Cuentista, ensayista, dramaturga y, sobre todo, poeta estdounidense. Aunque su poesía ha sido a veces calificada de simbolista, sus cuentos están más en la linea de la cotidianeidad y del realismo sucio de la obra de su marido Raymond Carver.
Este cuento pertenece al volumen "El amante de los caballos". La versión es la de Antonio Prometeo Moya.
Con el suéter extragrande de cuello de pico, sentado delante de la chimenea apagada, parecía un marido triste. Ella se dio cuenta de que no había pensado en él como en un marido hasta el telefonazo de aquella mañana. La llamada lo había cambiado todo.
«¿Señora Rolland?», había preguntado la voz, y como no le gustaba mentir, había respondido: «¿Sí?» Había pensado que la llamada era de la casa de muebles, para hablar de la entrega de la mesa. Pero se trataba de un alumno de Robert. Durante la llamada, se permitió ser la señora de Robert Rolland.
—Creo que nos conocemos —añadió la voz—. La semana pasada en el ballet.
—Me parece que no —había dicho Esther rápidamente. Había estado en otra parte, preparándose para reunirse con Robert, pero preguntó—: ¿Qué aspecto tengo?
Su corazón se había acelerado. La voz pareció animarse.
—Alta y con el pelo rojizo. El profesor Rolland dijo que usted era su mujer.
Esther había visto fotos. La mujer de Robert era alta y pelirroja.
El resto del día lo había pasado moviéndose por la casa como si no fuera suya. Puede que la esposa no estuviera entonces en la ciudad. Porque si se había desplazado de Idaho a Texas, entonces era que las cosas estaban menos arregladas de lo que Esther había imaginado o de lo que Robert le había hecho creer cuando le dijo que todo había terminado y que quería que Esther se mudase a la casa que había buscado para los dos. Recorrió las habitaciones. Se esforzaba por ver las cosas con los ojos de la esposa. Era una casa grande. Lógicamente, la esposa habría sabido que Robert no pensaba vivir allí solo. Observó la cama. Parpadeó. Se los imaginó durmiendo bajo el edredón de retales que había hecho la madre de la esposa. Al despertar el último día de la visita, la esposa tuvo que entristecerse al pensar en maletas y en el aeropuerto. Puede que llegaran a un acuerdo a última hora. O que el matrimonio de Robert no hubiera concluido después de veintitrés años, como le había asegurado el propio Robert.
Hacer algo durante veintitrés años, pensó, exigía dedicación. Su andadura había sido menos tenaz. Cierto que había deseado con intensidad que las relaciones durasen, pero cuando se estropeaba la confianza, ella misma les ponía fin. Ahora procuraba comportarse de otro modo, comprender, pensar en Robert, incluso en su mujer.
A los pocos meses de conocerse, Esther sólo pensaba lo mejor de Robert, pero desde que vivían juntos y él no era ya el hombre que la amaba por teléfono, se había esforzado por adaptarse al hombre propiamente dicho: el tabaco, su costumbre de dejarse comida en el plato, la brusquedad con que se levantaba de la mesa y la limpiaba antes de que ella terminase. Se había esforzado por no darle importancia. Y tenía detalles como abrir las ventanas y ventilar las habitaciones cuando Robert se iba, verter en el envase la leche que dejaba en el vaso y quedarse un rato más en las comidas, para estar sola y a gusto a la mesa.
Pero Robert había sido bueno con ella desde que se había instalado en la casa. Era la más grande y cómoda en que había vivido hasta entonces. Nunca había tenido lavavajillas, pero ahora repartía el detergente azul en las casillas de la portezuela, la cerraba, apretaba el botón de «Ciclo completo» y se sentía privilegiada, en contacto con fuerzas superiores a ella, fuerzas seguras de sí mismas. Era una sensación confortante y tranquilizadora.
Miró el reloj del horno. Faltaban dos horas para que terminara la clase de Robert y él volviera para cenar. Las gallinas que había sacado del congelador por la mañana yacían rígidas en la encimera, rodeadas por un pequeño charco. Les sacó los menudillos, limpió las cavidades bajo el grifo, untó con mantequilla los muslos y los alones. Luego desmigó pan para el relleno. Todo el rato se estuvo preguntando si debía decir o no a Robert lo de la llamada.
