeth, sirviendo la crema líquida con delicadeza y propiedad.
—Interfiriendo con la Naturaleza y su misericordiosa destructividad —contestó Alee inexorable, y las pestañas rizadas de Joan se alzaron y una pregunta se dibujó en sus ojos grises serenos muy abiertos.
Más tarde, cuando tía Leebie salió de la habitación presurosa para atender a una tarea que la absorbía en otro lugar:
—Cuéntame más —dijo Joan—. Sé que tienes algo más que contar.
Y le contó la historia pura y simple de Jimmy. A menudo hablaban sobre los terribles hechos de la vida; eran compañeros excelentes, aquellos dos, aunque uno estuviera muy enamorado.
—Es horrible —dijo Alee al concluir su historia—. La madre era una niña, apenas si tenía dieciséis años; y, tal como están las cosas, la justicia no llega a aplicarse a hombres como el padre. La ley, tal como está hecha, ni puede ni quiere tratar con justicia a estos pobres diablos.
—No —dijo Joan—. La ley, tal como está hecha, es la ley del hombre, y... bueno, tú ya sabes, tú ya lo sabes... tenemos que cambiarla... nosotras, las mujeres. Las mujeres tenemos que hacerlo por las mujeres y los niños y por los hombres. Tenemos que hacerlo con...
—¿El mazo? —añadió Alee, impulsivamente, mirando aquellas manos aparentemente delicadas y fuertemente apretadas al par que sentía una punzada extraña en el corazón.
—Con violencia, parece ser. El reino de los cielos ha de ganarse de esa manera a veces, como bien sabes. Con la fuerza, ciertamente, si es que... si no hay otra forma. ¿Y qué otra forma hay? —añadió apasionadamente—. Todas las otras formas se han probado una y otra vez durante medio centenar de años. Un instrumento, y sólo uno, nos dará poder para enmendar la ley; y la ley del hombre para hombres y mujeres hay que cambiarla. Los hombres no la van a cambiar nunca, ni nos darán, si no es con la fuerza, aquello cuya ausencia hace que todas nuestras cruzadas sean inútiles. Por tanto (la voz, triste y abatida pero no insegura, bajó de tono), por tanto, utilizaremos la fuerza que sea necesaria, y algunas de nosotras moriremos, supongo. No —dijo cuando él intentó cogerle de la mano protestando—; no, no puedo escucharte ahora.
—Sí —la interrumpió Alee—, me escucharás. Sabes que te amo y... creo que tú me correspondes. Quizás no lo sepas aún, pero creo que lo averiguarás pronto. Joan, cásate conmigo. No seré un estorbo en... en tu trabajo, aunque crea que te equivocas en lo que a tus métodos respecta. Quiero que seas mi esposa. Quizás el mundo nos quiera a ambos. No es un despropósito que un hombre ame a una mujer como yo te amo a ti. Cásate conmigo, Joan, y... y verás —la tenía cogida de las manos. Allí de pie, cara a cara, notó que le temblaban y que su cuerpo delicado se agitaba levemente. Entonces aquellas pestañas rizadas se alzaron lentamente, mostrando unos ojos empañados en lágrimas.
La necesitaba, este arrojado amante. Ella vio la necesidad masculina que tenía de ella; también, como a través de una ventana abierta de par en par, tuvo una visión de su legítimo reino femenino: la dulce santidad propia del estado de esposa, de madre y la del hogar. Y allí estaba él, el hombre que poseía la llave de la casa-tesoro, que la amaba y a quien ella sabía que amaba.
—Y algunas moriremos —implacables, sus propias palabras resonaron en su corazón.
Liberándose las manos, Joan le tomó a él las suyas y se las apretó con fuerza.
—Te amo —dijo ella. Se detuvo, y sus ojos mostraban orgullo y contento... y amor—. Pero, mientras que los hombres mantengan cerradas las puertas de la justicia a las mujeres, mientras que puedan, amparados por la ley, encerrar a las mujeres en un infierno, mientras que la maternidad sea... lo que es para la madre de Jimmy, y los hombres amparados por la ley lo permitan, no me casaré con hombre alguno. Trabaja para nosotras, para nuestra causa común, la causa de las mujeres y de los hombres. Es verdad que el mundo nos quiere a ambos, y a ambos juntos. Ayuda a derrumbar el infame muro que nos divide. Y cuando se haya ganado la causa, el mismo día en que la victoria sea nuestra, si aún me sigues queriendo... —le besó las manos, que retenía entre las suyas, sonriendo con lágrimas efusivas en los ojos—. Te amo —finalizó—. Me casaré contigo... entonces.
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on 10 mayo 2012
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