30
junio

Murray Bail - "La mujer del ganadero"

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Novelista , ensayista y cuentista australiano. Está considerado junto a Peter Carey como uno de los innovadores de la literatura australiana.
Su obra más conocida es la maravillosa y difícil de catalogar "Eucaliptos".
Este cuento pertenece a "Contemporary Portraits and Other Stories" publicado en 1975. En 1986 el volumen fue reeditado como "The Drover's Wife and Other Stories" y en 2002 en EE.UU. fue publicado como "Camouflage".
La traducción es la de Ana Olabarrieta, Marta Torres y Elisabet Tremosa.
El cuadro "The drover's wife" que inspiró el cuento fue pintado por Russell Drysdale en 1945.


Quizá haya habido un error – aunque sin importancia – en el título de este cuadro. La mujer retratada no es «La mujer del ganadero»: es mi mujer. No nos hemos visto desde… debe hacer ya casi treinta años. Este retrato lo pintaron poco después de que ella se marchara – para encontrarse con él. Fíjense cómo esconde, muy oportunamente, la mano en la que lleva el anillo de bodas. Es un
lienzo de 20 x 24 pulgadas, firmado en la parte inferior derecha por «Russell Drysdale».
Digo «poco después» porque lleva nuestra pequeña maleta –Drysdale hace que parezca una bolsa de la compra – y tiene puestas las playeras que solía llevar. Además el cuadro data de 1945.
Es Hazel, sin duda alguna.
¿Qué nos puede sugerir un rostro? ¿Que una mujer haya abandonado a su marido y a sus dos hijos...? Creo que en esto, el artista ha fracasado (aunque, ¿cómo iba a saberlo?): ha pintado a Hazel dándole una expresión resignada y de impotencia – como si todo hubiera sido culpa mía. O como si hubiera sido una campesina durante toda su maldita vida.
Por otra parte, ha logrado el parecido.
Hazel era huesuda. Recuerdo que nuestra última discusión fue sobre su peso. Pesaba – lo tengo apuntado – ciento un kilos y seis cientos gramos. Y no es que fuera muy alta. Veo que volvió a engordar. De hecho, engordaba fácilmente. Basta mirar sus piernas.
Debo reconocer que tenía una cara pequeña y bonita. Sus ojos siempre me sorprendieron. ¡Qué augustos eran! El retrato nos lo confirma. En conjunto, resulta una cara dulce, una de ésas que gustan a las mujeres. ¡Quién sabe cuánto tiempo debió «durar» en condiciones adversas!
¡Un ganadero! ¿Por qué uno de esos ganaderos trashumantes?
Me supuso un gran trauma.
«Sólo voy hasta la esquina», dejó escrito como de costumbre. Lo había apuntado en un trozo del papel de la carnicería y lo había dejado sobre la mesa.
La nota seguía: «Tu cena está en el horno. No le des zanahorias a Trev.» Y entonces ya me pareció que había algo extraño.
Esto sonaba como si no fuera a volver, pero después de darle muchas vueltas, descarté esta posibilidad.
Y creo que eso fue lo que más me dolió. Nada de «Querido» al principio de la nota; ni tan siquiera escribió «Gordon». Y al final, nada de «Besos» tampoco. Hazel se fue dejando tan sólo un adiós. Podríamos haberlo hablado.
Adelaide es un pueblo pequeño. La gente enseguida se enteró. La gente... me evitaba. Me quedé solo para cuidar de Trevor y Kay. Me llevó mucho tiempo – años – el poder contestar, si me lo preguntaban: «Se ha largado. No tengo ni idea de adónde».
Es fantástico descubrirla a través de un retrato reproducido incluso en color. Supongo que, en cierto modo, la hace famosa.
No obstante, el cuadro no da muchos indicios. Se trata de un lugar en el interior del país, pero ¿dónde exactamente? ¿Es el sur de Australia? Podría perfectamente ser Queensland, el oeste del país o el Territorio Norte. No se sabe. Sería imposible encontrar ese lugar.
Él está inclinado sobre el caballo (quizá le esté dando de comer), por lo que se diría que estaba empezando a anochecer. La forma de la sombra de Hazel lo confirma. Deben de ser las cinco de la tarde. Probablemente hace todavía un calor tremendo. Menudo lugar para pasar la noche. A esa hora ya debe de estar todo en silencio.
Hazel parece estar triste. La noto ausente. Ya no recuerdo bien; hacía poco que me había dejado; pero ella está alejada de él, en primer plano, como si no estuvieran hablando. ¿Lo ven? Distancia = Dudas. Habían tenido una discusión.
Por supuesto, quiero saberlo todo acerca de él. Ni tan siquiera sé su nombre. En el cuadro de Drysdale no se ve más que su silueta. Una figura completamente negra. Podía haber sido un aborigen: a finales de los cuarenta supe que algunos de ellos eran contratados para trabajos de ganadería.
Pero descarté esta idea.
Cogí una lupa. Quería observar la expresión de su rostro. ¿De qué color era su cabello? De cerca no se veían más que pinceladas. Era un hombre realmente misterioso.
Sin embargo, opino que es de pequeña estatura. Compárenla con la del caballo y con la de las ruedas del carro. O es bajito, o es que se trata de un pedazo de caballo.
Ahora empiezo a recordar.
El otro día tuve una discusión con nuestra hija Kay. Ella y Trevor suelen visitarme a menudo. Debo añadir que no se ha casado y que tiene la misma constitución que su madre. Me culpaba a mí: decía que la gente opinaba que ella era una buena persona.
Es cierto. Asentí.
—Entonces ¿por qué se fue?
—Tu madre —dije casi sin pensarlo— tuvo una mala racha.
¡Si las miradas matasen!
Busqué a mi alrededor:
—¡Le gustaba chapotear en el agua!
Rió de forma antipática.
—¿Qué? Eres el colmo, te lo aseguro.
Por supuesto, no me había explicado adecuadamente. Ni siquiera sabía que se había ido con un ganadero.
En el fondo Hazel era tímida, incluso conmigo: era tranquila y generalmente no tenía compromisos. Al mismo tiempo, puedo imaginármela dejando que le hicieran un cuadro tan poco tiempo después de haberse marchado, sin dejar tan siquiera un número de teléfono, una dirección. Todo encaja. Resulta extraño, pero es así.
Aquella mala racha. Por primera vez la nieve había cubierto el monte Barker y el domingo fuimos allí con el Austin. Desde un punto de vista pictórico, era realmente extraordinario. A nuestros eucaliptos y a las cortezas fibrosas, en cierto modo, no les venía bien la sustancia blanca, ni siquiera a los viejos Eucaliptos Fantasma. Se lo comenté a Hazel, pero ella quería jugar y empezó a tirarme bolas de nieve. La gente se reía. Entonces se cayó de rodillas, chillando como una chiquilla. No pretendía reprenderla, pero me acerqué a ella:
—Vamos, levántate, no seas tonta.
Se quedó muy callada. No dijo nada durante horas.
Por supuesto, Kay no lo recuerda.
Ahora que sé lo que ha ocurrido y observando el retrato de Drysdale, puedo ver que Hazel también tenía su lado blando. Creo que era su tosquedad lo que me deprimía. Por ejemplo, cuando veía los cercos de sudor debajo de sus brazos, me ponía de mal humor. Me irritaba su manera de cortar la leña. Creo que se divertía cortando leña. Una vez la pillé arrastrando hacia la casa el hielo para la nevera – era justamente después de la guerra. El repartidor parecía no darse cuenta y seguía buscando el cambio. No sé por qué, pero en cierto modo estas cosas hacían que la encontrara menos atractiva. Y luego, claro, mató aquella serpiente en la cabaña que alquilamos unas navidades en la playa. Por casualidad levanté la tapa del incinerador y apareció una bestia negra con la cabeza llena de golpes. «Estaba debajo de la casa» – explicó.
La cabaña tenía dos habitaciones sin pavimentar: un hornillo y un retrete hecho de amianto en la parte trasera. A Hazel le daba igual. Discretamente, siempre me llevaba la contraria; cuando llegó la hora de irnos estaba abatida. Yo tenía que volver a la ciudad para ir a trabajar.
El cuadro me hace pensar en mí. Por aquel entonces se dedicaba a pasearse alrededor de la casa en combinación y descalza. El vestido que lleva puesto en el cuadro parece una combinación. Incluso solía quemar la basura en la parte trasera de la casa en combinación.
No sé.
«¡Hola, señora!» le solía decir al entrar en la cocina. Puede ser que esta forma de expresarme no fuera la más perfecta, especialmente teniendo en cuenta los criterios de hoy en día, pero ésta es mi manera de mostrar cariño. Creo que Hazel lo comprendió. Algunas veces, notaba que se conmovía.
Digo esto para demostrar que en nuestro matrimonio no todo eran críticas o discusiones. Cuando verdaderamente vine a darme cuenta de que se había ido, pasé noches enteras sentado en el salón con las luces encendidas. Soy dentista, y no se pueden tener las manos temblorosas cuando se es dentista. La noticia se divulgó. Únicamente ahora – toco madera – el negocio ha empezado a mejorar.
¿Explica esto totalmente por qué se marchó?
No del todo.
Volvamos al retrato. Drysdale ha omitido las moscas. No hay duda de que no quería que Hazel moviera la mano o que se posaran en su cara; es, sin embargo, una grave omisión. Altera la verdad en aras de una bella imagen o «composición». He estado por ahí, y hay cientos de moscas. No son necesariamente portadoras de microbios. Son moscas de monte, creo que las llaman, y te vuelven loco. Por supuesto, Hazel lo aceptaba todo sin ningún reparo. Tanto le daba el calor como las moscas.
Pasamos unas vacaciones de camping. Teníamos una de esas tiendas de campaña a rayas en forma de campana. En aquel momento pensé que hubiese resultado práctica – visible desde el aire – de habernos perdido. Ahora esto es ya un hecho. Aunque nunca olvidaré las tonalidades y la variedad de rocas que vi allí, no tengo ningún deseo de volver, ninguno. Me di cuenta de ello una noche. Yo estaba a unos metros de la tienda; el cielo tenebroso y el silencio que allí reinaba me hacían estremecer. Todo escapaba a la lógica. Durante el día, el monte, pequeño y espinoso, no sugería ninguna ayuda (iba a decir «simpatía»). Hacía un calor abominable.
Hazel se sentía todavía como pez en el agua. Tanto, que parecía no interesarse por los alrededores. Sentí que nos distanciábamos, como si yo no me sintiera a gusto, especialmente con ella. Me sentía fuera de lugar. Mi error fue creer que se trataba de una situación pasajera, que era más o menos su manera de mostrar indolencia.
Un lamentable incidente no pudo impedirlo. Buscábamos un lugar para acampar. «Todavía no. No, aquí no», decía yo – principalmente me hablaba a mí mismo, para que Hazel me dejara continuar casi sin decir palabra. Al final encontré un sitio. Se podía distinguir un árbol en la oscuridad. Nos acostamos. Pasada la media noche, unas luces y un ruido terrible nos despertaron. Los niños empezaron a llorar. Habíamos ido a acampar junto a la línea del ferrocarril Adelaide - Port Augusta.
A veinte o treinta millas al norte de Port Augusta, di la vuelta. Tenía que hacerlo. Parecía que estuviésemos perdiendo la razón. Incluso vimos a un ganadero andando solo por la zona. Estaba a un lado de la carretera, haciendo té. Cuando le pregunté por sus ovejas o su rebaño hizo un gesto con la mano. Por alguna razón esto divirtió a Hazel. Se agachó. Todavía puedo ver su expresión: mala chica.
El hombre no habló mucho, pero nos ofreció té.
—Vale —dijo Hazel, sonriéndome.
Hazel y su mala racha – sabía que yo quería volver. El ganadero, diplomático, atizó la lumbre con un palo.
Le dije:
—Puedes quedarte, si quieres. Estoy en el coche.
Eso es todo.
Recuerdo que el ganadero, cabeza estrecha con sombrero kaki, no era muy hablador y llevaba unas botas llenas de polvo. No se le distingue. ¿Es él? No lo sé. Hazel, únicamente Hazel y el paisaje lo dominan todo.

27
junio

Knut Hamsun - "La dama del Tívoli"

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Cuando se consultan textos sobre literatura noruega siempre se considera que los cuatro grandes de la misma fueron Henrik Ibsen, Bjørnstjerne Bjørnson, Alexander Kielland y Jonas Lie. Sin embargo, cuando se consultan trabajos sobre Hamsun, siempre aparece éste como el más grande (junto a Ibsen). Esto tiene que ver con la relación amor/odio (y la doble moral que eso conlleva muchas veces) que los noruegos tienen con Knut debido a sus ideas filonazis. Hamsun consideraba el realismo como una "literatura primitiva que no tiene otra ambición que retratar los conflictos sociales, cuando en realidad el objetivo debería ser bucear en las profundidades humanas y exponer el alma moderna en toda su complejidad". Aunque sus inicios se enmarcan dentro del neoromanticismo (este cuento pertenece a esa época), Hamsun se erigió, pese a sus palabras, en uno de los grandes escritores de novela social.