Robert se levantó de la mesa y se sentó delante de la chimenea, con las manos entre las rodillas. Esther vio la estrella blanca de su camiseta en el centro de su pecho, a través de un agujero de cigarrillo que tenía en el suéter marrón.
-Sí -dijo Robert-, estuvo aquí. Jeanette estuvo aquí.
Esther se apoyó en las duras varillas de la mecedora. Quiso recordar todo lo que Robert le había prometido antes de mudarse.
-Se le ocurrió venir con Pat -dijo Robert-. De todos modos, mientras estuvo aquí, yo estuve casi todo el tiempo con los análisis del hospital.
-¿Estaba previsto que viniera? ¿Por eso tardaste tanto en reservarme el vuelo?
Pat, el hijo de Robert, tenía que visitar a su padre la semana anterior a la llegada de Esther, y ésta comprendía ahora que Jeanette estaba incluida en los planes. |
—No, no fue así —dijo Robert—. Me puso en un compromiso. De pronto quiso venir. En el último minuto. Había muchas cosas que aún no habíamos resuelto y de las que no habíamos hablado desde la separación.
Robert no se estaba disculpando por su conducta. Esther se dio cuenta de que quería que pareciera arrepentido, pero se limitaba a ser realista.
—Le había escrito hablándole de ti, como tú querías —dijo Robert—. Le dije que te había pedido que vivieras conmigo. Estaba disgustada.
Robert no la miraba. Esther adivinó el resto.
—Se quedó aquí —dijo. Y a continuación—: ¿Durmió aquí?
—Puede que te parezca un presuntuoso —dijo Robert—, pero creo que la ayudé. Cuando llegó, estaba trastornada.
Esther deseó que le pareciera un presuntuoso. Pero no se lo parecía. Parecía más un hombre preocupado por el bienestar de una persona que había sido importante para él en una vida de la que Esther sabía muy poco.
—Seguro que fuiste un gran consuelo para ella —dijo Esther con voz aguda, desviando la conversación—. Y ella para ti. Allí en el hospital. Tú con úlcera, tumbado boca arriba, sin decirme dónde estabas durante días. Y dejaste que ella te cuidase. —La imagen de su mujer de pie junto a su cama evocaba cierta intimidad. No quiso imaginar más—. Eso es lo que hiciste. —Y lo dijo como si el hecho de que Robert lo admitiera fuese una forma de negarlo.
—No —dijo Robert, asiéndole las manos—. No seas así. No nos hagas esto. -Vio ensancharse los ojos de Roben a través de sus gafas, mientras el resto del rostro estaba fláccido-. Ni siquiera traía ropa decente -añadió-. Fui con ella y le compré algunas cosas.
Esther lloró al oír aquello. Vio a Robert y a Jeanette en unos grandes almacenes, en la sección de lencería, ella probándose un camisón transparente y él mirando con satisfacción.
—¿Es que no te das cuenta? —prosiguió Robert, con esa voz sensata que ella sabía que utilizaban los hombres cuando querían que lo peor pareciera normal—. Estoy contigo.
Robert atrajo su rostro hacia el suyo y cuando Esther quiso apartarse, las lágrimas de Robert le quemaron con un calor húmedo, como si su cara se hubiera desgajado de la de Robert.
Era verdad. El estaba con ella, pero también estaba la presencia de su mujer. Y por si fuera poco, los dos habían intrigado contra ella. Todos sus planes de futuro, repitió Robert, se referían a Esther. No debían hablar más de aquello. Sólo conseguirían herirse. No debían reincidir.
—Esta es una casa feliz —dijo Robert, y tal como lo decía, podía ser cierto; no había querido terminar con su mujer estando peleados. Había pensado en los niños. Si se llevaba bien con su mujer, sería mejor para todos y la misma Esther lo vería.
Robert la llevó al dormitorio y la desnudó. Cuando se acostaron, le pasó el brazo por los hombros y le acarició la cabeza, el estómago, los hoyuelos de las clavículas.
—Abrázame, abrázame -dijo Esther. Se sentía muy pequeña y cansada, y la ternura de Robert era más dulce que nunca.
