Novelista, poeta y cuentista mozambiqueño que escribe en portugués. En toda su obra de ficción (también es periodista y ha pubicado recopilaciones de sus crónicas) juega con el lenguaje y crea neologismos, altera la sintaxis, se sirve de la tradición oral y de los proverbios. Su escritura es a veces surrealista y otras cercana al realismo mágico. El humor tampoco falta.
Este relato pertenece a su primera colección de cuentos, "Voces anochecidas", publicada en 1983. La versión es la de Andrés Salter Iglesias.
Siempre que leo este cuento me viene a la memoria la película "La muerte de un burócrata" de Tomás Gutiérrez Alea. Quienes la sufrieron siempre han sabido reírse de la implacable burocracia socialista.
Es una verdad: los muertos no deben aparecerse, saltarse la frontera de su mundo. Sólo vienen a desorganizar nuestra tristeza. Sabemos ya con seguridad: aquel tal ha desaparecido. Consolamos a las viudas, hemos llorado ya las lágrimas, completas.
Por el contrario, hay de esos muertos que han muerto e insisten en aparecer. Fue lo que sucedió en aquella aldea que las aguas arrancaron de la tierra. Las crecidas se llevaron a la aldea, arrancada de raíz. Ni siquiera quedó la cicatriz del lugar. Se salvaron muchos. Desaparecieron Luis Fernando y Aníbal Mucavel. Murieron por dentro del agua, pescados por el río furioso. Su muerte era una certeza cuando una tarde volvieron a aparecerse.
Los vivos les preguntaron muchas cosas. Asustados, llamaron a los militares. Compareció Raimundo que usaba el arma como si fuese un azadón. Estaba temblando y no encontró otras palabras:
-Guía de marcha.
-Pero tú estas loco, Raimundo. Baja esa arma.
El soldado ganó coraje cuando oyó la voz de los difuntos. Les mandó que retrocediesen.
-Volved allí de donde vinisteis. De nada os valdrá que intentéis algo: seréis rechazados.
La conversación no se resolvía. Surgió Esteban, responsable de la vigilancia. Luis y Aníbal fueron
autorizados a entrar para que se explicasen frente a las autoridades.
-A vosotros ya no se os cuenta. ¿Dónde pensáis vivir?
Los aparecidos estaban ofendidos por la manera en que eran recibidos.
-Fuimos arrastrados por el río, aguamos sin saber dónde y ¿ahora vosotros nos tratáis como infiltrados?
-Espera, vamos a hablar con el jefe de asuntos sociales. Él es el que tiene competencia sobre vuestro asunto.
Aníbal aún se entristeció más. ¿Es que ahora somos un asunto? Una persona no es un divorcio, una demanda. No es que tuviesen un problema: era la vida entera la que quedaba por resolver.
El responsable vino. Estaba cebado, la barriga curiosa, espiando desde el blusón. Se les saludó con el respeto debido a los difuntos. El responsable explicó las dificultades y el peso que suponían, muertos de regreso imprevisto.
-Pues mira, mandaron los donativos. Llegó la ropa de las calamidades, placas de zinc, muchas cosas. Pero vosotros no entráis en los planes.
Aníbal se puso nervioso con las cuentas de las que se les excluía:
-¿Como que no estamos? ¿Es que vosotros tacháis a una persona así porque sí?
-Pero si vosotros habéis muerto, ni sé cómo estáis aquí.
-¿Cómo que hemos muerto? ¿No te crees que estemos vivos?
-Tal vez, estoy confundido. Pero este asunto de vivo no vivo es mejor que lo hablemos con los demás camaradas.
Y se dirigieron a la sede. Explicaron su historia, pero no consiguieron presentar pruebas de su verdad. Un hombre arrastrado cual pez sólo busca el aire, no le interesa nada más.
El responsable consultado concluyó, veloz:
-No interesa si han muerto completamente. Si están vivos, aún es peor. Era mejor que hubiesen aprovechado el agua para morirse.
El otro, el del blusón en plena batalla con los botones, añadió:
-No podemos consultar al gobierno del distrito, decir que ya han aparecido fantasmas. Van a responder que estamos envueltos por el oscurantismo, incluso podrían castigarnos.
-Es verdad -corroboraba el otro- ya hemos asistido a un curso de política. Vosotros sois almas, no sois la realidad materialista como yo y todos lo que están con nosotros en la nueva aldea.
El gordo subrayaba:
-Para abasteceros tendremos que pedir un refuerzo de las cotas. ¿Cómo vamos a justificarlo? ¿Que tenemos almas a las que dar comida?
Y así se quedaron sin cruzar ninguna palabra más.
Luis y Aníbal salieron de la sede, confundidos y abatidos. Fuera, una multitud curiosa los contemplaba. Los dos aparecidos decidieron buscar a Samuel, el profesor.
Samuel los recibió en casa. Les explicó la razón por la que estaban fuera de las cuentas de abaste-
cimiento.
-Los responsables de aquí no son como los de las demás aldeas. Comercian con los productos. Primero los distribuyen entre sus familias. A veces, dicen que no llegan hasta tener sus casas llenas.
-Y ¿por qué no lo denunciáis?
Samuel se encogió de hombros. Sopló sobre la leña para reavivar el fuego. Las flores rojas de las llamas esparcieron el aroma de la luz en la pequeña habitación.
-Mira, os voy a decir un secreto. Alguien se quejó a las estructuras superiores. Dicen que esta semana vendrá una comisión para conocer la verdad de las quejas. Debéis aprovechar esa comisión para exponer vuestro caso.
