Julia Slavin - "Odontofilia"

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Novelista y cuentista estadounidense. Sus mundos suelen ser una mezcla de realidad y fantasía. Este cuento pertenece a “The Woman Who Cut Off Her Leg at the Maidstone Club and other stories” y la versión que pongo es la de José Luis López Muñoz (la versión original puede leerse aquí).

Una vez me enamoré de una mujer a la que le crecían dientes por todo el cuerpo. El primero se le presentó como un punto duro en mitad de la tripa. Pronto se transformó en diente, un diente de verdad con borde irregular y corona, esmaltado como una perla. Me pareció sexy: una joyita en el botón del ombligo. Bastaba con que Helen se levantara la blusa y se moviera como una bailarina de harén para ponerme como una moto. Luego, un día, al volver a casa de la fábrica, Helen me llamó desde el piso de arriba. Estaba sentada al pie de la cama envuelta en una toalla, todavía húmeda y resplandeciente de la ducha. Alzó un brazo. Palpé la zona. Con el brazo levantado era posible distinguir la silueta de una hilera de incisivos superiores que empujaban por debajo de la piel. Dios mío, pensé, la carne suave bajo su brazo se parecerá muy pronto a la mandíbula de un cocodrilo. Me dijo que aquello le escocía y le dolía desde algún tiempo atrás. Le dije que no se preocupase. No era nada. Desaparecería. Incluso conseguí que me creyera el tiempo suficiente para que conciliara el sueño, mientras yo me quedaba despierto toda la noche, preguntándome qué demonios se podía hacer. Pero por la mañana, cuando me arañó el muslo con un molar que le había brotado en una corva, llamé al doctor Manfred.
—Sí, bien... sí, bien... —murmuró mientras examinaba el cuerpo de Helen con una lupa pequeña que se parecía a las utilizadas por los joyeros para valorar diamantes. Con cada «sí, bien» se me dilataba el pecho, tensando los botones de la camisa. Tuve la sensación de que iban a salírseme las costillas de la camisa y a amontonarse en el suelo como otros tantos palillos.
—Bien ¿qué? —quise saber.
Apartó la lupa y me obsequió con una sonrisa más falsa que Judas.
—Entiendo que haya pensado que podían ser dientes.
Se sacó un escalpelo de la chaqueta blanca y empezó a raspar uno de los que le crecían a Helen en el pliegue del codo. Fueron apareciendo delgadas tiras translúcidas, semejantes a las capas de una cebolla. Helen apretó los labios pero no se quejó. Era valiente cuando se trataba de soportar el dolor. En un cuenco de metal, el doctor Manfred machacó el diente con una mano de mortero de mármol hasta conseguir un fino polvo blanco parecido a arena.
—Tiene calcinosis, querida mía —dijo—. Se trata de un trastorno de la calcificación —presionó un recipiente con jabón líquido y se frotó las manos hasta conseguir una espuma muy densa—. A veces se produce un aumento de los depósitos de calcio en el organismo —añadió con un ruido de fondo de agua corriente—. De ordinario no vemos la calcificación en formaciones externas, quizás una placa en la dermis, un depósito en un nódulo. Nada que pueda preocuparnos, de todos modos —agitó las manos para secárselas al aire—. Haremos unos análisis de sangre, revisaremos el tiroides. Son cosas que normalmente acaban por desaparecer. ¡Puf!
Helen recogió un poco del polvo del cuenco de metal con los dedos pulgar e índice, se frotó con él la palma de la mano y luego dejó que se le escurriera entre los dedos para volver a caer en el cuenco. El doctor Manfred le preparó una receta para sustituir el calcio y dijo que evitase la sal.
A la mañana siguiente Helen se dio la vuelta en la cama y vio en la sábana una larga serie de agujeros a la misma distancia, como si una plaga de gorgojos del algodón hubiera estado comiéndose la tela. Al limarle el diente del codo, el doctor Manfred había conseguido hacer sitio para más. Helen tenía dientes por todo el brazo. Su hombro parecía la espalda de un estegosaurio. Cualquier tonto podría haberme dicho que el doctor Manfred no era el médico que necesitábamos.
La sala de espera del doctor Freedman tenía sillas bajas y mesitas con lápices de colores y cuadernos con dibujos para colorear. Algún chaval ya los había revuelto, garrapateándolo todo en verde. Pato verde, vaca verde, pastorcito verde, oveja verde.