Despertó en plena noche. Pensó que si leía un rato, dormiría hasta el amanecer. Fue al estudio y se llevó un libro de filosofía. Al cabo del rato se dio cuenta de que había leído varias veces el mismo pasaje: «No mentir significa no sólo negarnos a ocultar nuestras intenciones, sino también exponerlas con sinceridad y honradez. Esto no es fácil y no se consigue sin pagar un precio.» No parecía que tuviera que costarle comprender el mensaje, pero las palabras daban vueltas y de pronto se iban disparadas.
-¿Estás bien? -preguntó Robert desde la puerta entornada. Iba con el albornoz de rayas, el que Esther le había regalado en navidades, cuando Robert fue a verla.
-Estoy leyendo -dijo Esther.
-Toma -dijo Robert-, tápate con esto. -Le alargó una manta de punto que había cogido del armario del pasillo-. ¿Seguro que estás bien? Te he echado de menos.
Sin duda quería ser amable con todos y lo único que había conseguido ella era herirle con su propia bondad. Dobló la página y se incorporó, meditando lo imposible que era conocer las propias intenciones antes de expresarlas. ¿Y qué importancia tenía que no supieras por qué ibas a hacer algo, sólo que tenías que hacerlo, que ibas a hacerlo? Recogió la manta, la extendió en la cama y volvió al calor de las sábanas.
Al día siguiente fue como si Esther hubiera recuperado milagrosamente la esperanza perdida. El sol fue un síntoma, al caer sobre el ángel de escayola de la cómoda Los pliegues de la túnica tenían desportilladuras, al igual que los surcos de los hombros, donde nacían las alas. El ángel formaba parte de su bagaje personal desde la época de los ejercicios espirituales de su infancia, incluso se lo había llevado a Europa.
Robert estaba animado. Había preparado una cafetera llena de Sanka. Aún debía tener cuidado con la úlcera, pero el descafeinado muy concentrado le creaba la ilusión de que tomaba café. En el hospital le habían dado unas píldoras, y si se las tomaba cuatro veces al día, le desaparecería el problema en cosa de dos meses. Todas las mañañas, Esther procuraba que Robert comiera algo antes de tomarse la segunda cafetera de Sanka.
Aquel día había consulta de estudiantes, de modo que Robert iría pronto al despacho. Ella esperaba tener libre la mayor parte del día para trabajar en su columna; hacía ya dos años que escribía críticas para Book Weekly, pero pensaba que aún le faltaba mucho para ponerse a escribir en serio. Con el paso de los meses había aprendido a llenar páginas con el argumento de los libros y algunas citas, lo cual le permitía no revelar sus opiniones.
—No te preocupes hoy por la cena —le dijo Robert—. Huiremos a México y comeremos en otro país. —Le guiñó el ojo y la besó superficialmente en la sien.
Cuando Robert recogió las carpetas de clase y se fue, Esther puso una mesa plegable junto a la chimenea, preparó el papel y los bolígrafos y sacó la máquina de escribir portátil. Le gustaba su letra, abierta, sincera y sin doblez. Encendió el fuego con ramas de enebro; su aroma hacía más acogedora la casa. Huele a canela, pensó. Pero aunque lo tenía todo preparado, no pudo arrancar. Como si se estuviera observando con los ojos de alguien no demasiado cordial.
Pensaba que cuando consiguiera ponerse en marcha todo andaría bien. Corrió las cortinas. Recogió unos libros que había leído recientemente y seleccionó tres para comentarlos. Entonces recordó el pasaje que había leído de madrugada. Al entrar en el estudio en busca del libro, vio en el alféizar de la ventana uno de los gatos del vecino, mirándola con seriedad de ave rapaz: con desdén, se dijo. Volvió con el libro a la mesa plegable. Lo abrió por la página doblada. La palabra «mentir» le pareció más incisiva que la primera vez. No pudo menos de pensar que Robert le había mentido.
La palabra «mentir» estaba asociada a su nombre y Esther se puso a pensar en todo lo que se habían dicho sobre no insistir. Puede que Robert se hubiera quedado con la casa más grande para convencer a su mujer de que volviera y no para que ellos comenzaran una nueva vida. Incluso cabía la posibilidad de que Robert no le hubiera hablado de Esther. Podría haber justificado el tamaño de la casa contando a su mujer que el domicilio era de otro y él lo estaba cuidando. No dejó de llamarle la atención la facilidad con que ella misma encontraba fórmulas para sabotear su presencia. Había empezado a sentir lástima por la esposa, dado que encontraba su papel muy parecido al suyo, el de una persona que deseaba creer lo que le contaban.
