La versión del cuento es la de Mikel Arizaleta.
Berçem tiene exactamente mi edad, pero es más alta. A mi madre le da rabia: «¿Pues qué ha comido esta chavala de pueblo para crecer tanto?». Debe ser pariente de mi padre. He oído a mis padres hablar de ella, por lo visto se quemó su pueblo y ellos se vieron obligados a venir a Diyarbakir. Cuando mi madre fue operada de hernia discal, mi padre la trajo a casa.
Al principio ella tenía un gran moño negro. Mi madre se lo cortó enseguida. Luego la llevó al peluquero para que le hicieran la permanente. Berçem no dijo ni palabra, a veces me sonreía mostrando una pequeña cavidad en su carrillo izquierdo. Hacía todo el trabajo de casa. Con un frío de mil demonios fregaba el balcón, tiznado de hollín, y limpiaba las ventanas; se le hinchaban y enrojecían las manos, se notaba el blanco vapor de su boca y ella no se quejaba. Un día mi padre nos trajo champú para el pelo a las dos. Mi madre se enfadó: «¿Para qué necesita este bicho piojoso champú? ¡Ya es suficiente con la comida y bebida que aquí recibe!». Mi madre no quería que fuéramos amigas, nunca nos dejó comer juntas. Cuando mi madre salía a la calle me llevaba consigo para que yo no intimara con Berçem. Berçem limpiaba nuestros zapatos y planchaba nuestra ropa. Yo enrojecía de vergüenza cuando ella planchaba el mandil de mi uniforme de colegio y mis pañuelos. Mi madre no tenía compasión, sólo pensaba en sí misma.
Se dejaba masajear la espalda durante largas horas por Berçem. Bebía el café y té que Berçem le preparaba, y veía películas. Cuando, al anochecer, regresaba mi padre, mi madre se hacía la enferma.
Hace poco Berçem enfermó de anginas. Mi padre le explicó que debería tomar medicinas. Aquel día mi madre había ido a su goldtag. Me alegré de que esta vez no me llevara consigo. Me senté en la cama de Berçem y percibí su fiebre: estaba ardiendo. Sus ojos amielados estaban enrojecidos, sus pestañas pegadas. Al igual que madre hacía conmigo, yo le coloqué en su frente y en los sobacos guata impregnada en alcohol. Incluso cuando gemía me miraba a los ojos y sonreía. Cuando bajó la fiebre se incorporó en la cama, agarró mis manos y las acarició. «Qué buena persona eres», me dijo, y yo me espanté: «¡Sabía turco!». Hasta ahora sólo había hablado con mi padre en kurdo. Berçem había cuidado a los niños de los policías en el cuartel del pueblo y allí había aprendido turco. Me contaba cosas de su pueblo. Me dijo que allí las yerbas altas huelen en primavera, las tórtolas arrullan y los búhos claman durante todo el día. En las colinas, que huelen a narciso y azafrán, ellas recolectaban acanto y acedera para aderezar con ellas el guiso. Cuando iban a los huertos cantando al amanecer, comían higos y uvas con una fina capa de escarcha... Berçem se humedecía los labios resecos y contaba historias sin parar. Cuando dijo: «Aquí, en la ciudad, las casas parecen cárceles y todo huele a carbón y basura», su voz se quebró y corrieron lágrimas por sus mejillas.
Cuando su pueblo en llamas convirtió la noche en claro día, a una le revolvían las tripas el gemido de los animales y el hedor a carne quemada... Con gran pánico y miedo los habitantes del pueblo hicieron a pie el largo camino hasta la ciudad más importante de la comarca.
Cuando la llave giró en la cerradura, Berçem se escondió bajo la manta y yo corrí a mi cuarto. Mi madre entró en el cuarto y arrugó la nariz: «¡Aquí huele horriblemente!». Abrió la ventana de par en par. Berçem temblaba en la cama con sus labios azules. Madre frunció las cejas pintadas y gritó: «¡Levántate de una vez! ¡Con anginas, la fiebre tan sólo dura un día! ¡Lo que a ti te pasa es que te gusta demasiado la cama!». Berçem se mordió los labios, le temblaban sus aletas nasales, cabizbaja se esforzaba en no llorar. Una vez se entrecruzaron temerosas nuestras miradas. Llena de ternura miré en sus ojos semiimpotentes y le sonreí. Mi madre me agarró por la solapa, me escupió en el rostro su desagradable aliento de olor a tabaco y estirándome de la oreja me espetó: «¡Alma de esclava! ¿Qué tienes que ver tú con esta idiota?». Me apuntó con su cigarrillo en la mano, se estiraron sus hombros y esponjó su pecho, su barbilla yacía erguida y la cabeza levemente inclinada a la izquierda, al tiempo que con una sonrisa de asco y desprecio en sus labios me instruyó: «A la gente taimada debes mirarla así, si no quieres ser tú misma trivial!». Me hubiera gustado gritar, golpear a mi alrededor y hacer añicos muchas cosas. Pero lo que hice fue ir a mi habitación y llorar. No podía ser mi madre quien hizo cortar la trenza negra a Berçem, quien le quitó el champú, quien siempre le sirvió alimentos limpios de carne aunque ella almacenara en su cuerpo más grasa que un faisán, quien alimentaba a Berçem con pan enmohecido. Cuando ella consintió que Berçem se pusiera sus medias viejas y vio lo bien que le sentaban a sus bellas piernas, envidiosa cosió una trencilla de goma a su áspero y raído pantalón del pijama, obligando a Berçem a ponérselo bajo su vestido; y aun así, como el frunce de goma le quedaba un poco alto, asomaron por abajo unos huesos delgados y bien formados.