Fue en Kristiania, durante el concierto estival que el coro parisino ofreció en el Tivoli. Salí a dar una vuelta y ascendí la colina del Palacio; al llegar a la cima, de inmediato comencé a descender en dirección al parque de atracciones.
Una gran muchedumbre se había reunido allí dispuesta a escuchar los cantos. Me confundí en el gentío y tropecé con un amigo con el que sostuve una conversación a media voz que pronto acompañó las voces del coro, que llegaban hasta nosotros en olas amortiguadas por el viento. De pronto sentí un malestar, un nerviosismo inquietante se apoderó de mí y respondí al revés las palabras de mi amigo. Maquinalmente di un paso al costado y reencontré la calma. No obstante, al cabo de algunos minutos volvió a hacerse presente el mismo e inexplicable malestar. Fue entonces cuando mi acompañante me dijo:
—¿Has notado a esa mujer que te observa?
Me volví con energía. Detrás de mí, una dama me miraba sin parpadear desde unos ojos azules de la más extraña especie.
—No la conozco —respondí volviendo a mi posición. Me sentía en un estado de exasperación absoluto. Aquellos ojos inmóviles me quemaban la nuca con un fuego continuo, a la vez que latían en mi cabeza como dos hierros helados. Estaba mucho más nervioso porque había tenido que soportar esa mirada. Giré nuevamente para asegurarme de que no conocía a esa mujer. Luego decidí abandonar mi lugar y me fui.
Transcurrieron algunos días. Acompañado por un amigo, un joven teniente, me senté en el banco que daba al reloj de la universidad a mirar a la gente que deambulaba a la hora del paseo. De pronto, entre la muchedumbre, divisé dos ojos, dos ojos fríos y velados. Reconocí de inmediato a la joven del Tivoli. Como al pasar frente a nosotros ella continuó mirándonos, el teniente me preguntó con viva curiosidad si sabía quién era.
—No tengo idea —le respondí.
—Resulta obvio que a uno de nosotros conoce —me dijo él levantándose—. Tal vez sea yo.
En tanto, la dama había tomado asiento en el banco siguiente. Tiré del capote del teniente para que él tomara el comando de la operación y dimos algunos pasos en su dirección.
—¡Sería estúpido quedarnos con la duda! —me dijo—. Vamos a presentarnos.
—Está bien —le contesté, siempre detrás de él.
La saludó, le dio su nombre y le preguntó si no resultaba inoportuno sentarse a su lado, cosa que hizo sin mayor ceremonia. Como ella respondió de inmediato en forma amable aunque algo distraída, él tomó su sombrilla y comenzó a toquetearla maquinalmente. Yo seguía allí, de pie, un poco extraviado y sin saber qué postura adoptar. Un muchachito pasó frente a nosotros con un canasto lleno de flores. Experto en galanterías, el teniente compró algunas rosas, giró hacia la dama, tomó una y le solicitó el favor de clavarla en su pecho. Luego de una negativa a medias, ella acabó por consentirlo. El teniente era un hombre apuesto y, en consecuencia, no me sorprendió que ella aceptara sus avances.
Sin embargo, ni bien ejecutó su pedido se arrancó la rosa del ojal y la observó con temor, al tiempo que exclamó: "¡Está arruinada!". La arrojó de inmediato a la calle agregando en voz baja: "Me recuerda el cadáver de un niño". No le concedí mayor importancia a estas últimas palabras, tal vez por que no había notado la emoción con la cual fueron pronunciadas.
El teniente propuso subir hasta el parque del Palacio. Mientras caminábamos, la dama comenzó a hablarnos sin motivo de un niño que ella había conocido, pero que ahora estaba enterrado. Como nosotros guardábamos silencio, poco después ella dirigió la conversación sobre el asilo de Gaustad, subrayando lo penoso que resulta estar internado "cuando no se está loco".
—Es cierto —dijo el teniente—, pero ese tipo de cosas no suceden en nuestros días.
—¡Oh, sí! Es lo que le ocurrió precisamente a la madre de ese niño —respondió ella.
—¡Diablos! —dijo el teniente riendo.
La dama hablaba con una voz agradable y, aparentemente, bien centrada. Y si la juzgué ligeramente exaltada, incluso un poco histérica —lo que confirmaba el resplandor morboso de su mirada—, no creí por eso que estuviera enferma. No obstante, pronto me rendí a la fatigosa gimnasia del espíritu que me imponían sus constantes despropósitos, de modo que me detuve y me despedí. Cuando me iba, los vi proseguir su ruta por el parque, aunque no sabría decir adonde se dirigieron dado que ya no me volví.
Pasó una semana. Una tarde, bajando por la avenida Karl Johan, volví a encontrar a la dama del Tivoli. Fuimos aminorando involuntariamente nuestra marcha en el momento de cruzarnos hasta que, sin pensarlo, me encontré caminando a su lado. Avanzábamos con lentitud por la vereda, hablando de esto y aquello. Ella me dijo su nombre —pertenecía a una familia muy conocida— y me preguntó el mío. Luego, sin darme tiempo a responder, colocó su mano sobre mi brazo diciendo:
—No importa, puede ahorrárselo... Lo conozco.
—Por supuesto. Mi amigo, el teniente, es muy servicial. ¿Y con qué nombre me ha gratificado? —le pregunté.
Pero sus pensamientos estaban ya en otra parte. Señaló el Tivoli con el dedo y me dijo: "Mire".
Un hombre montado sobre un velocípedo se elevaba y descendía en el aire en medio de un océano de antorchas encendidas. Era el hombre tirabuzón.
—¿Y si vamos a verlo más cerca? —interrogué.
—Vamos a instalarnos en un banco —respondió la dama.
Con ella a la cabeza, atravesamos la avenida Drammen y penetramos en el parque. Había elegido el sitio más sombrío para sentarse.
Intenté retomar la conversación, pero fue en vano. Me interrumpió con un pequeño gesto de súplica y me preguntó si no quería guardar el más absoluto silencio por un instante. Con gusto, pensé, tras lo cual, cediendo a su pedido, permanecí media hora sin pronunciar palabra. La dama se mantuvo inmóvil. En la oscuridad, pude distinguir el blanco de sus ojos y me di cuenta de que ella no cesaba de mirarme a hurtadillas. Al fin, en parte asustado por esa mirada demente, estuve a punto de levantarme. No obstante, algo me retuvo, de modo que me contenté con estirar el brazo para echarle un vistazo al reloj.
—Son las diez —dije.
No hubo respuesta. Ella no apartaba sus ojos de mí. Luego, sin hacer el menor gesto, me dijo:
—¿Tendría el coraje de ayudarme a desenterrar el cadáver de un niño?
Esta vez sentí una profunda angustia. Cada momento me resultaba más y más claro que estaba tratando con una loca; por otra parte, como había excitado mi curiosidad, no deseaba de ningún modo abandonarla. De modo que, observándola, le dije:
—¿El cadáver de un niño? Por qué no. No deseo otra cosa que ayudarla.
—Usted debe entender... Ha sido enterrado vivo, necesito volver a verlo.
—Claro, por supuesto. Debemos desenterrar a su niño.
La miré fijamente esperando su reacción, la cual no se hizo esperar.
—¿Por qué dice que es mi niño? —inquirió ella—. Nunca afirmé algo semejante; sólo he dicho que conozco a la madre. Ahora voy a contarle todo.
Y esta mujer, hasta ese momento incapaz de mantener una conversación razonable y ordenada, me contó una larga historia sobre este niño, una historia extraña que me causó la más viva impresión. Hablaba con fluidez y credibilidad, impregnada de emoción, lo cual hacía de su relato uno de los más plausibles. No noté lagunas ni rupturas en el tono. En todo caso, no pude imaginar ni por un instante que su alma pudiese estar perturbada.
Una joven dama —en ningún momento precisó que fuese ella— conoció un tiempo atrás a un caballero de quien se había enamorado y con el que finalmente acabó por comprometerse. Abiertamente o a escondidas, en plena calle o en oscuros rincones, nunca dejaban pasar una oportunidad para verse. Se encontraban a una hora convenida en la habitación de uno u otro, a menos que hubiesen elegido darse cita al caer la noche en este mismo banco en el que ahora estamos sentados. De este modo, sucedió lo que debía suceder: un hermoso día, en su hogar descubrieron en qué estado se encontraba la muchacha. Se mandó a buscar al médico de la familia —la dama menciona su nombre, uno de los practicantes más conocidos—, quien recomendó enviarla a una ciudad de provincia. Una vez allí, recibió albergue en casa de la comadrona.
Pasó el tiempo y nació el niño. Extrañamente, el médico familiar se desplazó desde Kristiania para la ocasión, y la joven madre, que yacía enferma, no había abandonado su lecho aún cuando se le anunció la muerte de su pequeño. ¿Había nacido muerto? No, vivió algunos días. Pero la cuestión es que el pequeño no estaba muerto. La madre nunca pudo llegar a ver a su hijo. Sólo el día del entierro le fue permitido verlo: en su ataúd. "Le aseguro que en ese momento no estaba muerto, vivía", dijo la dama del Tivoli. "La sangre le coloreaba las mejillas y movió dos o tres veces los dedos de la mano izquierda". La madre comenzó a lamentarse, hasta que le arrebataron el niño para enterrarlo. El médico y la matrona se ocuparon de todo.
Al cabo de un tiempo, la madre pudo levantarse y, todavía enferma, viajó a la capital. Allí, les confesó a algunas amistades los motivos que la obligaron a permanecer en provincia y, preocupada por su hijo como estaba, no disimuló su temor porque hubiese sido enterrado vivo. Afligida, triste como la muerte, sufrió el oprobio familiar y perdió a su novio, quien desapareció de improviso sin dejar rastro.
Un día, un coche se detuvo ante la casa de sus padres para llevarla a dar un paseo. Ella se instaló en el interior y el cochero la condujo hasta el asilo de Gaustad. Una vez más, el médico familiar se hizo presente.
¿Por qué razón la recluyeron en el asilo? ¿Había enloquecido realmente o temían que no guardase la debida discreción respecto a la suerte de su hijo?
El tiempo transcurría en Gaustad. Se le permitió tocar el piano para los internos. En caso contrario, durante su examen, se revelaría una nueva anomalía que la haría especialmente vulnerable: la falta de voluntad. Se le pidió manifestar su voluntad, endurecerse. Sin duda, debía endurecerse para poder revelar el crimen cometido contra su hijo. ¡Era cómico! De cualquier modo, un bello día la liberaron. Ahora ella está triste y sufre. Nadie ha querido ayudarla en este asunto. "A menos que usted consienta en hacerlo", me dijo la dama.
Su relato me pareció demasiado novelesco pero, no obstante, advertí que ella creía firmemente en él. Era tan fuerte su poder de convicción, su vehemencia, que excluía cualquier forma de engaño, de modo que pensé que quizás en toda esta historia había un trasfondo de verdad. De modo que se podía razonablemente pensar que ella bien pudo haber tenido en realidad ese niño y que, durante su enfermedad, estando demasiado débil para aceptar su muerte, imaginó en un momento febril que había sido asesinado. Entonces le dije:
—¿El niño está enterrado aquí?
—No, en el sitio donde he sido atendida —respondió.
—¿Entonces es su hijo? —repliqué con rapidez.
Dejó mi pregunta sin respuesta, y me lanzó una feroz y suspicaz mirada de soslayo.
—No me iré sin antes decir que haré todo lo posible por ayudarla —afirmé divertido—. ¿Cuándo comenzamos?
—Mañana —respondió con vivacidad—. Mañana, querido amigo.
—Bien —dije.
Acordamos entonces encontramos al día siguiente a las siete de la tarde, un momento antes de que partiera el tren. Decidido a sostener mi promesa, me encontré en la estación a la hora prevista. Sin embargo, ella no se hizo presente a las siete y el tren partió. Esperé hasta las ocho, y ya estaba a punto de volver a mi hogar cuando la distinguí casi corriendo en mi dirección. Sin preocuparse de los transeúntes, me dijo en voz alta y clara:
—Debió haberse dado cuenta de que ayer por la tarde le mentí. Obviamente, se trataba de una broma.
—Por supuesto —respondí un poco molesto por el exceso verbal de la dama—. Debí haberlo comprendido todo de inmediato.
—Lo sabía. Pero, si por casualidad me hubiese tomado en serio, le habría encomendado mi alma a Dios.
—¿Su alma a Dios? ¿Por qué?
—Venga, venga ya —me dijo tironeándome del brazo—. Y por favor, no hablemos más de esto —agregó.
—Como usted quiera. Yo lo consiento todo —dije.
Remontamos la calle Rosenkrantz en dirección al Tivoli. Atravesamos la avenida Drammen y luego giramos nuevamente para ingresar al parque; ella era quien siempre dirigía nuestros pasos. Tomamos asiento en nuestro viejo banco y comenzamos a hablar sobre distintas cosas. Ella seguía saltando alegremente de un tema a otro, pero sus palabras no estaban exentas de interés. Dos o tres veces llegó a reír, e incluso en una ocasión tarareó una canción. A las diez, se levantó y me pidió que la acompañase. Un poco en broma, le ofrecí mi brazo. Me miró.
—No me atrevo —me dijo con gravedad.
Atentos a los ruidos que nos llegaban, nos dirigimos hacia el Tivoli. En ese momento, el hombre tirabuzón se elevaba nuevamente en el aire. En principio inquieta por él, mi dama se aferró a mi brazo como si fuese ella quien corría el riesgo de caer. Luego, optó por un aire divertido al imaginar que el infeliz caballero perdía el equilibrio y caía de rodillas sobre una de las jarras de cerveza dispersas sobre las mesas. Esta idea la hizo reír hasta las lágrimas.
En el camino de regreso, su humor fue el mejor. Ella se limitó a canturrear una canción. Pero, cuando avanzábamos por una calle a oscuras, se detuvo bruscamente ante una pequeña escalera negra de metal que conducía a una casa y le dirigió una mirada de terror. Sorprendido, me quedé inmóvil, mientras ella señalaba el primer escalón diciendo con voz ronca:
—El pequeño ataúd fue tallado precisamente allí.
Me sentía irritado. Alzando los hombros, le dije:
—Bueno... ¿Empezamos de nuevo?
Ella me miró. Y lenta, muy lentamente, sus ojos se llenaron de lágrimas. Bajo la luz de las ventanas de la planta baja, vi que sus labios temblaban. La dama se retorcía las manos con desesperación. Dio un paso adelante y me dijo:
—Amigo mío, mi querido amigo, perdóneme.
—Naturalmente —respondí una vez más. Volvimos a ponernos en marcha. Bajo su puerta, en el momento de desearme las buenas noches, me apretó con fuerza la mano.
Transcurrieron varias semanas en las que no volví a saber de la extraña dama. Irritado por mi propia candidez, cada vez estaba más y más convencido de que ella se había burlado de mí. "¡Bueno!", pensé, "sea como fuere, siempre es algo menos de qué preocuparse".
Una noche asistí al teatro a ver una obra de Ibsen, La unión de los jóvenes. En el curso del segundo acto, sentí de pronto cierta turbación, algo exterior que afectaba mis nervios, ese mismo malestar que había experimentado durante el concierto del Tivoli. Me volví de inmediato y encontré a la dama, su mirada febril fija en mí.
Retorné a mi posición, me atornillé a la silla e intenté concentrar toda mi atención en Daniel Heire, el protagonista de la pieza. No obstante, durante el resto de la noche me acompañó la desagradable sensación de tener la nuca horadada por aquellos ojos metálicos que nunca pestañeaban. Me levanté y abandoné el teatro sin esperar el final.
Estuve un par de meses ausente de la ciudad. A mi regreso, ya había olvidado a la dama del Tivoli. No había pensado en ella ni una sola vez. Desapareció de mi conciencia tan abruptamente como había llegado.
Una de las últimas noches de niebla, me encontré observando cómo la gente se chocaba entre sí por la calle Torv, entre la sopa popular y la farmacia del Elefante. Después de haber dedicado un buen cuarto de hora a este vagabundeo, decidí llegar por última vez a la farmacia antes de retornar a casa. Ya eran las once de la noche cuando comencé a aproximarme al local. La luz del farol más cercano me permitió percibir que alguien avanzaba hacia mí. Me hice un poco a un lado. La persona siguió el mismo movimiento. Corrí hacia el lado contrario, el izquierdo, para evitar una colisión. En ese momento, pude distinguir entre la niebla dos ojos que me atravesaron.
"La dama del Tivoli", pensé petrificado.
La mirada fija, las facciones extrañamente crispadas, una mano en su manguito, ella se dirigió sin rodeos hasta mí y sostuvo mi mirada un instante.
"Sí, era mi hijo", dijo con fuerza. Dio media vuelta y desapareció en la niebla.