—¿El doctor atiende a adultos? —le pregunté a la recepcionista.
—Sí, también —me aseguró, con voz apenas audible.
Reservé para Helen la última silla normal y ocupé una de las pequeñas. Tenía las rodillas a la altura de la cara. Al chaval sentado en la misma mesa que yo le parecía fatal que todos los cuadernos para colorear estuvieran usados, y su madre le dijo que usara la imaginación e hiciera sus propios dibujos. El chico la miró como si fuese estúpida. Luego reparó en Helen. Todos los chavales la estaban mirando con la boca abierta, incluso después de que sus madres les dijeran que no era de buena educación. Incluso cuando Helen les sonrió y les dijo hola, siguieron mirándola boquiabiertos. La hilera de premolares que le atravesaba el pómulo era en verdad llamativa.
Empecé a pasear arriba y abajo cuando Helen llevaba una hora en la consulta del doctor Freedman. Luego fueron dos horas. Los demás enfermos se impacientaban y la recepcionista trataba de disculpar al dentista.
—Estoy segura de que es un caso grave —dijo-. Todos ustedes querrán que les dedique el tiempo que necesiten cuando les llegue el turno.
—¿Por qué has tardado tanto? —le pregunté a Helen mientras volvíamos a casa en coche.
—Mi dentina está hiperestimulada —respondió, mirando por la ventanilla a las sombras de los árboles—. El doctor me ha dicho que deje de tomar el sustituto del calcio. Y quiere verme dentro de una semana.
—¿Para qué?
—Dice que tengo doce caries.
Bajó el parasol con el espejito y se aplicó de nuevo el lápiz de labios.
—Deja que me ocupe yo —respondí—. Preocúpate sólo de curarte y déjame lo demás.
Extendí la mano y le toqué la rodilla.
Se volvió hacia mí.
—¿Te importaría parar? Necesito caminar un rato.
—Lo que tú quieras —dije, deteniendo la camioneta en el arcén.
—Te veré en casa.
Y se bajó.
—Te acompaño —dije.
—Necesito estar sola un rato —respondió antes de cerrar la portezuela.
Los dientes empezaron a salirle con regularidad. Todas las mañanas había algo nuevo que señalar, algo que empujaba la piel, un endurecimiento entre los dedos de los pies, una placa callosa en una oreja. Luego pasaban unos días sin que sucediera nada, y yo pensaba que quizá todo terminase por desaparecer, como había anunciado el doctor Manfred. Pero muy pronto el calambre que obligaba a Helen a frotarse la cadera se explicaba por la aparición de un nuevo diente, de la misma manera que de un grano rojo encima de la ceja brotaba una muela.
—Dime si estoy muy fea, Mike —me pidió una mañana, mientras contemplaba cómo unas ardillas vaciaban de semillas los comederos de los pájaros.
Le aparté el pelo y contemplé su rostro, manchado y punteado de incisivos.
—Nunca podrás estar fea —le respondí. Y lo decía en serio.
Durante muchas horas corté y amontoné leña en la parte trasera de la casa, estudié la manera de impedir que Helen tuviera miedo, y pensé en lo mucho que la quería y en cómo la experiencia que vivíamos juntos me lo confirmaba.
Una tarde la oí cantar en el baño del piso bajo: Delta Dawn, para ser más preciso. Dejé el hacha clavada en el tocón y me coloqué donde pudiera verla; estaba delante del espejo del botiquín, y se frotaba todos los dientes del cuerpo con agua oxigenada y una gamuza, como si fueran piececitas de cristal tallado. Se había recogido el pelo de manera diferente mediante un broche en forma de girasol y se había pintado los labios con un color rosa brillante. También estrenaba vestido, de gabardina amarilla, muy ceñido bajo los pechos, que se le ajustaba mucho en la cintura y se cerraba con una larga fila de botones. Vi cómo se ponía los pendientes, unos jacintos que recogían la luz, y se abrochaba un collar a juego. Luego torció la cabeza, me vio allí, las manos contra la ventana, empañando el cristal con el aliento, y gritó como si la estuviesen asesinando.
Helen iba con frecuencia a la consulta del doctor Freedman y por las razones más diversas.
«Dice que necesito otra limpieza», explicaba, o «Quiere más radiografías». Yo pasaba horas en la sala de espera de los niños y oía las risitas y las carcajadas de Helen en el despacho del médico. En una ocasión, cuando el silencio me pareció excesivo, entré. Estaba atontada y divertida bajo los efectos del gas hilarante.