El fuego crepitó y chisporroteó. Bolitas incandescentes saltaban contra la rejilla, caían sobre los ladrillos del fogón y se ennegrecían al enfriarse. Fue al dormitorio, abrió el cajón más cercano al teléfono y sacó el cuaderno de direcciones de Robert. No encontró el apellido de la esposa, pero sí su nombre propio, en la J de Jeanette. Mientras marcaba pensó que tendría que contárselo a Robert. Estaba asustada y con el ánimo impredecible. A lo lejos sonó un teléfono mientras esperaba.
Cuando respondió una voz femenina, Esther se presentó y explicó con rapidez que había descubierto que ella, la esposa, había estado en Kingsville la semana anterior. Aquello la había aturdido hasta el extremo de que ahora no sabía lo que quería Robert en realidad. La esposa le pareció una persona muy tranquila y segura, no la mujer desvalida que había necesitado ropa nueva ni la mujer magnánima que según Robert había sido la salvación de ambos. Cuando Esther le preguntó a Robert qué había dicho Jeanette al comunicarle que pensaba vivir con otra mujer, le respondió: «Dijo que esperaba que nos fuera bien. Nos deseó lo mejor.»
—Bueno, si se relaciona con un hombre casado, no debe descartar las dificultades —dijo la voz por teléfono—. Nosotros llevamos casados veintitrés años y lo conozco desde hace veinticinco.
—Lo sé -dijo Esther por toda respuesta. Se sentía inerme.
—No sé por qué me ha llamado —dijo la esposa—. La relación que tiene usted con Robert es asunto suyo. La relación que tengo yo con él es asunto nuestro.
Esther se sentó en el borde de la cama y se puso el teléfono en el regazo. La palabra «asunto» había enfriado la habitación. Se puso la manta de punto sobre los hombros, de cualquier manera. Y al oír «nuestro», había visto a Robert alejarse a una distancia intolerable.
—Soy su mujer —añadió la esposa—. Tengo perfecto derecho a ir donde él esté cuando yo quiera. Soy la madre de sus hijos. Me dijo que fuera a verlo. Es más, me pagó el viaje.
Se sintió aplastada por la insistencia de la esposa en sus derechos conyugales. Ya no recordaba para qué la había llamado, pero no podía colgar.
—Entonces, ¿no le importa que viva conmigo? —preguntó.
—Yo no he dicho eso —repuso la esposa con cautela—. Lo que he dicho es que la vida de Robert es asunto de Robert. Yo necesito estar sola. No sé lo que necesita Robert. Tampoco pienso en lo que hace.
-Entonces, ¿todo va bien entre ustedes? -preguntó Esther. J
-Sí, ¿por qué? ¿Le ha dicho él otra cosa?
-Que se habían peleado. Quiero decir cuando rompieron.
-No rompimos. Robert no me dijo nada en ese sentido. Yo necesitaba estar sola. -La voz adquirió fuerza-. No sé por qué me ha llamado. No es justo para Robert. Y algo más. No acuse a Robert de mentir. En todos nuestros años de convivencia no me mintió nunca. Yo sabía siempre cuándo me decía la verdad.
Esther meditó un momento y se dio ánimos.
-Es más serio de lo que cree -dijo.
Colgó. Se quedó sentada en el borde de la cama, pensando en lo que había dicho. Había pronunciado la palabra «serio» con énfasis, para que la esposa se diera cuenta de que ella era importante para Robert. En aquellos instantes se preguntaba por la verdad, si saber cuándo se dice la verdad equivalía a estar en posesión de la verdad.
El ángel de la cómoda había recibido un haz de luz. El sol se desplazó hacia un sector de la alfombra que quedaba cerca de la puerta. Vio que las alas y las manos del ángel eran grises. Cuanto más lo miraba, más pensaba que era irreemplazable, aunque sólo fuera porque nunca volvería a tener diez años para pintarlo de amarillo chillón. Pensó en cómo adquieren valor las cosas, incluso las cosas que se estiman corrientes.
-Indefensos -dijo-. Todos nosotros. Indefensos.