Samuel les ofreció su casa y comida, hasta que llegase la comisión de investigación.
Aníbal sentó su pensamiento en las traseras de la casa. Durante largo rato, contempló sus propios pies y murmuró bajito como si hablase con ellos:
-Dios mío, qué injustos somos con nuestro cuerpo. ¿De quién nos olvidamos más? De los pies, pobres, que se arrastran para soportarnos. Son ellos los que cargan la tristeza y la felicidad. Pero como están lejos de los ojos, dejamos a los pies solos, como si no fuesen nuestros.
-Sólo por estar encima, calcamos nuestros pies. Así comienza la injusticia en este mundo. Sin embargo, en este caso, los pies somos yo y Luis, desimportados, caídos en la suciedad arrastrada por el río.
Luis se acercó con menos luz que una sombra y le pidió explicaciones por aquel murmullo. Aníbal le contó el descubrimiento de los pies.
-Sería mejor que pensase una manera de demostrarle a esa gente que, al final de cuentas, somos alguienes.
-¿Sabes qué? Antiguamente el bosque, tan vacío de gente, me daba miedo. Pensaba que sólo podía vivir entre las personas, vecino de la gente. Ahora pienso lo contrario. Quiero volver al lugar de los bichos. Añoro ser alguien.
-Cállate, tú. Esta conversación ya parece de los espíritus.
Se callaron los dos, recelosos de su condición trémula. Muchas veces tocaban las cosas, raspaban el suelo como si quisiesen confirmar la materia de su cuerpo. Luis preguntó:
-¿Puede ser que sea verdad? ¿No será que somos realmente fallecidos? Puede que ellos tengan razón. O tal vez, estamos naciendo otra vez.
-Puede ser, hermano mío. Puede ser todo eso. Pero lo que no está bien es que se nos acuse, se nos olvide, que se nos tache, que seamos desatendidos.
Era la voz de Samuel, el profesor. Se acercó llevando en la mano algunos mangos que distribuyó equitativamente entre los dos candidatos. Pelaron los frutos mientras el profesor continuaba:
-No es justo que se olviden de que vosotros, vivos o muertos, formáis parte de nuestra aldea. De hecho, cuando fue preciso defender la aldea de los bandidos, ¿acaso no tomasteis las armas?
-Es cierto. Hasta yo sufro esta cicatriz de la bala del enemigo. Aquí.
Aníbal se levantaba para señalar la prueba del sufrimiento, un rascazo profundo que la muerte había escrito en su espalda.
-Todos saben que merecéis que se os cuente. Es miedo, sólo, lo que les hace callar, aceptar las mentiras.
De pie, como estaba, Aníbal exprimió la rabia en sus puños. El mango goteó y el zumo tristedulce cayó.
-Tú, Samuel, sabes las cosas de la vida. ¿No piensas que sería mejor que nos fuésemos, que escogiésemos otro lugar?
-No, Aníbal. Es mejor que os quedéis. Lo conseguiréis, estoy seguro. Además, el hombre que abandona un sitio porque fue derrotado, ese hombre ya no vive. No tiene otro lugar donde empezar.
-¿Entonces, Samuel? ¿Tú tampoco te crees que estamos vivos?
-Cállate, Luis. Deja que Samuel nos aconseje.
-Ésos que os causan complicaciones, caerán. Son ellos los que no nos pertenecen, no vosotros. Quedaos, amigos míos. Ayudadnos con nuestro problema. Nosotros tampoco somos considerados: estamos vivos, pero es como si tuviésemos menos vida, como si fuésemos mitades. Eso no lo queremos.
Luis se levantó y miró fijamente hacia lo oscuro. Anduvo en círculo y regresó al centro, acercándose al profesor:
-Samuel, ¿no tienes miedo?
-¿Miedo? Pero si esa gente tiene que caer. ¿No fue la razón de la lucha el acabar con esa porquería de gente?
-No estoy hablando de eso -respondió Luis-. ¿No tienes miedo de que nos cojan contigo?
-¿Con vosotros? ¿Pero es que entonces existís? No puedo estar con quien no existe.
Se rieron. Se levantaron y se separaron por las dos puertas de la casa. Aníbal, antes de entrar:
-¡Eh, Samuel! ¡La lucha continúa!
La comisión llegó tres días después. Venía acompañada por un periodista que se interesó por la historia de Luis y Aníbal. Les había prometido indagar en el problema. Si las cosas no se resolviesen, lo publicaría en el periódico y los responsables de la aldea serían desenmascarados.
La comisión trabajó durante dos días. Convocaron entonces una asamblea general de los aldeanos. El recinto se llenó, todos habían venido a enterarse de las novedades. El jefe de la comisión anunció las solemnes conclusiones:
-Hemos estudiado con mucha atención el problema de los dos individuos que han hecho aparición en la aldea. Hemos llegado a la siguiente conclusión oficial: los camaradas Luis Fernando y Aníbal Mucavel deben ser considerados parte de la población existente.
Aplausos. La asamblea parecía más aliviada que contenta. El orador prosiguió:
-Pero es conveniente avisar a los dos aparecidos que no deben repetir esa salida de la aldea o de la vida o de donde quiera que fuere. Aplicamos la política de clemencia, pero no lo volveremos a permitir la próxima vez.
La asamblea aplaudió ahora con convicción.
Al día siguiente, Luis Fernando y Aníbal Mucavel comenzaron a lidiar con los documentos de los vivos.
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on 27 octubre 2011
at 19:59
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