22
junio

Djuna Barnes (IV)

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No sé si traducir la poesía de Djuna Barnes es tan difícil como traducir la poesía de Pushkin, pero la dificultad es grande, sobre todo si se trata de la opaca, y a veces surrealista, poesía de su última época. Esta versión es la de Osías Stutman y Rosa Lentini.


Líneas para una dama
Ponerla bajo la mohosa hierba
Con sus dos ojos pesados y ciegos y acabados
Sus dos manos cruzadas bajo su pecho
Una sobre una.

Ponerla en la tenue víspera,
Con sus súbitas lágrimas y blancos abedules;
Y dejar que su desaparición parezca haber sido
Algo fácil.

Aislarla de esta hora de pena
Y echando la tierra sobre ella, como un respiro,
Coserla tiernamente, para que pueda
Cosechar su muerte.

Y cerrar sus ojos, cerrar sus labios,
Pues quieta, muy quieta está su castigada lengua;
Su hora ha terminado, su aliento ha pasado,
Y su canto se cantó.

Ponerla bajo la roja hierba salvaje
En los campos que la muerte removió y doblegó con lluvia;
Y dejar que su silencio parezca moverse
Dentro de la semilla.



El cadaver floreciente
Tan quieta yace en este cerrado lugar apartado,
Sus pies se han vuelto frágiles para la cita fantasmal;
Su pulso ya no golpea en su muñeca;
Ni su eco vaga por su corazón.

Sobre el cuerpo y la quieta cabeza
Como majestuosos helechos sobre una autera tumba,
Se mecen suaves cabellos; bajos sus axilas florecen
las adormecidas pasionarias de los muertos.



Cuando la carne que besamos se ha ido
Cuando la carne que besamos se ha ido
Y diente con diente los amantes verdaderos yacen
En ocioso enredo, hueso con hueso,
¿Llamaríais éxtasis a eso?

No, pero amor en litigio.
En la postrera extremidad,
En duelo con la eternidad,
Postyrando amor que pide clemencia,
¡Y complica la engañosa fidelidad!

18
junio

Bessie Smith

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La "Emperatriz del blues", no hacen falta más presentaciones.

Yellowdog Blues


St. Louis Blues
Esta grabación de 1929 pertenece al cortometraje "St. Louis Blues". La orquesta es la de Fletcher Henderson, el coro es el "Hall Johnson Choir" y el pianista es James P. Johnson. El corto está basado en la canción que le da título compuesta por W. C. Handy. El corto completo puede verse en dos partes aquí y aquí.


Nobody knows you when you're down and out

15
junio

Ramón Gómez de la Serna - "La fúnebre (falsa novela tártara)"

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I
La Tartaria es un lío terrible. Ni los geógrafos ni los historiadores saben a qué atenerse. Pero un novelista tiene la obligación de saber lo que es tártaro y lo que no es tártaro, y poder hacer una novela tártara.
La Tartaria es país para novelistas, y yo bien sé que en una posada de Tartaria, viendo poner manteles sobre las mesas a mujeres típicas, se podría escribir la novela más novelesca de las novelas.
—¡Tartaria!, ¡Tartaria!
Yo la conocí un día azul, después de pasar el río Amarillo.
Mi Tartaria es la Tartaria de los grandes bosques, donde se vive de nueces, nueces como pan migoso, nueces en calderada y nueces en guiso de urraca que allí se come quitándola el luto por el que se hizo temible de otros estómagos.
Los tártaros confunden sus almas porque creen no poderse conocer. Ni su lengua ni su alma son claras, y por eso tienen prontos en que el ser más bueno mata a su madre, y el ser más malo se sacrifica como un verdadero santo.
Los tártaros quieren desconocerse, y en sus leyes hay una exculpación que no existe en ninguna otra ley, y que se basa en el instinto, o sea que si la fechoría la hicieron bajo el imperio del instinto tartárico, quedan absueltos. Lo que hay que apreciar en el crimen es si está claro el instinto, si el hecho ni tuvo ni antecedentes ni divagaciones o complicidades alrededor.
Lo que se llama el “instinto” es reconocido con valor omnímodo en Tartaria, pues los tártaros serán siempre en el fondo aquellos salvajes y terribles nómadas que, según la primera tradición, habían salido del profundo imperio llamado Tártaro.
La aldea de Tartaria en que pasa esta novela es la aldea de Kikir, donde los hombres y las mujeres visten trajes verdes acuchillados de amarillo y sombreros en punta, que les dan tipo de endemoniados.
Todos en Kikir tocan la flauta, y en los pueblos de alrededor dicen por eso que envenenan el viento y lo envenenan todo de veloces balines.
En el teatro, cuando hay función, los músicos tocan la flauta y todos los espectadores sacan de sus bolsillos sus flautas queridas y corean los flautinazos de la orquesta.

SE PROHÍBE TOCAR LA FLAUTA

Era el cartel que quiso imponer un empresario como el “se prohíbe fumar” o el “se prohíbe escupir en el suelo”; pero le costó la vida al inventor, pues el “instinto” de un tártaro violento le hizo clavar una flauta recién afilada en el vientre del renovador.
Esa cosa simple que es el día para los pueblos europeos no lo es en Tartaria. El día para los tártaros tiene trastrueques impensados y el instinto enrevesado que allí lo preside todo y hace que se acepte, mete en casa del vecino la vecina que se ampara en la ley de azar y crueldad que preside en cada hogar, y por la que hay que aceptar las soluciones violentas en monotonía de cada día.
El padre que dejó salir a su hija para la bodega, viene por ella, porque quiere que vuelva a ser soltera y, contra toda opinión, la ha de vestir con el traje azul de las solteras.
No se sabe cómo se va a desenlazar el día cada día que pasa en Kikir. Tartaria es revuelta como la cola de un dragón.
La mujer que salió del pueblo, en la mañana, no se sabe si volverá ni a qué pueblo lejano se habrá dirigido. Igual sucede con el hombre que ha emprendido un camino.
Y sin embargo de esos arranques súbitos y de esas cosas trágicas que tienen a Kikir en pie de guerra, el adorno de las casas tiene bellezas inusitadas de color, florones de papel, conchas y caramelos para el tiempo, caramelos preciosos que servirán de adorno, pero a los que nadie podrá meter mano. Todo en las habitaciones está lleno de colgajos, cintas de raso, medallas, flecos, espejitos incrustados, escarcelas, pañuelos de colores, juguetes de feria, carracas con piedras preciosas en la panza, etc., etc.
Con su alma revuelta y desconocida en que aún prevalece el no conocerse a sí mismo de los pueblos primitivos —No queremos conocernos a nosotros mismos. Conociéndonos, la vida perdería su arbitrariedad y su encanto—, el pueblo tártaro de Kikir vive una vida venturosa en que la mañana es montañosa y se despliega en arboledas inmensas, a cuyo pie, como las azucenas silvestres de los pinares, se producen novelas inacabadas y en número excesivo.

II
Pero la principal novela de Kikir no es la de ningún capitán ni la de ningún matón, sino, por el contrario, la de una capitana y matona.
A esta mujer que domina Kikir, la llaman La Astrakipak, que, traducido al castellano, quiere decir algo así como “La Fúnebre”.
¿Por qué ese nombre escabroso y tétrico?
¿Es que tenía un comercio de pompas fúnebres?... ¿Es que vendía féretros? Nada de eso. En Tartaria se queman los cadáveres después de dar un baile en su honor, un baile que preside el muerto en un trono dorado y tocado con corona visigoda, una verdadera orgía en la que las parejas se trituran de ardor y en que se mezclan las dos electricidades, la positiva y la negativa, la vida y la muerte.
La llamaban “La Fúnebre” a aquella mujer porque había matado ya a siete maridos.
Apetitosa, con una sonrisa que quería decir “¡a que no eres hombre!” y con la que excitaba a nuevos novios, encontraba en seguida nuevo pretendiente con el que se casaba según el rito tártaro, según el cual los contrayentes contraen en la sacristía las íntimas nupcias sin testigos y después se celebra la ceremonia si el novio y la novia alegan que sí en vez de alegar que no, como ha sucedido muchas veces después de la probanza, saliendo entonces los convidados de la iglesia entregados a una desafinación de sus flautas que destempla los dientes de toda la ciudad.
“La Fúnebre” acababa de maridar con el valiente de Kikir, Baraba, tipo de bigotes cruentos, que no sabía cómo era de garrapeante mi mirada.
Todos se habían sentido satisfechos con aquella boda. El valentón de Kikir estaba sentenciado a morir en mano airada y amorosa.
Los que sentían odio por él se creían vengados por aquella mujer gigantesca que se rascaba un diente con una horquilla.
Todos aquellos hombres cobardes de la baja Mongolia, que tenían la cabeza en forma de pera y que los tártaros no querían que se confundiesen con ellos, reían con risa chinchosa al ver pasar a “La Fúnebre” del brazo de Baraba.
—La Barba Azul se encargará de él... —se decían los que le abominaban—. El osado bigotudo de ojos turbios pagará sus ensañamientos; entre los que figuraba el que cuando fue gobernador dejó impotentes a sus enemigos, para que no continuase la epidemia de aquellas almas en sus hijos.
Pero Baraba revisaba sus fuerzas de policía voluntaria —una institución como la de los bomberos—, pero feroz a cada llamada que se les hacía.
Contra los hombres de cabeza en forma de pera dirigía su proterva policía secreta. Se ensañaba con ellos porque los creía burlones, confundiendo la sonrisa de idiotez a que les obligaba su cabeza de pera con una sonrisa maliciosa.
“Tarda en llevárselo”, se decían las gentes, indignadas, y miraban con represión a “La Fúnebre”, que a la puerta de su casa se rascaba una pierna con otra.

III
“La Fúnebre” adornaba con colgaduras los balcones de su casa. Eran unas banderas que los antepasados de Baraba habían conquistado a los chinos.
Aquella ostentación tenía irritado al pueblo, que no creía que hubiese derecho a hacer aquello, pues las banderas sólo podían ser ostentadas por los coroneles o por los generales.
“La Fúnebre” lucía así su dominio y con aquella exhibición era como si pusiese las banderas a los pies de su cama, como esterillas en que poner los pies cuando le suena al riñón su despertador:
—Celebraremos nuestras bodas de diamante —había dicho ella, y él propalaba por todos sitios:
—Sólo Dios mata a los hombres, y a mí me tiene excluido de sus sentencias.
Agarrado fuertemente del brazo de ella, como si la condujese temeroso por uno de esos estrechos pasos que hay junto a los abismos, Baraba quería demostrar que no sólo no la temía, sino que la adoraba.
—La abraza —decían los más incesantes en la calumnia, al verles pasar—, como el capitán abraza a su sable, el sable que ha de volverse contra él.
El pueblo tártaro abundaba en cosas sorprendentes. Las últimas crónicas del escándalo le tenían sobresaltado.
La hija del comandante Tobol tenía doce niños abortados y muertos en el fondo del palacio de su padre. Ratuniz, la hija del gobernador, había huido con un mago que la mostraba como la dormida de su barraca probando en ella los puñales hipnóticos que atraviesan los sueños sin verter una gota de sangre. Lituan había prendido fuego a su casa y se había ido del pueblo con la confesión expresa de que hacía aquello por no dejar herederos.
En el último baile necrológico habíase robado el cadáver, que no se encontraba por ningún sitio, y que todos temían encontrar resucitado.
El burgomaestre de Kikir había fijado en todas las esquinas un cartel en que ordenaba que todos los que tuviesen más de tres armas tenían que confesar la cuarta.
En noches anteriores, los del vecino pueblo de Nabar habían penetrado en Kikir arrastrando por los cabellos a sus mujeres, que canjearon por otras, aunque, algunos tuvieron que llevarse las mismas, pues los de Kikir se dieron cuenta de que su carácter endemoniado amargaría toda dulzura.
La caracola de la tarde con que el jefe tártaro llama a todos los moradores del consejo para que se guarezcan en el pueblo, había sonado a media tarde para reunir a los jóvenes de Kikir en la plaza pública, pues el equilibrio de la población entre fallecimientos y natalicios se había roto muy mucho, ya que había habido aquel año dos mil defunciones más que nacimientos. Al jefe del pueblo con honores de virrey, aunque era poco más que alcalde, se le ocurrió repartir terrones de azúcar de esos que cambian los novios oficiales diciéndose mientras parten el terrón las dos bocas unidas como sobre una misma presa: “Que nuestras vidas sean tan dulces como este terrón”.
El bandido del caballo acuático —dicho “acuático” porque los que lo habían visto dicen que trotaba en los lagos con esbeltez de caballo que galopa en los caminos— había cometido algunas hazañas terribles, cortando la cabeza de la mujer del collar garantizado contra el robo, pues sólo encontró esa manera de desabrocharlo del cuello.
El corazón tártaro, ignominioso, voraginoso, intrépido, palpitaba más que nunca en un deseo de aventuras inusitadas, y los jóvenes se confabulaban contra la humanidad, pues pensaban volver a llevar a Europa el azote de su barbarie. Los “Nuevos Tartarios” era una institución de bandidaje universal con que elevar en el mundo hasta los mayores espantos la idea del crimen.
“Ya que se comete un crimen —era la teoría de los “Nuevos Tartarios” —, hay que cometerlo no sólo bien, que esa es teoría de gavilancejos decadentes, sino ensañado, bárbaro, formidable. El mismo asesinado, ya que muere, quiere una última gloria de espanto con que en un instante envejezca su vida todo lo que hubiera podido vivir de no ser asesinado; gastándose su sensibilidad por entero en ese derroche de última hora”.
Kikir, con todo aquel recrudecimiento de su alma antigua, tenía temor del pueblo más tártaro, más puramente tártaro de la Tartaria.
Pero el personaje más tétrico de Kikir, el que doblegaba a todo el que se interponía en su camino, era Baraba, el del duro bigote negro y el rabillo del ojo alacranizado.
“La Fúnebre”, como artista de circo que equilibraba el “número” del esposo, no acababa de matar a aquel esposo, al que todos miraban a la cara para ver si se le acentuaba la amarillez en el sentido verde que presagiaba la muerte en los esposos fallecidos de “La Fúnebre”.