«No esperará que la trate sin anestesia», dijo el doctor Freedman, quitándose con brusquedad los guantes de goma. Helen le arrebató uno, sopló dentro hasta convertirlo en un globo con cinco dedos y al soltarlo atravesó la habitación volando. La saqué de la consulta agarrada por la muñeca.
Cuando llegamos a la camioneta, Helen estaba furiosa. Afirmó que mi comportamiento carecía por completo de justificación. Traté de discutir con ella, pero me respondió que no la molestara, porque le estaba saliendo un diente en la nuca, precisamente en el sitio donde, sin pensarlo, solía yo colocar la mano durante los viajes largos y en los atascos.
Una noche, al volver a casa de la fábrica, encontré una nota de Helen en la que me decía que cenase sin ella. Me preparé un sándwich con un par de lonchas de queso que tenían los bordes endurecidos y añadí medio bote de mayonesa para disimular el sabor de unas sobras de pavo. Luego estuve viendo voleibol playa en un canal deportivo.
Helen se desnudaba cuando me desperté. Sin la ropa era un tesoro de la tumba del rey Tutankamón, una estatua dorada cubierta de piedras preciosas. Durante un momento de duermevela pensé que nunca había visto nada tan hermoso. Luego me di cuenta de qué era lo que estaba contemplando.
—¿Te has vuelto loca? —pregunté, refiriéndome a las hileras y más hileras de empastes en oro—. No nos lo podemos permitir. ¿Cómo se te ha ocurrido?
—Son un regalo del doctor Freedman.
Aquello acabó de sacarme de quicio. No estaba dispuesto a que un dentista me quitase a la mujer que amaba. Me embutí los pantalones, me puse la camisa y los zapatos y cogí a Helen de la muñeca.
—Pensé que te gustarían —exclamó, mientras yo arrancaba su bata de un clavo en la puerta y la sacaba a empellones de la casa—. ¡Lo hice por ti!
La obligué a subir a la camioneta y salimos zumbando. Con Helen que gritaba y se agarraba a la correa de encima de la ventanilla, conduje dando bandazos y raspando esquinas a cincuenta kilómetros por encima del límite de velocidad.
El doctor Freedman vivía en una casa nueva de ladrillo de dos pisos que comunicaba con su consulta. Abrió en persona su enorme puerta principal cuando golpeé con fuerza el chabacano llamador con forma de cabeza de león. Llevaba puesto un pijama azul de seda. Helen, mientras tanto, trataba de soltarse y me daba patadas en las espinillas con sus piececitos puntiagudos.
—¿Por qué no entra, Mike? Hablemos con calma.
Freedman trataba de comportarse como si controlara la situación y el chiflado fuese yo.
—No queremos limosnas suyas! —grité.
—Los empastes han sido un regalo, Mike. Cortesía profesional. Por todo el trabajo que Helen me ha proporcionado.
—Quíteselos.
—Eso no es razonable, Mike. Nada razonable.
Freedman alzaba sus manitas delicadas, su única defensa, mientras me acercaba para partirle la boca. Helen aullaba. Le hacía daño en la muñeca. La solté y cruzó corriendo el césped. EL dentista y yo nos quedamos allí como una pareja de perros perezosos y la vimos correr, vimos cómo abría surcos con los pies en la hierba del dentista, sus dientes irisados a la luz de la luna.
No fui a trabajar al día siguiente. No pude levantarme de la cama. Llamé a la fábrica y dije que tenía la gripe. Llamé a todas las amigas de Helen para preguntarles si la habían visto. A eso de las doce recorrí en coche los sitios que le gustaban: la Boutique de Hatcher, Palabras de Amor, el Emporio de las Flores, aunque sabía más que de sobra que no iba a encontrarla en ninguno de aquellos sitios. Compré unas rosas en el Emporio, volví a casa y vi la televisión. Helen se presentó a las cinco de la tarde. Se había cambiado el oro de los empastes por porcelana. Me dio las gracias por las flores y subió a bañarse. Me aposté delante de la puerta y le pregunté si quería una copa de vino, cacao, toallas calientes recién salidas de la secadora, un sándwich, algo de música, una almohadilla hinchable para el cuello, cualquier cosa.
—No, gracias. No, gracias, nada. Si quieres hacer algo —añadió cuando se me acabaron los ofrecimientos y ya me iba—, me puedes frotar la espalda.