Ayer noche me metí en secreto en el cuarto de Berçem. La luz violeta del farol de la calle iluminaba débilmente el armazón de su cama. Al verme, musitó con voz temblorosa: «¡Si te ve tu madre, se enfadará!». Me coloqué a su lado. Con sus manos inmensas con olor a lejía envolvió sus rodillas. Me habló de lagos, en los que moraban hadas, y de cuevas de espíritus. Yo no creía ni en hadas ni en espíritus, pero ellos son los más bellos héroes de los cuentos. Yo le hablé de la escuela y de mis amigas. Ella conocía ya algunas letras. Colocando su inmensa mano sobre la boca, a modo de coraza, preguntó: «¿La que parece un peine, es la E, no?». Si no hubiera tenido miedo de mi madre, le habría ayudado a leer y escribir. Mi padre siempre venía tarde y cansado, la mayoría de las veces se acostaba enseguida, a menudo yo ni le veía.
Ahora yo traía de la escuela todos los días para Berçem chocolate de pistacho. Lo que más le gustaban eran chicles con sabor a melón. «Chicles con olor a melonar», decía ella. Cuando ella comía el chocolate, siempre me daba un trozo, incluso cuando yo lo rechazara. El papel del chocolate lo escondía ella en el escote, para que mi madre no lo encontrara. Nosotros nos reíamos y nos abrazábamos, y temíamos...
¿Por qué estaba mi madre siempre de tan mal humor? Sólo hablaba como dando órdenes, jamás me dio un beso.
Mejoró el tiempo e hizo más calor y el sol se coló en la habitación, por las ventanas abiertas penetró el olor a hierba fresca, el olor a primavera. Berçem está a menudo enferma. Su trabajo es duro y a veces respira con dificultad, entonces sus labios y uñas de las manos se tiñen de color lila. Cuando esto sucede, ella se sienta en el suelo y aprieta la mano contra su corazón. Lo he sentido en mi misma mano: su corazón se asemeja al aleteo de un pájaro. Mi padre y mi madre han discutido sobre esto. «¿Qué más puedo hacer con la muchacha enferma?, la despido», había dicho mi madre. Mi padre se había opuesto: «¡Cómo puedes hablar así! ¿Acaso no sabes qué es la necesidad y la pobreza? Si pudiéramos operarla, sanaría completamente».
Hoy ha llegado la madre de Berçem. Portaba zapatos azules de plástico, un vestido antiguo a modo de abrigo, y una cinta negra sujetaba el pañuelo blanco de su cabeza. Tenía unos ojos grandes y sin brillo y unos labios muy delgados. Se arremolinó en el sillón de junto a la puerta e intentó quitar del vestido hilachas donde no las había. Ella habló largamente con mi madre, de modo que madre se puso nerviosa y comenzó a discutir conmigo. Berçem abría los ojos. Luego mi padre y mi madre salieron del cuarto. Berçem se arrimó a su madre. Al hablar las dos en su propia lengua, se humedecieron los ojos de Berçem. Su madre me miraba y sonreía al tiempo que acariciaba a Berçem la cabeza y así la tranquilizaba.
¡Berçem tenía que irse! Se puso el vestido de seda rojovioleta, que mi padre le había comprado para la fiesta, hecho por el que la madre había armado una trifulca. Al atarse las sandalias, que yo le había regalado, me sonrió. Su madre colocó sus manos en el ancho cinturón de tela, que ceñía su cuerpo, y miraba al suelo. Se negaba a coger el dinero que le entregaba mi padre. Luego, ella le besó en los hombros. Se dice que es una demostración de respeto frente a los hombres. Al abrazarme a ella, se me puso un nudo en la garganta. Miré a Berçem: respirando con dificultad, se restregó las lágrimas de los ojos y se inclinó ante la mano de mi madre. Cuando mi madre le dijo secamente: «No es necesario», la hubiera matado.
En el descansillo de la escalera se volvió Berçem por última vez e intentó sonreír. Cuando, cabizbaja, bajó deprisa las escaleras, de nuevo le cayeron los pelos sobre los hombros, pelos que otrora mi madre le había cortado.
Mi madre se colocó bigudíes en el pelo como si nada ocurriese. Iba y venía moviendo las caderas. Frente al balcón sentados, tres hermanos comían un bocado con su madre. ¿Y yo, por qué yo no tengo ningún hermano?