IV
Pero un día se esparció la noticia por todo el bosque como si hubiese tortoleado en lo alto de los árboles: Baraba, el séptimo marido de la “La Fúnebre”, había muerto.
Otra vez se celebraría el baile de la muerte en la panera de la viuda.
Todos querían ser invitados a aquel baile y se proponían bailar en el patio si no cabían en el desván. Había gran curiosidad por ver al muerto, al enemigo de todos, al antipático forajido de Baraba.
La viuda, que cada vez se sentía más notoria, llenó de luces el salón, alquiló el mejor sillón de oro de los muertos y la corona visigoda de la mejor clase, de primera de primera.
Después rizó el pelo de Baraba con más ondas que el de ninguno de sus esposos, y atiesó con jugo de membrillo los bigotes como bayonetas; ya que eran la nota típica de aquella fisonomía.
Colgó del salón las banderas que ya no podría sacar del balcón y sentó en el trono al difunto Baraba; tenía facha de rey de los bandidos y desafiaba aún a todos los que iban llegando.
“La Fúnebre”, con un traje descotadísimo, y su peinado de rumbo en castillo almenado, buscaba entre los presentes al osado que aspirase de nuevo a ella.
Todos los colores se confundían en aquella fiesta llena de ráfagas y bordados con piedras de colores. Tenía el salón un efecto de mascarada, y todo palpitaba alrededor de la mujer, aciaga, insaciable, pulposa, decoradora.
—Merecía ser reina de Tartaria —decían algunos—. Sólo por esa supervivencia con que se lleva marido tras marido, merece el reinado.
—Los médicos han reconocido muy bien al muerto y reconocen que ha muerto de muerte natural, del golpe epiléptico en la sesera... Muerte de latiguillo en el goce.
—¿Y quién aspirará después de eso a su mano?
—No faltará... Mírenla rodeada de adoradores... Todos quieren cobijarse a la sombra de sus senos.
“La Fúnebre” sonreía con inocencia ante la muerte y repartía las banderitas del baile, las banderitas diferentes que eran pabellón de cada caballero en el moño de toda mujer.
La música tartaria comenzó sus vientos, verdaderos vientos rimados, vientos que recorrían a lo largo todas las notas, despertándolos como chimeneas en cuyo canuto se sopla.
Las parejas eran parejas de cuatro, porque bailaban en medio, y como formando ramo con ellos, las dos muertes de los bailarines.
El baile engañaba a todos y nadie pensaba en el sentido del mundo fuera de allí. Las mujeres, sobre todo, crédulas y tontas, entrarían en el día siguiente como en un lunes inaguantable.
Pero, de pronto, el baile se paró en seco, como cuando el viento se para sin tocar la trompeta que lo avise.
Quedaron solos en medio del salón “La Fúnebre”, con su bandera roja en lo alto del moño, y Tubal, esgrimiendo un ancho puñal que era como un espadón roto del que se había afilado en punta el cacho restante.
—¡Fuera de aquí todos, hombres y mujeres! ¡Fuera! Que voy a bailar yo solo con ella... Se acabó el baile...
Todos se replegaban hacia la puerta mirando a “La Fúnebre”, que le dejaba hacer acobardada ante aquel valiente que se atrevía a ser el nuevo enamorado de ella y que provocaba así a todos los valientes.
—¿Y tú, cómo no te vas también? —dijo, dirigiéndose al rey de la noche en su trono de oro.
Todos ya en el pasillo de salida, volvieron la cabeza para ver qué hacía con el muerto, y vieron cómo le clavaba el espadón en el pecho, sin que saliese ya ni una gota de sangre.
“La Fúnebre” se revolvió entonces contra él:
—¡Le has arrancado su última gloria!
Él, sin contestar, tiró de espada y entonces, el cadáver, desequilibrado, cayó de bruces.
La espada en manos de Tubal estaba como galvanizada por la muerte, pálido y blanquinoso el acero.
El muerto, tirado en el suelo, era como la víctima que queda después de una reunión de máscaras cuando el salón se despeja. Todos acabaron de irse y se quedaron solos Tubal y “La Fúnebre”.
—Mañana ha de ser la boda.
—¿Te atreves?
—Me atrevo.
La viuda sentía la alegría de aquella pasión súbita, tan inmediata a la del otro.
Le apretó contra su pecho, en que sonaban como dos rodelas, y le dio un beso de clavel.
—Hasta mañana —le dijo después, y le puso en la puerta.

V
La boda se celebró con gran boato. En la sacristía en que se holocaustó a los dioses el preámbulo del misterio, fue montada una cama litúrgica y todos esperaron la hora de ritual con los “kichka” y los “kokosmiks” puestos.
Ella estaba más imperiosa que de costumbre, y guardaba todas sus maternidades en el gran corsé.
Tubal, imberbe, jovencísimo, más niño bajo el miedo, apretaba la mano sobre su espada chata y fiera que cruzaba oblicua sobre su ombligo.
Todos habían sentido la impresión de haber asistido a un funeral más que a una boda, y que había estado el catafalco puesto en mitad de la iglesia en vez del lecho conyugal.
El joven heroico había sido ofrecido a la deidad de la muerte que sonaba a collares de hueso con macabra alegría de las cuentas coloreadas.
Estaba orgulloso de que aquélla no era la mujer monótona, y se adornaba con las vueltas del chal espléndido que, según costumbre, envolvía al matrimonio al salir de la iglesia.
Salía del brazo de la muerte, y nadie osaba reír ni bromear. Sería veloz la espada-puñal contra cualquiera que dijese algo. Le reforzaba el lado derecho aquella mujer que de todos modos le había de absorber.
Reina de la fiesta, una vez más hacía enmudecer a las muchedumbres, y los niños, que daban vivas en todas las bodas, en aquélla estaban silenciosos.
Un olor a jabón fuerte, mezclado al perfume opulento de la magnolia, iba dejando detrás de sí la viuda, como pregón de que estaba densifectada, y su belleza volvía a ser nueva y rumbosa, con cobijamiento de árbol manzanero.
La gente se agrupaba para ver aquella pareja tan desigual en que él parecía colgarse del brazo opulento que tenía trazas de levantar grandes pesos. Era como un náufrago agarrado a una mano amiga que no quería soltar de ningún modo, aunque saliese del peligro del mar para caer en el peligro de la Sirena Salvadora.
Miraba desafiador a todos los que le dejaban pasar como a Rey del valor y que le desdeñaban con sus sables corvos.
Kikir saludaba en él a algo así como al muerto que vivía en resurrección, mientras moría definitivamente.
Ella parecía decir: “No creáis que llevo la esencia de todos los que se fueron... Estoy llena nada más que de mí misma y ofreceré al jovencito valeroso los músculos muy hechos al nado”.
—¡Viva...! —gritó alguien, pero se quedó en el principio, como si hubiera dicho algo indiscreto y torpe.
Tubal volvió la cabeza con la quijada montada y engatillada como una pistola.
—Este es un acto —dijo un tártaro al oído de otro— para gritar con entusiasmo un “¡muera!” entusiasta, que equivalga a los vivas de otras bodas.
Los recién casados se dirigían a la nueva casa del novio, un palacete de muy buen ver, del que iban a ahuyentar una orfandad antigua.

VI
El pueblo contaba los días de un nuevo sentenciado glugluteante y sediento sobre la fuente mortal de la viuda.
El joven Tubal lucía su presencia de ánimo, mostrándose alegre, aunque reservado.
En su casa, ancha y voluntariosa, caminaba solo en paseos de hombre que se repone y se dedica a la gimnástica del campo.
Se había vuelto un cazador sin tregua, y salía todos los días de caza como para entrenarse, en la lucha con las fieras, en el luchar con la muerte que sospechaba emboscada tras los palustres de la selva.
Ella no le había descubierto ningún secreto, aunque él había sospechado desde el primer momento que alguna vez se transparentaría en sus ademanes y palabras.
Desconfiaba siempre de ella, aunque creía tanto en sus caricias.
En las comidas iba buscando el rastro venenoso, y sobre todo, no tomaba aquellos pastelillos que ella hacía en el horno, secreta matriz de las mujeres que tanto se relaciona con su propia matriz carnal y en cuyos milagros tanto confían.
Llena de collares siempre, cuando le daba besos maternales colgaban las largas vueltas sobre el joven asustadizo, como si en secreto simulasen el nudo corredizo de la horca.
Su corazón de tártaro indomable sentía ansias de saltar sobre ella y gritarla mientras le apretaba las muñecas: “¡Dime cómo les mataste!”
¡Que fuera una mujer la que matase a tantos hombres, contradiciendo la figura clásica!
Quedaría convertido en un afeminado para toda la eternidad, sólo con morir bajo la señal del dedo de la enviudadora.
Según una práctica antigua, se encerró en su cuarto y mascó madera durante algunas largas tardes, porque, según tradición, aquella masticación ablandaba el corazón de los implacables.
Se sentía debilitado en aquella temible espera de aquello de cuya llegada no iba a darse cuenta, porque, como todos ellos, moriría de repente.
Ella presentía los temores y todo lo hacía con cuidado de darle confianza y de quitarle el miedo mostrándole con inocencia sus manos almohadilladas como las de una hermosa abadesa. Hasta el vino lo probaba apenas lo escanciaba en su vaso, sólo para quitarle aprensión.
Muchas veces se negaba a sus caricias y le decía:
—No... no... Que después te quedas lívido y tiemblas en sueños y saltas como los delfines en el mar.
Él rogaba más, y ella le miraba con ojos piadosos, como quien desde la otra orilla ve caer a alguien en el abismo. Estaba entre su cabeza álgida de miradas y almenada de placidez y el arrebato de él, aquel vórtice cuya fuerza de absorción ignoraba, pero de la que ya sospechaba, y de ahí el espanto de sus ojos al ver perder el color y los ojos al ferviente.
—No... no... —decía defendiéndose de lo que no iba en su mal, con exagerado celo por el entusiasta que quería que se envenenasen juntos, envenenándose él solo. ¿Pero, quién evita lo inevitable? El que ama y desea tiene algo de suicida que se tira desde los altos viaductos.
—No... no... —decía cada vez con más miedo de aquella vida en lo alto de cuyo cráneo se sentía la masa cerebral liquificada después de ser removida su medula por el serpentinazo con que es arrancada la muela tierna del placer.
—¡¡¡No!!!.—gritaba ya ella con espanto, adornando de admiraciones su grito.
Pero Tubal, loco por tener el telón del mundo descorrido, se dejaba morir en aquellos brazos, y él mismo pedía la muerte, ¡más muerte! de la que había matado a los otros.

VII
Pasaba Tubal por aquel momento crítico en que la sospecha de su muerte iba a realizarse o podía hacer crisis.
Un confidente, un hombre de cabeza de pera, le participó lo que se decía y a quién auguraban como su sucesor y como término de aquel martirio de hombres que suponía “La Fúnebre”.
Un tártaro tripudo y bárbaro, de los que aún se dejan sobre los ojos las antiguas greñas, era señalado por todos como sucesor de Tubal cuando ella enviudase. Como ya era cosa, si eso sucedía, de tomar una medida de precaución, los ancianos habían decidido casarla con aquel bárbaro, que era el viudo superviviente de siete mujeres.
Los ancianos habían decidido que lo único que paralizaría la ferocidad secreta de aquella gran mujer seria su matrimonio con un hombre en condiciones análogas. Eso sería el antídoto y paralizaría el estrago.
Mascafou era un mongol de baja estofa, aunque rico, que era el único que estaba en condiciones de viudez parecidas a la de la viuda y que aunque su vida era muy tranquila y había decidido no volverse a casar desde que se le fue la última esposa, por tratarse de aquella mujer excepcional aceptaba el sacrificio.
Tubal rió la ocurrencia con risa de cazador y pensó en aquella espera como profética, por la que hasta el consejo de ancianos contaba con su defunción.
No era cosa de volverse contra él airadamente, porque era lo único que tenía temible autoridad en Tartaria, pero sí iría a retar a aquel mongol viudo de siete mujeres, que esperaba su muerte.
Se enteró del barrio en que vivía y se enteró de que estaba en el rincón sucio de los parricidas, en aquel andurrial adonde eran confinados todos los que habían cometido parricidios.
Dio con la casa y lo encontró en su jardín sentado en el suelo y comiendo hormigas como los cacahuetes vivos de la tarde. Como mongol, tenía esa costumbre, y, según su uso, tostaba las mayores y las demás las dejaba subir directamente a la boca por aquella varita que tenía introducida entre los labios por un extremo, mientras el otro era introducido en el hormiguero, hasta agotarlo.
Le removió por la espalda, y le gritó en pleno rostro:
—¡Asqueroso!
El sucio mongol se volvió hacia él y le miró sin comprender, como un mono acurrucado entre sus patas.
—¿Por qué? —preguntó solamente.
—Porque deseas mi muerte para casarte con mi viuda —dijo Tubal, pisándole contra el suelo.
El hombre con tipo de carnicero de cerdos, en cuya cuchillada de gracia era sabio, se revolvió contra el pie y sólo dijo:
—¡Ah! —como dándose cuenta de la razón que tenía aquel hombre de pisarle y en señal exclamativa también de cómo le sorprendía no haber pensado que aquel hombre cuya muerte esperaba podía vengarse de aquel deseo.
Después se hizo un silencio durante el cual Tubal miró con desprecio al rival abyecto en que morían los hormigueros traicionados.
—Te mataré para que las hormigas salten de tu boca y se lleven a su guarida tu corazón y tu alma como detritus del mundo para sustento de su invierno.
El hombro humillado gritó:
—¡Yo no tengo la culpa!... Yo no propuse la cosa, me la propusieron...
—Pues no vuelvas a pensar en el asunto.
—¡Ah, eso si tú no te mueres!
Aquellas últimas palabras crueles, que le sumían en la impotencia, que no tenían réplica, le dejaron anonadado y triste, saliendo de la casa del barrio de los parricidas silencioso, obsesionado, irredento.