Abrí la puerta de un empujón. Estaba sentada como una reina y sus brazos descansaban en los bordes de la bañera con patas terminadas en garras de león. Procedí a arrodillarme. Abrió un poco la boca y la besé. No respondió a mi beso, pero tampoco lo rechazó. Bajé con la lengua hasta el cuello y después al círculo de dientes puntiagudos que le rodeaban los pezones como sendas fortalezas. Alzó el pecho. Entonces me apoderé de la pastilla de jabón y la froté hasta conseguir espuma. Se inclinó hacia delante, con lo que provocó que turbias olitas se estrellaran contra los costados de la bañera. El agua estaba llena de grumos de polvo semejante al yeso. Alcé los ojos al techo para ver si se había caído un trozo de enlucido. Luego le miré la espalda. Se estaba despellejando como por una terrible quemadura del sol y la piel se enrollaba y desprendía en virutas.
—Sé el aspecto que tiene —dijo Helen antes de que pudiera abrir la boca—. Frótame por los bordes. Facilitará el proceso.
—¿Qué proceso? —conseguí preguntar. La superficie bajo la antigua piel parecía muy sensible y estaba arrugada y rosa como la de un recién nacido. No me atrevía a tocar, temeroso de hacerle daño. Dijo que no le dolía, tan sólo le picaba y escocía un poco. Luego vi un par de dientes que flotaban en el agua del baño como si fueran parte de una hilera de boyas en una bahía oscura y rocosa.
Durante algún tiempo pareció que volvíamos a la normalidad. Todas las mañanas encontrábamos varios dientes dentro de la cama o dando vueltas en el desagüe de la ducha.
—Tíralos, deshazte de ellos —dije, pero Helen los guardaba en una cestita zulú.
—Para joyas —decía, mostrándolos en el cuenco de la mano como piedras preciosas—. Quizá un collar.
Me sentía tan feliz y aturdido durante aquel periodo que Helen podría haber salido a la calle con un cesto en la cabeza sin que yo pusiera ninguna objeción. Le compré de todo. La llevé a bailar aunque soy un desastre corno bailarín.
Freedman aconsejaba cautela.
—Helen necesita cuidados especiales durante este periodo —dijo—. Está completamente indefensa.
Me hizo ir a su consulta para hablar sobre su último análisis de sangre. Tenía demasiado carbonato de calcio. Le preocupaba que se le cayeran todos los dientes.
—Me mira usted como si pensara que no soy capaz de cuidar de mi esposa —dije.
Se encogió de hombros. Yo sabía que estaba enamorado de Helen. Quiero decir que todo el mundo lo estaba. Me sentaba en un taburete en el Mug, donde trabajaba de camarera, y bebía whisky con mucha agua, esperando una oportunidad para hablar con ella. Había otros dos tipos que hacían lo mismo. Pero donde Helen entró una noche de nieve, después del trabajo, fue en mi coche; y cuando extendió una pierna lo hizo por encima de mi regazo y fue mi mano la que retiró el elástico que mantenía en cola de caballo sus largos cabellos castaños. Ahora se estaba curando. No iba a necesitar más al doctor Freedman, que la estaba perdiendo y no lo llevaba nada bien.
Se le cayeron más dientes, se le cicatrizó la piel de la espalda y con el tiempo el calcio en sangre le disminuyó muchísimo.
Pero entonces las cosas empezaron a ir mal otra vez.
Una hermosa mañana de primavera salí de la fábrica y Helen estaba sentada en el capó de nuestra camioneta, golpeando el neumático con los talones como si fuera una niña.
—Me están saliendo las muelas del juicio —sonrió orgullosa.
Me quedé helado.
—¿Dónde?
Primero bajó los ojos con timidez y después volvió a alzarlos.
—Aquí abajo.
—Ah —dije. ¿Qué se puede decir cuando tu mujer te cuenta algo así?—. Ah.
Me rodeó el cuello con los brazos y se dejó resbalar por el capó. No pesaba más que una brizna de hierba. Luego mi cerebro entró en acción y me di cuenta de que se estaba cayendo. Y que yo no se lo impedía. La sujeté por debajo de los brazos antes de que se estrellara contra el asfalto.
—Estoy bien, Mike. De verdad. Sólo un poquito débil.
Se apartó de mí e hizo unas piruetas inconexas por el aparcamiento, como una bailarina de cristal sobre una caja de música estropeada.
