Novelista, cuentista y poeta nigeriano que escribe en inglés. En su obra se mezcla el misticismo africano y la vida moderna occidental, motivo por el cual se le ha llegado a relacionar con el realismo mágico. La guerra es un tema que siempre está presente de alguna manera en sus historias.
Entre otros premios, fue el ganador del Booker de 1991.
Este cuento pertenece a su colección de relatos "Stars of the New Curfew"
La versión es la de Angélica Sáenz y Juan Carlos González (aunque no he podido evitar cambiar algún americanismo que a mí me resultaba extraño).
Esa tarde llegaron al pueblo tres soldados. Ahuyentaron cabras y gallinas, luego fueron hasta el bar de la palmera y pidieron una marmita de vino de palma. Allí bebieron entre las moscas.
Omovo los observaba desde la ventana mientras esperaba que su padre saliera. Ambos escuchaban la radio. Su padre le había comprado barata esa vieja Grundig a una familia que tuvo que huir de la ciudad cuando estalló la guerra. La radio estaba cubierto con un trapo blanco que lo hacía parecer un objeto de culto doméstico. Escuchaban las noticias sobre bombardeos y ataques aéreos en el interior del país. Su padre se peinó, dividiéndose cuidadosamente el cabello a la mitad, enseguida se dio algunas palmaditas de loción para afeitar sobre la cara sin rasurar. Luego luchó hasta ponerse un gastado abrigo que hacía tiempo le quedaba pequeño.
Omovo miraba por la ventana, fastidiado con la presencia de su padre. A esa hora, durante los últimos siete días, una extraña mujer con un velo negro en la cabeza había estado pasando frente a la casa. Subía por los caminos del pueblo, cruzaba la autopista para luego perderse en el bosque. Omovo esperaba que la mujer apareciera.
Ya habían concluido las noticias del día y el locutor dijo que esa noche habría un eclipse de luna. El padre de Omovo se enjugó el sudor de la cara con la palma de la mano y dijo con cierta amargura: “Como si un eclipse fuera a detener esta guerra”.
“¿Qué es un eclipse?” preguntó Omovo.
“Es cuando el mundo se oscurece y suceden cosas extrañas”.
“¿Como qué?”
Su padre encendió un cigarrillo.
“Los muertos salen a caminar y a cantar. Así que no te quedes fuera hasta tarde. ¿Oíste?” Omovo asintió.
“Los jeclipses odian a los niños. Se los comen”.
Omovo no le creyó. Su padre sonrió, le dio sus diez kobos de paga, y dijo:
“Apaga la radio. No es bueno que un niño escuche noticias de guerra”.
Omovo la apagó. Su padre vertió una libación en la puerta y oró a sus ancestros. Cuando terminó, tomó su maleta y salió pavoneándose deprisa.
Omovo lo observó dibujar su camino hasta la parada del bus en la avenida.
Cuando llegó un bus danfo (1) y su padre se fue en él, Omovo volvió a encender la radio. Se sentó en el marco de la ventana y esperó a que la mujer apareciera.
La última vez que la vio, ella había pasado como un fantasma agitando los pliegues de su bata amarilla. Los niños dejaron lo que estaban haciendo y se quedaron mirándola. Le habían dicho que ella no tenía sombra. Le habían dicho que sus pies nunca tocaban el suelo. Mientras pasaba, los niños empezaron a arrojarle cosas. No se inmutó, no aceleró el paso, ni miró hacia atrás.
El calor era sofocante. Los ruidos se desvanecían y perdían sus contornos. La gente del pueblo caminaba como sonámbula entre sus quehaceres. Los tres soldados bebían vino de palma y jugaban damas chinas bajo la agobiante luz del sol. Omovo se dio cuenta de que cada vez que los niños pasaban por el bar los soldados los llamaban, les hablaban y les daban algún dinero. Omovo bajó corriendo las escaleras y cruzó por el bar lentamente.
Los soldados se quedaron mirándolo.
Cuando regresaba uno de ellos lo llamó.
“¿Cómo te llamas?” Le preguntó.
Omovo vaciló, sonrió traviesamente, y dijo:
“Jeclipse”
El soldado soltó una carcajada salpicando a Omovo de saliva en la cara.
Se le veían las venas de la cara. Sus compañeros parecían desinteresados. Se espantaban las moscas mientras se concentraban en el juego. Tenían las armas sobre la mesa. Omovo se dio cuenta de que estaban numeradas El hombre dijo:
“¿Tu papá te puso ese nombre porque tienes labios gruesos?”
Sus compañeros observaron a Omovo y rompieron en risas.
Omovo asintió.
“Eres un buen chico”. Dijo el hombre. Se quedó en silencio por un momento. Luego le preguntó, con otro tono de voz:
“¿Has visto a la mujer que se cubre la cara con un trapo negro?”
“No”.
El hombre le dio a Omovo diez kobos y dijo:
“Es una espía que ayuda al enemigo. Si la ves, ven a decirnoslo inmediatamente, ¿entendiste?”
Omovo rechazó el dinero y subió de nuevo las escaleras. Se volvió a acomodar en el marco de la ventana.
Cada tanto, los soldados lo miraban.
Omovo sucumbió al calor, y pronto se durmió sentado. Los gallos lo despertaron con su canto desanimado. Sintió como la tarde lánguidamente se transformaba en noche. Los soldados dormitaban en el bar. Empezaron las noticias.
Omovo escuchaba sin entender acerca de las bajas del día. El locutor se rindió al estupor, bostezó, se disculpó, y dio más detalles sobre los enfrentamientos.