VIII
Cada vez era más inminente un desenlace. Se observaba mucho y sentía en los rincones de sus músculos y entre el cañizo de sus costillas temblores, dolores súbitos con hinchazón de vena, chispazos nerviosos que le tenían preocupado.
Como si en aquella entereza que aprendía en la caza encontrara lenitivo a la muerte posible que le quería estrangular, cada vez cazaba más en los campos amarillos, en los que el tigre era como un monumento al que era triste destruir, desarticulando lo que se elevaba rígido en medio de la lontananza.
La caza del tigre le obsesionaba como si tuviese la cacería una relación con la fiereza de la muerte que le esperaba en aquella añagaza de grandes abrazos que se emboscaba en su casa.
Cada vez que mataba a un tigre y le daba la mano en su muerte encontrándole inerte, creía haber matado un augurio.
¡Pero eran tantos los augurios y brotaban de tal modo todos los días y a todas horas, que no encontraba eficacia en su mucha diligencia para precaver la curación de aquella muerte que le rondaba!
Una idea de defensa en último extremo le venía turbando el espíritu hacía tiempo; pero tanto le atraía aquella mujer, con su tipo de ama de cría del amor y de trágica y bondadosa enfermera del insomnio, que no sabía cómo podría acudir a su salvación con aquel sacrificio terrible que era el misterio de sus pensamientos.
Él era rudo, encendido, disparable, lanceolado, violento, mandoblado, pero no tenía fiereza suficiente para ir contra quien amaba.
En el valle secreto de sus cacerías, como el que sorbe de su propia y repugnante substancia con el deseo de ser más y redoblarse, comenzó a asar en brasas que encendía entre piedras, pedazos de la carne apretada del tigre, que Tubal se comía con voracidad de ser más voraz que el terrible felino.
En su psicología infernal y tartárica estaba arraigada la convicción salvaje de sus antepasados, según la cual, el que come carne de tigre adquiere el valor y la ferocidad de esa fiera.

IX
Tubal ha comido carne de tigre muchos días y se siente con un hígado nuevo con carne que le connaturaliza con la fiera que salta y no perdona.
Ha llegado a ser insostenible la mirada inquisitiva de todo el pueblo, que se asoma a ver a un hombre como los que se acercan al lecho de un moribundo, como los que están velando y quieren que cuanto antes les deje dormir el sueño reparador el agonizante que tarda demasiado en morir.
¿Cómo arrancar a todos aquella angustiosa pregunta que colgaba interrogaciones de todos los ojos? No había más que un medio.
Pero ella era tan sonriente, tan bondadosa, lloraba de antemano lo que pudiera ser de él, temía tanto las separaciones, imploraba tanto por un porvenir que les cogiese reunidos, se cuidaba tanto los senos para que no perdiesen su contextura, que le daba pena salvarse —del modo que tenía pensado— de la aciaga influencia que quizá ni ella misma podía atemperar.
Él no quería ser el octavo muerto y presenciar con la corona ladeada sobre la cabeza en el sillón de oro la danza de las burlas.
Si él no podía separarse de aquella belleza agotadora y de aquel mujerío almacenado con creces en un solo cuerpo, tenía que no saber a qué hora podía desaparecer y ser un personaje más en aquel cuento picaresco del que ella, quisiese, o no quisiese, saldría más embellecida.
No había más remedio. Ella misma le miraba como si no acabase de saber si ya estaba muerto, y le despertaba de los sueños en que apenas se respira, con una emoción brusca que siempre le arrojaba en el pánico de haber muerto ya.
Tubal, en la noche en que ya no podía más y en cuya madrugada había puesto su superstición el desenlace, tomó la espada de ancha hoja, y mientras “La Fúnebre” dormía, la cortó el cuello con golpe certero, sin hacerla sufrir nada, atajando la idea de que moría antes de que llegase a la cabeza, contando con que la mujer no tiene en su garganta la dura nuez, que es como un hueso de melocotón que se interpone al degollar a los hombres.
¡Ahora iría a vivir al barrio de los parricidas, a reírse del mongol Mascafou, que creía podría ser su sucesor! ¡Su sucesor!
¡Qué sorpresa a la mañana siguiente la de todo el pueblo al ver que no se podría cumplir ya lo qué esperaban y que era él como el Victorioso inesperado!
El “instinto” tártaro serviría para justificar el crimen, y además valdría alegar ante el tribunal de los ancianos que se trataba de un caso de legítima defensa, pues iba a ser el octavo marido que se estrellaba contra la fatalidad...
Tubal respiró, creyendo a la muerte muy lejos, cuando jamás deja de estar cerca y siempre se es el número tal o cual de entre los muertos.

09
junio

CH. R. Maturin - "El castillo de Leixlip"

Posted by La mujer Quijote in ,

Novelista, cuentista, poeta y dramaturgo irlandés. Como predicador también publicó alguno de sus sermones, así que podríamos añadir a la lista la de ensayista. A él pertenece la que se considera última novela gótica canónica, "Melmoth el errabundo", obra publicada en 1820 y que representa una especie de "canto de cisne" de una narrativa gótica que en ese momento ya se consideraba que había agotado todos sus recursos.


Los incidentes del relato no están basados en hechos; son hechos en sí mismos, que ocurrieron en una época en mi propia familia. El matrimonio de las partes, su repentina y misteriosa separación, y su total distanciamiento uno del otro hasta el último período de su existencia mortal, son todos hechos. No puedo garantizar la verdad de la solución sobrenatural dada a estos misterios; pero aun así debo considerar la historia como una muestra de horrores góticos, y nunca puedo olvidar la impresión que me hizo cuando lo escuché relatar la primera vez entre muchas otras estremecedoras narraciones del mismo suceso.
C.R.M.

La tranquilidad de los Católicos de Irlanda durante los perturbados períodos de 1715 y 1745 era de lo más admirable, y en cierto modo, extraordinaria; entrar en un análisis de sus motivos, no es en absoluto el objeto del escritor de este relato, tal como es más placentero afirmar el hecho de su honor que, a esta distancia en el tiempo, asignar dudosas razones para ella. Muchos de ellos, sin embargo, mostraban una especie de secreto disgusto con el existente estado de cosas, dejando sus residencias familiares y deambulando como personas que estuvieran dudosas de sus hogares, o posiblemente confiando más en alguna cercana y afortunada contingencia.
Entre los demás estaba un baronet jacobita, quien, disgustado de su antipática situación en un barrio Whig (*partido liberal inglés), en el norte -donde no escuchaba otra cosa que la heroica defensa de Londonderry, las barbaridades de los generales franceses, y las irresistibles exhortaciones del piadoso Sr. Walker, un clérigo presbiteriano, a quien los ciudadanos la daban el título de evangelista-, abandonó su residencia paterna y alrededor del año 1720 alquiló el Castillo de Leixlip por tres años (era entonces la propiedad de los Connolly, que la dejaban a inquilinos), y se trasladó hacia allá con su familia, que consistía en tres hijas, ya que la madre de las niñas estaba muerta desde hacía tiempo.
El Castillo de Leixlip, en esa época, poseía una belleza romántica y grandeza feudal, como pocos edificios en Irlanda pueden mostrar, y el cual está ahora totalmente borrado por la destrucción de sus nobles bosques. Leixlip, aunque alrededor de siete millas de Dublín, tiene todo el retirado y pintoresco carácter que la imaginación podría atribuir a un paisaje a cien millas de, no sólo la metrópolis, sino de un pueblo inhabitado. Después de conducir una monótona milla al pasar de Lucan a Leixlip, el camino de inmediato se abre al puente de Leixlip, casi en ángulo recto, y se despliega un lujo de paisaje sobre el cual la vista que lo ha contemplado, incluso en la infancia, se aposenta con regocijada memoria. El puente de Leixlip, una tosca pero sólida estructura, se proyecta desde un alto banco del Liffey, y declina hacia el lado opuesto, que descansa notablemente bajo. A la derecha las plantaciones de la propiedad de Vesey casi entremezclan sus oscuros bosques en su corriente, con los opuestos de los de Marshfield y St. Catherine. El río es apenas visible, empequeñecido por el profundo y curvado follaje de los árboles. A la izquierda explota en toda la refulgencia de la luz, baña los escalones de los jardines de las casas de Leixlip, discurre alrededor de las bajas tapias de su campo santo, juega con la embarcación de placer amarrada bajo los arcos sobre los cuales está levantada la casa de verano del castillo, y luego se pierde entre los fértiles bosques que alguna vez orillaron los campos en su misma margen. El contraste en el otro lado, con los exuberantes paseos, matorrales desparramados, templos asentados sobre pináculos, y malezas que ocultan la vista del río hasta que se está en los bancos, que marcan el carácter de los campos que son ahora la propiedad del coronel Marly, es peculiarmente impactante.
Visible sobre los más altos techos del pueblo, aunque un cuarto de milla distante de ellos, están las ruinas del Castillo de Confy, una recta, bien antigua torre de rapiña de los agitados tiempos cuando la sangre era vertida como agua; y cuando se pasa el puente se alcanza a ver la cascada (o salto de salmón, como la llaman) en cuyos brillos del mediodía, o su belleza como luz de luna, probablemente los ásperos habitantes del tiempo en que el Castillo de Confy era una torre de fortaleza, nunca echaron una mirada o proyectaron un pensamiento, mientras traqueteaban con sus arreos sobre el puente de Leixlip, o se abrían camino a través de la corriente antes de que esa comodidad estuviera en existencia.
Si la soledad en la cual él vivía contribuyó a tranquilizar los sentimientos de Sir Redmond Blaney, o si éstos habían comenzado a oxidarse por necesidad de colisión con los de otros, es imposible de decir, pero es seguro que el buen baronet comenzó gradualmente a perder su tenacidad en asuntos políticos; y excepto cuando un amigo jacobita concurría a cenar con él, el rey en la otra orilla o el cura de la parroquia hablaba de las esperanzas de mejores tiempos y el éxito final de la causa, y la antigua religión; o se escuchaba a un sirviente jacobita en la soledad de la gran mansión silbar Charlie es mi favorito, a lo cual Sir Redmond involuntariamente respondía con una profunda voz de bajo, de alguna forma la peor para el deterioro, y marcaba con más énfasis que buen tino. Su vida, parecía pasar sin novedades o esfuerzos. Las calamidades domésticas, también, estrujaban dolorosamente al anciano caballero: de tres hijas, la más joven, Jane, había desaparecido de tan extraordinaria manera en su infancia, que aunque no es más que una alocada, remota tradición familiar, no puedo resistirme a relatarla:
La muchacha era de belleza e inteligencia poco comunes, y estaba restringida a recorrer las inmediaciones del castillo con la hija de una sirvienta, que también se llamaba Jane, como un nombre de caricia. Una tarde Jane Blaney y su compañera se internaron en el bosque. Su ausencia no creó ninguna inquietud, ya que estas excursiones no eran inusuales, hasta que su compañera de juegos regresó sola y llorando. Su explicación fue que al atravesar una senda a cierta distancia del castillo, una vieja, con vestido fingalliano (un refajo o enagua roja y un largo saco verde), de pronto salió al camino desde un matorral, y tomó a Jane Blaney por el brazo: tenía en su mano dos juncos, uno de los cuales arrojó por sobre su hombro, y dando el otro a la niña, le indicó con la mano que hiciera lo mismo. Su joven compañera, aterrorizada por lo que veía, estaba ya escapando, cuando Jane Blaney la llamó:
-Adiós, adiós, mucho tiempo pasará antes de que me veas de nuevo.
La chica dijo que entonces desaparecieron, y que ella encontró el camino a casa como pudo. Una infatigable batida comenzó inmediatamente —se recorrieron los bosques, se exploraron los matorrales, se secaron los estanques— todo en vano. La búsqueda y la esperanza se abandonaron al fin. Diez años más tarde, el ama de llaves de Sir Redmond, habiendo recordado que dejara la llave de un armario donde se guardaban las golosinas sobre la mesa de la cocina, volvió a recogerla. Al aproximarse a la puerta escuchó una voz infantil murmurando:
-Frío… frío… frío… cuánto tiempo hace desde que he sentido un fuego.
Ella avanzó, y vio, para su asombro, a Jane Blaney, encogida a la mitad de su tamaño normal, y cubierta de harapos, acuclillándose sobre los rescoldos del fuego. El ama de llaves voló de terror del lugar, y alertó a los sirvientes, pero la visión se había desvanecido. Se reportó que la niña había sido vista varias veces posteriormente, en forma diminuta, como si no hubiera crecido una pulgada desde que tenía diez años de edad, y siempre acuclillándose sobre un fuego, ya sea en la habitación del torreón o en la cocina, quejándose de frío y hambre, y aparentemente cubierta de harapos. Se dice que su existencia se prolonga bajo estas deprimentes circunstancias, tan distintas de aquéllas de Lucy Gray en la hermosa balada de Wordsworth:

Y aun alguien dirá, que hasta el día de hoy
ella es una niña viviente…
Que han encontrado a la dulce Lucy Gray
en la yerma estepa;
Sobre lo agreste y lo suave ella marcha,
y nunca mira atrás;
y tararea una solitaria canción
que silba en el viento.