Decir que los dientes reaparecieron sería quedarse corto. Derribaron puertas e irrumpieron. Crecían formando montículos, unos encima de otros, en pequeños amasijos con muescas, como piedras caídas de las ruinas de un templo, en grupos como si se tratara de mosaicos. Crecían rectos y torcidos y cabeza abajo y medio encarnados. Podías sentarte y verlos crecer, ver cómo se abrían camino hacia el exterior lo quisieras o no. Helen aseguraba que no dolían. Incluso se emocionaba cuando sentía salir alguno.
—Mira ése —gritaba—. ¡Aquí viene otro!
Y los cepillaba y los frotaba con bicarbonato y agua oxigenada, se pasaba todo el día delante del espejo, cantando y sacándoles brillo.
No llevaba ni quince minutos en la consulta de Freedman cuando se me agotó la paciencia y entré por las bravas. Me miró como si estuviera muy cansado de mis intromisiones. Bueno, pensé, tendrás que acostumbrarte. Cuando di la vuelta alrededor del sillón, vi que le había puesto las piernas en unos estribos.
—Necesita empastes —dijo.
Todo el asunto del doctor Freedman había logrado desquicíarme. Se pasaban todo el tiempo hablando por teléfono, reían mucho y se citaban todos los días. Con la imaginación, los veía pasándose el uno al otro el tubo de goma del gas hilarante. Veía a Helen con las piernas colgadas sobre los brazos del sillón y a Freedman arrodillado delante de la parte más sabrosa.
—Espero que no le importe el taladro —dijo él, y debía de pensar que era muy divertido porque Helen se reía y le rodeaba el cuello con los brazos, acercándolo a ella.
Empecé a seguirla, escuchaba sus conversaciones telefónicas desde el otro aparato. Pero como espía soy un desastre. Me pillaba una y otra vez.
—Sé que estás ahí, Mike —decía en el teléfono, mientras hablaba con una de sus amigas sobre un tratamiento completo de belleza que había descubierto en una revista—. Te oigo respirar.
Y yo colgaba y me sentaba en la cama con las manos debajo del trasero.
Una vez empezó a dar golpes en el cristal de la ventanilla de mi coche en el aparcamiento del súper, donde me había quedado dormido esperando a que saliera.
—Las relaciones o se basan en la confianza, Mike —me gritó desde el otro lado del cristal—, o no existen.
Se estaba poniendo muy desagradable. Me hablaba con brusquedad todo el tiempo. Según ella, no era capaz de hacer nada bien.
Una noche salió de casa hecha una furia, con las muletas que ya tenía que usar debido a la rigidez en las piernas. Dijo que el doctor Freedman y ella iban a un concierto de música clásica.
—¿Música clásica? —le pregunté desde la entrada principal.
—Sí —respondió con un bufido—. Música clásica.
—¿Para qué? -dije.
—Para tener un poco más de cultura —gruñó, su rostro muy cerca del mío, tres colmillitos como remate de su barbilla puntiaguda—. Tú y yo, Mike, somos unos incultos.
Intenté pasar la noche con otra mujer. Robin era una camarera del Mug que siempre andaba buscándome cuando yo quería estar sólo con Helen. Fuimos a su apartamento, pero me desagradaba tocarla. La encontré demasiado blanda y suave, echaba de menos los puntos ásperos de Helen, sus premolares y molares, colmillos puntiagudos y muelas del juicio, las zonas blandas junto a las duras. Echaba de menos estar dentro de Helen y la emoción de sortear los lugares cortantes. Robín parecía de plastilina, como si fuera posible estirarla y doblarla y hacerle un nudo.
Me disculpé y me levanté para marcharme. Cuando nos estábamos vistiendo, dijo que había médicos que podrían echarme una mano con mi problema. Lo dijo en mal plan, no para ayudar.
Helen estaba en la cama cuando llegué, la sábana por la cintura. La fría luz de los faroles que entraba por la ventana me permitió ver el brillo fosforescente de las densas formaciones de dientes que le sobresalían como lapas por toda la espalda. Me quité la ropa a toda prisa y me deslicé a su lado. Dormíamos con sábanas de satén, no porque fueran sexy, sino porque el satén era la única tela que no se enganchaba en los dientes que le cubrían ya la mayor parte del cuerpo. Se incorporó apoyándose en los codos y esperó a que hablase yo.
—Quiero que todo vuelva a ser como antes —dije—. Echo de menos lo nuestro.
Por la mañana fuimos a ver al doctor Freedman y Helen le pidió que le extrajera los dientes. Todos.