Cuando Omovo levantó la mirada vio que la mujer ya había pasado. Los hombres habían dejado el bar. Los vio abrirse paso zigzagueando entre los aleros de las casas de paja, tropezándose entre nubes de calor. La mujer iba más adelante en el camino. Omovo bajó las escaleras corriendo y siguió a los hombres. Uno de ellos se había quitado la camisa del uniforme. El soldado de atrás tenía el trasero tan grande que se le habían empezado a descoser los pantalones. Omovo los siguió por la autopista. Cuando entraron al bosque, los hombres dejaron de seguir a la mujer y tomaron una ruta diferente. Parecía que sabían lo que hacían. Omovo se apresuró para no perder de vista a la mujer.
La siguió entre la espesa vegetación. Llevaba puesta una bata desteñida y un chal gris, el velo negro le cubría el rostro. Llevaba una canasta roja sobre la cabeza. Omovo olvidó por completo fijarse si la mujer tenía sombra o si sus pies tocaban el suelo.
Cruzó por propiedades a medio construir con ostentosos carteles y cercas desbaratadas. Atravesó una fábrica de cemento abandonada donde los ladrillos desmoronados estaban dispuestos en montones y las barracas de los trabajadores estaban desoladas.
Pasó por un árbol de baobab, bajo el cual yacía completo el esqueleto de un animal grande.
Una serpiente se descolgó de una rama y se deslizó entre la maleza. A lo lejos, más allá del acantilado, oyó una música fuerte y gente vitoreando consignas de guerra que se oían por encima del ruido.
Siguió a la mujer hasta llegar a un rústico campamento en el fondo del valle.
En la media luz de una cueva siluetas iban y venían. La mujer se les aproximó. Las siluetas la rodearon y la tocaron para luego conducirla hacia la cueva. Escuchó sus voces fatigadas agradeciéndole.
Cuando la mujer volvió a aparecer, ya no tenía consigo la canasta. Niños con los estómagos hinchados de hambre y mujeres vestidas con harapos la acompañaron hasta la mitad de la colina.
Luego, sin quererse separar de ella, tocándola como si nunca más fueran a volverla a ver, regresaron.
La siguió hasta llegar aun río fangoso. Ella se movía como si una fuerza invisible tratara de arrastrarla. Omovo vio canoas volcadas y montones de ropa empapada flotando en el agua turbia. Vio flotando algunos víveres desperdiciados: lonchas de pan en envolturas de polietileno, recipientes de comida, latas de Coca-Cola. Al mirar de nuevo hacia donde estaban las canoas, vio cadáveres hinchados de animales. En la orilla del río, vio algunos billetes fuera de circulación. Notó el nauseabundo hedor del aire. Entonces, escuchó una pesada respiración detrás suyo, después, alguien tosiendo y escupiendo.
Reconoció la voz de uno de los soldados apresurando a los otros para ir más rápido. Omovo se agazapó a la sombra de un árbol. Los soldados pasaron de largo. Poco después escuchó un grito.
Los hombres habían alcanzado a la mujer. La rodearon.
“¿Dónde están los demás?” gritó uno de ellos.
La mujer no respondió.
“¡Maldita bruja! ¿Quieres morir, no? ¿Dónde están?”
Permanecía callada. Tenía la cabeza agachada. Uno de los soldados tosió y escupió al río.
“¡Habla! ¡Habla!” le dijo mientras la abofeteaba.
El soldado gordo le rasgó el velo y lo arrojó al suelopiso. Ella se agachó a recogerlo y se quedo arrodillada, aun mantenía la cabeza abajo. Era calva y tenía una profunda cicatriz que le desfiguraba la cara.
Tenía una herida abierta a un lado del rostro. El soldado sin camisa la empujó.
Cayó de bruces y permaneció inmóvil. La luz del bosque cambió y por primera vez Omovo vio que los animales muertos en el río eran en realidad cadáveres de hombres. Sus cuerpos estaban enredados en algas de río y tenían los ojos hinchados. Antes de que pudiera reaccionar, escuchó otro grito. La mujer se puso de pie, con el velo en la mano, se dio vuelta hacia el soldado gordo, se estiró cuan larga era, y le escupió a la cara. Empezó a aullar como loca, mientras ondeaba el velo en el aire. Los otros dos soldados retrocedieron. El soldado gordo se limpió la cara y levantó el arma hasta la altura del estomago de la mujer. Un segundo antes de que Omovo escuchara el disparo, un violento aletear sobre su cabeza lo asustó haciéndolo salir de su escondite. Corrió por el bosque gritando.
Los soldados lo persiguieron. Corrió entre una neblina que parecía salir de las rocas.
Mientras corría vio un búho que lo miraba desde una covacha de hojas. Se tropezó con las raíces de un árbol y se desmayó al golpearse la cabeza contra el suelo.
Cuando volvió en si estaba muy oscuro. Agitó los dedos frente a la cara sin poder ver nada. Gritó al confundir la oscuridad con ceguera, dio tumbos y chocó con la puerta. Cuando se recuperó de la conmoción escuchó voces afuera y la radio murmurando noticias sobre la guerra. Logró llegar al balcón anhelando haber recobrado la vista, pero al llegar allí se sorprendió al encontrar a su padre sentado en la silla de mimbre, bebiendo vino de palma con los tres soldados.
Omovo corrió hacia su padre y frenéticamente señaló a los tres hombres.
“Debes agradecerles”, dijo su padre. “Te trajeron del bosque”.
Omovo, invadido por el delirio, empezó a decirle a su padre lo que había visto. Pero su padre, disculpándose con una sonrisa nerviosa, tomó a su hijo y lo llevó a la cama.
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on 10 noviembre 2011
at 20:48
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