El destino de la hermana mayor fue más melancólico, aunque menos extraordinario. Estaba comprometida con un caballero de calificada fortuna e irreprochable carácter: era católico, además; y Sir Redmond Blaney refrendó las cláusulas del matrimonio, en total satisfacción de la seguridad del alma de su hija, tanto como de sus bienes parafernales. La boda fue celebrada en el Castillo de Leixlip, y después de que los novios se hubieran retirado, los invitados no obstante permanecieron bebiendo a la salud de su futura felicidad, cuando de repente, para gran alarma de Sir Redmond y sus amigos, se escucharon fuertes y penetrantes gritos, emitidos desde la parte del castillo en la cual estaba situada la cámara nupcial.
Algunos de los más valientes se apresuraron escaleras arriba. Era demasiado tarde… el desventurado novio había estallado, en esa noche fatal, en un repentino y de lo más horrible paroxismo de locura. La mutilada forma de la infortunada y agonizante dama daba testimonio de la mortal virulencia con la cual la enfermedad había operado en el infeliz esposo, que se mató luego del involuntario asesinato de su consorte. Los cuerpos fueron enterrados tan pronto como la decencia lo permitió, y la historia se silenció.
Las esperanzas de Sir Redmond sobre el rescate de Jane fueron disminuyendo cada día, aunque todavía continuaba escuchando cada descabellado relato contado por las domésticas; y se suponía que toda su dedicación estaba ahora dirigida hacia su única hija sobreviviente. Anne, viviendo en soledad, y tomando parte solamente de la muy limitada educación de las mujeres irlandesas de ese tiempo, fue abandonada más que nada a los sirvientes, entre quienes incrementó su gusto por los horrores supersticiosos y sobrenaturales, a un grado que tuviera el más desastroso efecto en su vida futura.
Entre los numerosos lacayos del castillo, se encontraba una marchita vieja, que había sido niñera de la madre de la finada Lady Blaney, y cuya memoria era un completo Thesaurus terrorum. El misterioso destino de Jane primero alentó a su hermana a escuchar los disparatados cuentos de esta arpía, que aseveraba que una vez vio a la fugitiva de pie frente al retrato de su madre muerta en uno de los aposentos del castillo, y murmurando para sí misma:
—¡Pobre de mí, pobre de mí! ¡Nunca mi madre pensó que su diminuta Jane se convertiría en lo que es!
Pero a medida que Anne crecía comenzó a “inclinarse más seriamente” a las promesas de la vieja bruja de que ella podría mostrarle a su futuro prometido, luego de la ejecución de ciertas ceremonias, las cuales a ella al principio le disgustaban, como horribles e impías. Pero finalmente, bajo la repetida instigación de la vieja, consintió en tomar parte. El período fijado para la realización de estos ritos no consagrados estaba a la sazón aproximándose —era cerca del 31 de octubre—; la memorable noche cuando tales ceremonias eran, y todavía se suponen que son, en el norte de Irlanda, más potentes en sus efectos. Durante todo el día la vieja bruja tuvo cuidado de reducir la mente de la joven damita al apropiado tono de sumisa y vacilante credulidad, con todas las horribles historias que pudo relatar; y las narró con aterradora y sobrenatural energía. A esta mujer la familia la llamaba Collogue, un nombre equivalente a Chisme en Inglaterra, o Bruja en Escocia (aunque su nombre real era Bridget Dease); y ella convalidaba el sobrenombre a través del ejercicio de una incansable locuacidad, una infatigable memoria y un ensañamiento por comunicar e infligir terror, que no tenía piedad de ninguna víctima en la casa, desde el palafrenero, a quien mandaba temblando a su manta, hasta la Dama del Castillo, sobre quien sentía que tenía ilimitada influencia.
El 31 de octubre llegó —el castillo estaba perfectamente calmo antes de las once—. Media hora después, la Collogue y Anne Blaney eran vistas deslizándose a lo largo de un pasadizo que las dirigía a lo que se llama la Torre del Rey John, donde se dice que el monarca recibió el homenaje del príncipe irlandés como Señor de Irlanda y el cual era, en todo caso, la parte más antigua de la estructura.
La Collogue abrió una pequeña puerta con una llave que había ocultado entre sus ropas, y urgió a la joven a que se apurase. Anne avanzó hacia el postigo y permaneció de pie allí, irresoluta y temblando como una tímida bañista a la vera de un arroyo desconocido. Era una oscura noche otoñal. Un fuerte viento suspiraba entre los bosques del castillo, e inclinaba las ramas de los árboles más bajos casi hasta las olas del Liffey, el cual, crecido por las recientes lluvias, luchaba y rugía entre las piedras que obstruían su cauce. La pronunciada pendiente desde el castillo se extendía frente a ella, con su oscura avenida de olmos. Unas pocas luces todavía brillaban en el pequeño pueblo de Leixlip, pero por lo tardío de la hora era probable que pronto se extinguieran.
La dama se demoró.
—¿Y debo ir sola? —dijo, anticipando que los terrores de su espantosa excursión podrían ser agravados por su más espantoso propósito.
—Debéis, o todo será arruinado —dijo la vieja, oscureciendo la miserable luz, que no extendía su influencia más de seis pulgadas en el camino de la víctima—. Debéis ir sola… y yo vigilaré por ti aquí, querida, hasta que vuelvas, y veas entonces lo que vendrá a ti a las doce en punto.
La infortunada muchacha hizo una pausa.
—¡Oh! Collogue, Collogue, si tan solo vinieras conmigo. ¡Oh! Collogue, ven conmigo, aunque más no sea hasta el final de la cuesta del castillo.
—Si yo fuera contigo, querida, nunca alcanzaríamos vivas de nuevo su cima, porque los que están cerca nos desgarrarían en pedazos.
—¡Oh! Collogue, Collogue… déjame volver entonces, e ir a mi cuarto… he ido demasiado lejos y he hecho demasiado.
—Y eso es lo que tienes, querida, y por eso debes ir más lejos, y todavía hacer más, no sea que, cuando regreses a tu cuarto, vieres la imitación de alguien en vez de un apuesto y joven novio.
La joven dama miró a su alrededor por un momento, el terror y una indómita esperanza tremolando en su corazón. Entonces, con un repentino impulso de coraje sobrenatural, se lanzó como un pájaro desde la terraza del castillo. El revoloteo de sus blancas prendas fue visto por unos pocos momentos, y luego la vieja bruja, que había estado oscureciendo el parpadeo de la luz con una mano, echó el cerrojo al postigo, y ubicando la vela delante de una tronera vidriada, se sentó sobre una silla de piedra a la entrada de la torre, para mirar la ocurrencia del hechizo. Pasó una hora antes de que la joven dama regresara. Su rostro estaba pálido y sus ojos fijos como los de un cuerpo muerto, pero sostenía en su puño una vestidura chorreante, una prueba de que su diligencia había sido ejecutada.
Se arrojó a las manos de su compañera, y luego permaneció de pie, resoplando y mirando enloquecidamente a su alrededor, como si no supiera dónde estaba. La propia vieja se aterrorizó ante el insano y jadeante estado de su víctima, y la llevó apresuradamente a su cámara; pero aquí, las preparaciones de las terribles ceremonias de la noche fueron los primeros objetos que la impresionaron, y estremeciéndose a la vista de ellas, se cubrió los ojos con las manos, y se paró firmemente clavada en el centro de la habitación.
Se necesitaron todas las persuasiones de la vieja (ayudada incluso por misteriosas amenazas), combinada con las facultades que retornaban y la renacida curiosidad de la pobre chica, para persuadirla de pasar por los asuntos pendientes de la noche. Al final, dijo como presa de desesperación:
—Lo llevaré a cabo: pero en la habitación de al lado; y si lo que temo pasa, haré sonar la pequeña campana de plata de mi padre, que me he procurado por esta noche… y si tienes un alma para ser salvada, Collogue, ven a mí con el primer sonido.
La vieja prometió, le dio sus últimas instrucciones con ferviente y celosa minuciosidad, y luego se retiró a su propio cuarto, que era adyacente al de la joven. La vela se había consumido, pero removió las ascuas del fuego de turba, y se sentó, dando cabezadas sobre ellas, alisando el camastro de vez en cuando, pero resolvió no acostarse mientras existiera la posibilidad de un sonido del cuarto de la damita, el cual ella misma, marchitos como estaban sus sentimientos, esperaba con una mezcla de ansiedad y terror.
Era ya muy pasada la medianoche, y todo estaba en silencio sepulcral en el castillo. La vieja bruja dormitaba sobre los rescoldos hasta que su cabeza tocó sus rodillas, entonces se incorporó cuando el sonido de la campana pareció tintinear en sus oídos, luego dormitó otra vez, y de nuevo se incorporó cuando la campana pareció tintinear más claramente. De pronto se despertó, no por la campana, sino por los más agudos y horribles gritos de la cámara vecina. La Collogue, consternada por primera vez por las posibles consecuencias de la fechoría que podría haber ocasionado, se apresuró a ir al dormitorio. Anne estaba con convulsiones, y la vieja se vio obligada, con desagrado, a llamar al ama de llaves (quitando mientras tanto los implementos de la ceremonia), y a ayudar a poner en práctica todos los específicos conocidos de esa época; plumas quemadas, etc., para reestablecerla. Cuando al fin lo hubieron logrado, el ama de llaves fue despedida, se trancó la puerta, y la Collogue quedó a solas con Anne. El asunto de su sesión podría haber sido adivinado, pero no fue conocido hasta muchos años más tarde. Pero Anne esa noche sostenía en su mano, en la forma de un arma, con cuya utilización ninguna de ellas estaba al corriente, una evidencia de que su cuarto había sido visitado por un ser fuera de este mundo.
La vieja le importunó con peticiones de destruir esta evidencia, o tirarla: pero ella insistió con fatal tenacidad en conservarla. La guardó bajo llave, sin embargo, inmediatamente, y parecía pensar que había adquirido un derecho, ya que había lidiado tan espantosamente con los misterios de la vida futura, a saber todos los secretos a cuyos descubrimientos esa arma aún podría conducir. Pero desde esa noche se notó que su carácter, sus modales, y aun su aspecto, se alteraron. Se volvió adusta y solitaria, engurruñada a la vista de sus antiguas compañeras, e imperativamente prohibió la menor alusión a las circunstancias que habían ocasionado este misterioso cambio.
Fue unos pocos días subsiguientes a este suceso que Anne, que después del almuerzo había dejado al capellán leyendo la vida de San Francisco Xavier a Sir Redmond, y se había retirado a su propio cuarto a trabajar, y, quizás, a meditar, se sorprendió al escuchar la campana del portón exterior repiquetear fuerte y repetidamente —un sonido que nunca había escuchado desde su primera estadía en el castillo, ya que los pocos invitados que concurrían allí, venían y partían tan calladamente como los humildes visitantes de un gran hombre generalmente lo hacen—. Al instante cabalgó por la avenida de olmos, que ya hemos mencionado, un imponente caballero, seguido de cuatro sirvientes, todos montados, los dos primeros con pistolas en sus fundas, y los dos últimos cargando talegos de montura delante de ellos: aunque era la primera semana de noviembre, siendo la hora del almuerzo la una en punto, Anne tenía suficiente luz como para notar todas estas circunstancias.