Esperaba que el dentista me dijese que era un maldito hijo de perra, pero asintió con un gesto muy profesional y desplegó sus instrumentos. Le ofreció gas hilarante, novocaína, sedantes. Helen lo rechazó todo. Empezó por los molares de la caja torácica. Utilizó pinzas de depilar para los dientecitos de la cara y alicates para los molares más grandes de las clavículas. Tiraba, retorcía, arrancaba y pasaba al siguiente. Pero algo malo brotaba de los agujeros donde habían estado los dientes, no la sangre roja que inevitablemente fluye después de un diente arrancado. Aquella sangre era más oscura, casi negra, como la sangre que surge de lo más profundo de ti y que no quiere que se la moleste. Helen dejó escapar un gemido hondo, lleno de dolor.
—Deténgase —dije finalmente—. No siga.
La llevé a la playa. Helen quería oler la sal y sentir el aire marino, dejar que el ruido de las olas y los gritos de las gaviotas la adormecieran. Para entonces su hermoso rostro estaba cubierto de dientes. La envolví en una colcha de satén y le puse manoplas, porque tenía los dedos ásperos y torcidos.
Recosté su cuerpo frágil sobre una duna y nos quedamos allí tres días.
Dijo que sentía que se nos hubiera acabado el tiempo y que le habría gustado tener hijos. Se disculpó por haber ido al concierto con el doctor Freedman.
—Hizo que me sintiera guapa —dijo—. Sé que estuvo mal.
—Siempre he creído que eres muy guapa —respondí—. Y lo sigo pensando.
Al cabo de dos días dejó de hablar porque se le había calcificado la lengua. Le conté historias. Me las inventé todas. Le hablé, por ejemplo, del nabo gigante que aplasta una gran ciudad, de los ojos que se adueñan del mundo. Su favorita era la del estadio parlante que se enamora de una animadora, se le rompe el corazón y luego se da cuenta —demasiado tarde, porque ya se ha hundido, aplastando a todos los espectadores— de que su verdadero amor es la vendedora de perritos calientes de uno de los quioscos que ha estado siempre en su interior.
Cuando me desperté al amanecer del tercer día, la vi contemplando cómo los pelícanos volaban en formación por encima de las dunas. He visto pelícanos en las lagunas costeras de Carolina del Norte, pero nunca en un lugar tan septentrional. Volaban hacia el sudeste y desaparecieron. Helen siguió con los ojos fijos en el cielo.
—¿Qué estás mirando, Hel?
Miré en la misma dirección, pero no había nada. Ni siquiera una nube.
De vez en cuando encuentro un oasis, palmeras, agua azul, y allí está Helen apoyada en un árbol, con el vestido amarillo que le pusimos para enterrarla, zapatos amarillos y, en la mano, un daiquiri de plátano que ha preparado para mí. Bebo un sorbo, pero el frío me llega hasta el cerebro y me da dolor de cabeza.
—Pobrecito mío -dice Helen—, ven a que te dé un masaje —y extiende hacia mí sus suaves manos de marfil. Luego se me escurre de entre los brazos y se convierte en arena. Intento agarrarla pero cuanto más me esfuerzo más se deshace a mi alrededor su cuerpo de arena, y sólo cuando me quedo enterrado hasta la cintura me doy cuenta de que ya no está.

This entry was posted on 25 diciembre 2011 at 21:30 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

3 comentarios

Este cuento me encanta (y de hecho crees que eres la primera persona que conozco aunque sea virtualmente que conoce a esta escritora.) El volumen del que procede es una maravilla.

Cuando la lei estuve buscando cosas sobre ella y en algun lado lei que decíán que era "Como si Kafka se encontrara con "Mujeres desesperadas"" y asi es.

Buena recomendación.

26 de diciembre de 2011, 21:29

Tomaré eso de conocer a Slavin como un piropo, aunque también podría tomarlo como un "mira que eres rara". En serio, el cuento me encanta también, aunque reconozco que me llega a dar bastante grima.
Lo de Kafka yo lo leí en la wiki y, la verdad, en la wiki se ponen tantas tonterías que hay veces que no sabes si tomarlas como ciertas (en este caso parece que acierta) o como el desvarío del "listo" de turno (desvaríos que a veces he visto trasladados a las contraportadas o solapas de libros).

26 de diciembre de 2011, 21:51

Eso, eso, en la wikipedia fue donde lo lei. Es una parida pero no anda muy alejado...

27 de diciembre de 2011, 16:36

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