Se llevó el ángel a la sala y se dispuso a esperar a Robert sentada a la mesa plegable. Puso la estatuilla sobre el tablero para que las llamas de la chimenea reflejaran en ella sus oscilaciones y sus pausas, igual que las reflejaban en su rostro, llenándola de calma y de una energía imprevisible.
Cuando llegó Robert, esperó a que hubiera colgado la chaqueta y dejado los papeles.
—He llamado a tu mujer —dijo—. La llamé por teléfono y hablamos.
A sus oídos, su voz sonó a voz de persona decidida, casi intrépida.
Robert se puso a pasear por la habitación y Esther supuso que se estaba preguntando por qué tenían que ocurrirle aquellas cosas.
—Tú sabrás por qué lo has hecho —dijo—. Pensé que lo habíamos arreglado.
Sacó un cigarrillo, lo encendió y arrojó el estuche vacío de cerillas al fuego de la chimenea, donde ardió unos instantes, rodó brevemente envuelto en llamas y dejó de existir. Se sentó sin mirarla.
—Tenía que preguntarle un par de cosas —dijo Esther—. Me puse a cavilar y me entraron dudas, así que la llamé.
—Preferiría que no lo hubieras hecho —dijo Robert—. Preferiría que hubieras dejado las cosas como estaban. Y ahora vas y te pones a pincharla.
Esther no esperaba aquella reacción; había imaginado que Robert trataría de atajar su inquietud, no que se preocuparía por su mujer. Se quedó mirando el fuego como si durante unos momentos ardiera solitario en la casa, sin nadie que lo atendiera.
—Estuvo correcta —dijo Esther al cabo del rato—. No estuvo precisamente cordial.
Robert la miró como si el funcionamiento mental de Esther fuera un misterio para él.
-¿Y qué esperabas? -preguntó-. ¿Que se hiciera amiga tuya?
—Dijiste que nos deseaba lo mejor. Dijiste que quería que fuéramos felices. No quiere eso. Quiere volver por aquí cuando le plazca. Cree que puede hacerlo. Cree que la dejarás volver. -Esther esperó a ver si Robert lo negaba. Entonces añadió-: Estoy pensando en irme.
Robert se la quedó mirando y Esther pensó que ahora comprendería su angustia y lo importante que era para ella saber cuál era su papel en la vida de él y en la de su esposa.
-No hables así, por favor -dijo Robert-. Esther, Esther. Estoy contigo.
-Sí -dijo ella-, estás conmigo. Pero tu mujer dice que vendrá cuando le apetezca. Dice que le pagaste el viaje.
-Este detalle se le había quedado grabado en la mente- No sé qué va a pasar. A veces creo que deberías volver con ella, que ella quiere que vuelvas.
-¿Y por eso te vas a ir?
-No lo sé -dijo Esther-. Nadie me dice nada, pero creo que quizá debería.
-Pues yo te digo que te quedes -dijo Robert.
Se acercó a ella y se puso detrás de su silla. Esther esperó. Le dio la impresión de que Robert también esperaba. Las manos de Robert se posaron en sus hombros.
-No volverá -dijo Robert-. Ahora sólo estamos nosotros. Tú y yo.
Convinieron en no darle más vueltas. Ella dijo que no volvería a pensar en irse. Dijo que creía en él. Dijo que sabía que la amaba.
Pero aquella noche, cuando se volvió de costado y él se pegó a ella y la abrazó, adaptando su cuerpo al de ella, como si desde siempre hubiera sido así, Esther pensó en la esposa. Robert carraspeó y movió los pies de sitio. Esther oyó cómo su respiración se fue haciendo profunda y regular hasta que pensó que se había dormido. Pero los ojos de Esther seguían abiertos. Veía los zapatos de ambos alineados debajo del tocador. Sin saber por qué, se le antojaron barcas con el ancla echada. Ceñida por el brazo de Robert, recordó una vez que había ido a despedir a un grupo de amigos que se iban de crucero, y se estuvieron saludando hasta que el barco se alejó del muelle y avanzó majestuosamente hacia aguas más profundas. Robert pegó las rodillas a las corvas de Esther. Esther seguía pensando en el barco, y era como si estuviese a bordo. Sabía que había otros pasajeros durmiendo. El oleaje se estrellaba contra el casco. Se quedó totalmente inmóvil y sintió los latidos, los ligeros y regulares temblores de las máquinas.