El arribo del extraño parecía causar mucho (aunque no mal recibido) tumulto en el castillo; las órdenes se daban fuerte y apremiantemente para el alojamiento de sirvientes y caballos —se escucharon pasos recorriendo los pasadizos por una hora entera— y luego todo estuvo quieto; y se dijo que Sir Redmond había cerrado con llave con su propia mano la puerta de la sala donde él y el extraño se sentaron, y pidió que nadie se atreviera a acercarse. Alrededor de dos horas más tarde, una sirvienta vino con órdenes de su amo, de tener lista una abundante cena a las ocho en punto, en la cual deseaba la presencia de su hija.
El establecimiento familiar estaba en un buen nivel, para una casa irlandesa, y Anne solamente tuvo que descender a la cocina para ordenar que los pollos asados estuvieran bien cubiertos de azúcar negra de acuerdo a la refinada moda de aquellos días, para inspeccionar la mezcla del bol de sagú con su ración de una botella de oporto y un buen puñado de las más ricas especias, y para ordenar particularmente que el pudín de arvejas tuviera un enorme trozo de manteca salada fría en el centro; y luego, sus preocupaciones de menaje terminadas, para retirarse a su cuarto y vestirse para la ocasión con un largo traje de noche blanco adamascado.
A las ocho en punto fue mandada llamar al comedor. Entró, de acuerdo a la moda de la época, con el primer plato; pero al atravesar la antesala, donde los sirvientes estaban sosteniendo luces y cargando los platos, le tiraron bruscamente de las mangas, y la fantasmal cara de la Collogue se arrimó a la de ella, mientras murmuraba:
—¿No dije que vendría por ti, querida?
A Anne se le heló la sangre, pero avanzó, saludó a su padre y al desconocido con dos profundas y marcadas reverencias, y luego tomó su lugar a la mesa. Sus sentimientos de pasmo y quizá de terror por el susurro de su aliada, no se vieron disminuidos por la aparición del extraño; hubo una singular y muda solemnidad en su comportamiento durante la cena. Él no comió nada. Sir Redmond parecía embarazado, sombrío y pensativo. Al fin, comenzando, dijo (sin mencionar el nombre del desconocido):
—¿Beberá a la salud de mi hija?
El extraño dio a entender su buena voluntad de tener ese honor, pero distraídamente llenó su copa con agua; Anne puso unas pocas gotas de vino en la de ella y se inclinó hacia él. En ese momento, por primera vez desde que se habían conocido, ella contempló su rostro: era pálido como el de un cadáver. La blancura mortal de sus mejillas y labios, el hueco y distante sonido de su voz, y el extraño brillo de sus grandes y oscuros ojos inmóviles, fuertemente fijos en ella, la hizo detenerse e inclusive temblar mientras llevaba la copa a sus labios; la bajó, y luego con otra silenciosa reverencia se retiró a su cámara.
Allí encontró a Bridget Dease, ocupada en recoger la turba que ardía en la chimenea, ya que no había ninguna rejilla en el aposento.
—¿Por qué estás tú aquí? —dijo ella impacientemente.
La vieja se volvió, con un espantoso rictus de satisfacción.
—¿No te dije que él vendría por ti?
—Creo que por eso ha venido —dijo la infortunada muchacha, hundiéndose en la enorme silla de mimbre al lado de su cama—, ya que nunca vi un mortal con tal apariencia.
—¿Pero no es un fino y majestuoso caballero? —prosiguió la vieja.
—Luce como si no fuera de este mundo —dijo Anne.
—De este mundo, o del próximo —dijo la vieja, levantando su huesudo dedo índice—. Atención a mis palabras… tan cierto como el… (aquí repitió algunas de las horribles fórmulas del 31 de octubre)… así también es seguro que él será tu prometido.
—Entonces seré la novia de un cadáver —dijo Anne—, ya que el que vi esta noche no es un hombre vivo.
Transcurrieron dos semanas, y ya sea que Anne se reconcilió con las facciones que las había considerado tan espectrales, al descubrir que ellas eran las más agraciadas que había contemplado jamás, y que la voz, cuyo sonido al principio era tan extraño y sobrenatural, se redujo a un tono de lastimera blandura cuando se dirigía a ella o si es imposible para dos jóvenes con corazones disponibles encontrarse en el campo —y encontrarse seguido, para observar silenciosamente el mismo arroyuelo, vagar bajo los mismos árboles y escuchar juntos el viento que bate las ramas— sin experimentar una asimilación de sentimientos rápidamente deviniendo en una asimilación de gustos; o si fue por todas estas causas combinadas, pero en menos de un mes Anne oyó la declaración de la pasión del extranjero con mucho sonrojo, aunque sin un suspiro. Entonces declaró su nombre y posición. Afirmó ser un baronet escocés, con el nombre de Sir Richard Maxwell. Adversidades familiares lo habían separado de su país, y habían excluido para siempre la posibilidad de su retorno: había trasladado sus pertenencias a Irlanda, y se proponía fijar su residencia allí de por vida. Tal fue su declaración.
El galanteo de esos días era breve y simple. Anne se convirtió en esposa de Sir Richard, y, creo, residieron con su padre hasta su muerte, cuando se mudaron a sus propiedades en el norte. Allí permanecieron por muchos años, en tranquilidad y felicidad, y tuvieron una numerosa familia. La conducta de Sir Richard estuvo marcada por dos peculiaridades: no sólo rehuía toda comunicación, sino la vista de cualquiera de sus compatriotas, y si llegaba a escuchar que un escocés había llegado al pueblo vecino, se encerraba hasta estar seguro de la partida del extranjero.
La otra era su costumbre de retirarse a su propia cámara, y permanecer invisible para su familia en el aniversario del 31 de octubre. La señora, que tenía sus propias asociaciones con relación a ese período, solamente le preguntó una vez sobre la razón de su encierro, y entonces, solemne e incluso severamente, se le ordenó nunca repetir sus averiguaciones. Así estaban las cosas, en cierto sentido, de forma extraña, pero no desgraciada, cuando de súbito, sin ninguna causa asignada o asignable, Sir Richard y Lady Maxwell se separaron, y nunca más se encontraron en este mundo, ni a ella le fue permitido ver a ninguno de sus hijos hasta el momento de su muerte. Él continuó viviendo en la mansión familiar y ella fijó su residencia con un pariente lejano en una remota parte del país. Tan total fue su desunión, que el nombre de ambos nunca fue escuchado filtrarse por los labios del otro, desde el momento de la separación hasta el de la desintegración.
Lady Maxwell sobrevivió a Sir Richard cuarenta años, viviendo hasta la edad de noventa y seis años; y de acuerdo con una promesa previamente dada, reveló a un descendiente con quien ella había vivido las siguientes extraordinarias circunstancias.
Dijo que en la noche del 31 de octubre, alrededor de setenta y cinco años antes, a instigaciones y malos consejos de su asistente, había lavado una de sus prendas en un lugar donde confluían cuatro arroyos, y había llevado a cabo otras ceremonias no consagradas bajo la dirección de la Collogue, con la esperanza de que su futuro marido se le apareciera en su cámara a las doce en punto de esa noche. El momento crítico llegó, pero no en forma de un amante. Una visión de indescriptible horror se acercó a su cama, y arrojándole un arma de hierro de una forma y construcción desconocida para ella, le ordenó que “reconociera a su futuro marido por eso”. Los terrores de esta visita pronto la privaron de sus sentidos; pero con su recuperación, insistió, como ha sido dicho, en conservar la hórrida prueba de la realidad de la visión, la cual, puesta bajo examen, resultó estar incrustada con sangre. Permaneció escondida en el cajón más interno de su armario hasta la mañana de la separación. Esa mañana, Sir Richard Maxwell se levantó antes de amanecer para sumarse a una partida de caza. Precisaba un cuchillo para algún propósito casual, y habiendo perdido el suyo, llamó a Lady Maxwell, que todavía estaba acostada, para que le prestara uno. La señora, que estaba medio dormida, respondió que en tal cajón de su armario lo encontraría. Él fue, sin embargo, a otro, y al instante siguiente ella estaba totalmente despierta al ver a su marido presentando la terrible arma en su garganta, y amenazándola con una muerte instantánea a menos que le revelara cómo la había conseguido. Ella suplicó por su vida, y luego, en una agonía de horror y contrición, le contó la historia de aquella memorable noche. Él la miró por un momento con un semblante al que la furia, el odio y la desesperación convertían, como ella admitió, en un símil viviente de la faz de demonio que alguna vez había contemplado (tan singularmente fue cumplida la semejanza predestinada), y luego exclamando “Me conseguiste con la ayuda del diablo, pero no me conservarás por mucho tiempo”, la dejó, para no encontrarse ya en este mundo. El secreto de su marido no era desconocido para la señora, aunque los medios por los cuales los poseyó eran completamente injustificables. Su curiosidad había sido fuertemente excitada por la aversión de su marido a sus compatriotas, y tanto fue así —estimulada por la llegada de un caballero escocés en las vecindades algún tiempo antes, quien se declaró antiguo conocido de Sir Richard, y habló misteriosamente de las causas que lo habían llevado fuera de su país—, que ella se dio maña para obtener una entrevista con él bajo un nombre falso, y obtuvo de él el conocimiento de circunstancias que amargaran su vida venidera hasta su última hora. Su historia fue esta:
Sir Richard Maxwell estaba en mortal contienda con un hermano menor. Se propuso una fiesta familiar para reconciliarlos, y como el uso de cuchillos y tenedores era entonces desconocido en las Tierras Altas, los comensales se reunieron con sus puñales con el propósito de trinchar. Bebieron de firme. La fiesta, en vez de armonizar, comenzó a inflamar sus espíritus; se renovaron las cuestiones de viejo antagonismo; las manos, que al principio tanteaban las armas en desafío, las desenvainaron al fin en furia, y en la refriega Sir Richard hirió mortalmente a su hermano. Su vida fue salvada con dificultad de la venganza del clan, y fue llevado deprisa hacia la costa del mar, cerca de la cual se erigía la casa, y se escondió allí hasta que se pudo conseguir una nave para conducirlo a Irlanda.
Embarcó en la noche del 31 de octubre, y mientras estaba atravesando la cubierta en indecible agonía de espíritu, su mano tocó accidentalmente el puñal que inconscientemente había llevado desde la noche fatal. Lo desenvainó, y rogando “que la culpa de la sangre de su hermano estuviera tan lejos de su alma, como pudiera arrojar el arma de su cuerpo,” lo lanzó por el aire con todas su fuerzas. Este instrumento encontró él oculto en el armario de la señora, y si realmente le creyó a ella que tomó posesión de él por medios sobrenaturales, o si temió que su esposa fuera un testigo secreto de su crimen, no ha sido determinado.
La separación tuvo lugar con el descubrimiento. Por lo demás, desconozco cuál pueda ser la verdad fundada, cuento la historia tal como a mí me fue contada.

05
junio

Cristina Rivera Garza - "El rehén"

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Me llamó la atención el anillo que llevaba en el dedo anular de la mano derecha: una gruesa argolla de oro salpicada de pequeños diamantes. Era ostentosa y femenina y, en la mano del hombre que se sentaba en la fila de enfrente, no muy lejos de mí, parecía fuera de lugar. Los mocasines afables. La perfecta raya en el pantalón de lana. El saco de corduroy. El cuello. El mentón bien rasurado. Sólo desvié la vista cuando me percaté de que lloraba. El sobrecogimiento cuando eso sucede: ver a un hombre llorar. Recargaba la frente sobre los dedos de la mano izquierda, tratando sin duda de cubrirse el rostro, pero eso no impedía que se notara la humedad alrededor de los ojos, el recorrido vertical de las lágrimas. Fingí ver hacia la gran ventana con el hastío de quien espera un vuelo retrasado y, cuando eso no funcionó, abrí un libro. Me pregunté muchas veces, mientras intentaba leer una de sus páginas sin conseguirlo, si había puesto el libro en la maleta de mano para eso, para fingir que no veía a un hombre llorar en un aeropuerto casi vacío al filo de la madrugada. En realidad no podía ver otra cosa. Me incorporé con la intención de caminar por los pasillos alumbrados y solos y, por eso, me sorprendí cuando, en lugar de avanzar hacia la derecha, di un par de pasos a la izquierda y le rocé el hombro.
—¿Necesita agua? —le pregunté.
El hombre elevó la cabeza y guardó silencio. Me veía, es cierto, pero no me veía. Sus ojos irritados parecían recapacitar sobre alguna situación complicada y oscura. Pasaron minutos así. Pasó mucho tiempo. Al final, cuando tuvo que aceptar que había, en efecto, alguien enfrente ofreciéndole agua, sólo asintió con un leve movimiento de cabeza.
Imaginé que conseguir el líquido sería fácil, pero no fue así. Entre más caminaba sobre mosaicos resbalosos y frente a expendios cerrados, sobre cuyos aparadores sólo podía ver mi propio reflejo, más me convencía de lo absurdo que había sido mi ofrecimiento. No sólo lo había interrumpido mientras llevaba a cabo un acto íntimo y a todas luces doloroso, sino que también lo había obligado a descubrir sus ojos irritados y rotos frente a mí. Me recriminé mi conducta y, derrotada, regresé a la sala de espera. Tenía ganas de ofrecerle o una disculpa o una explicación, pero dejé de pensar en ello tan pronto como lo vi otra vez. El hombre no se había movido. Ahí estaba su frente, apenas apoyada sobre los dedos de la mano izquierda, y la argolla dorada en el dedo anular de la mano que yacía sobre su regazo.
A unos pasos de él, inmóvil también, sufrí un espasmo. El agua que no conseguí cayó sobre mis zapatos, formando un pequeño charco en la alfombra gastada.
—¿Necesitas agua? —murmuraba y, ante la respuesta apenas audible, me subía a un pequeño banco de madera, extendía el brazo por sobre mi cabeza y colocaba un vaso de plástico sobre la base de una ventana pequeña y alta que comunicaba el último cuarto de una casa con el patio trasero de otra. Una mano pequeña y huesuda tomaba el vaso a toda prisa entonces, como si temiera ser descubierto y, segundos después, se podía oír cómo bebía el líquido trago a trago hasta calmarse.
—¿Quieres que haga algo? —le preguntaba entonces, todavía en voz baja. Al inicio solía responder que no, que no quería que yo hiciera algo en especial, pero a medida que pasaban los días y los golpes no cesaban empezó a comunicarse a través de una extraña forma de balbuceo. Preguntaba cosas absurdas. Tenía curiosidad sobre cosas que a mí solían pasarme desapercibidas.
Quería que le describiera mi cuarto, los juegos de mesa que me entretenían de tarde, la música que escuchaba por la radio. A susurros, tratando de evitar que se percataran de que alguien lo consolaba del otro lado de la pared, respondía a sus preguntas en todo detalle. Le contaba más.
Hubo una vez un hombre que lloraba en un aeropuerto, le decía. Lo oía llorar por lo menos una vez a la semana. Como en un ritual primitivo, la ceremonia de su llanto solía dar inicio con un grito: un estertor femenino que se abría paso con suma lentitud desde un lugar oscuro y cerrado. Pensaba, en esos momentos, en una cueva. Pensaba en los esqueletos cubiertos de musgo que se ocultaban, con toda seguridad, bajo un puñado de hojas muertas y podridas. Pensaba en la palabra origen. Luego dejaba de pensar y escuchaba, uno a uno, los golpes. Mano contra espalda, cuero contra muslo, cuerda contra mejilla. Algo duro y firme contra la mansedumbre de la piel. Algo sólido y puntiagudo contra la blandura de la carne. Algo contra él. El ruido siempre me paralizaba. Estuviera donde estuviera dentro de la casa, cuando ese ruido me alcanzaba detenía el juego o la plática o el proceso de digestión. Abría los ojos, des mesurados. Apretaba los dientes. Cruzaba los brazos sobre el estómago súbitamente vacío. Luego iba a la cocina para servir el vaso de agua al que se iba acostumbrando poco a poco.
—Cuéntame de tu cuarto —pedía, con gran timidez, después de cinco o seis tragos. Y yo, con una voz muy baja, una voz con vocación de venda o ungüento, le contaba. Tenía un cuarto amplio, donde cabían dos camas gemelas y un escritorio y una tienda de campaña. Había una ventana que abría con frecuencia para ver las estrellas o para dejar salir a las palomillas nocturnas que a veces se colaban en la casa entre los pliegues de la ropa seca. Había, entre las almohadas de tamaño normal, una redonda, de color amarillo, con una gran línea curva en forma de sonrisa, que no era en realidad una almohada sino una bolsa donde se guardaban las pijamas. Había una radio que encendía de noche, invariablemente. El croar de las ranas, le describía eso.
—¿Hay una rana en tu cuarto? —me preguntaba con asombro mientras se sonaba la nariz.
—¡Cómo crees! —le contestaba, irónica, olvidándome por un momento que debía hablar en voz muy baja.
En una feria, alguna vez, una vidente me había anunciado muchas lágrimas. Lágrimas masculinas. Había dicho: tu vida está llena de lágrimas que no son de mujer. Recordé eso frente al hombre del aeropuerto. Lo recordé cuando me senté a su lado y le ofrecí en silencio el vaso de agua que no recordaba haber encontrado pero que llevaba, de manera inexplicable, entre las manos. El hombre del aeropuerto se volvió a verme con gran dificultad.
Dijo:
—No te preocupes. Ni siquiera sé si quiero agua —yo encogí los hombros y volví a sacar el libro de mi equipaje de mano, disponiéndome a hojear sus páginas a sabiendas de que no sería capaz de leerlas. Vi las manecillas en mi reloj de pulsera: las 2:30 de la mañana. Moví las rodillas de arriba abajo a gran velocidad hasta que me di cuenta de lo que hacía. Entonces me detuve. Me mordí las uñas con mucho cuidado y, cuando terminé, limé los bordes maltrechos una y otra vez contra la tela del pantalón de mezclilla. Cuando ya no pude más pensé en esa casa. Era, sin duda alguna, una construcción extraña. De fuera parecía normal: un jardín de buenas dimensiones, al que coronaba un ciprés de muchos años, antecedía la aparición del porche. Y en el porche estaba la banca de hierro y las macetas de colores que embonaban perfectamente con el vecindario de avenidas amplias y construcciones sólidas. Esa impresión cambiaba cuando se abría la puerta de entrada. Detrás de ella, imperial y sinuoso, daba inicio el pasillo.
Para alguien pequeño, sin embargo, aquello no podía ser un pasillo sino un túnel: algo estrecho y largo que parecía no terminar nunca y que ocasionaba, por lo mismo, zozobra. En aquel entonces no conocía la palabra pero sí la sensación. El pasillo era también un eje a cuyos costados se abrían o cerraban puertas: hacia la izquierda, la del comedor; hacia la derecha, la de la sala. Sobre el lado izquierdo y de manera consecutiva: la cocina; luego, un patio interior. Luego mi recámara. El baño. Sobre el lado derecho y de manera consecutiva: otra recámara, otro baño. Al final de todo se encontraba el último cuarto: una habitación húmeda, de grandes mosaicos cuadrados de color gris, que sólo tenía una pequeña ventana a la que le habían puesto un vidrio blancuzco que dejaba pasar algo de luz pero no permitía ver del otro lado. La ventana, además, no se abría. No, al menos, en un sentido estricto. Yo empujaba la parte inferior y entonces se hacía una pequeña apertura triangular, un ángulo de 45 grados o menos, por donde iba y venía el vaso de agua. Iban y venían las palabras. El llanto.
—Mi infancia —murmuré de la nada, sin aviso alguno, sorprendiéndome sobre todo a mí misma—. Mi infancia estuvo marcada por unos corazones que aparecían sobre el pavimento, justo frente a la puerta del jardín de mi casa.
El hombre sacó un pañuelo de su bolsillo izquierdo y, después de sonarse la nariz, se volvió a verme una vez más. Parecía haberse dado cuenta apenas de que alguien a su lado había pronunciado un puñado de palabras. Parecía que el haber entendido esas palabras lo llenaba de un gusto eufórico y extraño.
—Debió haber sido halagador —dijo, abriendo la posibilidad de la conversación.
Le contesté que no.
—Era vergonzoso en realidad —el libro abierto sobre mi regazo, la mirada sobre el ventanal—.
Todo eso lo era. Los corazones de tiza. Mi nombre. El nombre de un desconocido. La flecha entre los dos. Las gotas de sangre o de qué supurando por una de sus orillas hasta caer al suelo.
El hombre sacó una libreta del bolsillo derecho de su saco. Luego, sacó una pluma del bolsillo interior del mismo e, inclinado sobre su propio regazo, con el trazo titubeante, dibujó algo en una de las hojas cuadriculadas.
—¿Así? —preguntó, mostrándome un corazón dentro del cual se encerraban dos nombres inverosímiles: Hnjkö y Jsartv.
Una flecha entre los dos.
Lo vi de reojo. El ruido cada vez más cercano de la aspiradora me distrajo. No muy lejos de ahí, un hombre de overol azul pasaba un trapo húmedo sobre los asientos vacíos de la sala de espera. El olor a amoniaco.
—Deben venir de muy lejos —dije por toda respuesta—. De otro planeta —añadí mientras tragaba saliva.
El hombre sonrió: una leve inflexión del labio superior, una sutil inclinación de cabeza. Me miró. El aterrizaje de un avión nos despabiló.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó, extrañado, cuando se volvió a verme. Iba a decirle que no lo sabía, por supuesto, que nadie podría saberlo, pero en lugar de hacer eso le relaté, con una facilidad que me tomó por sorpresa, aquella tarde fresca, una tarde de jueves si mal no recordaba, en que los había conocido. Estábamos en un río. Yo seguía de cerca a mi padre, saltando de piedra en piedra hasta encontrarme casi en el centro de la corriente, y ellos, paralizados en la orilla, me veían avanzar. Más tarde, cuando mi padre me mostraba la manera exacta de lanzar piedrecillas lisas y planas para que rozaran apenas la superficie del agua y siguieran, sin embargo, avanzando, se aproximaron. Algo les había ganado: sus ganas de saber.
—Hnjkö y Jsartv —murmuró el hombre, viéndome a mí y al techo del aeropuerto al mismo tiempo, viendo también el río y las piedras y el reflejo de la luz sobre nuestras huellas: todo el cielo azul sobre su cara—. Siempre me los imaginé así —añadió.
Sospeché. Lo observé con cuidado: las bolsas bajo los ojos. Los labios rosas. El nacimiento de la barba. Dudé, ciertamente. Me volví a ver las caras ajadas de los pasajeros que aparecían, en lo más hondo de la madrugada, por la estrecha puerta de arribo.
—Fueron ellos los que descubrieron todo ese asunto de los corazones —le informé, aprovechando que también se había distraído con la llegada de los pasajeros. Hay ojos que se alumbran de inmediato, cegadores, y otros que, como el caracol sobre la pared húmeda, se toman su tiempo. Los del hombre que lloraba eran de los segundos. Su transformación fue pausada pero notoria.
Poco a poco, la mirada se deslizó hasta posarse, ávida, sobre el pavimento desigual de una calle sobre cuyo pavimento desigual aparecía, cada mañana, un corazón pintado con tiza blanca.
—Lo vieron una madrugada —le dije—. Justo antes del amanecer.
Algo muy cercano al gozo me invadió cuando comprobé que el hombre del aeropuerto mantenía ese silencio palpitante que invita a la continuación de los relatos.
Me preguntaba cómo resistía todo aquello. Cuando oía el estertor que marcaba el inicio de la golpiza, podía ver sus brazos sobre la cabeza, tratando de protegerse de lo inevitable, su cuerpo arrinconado en un esquina del patio trasero de su casa. Podía aspirar el aroma de su miedo. Y ver sus lágrimas, eso podía hacer desde el otro lado de la pared, mientras me quedaba inmóvil, conteniendo la respiración. Sobrecoger significa horrorizar, en efecto, pero lo que sucedía en esos momentos no era un contacto con el horror sino un proceso más íntimo y callado. Algo me avasallaba y me obligaba a cruzar los brazos sobre el estómago en actitud de abrazo o defensa.
Un movimiento inmemorial. Algo me sobrecogía y me dejaba a un lado de la pared, inútil y espantada, el hombro y la cabeza recargados contra su superficie plana. El dedo que se desliza, sin conciencia, por la mirada. Luego: el agua. Luego: las palabras.
La noticia apareció en las páginas interiores del periódico, le decía.
Un hombre llorando, efectivamente, en la sala vacía de un aeropuerto. Una madrugada.
—¿Y él por qué llora? —me preguntaba a susurros, tragándose los mocos y colocando el vaso ya sin agua en el borde oxidado de la pequeña ventana.
—Supongo que por lo mismo que tú —le contestaba después de un rato, dubitativa—. Porque alguien le está pegando.
—Pero la sala está vacía, eso dijiste.
Guardé silencio. Un silencio avergonzado.
—No te preocupes —balbuceó con una voz apenada, contrita, después de un rato—. Yo nunca he viajado en avión.
Las paredes estaban pintadas de blanco: un color iridiscente. Eso le contaba. Había cucarachas que volaban de una esquina a otra de mi cuarto, especialmente en el verano. Esperaba impresionarlo con
ese tipo de información, sobre todo con el tono frío y científico con que lo contaba. Había hormigas: largas hileras. Los mosaicos del piso eran de color verde: un verde difícil de describir. Eso le decía. Un verde de mayólica. Ahí caían, ruidosas, las canicas. Sobre ellos bailaba al compás del tocadiscos con zapatos de gamusa. Bebía limonadas en grandes vasos de plástico. Los pájaros hacían muchos nidos en las ramas del ciprés. Cuando uno pasaba bajo su fronda vertical podía darse cuenta de que esos pájaros no cantaban, sino que emitían gritos punzantes, chillidos en realidad.
El eco de una sirena lejana. Como si sus patas estuvieran pegadas a los troncos, abrían los picos más para quejarse o para pedir auxilio, que para entretener al viento. Soñaba con salir de ahí: soñaba con convertirme en la hormiga que por fin se pierde dentro de la grieta correcta o el pájaro que logra, por casualidad o convicción, zafar la pata del pegamento.
—¿Y para qué querrías desaparecer? —me preguntaba a susurros del lado de su pared. Eso me ponía pensativa. Encontrar una respuesta a esa pregunta se convirtió en una obsesión de la infancia. Una hormiga. Una hilera. Un pájaro. Una desaparición. ¿Para qué querría uno una cosa así?
El último cuarto de la casa era, sobre todo, un suplicio. Eso le contaba también. Aunque estaba planeado para los invitados, los pocos que nos visitaban preferían dormir en el mío, en la pequeña cama gemela que no ocupaba nadie, a pasar una noche en esa habitación húmeda y oscura. Todos lo evitábamos en realidad. Pensaba que con esto lo impresionaría. Ahí se guardaba la ropa de invierno o los viejos juguetes de mesa o los adornos de Navidad.
No sabía por qué, siendo la más pequeña, era usualmente yo quien tenía que ir hasta el final del pasillo para buscar un par de botas o bolas de unicel. Cuando iba, cuando no tenía otro remedio más que ir al último cuarto, avanzaba con cuidado, deslizando el dedo sobre la pared del pasillo como si no quisiera perder contacto con algo que dejaba atrás. Una vez adentro, me detenía, paralizada. El olor era distinto ahí. Musgo. Naftalina. Polvo. El sol, que iluminaba el resto de la casa, no entraba en esa habitación. Era otro mundo.
Ahí era siempre de noche. Siempre hacía frío en ese planeta. No había ningún ruido. Ahí, del otro lado, alguien lloraba. Eso le contaba. Un niño. Alguien que pedía agua. Nadie hablaba de él, aunque sus gritos y gimoteos entraban en la casa por la ventanita y, luego, se escurrían, como el agua que tomaba para calmarse, por el pasillo, por el túnel que era el pasillo, hasta encontrar la puerta de entrada, nadie hablaba de él. Eso le decía. Mis padres se miraban de reojo cuando todo aquello empezaba y guardaban un silencio bien educado, un silencio compasivo y pétreo que me producía más que alivio, miedo. Yo me abrazaba a mí misma y me inclinaba.
El llanto del niño, el llanto que venía de la otra casa, se detenía sólo un segundo bajo el ciprés del jardín y, ahí, se confundía con los gritos de los pájaros enloquecidos. Luego todo volvía a empezar.
No sabíamos en qué momento se volvería a desgajar la atmósfera de la casa, pero sí teníamos la certeza de que pasaría otra vez. Una y otra vez. Una más. Un vaso de agua.
—Hnjkö tenía los ojos azules —le expliqué al hombre—, y Jsartv, que siempre estaba a su lado, también. Parecían gemelos —titubeé—. Creo que lo eran.
—Apuesto a que les gustaba jugar con eso —dijo—. Con su parecido. Confundir a la gente, ya sabes. Las bromas.
—Sí.
—Pero Jsartv tenía los ojos cafés —añadió luego de un rato—. Ojos cafés como los tuyos —dijo, mirándome de frente y, cuando no vio ninguna reacción, tomándome el rostro entre sus dos manos con una violencia apenas contenida—. No trates de engañarme.
Me sonreí en silencio. Bajé la vista. Hay un hombre que llora en un aeropuerto, le contaba yo a alguien a quien nunca vi.
El hombre lleva una daga dentro.
—¿Dentro de qué? —me preguntaba la voz infantil.
—Dentro de su cuerpo —le decía—. Naturalmente, sí.
La representante de la aerolínea que se acercó a darnos informes sobre el estado del vuelo retrasado llevaba el rimel corrido y, cada que abría la boca para ofrecer una nueva explicación, nos bañaba con el aliento viciado de alguien que no ha comido en días.
—Parece que terminaremos pasando toda una vida aquí —dijo el hombre, ensayando un humor triste, a medias derrotado.
—Es el clima —repitió la encargada una vez más, apenas compungida—. Causas fuera de nuestro control.
Desde el último cuarto del que no podía salir, me pregunté si existían otras causas. Otro tipo de causas. Si existía algo que en realidad estaba o pudiera estar bajo nuestro control. El clima. Los corazones que aparecen sobre el pavimento. El llanto. Una parvada de pájaros que graznan, enloquecidos. Hnjkö. Jsartv. El amor.
—Toda una vida juntos aquí —repitió el hombre cuando la encargada hubo partido. Suspiró. En ese momento el silencio en el aeropuerto vacío fue total. La luz, esa luz. El reflejo. Abrí la ventana. La oscuridad. Luego regresó el eco de la aspiradora, el rumor de algunos pasos.
—Llevamos toda una vida juntos —susurró—. Toda una vida juntos, aquí —se señaló las venas en la parte posterior de las muñecas. Luego volvió a colocar las yemas de los dedos de la mano izquierda sobre su frente y, una vez más, fue incapaz de ocultar lo que hacía: algo íntimo e impostergable y vergonzoso.
Algo roto a la mitad.
Nunca le pregunté cómo había llegado ahí. Tampoco le pregunté su nombre o su edad. Durante todo ese tiempo, me limité a hacer lo que me pedía: describirle mi cuarto, hablarle de la casa, contarle historias que acontecían en lugares muy lejanos y raros. Un aeropuerto. Un río. Una playa. Cuando terminaba, cuando todo volvía al silencio inicial, regresaba a través del pasillo al mundo real. Me colocaba bajo las ramas del ciprés hasta que el graznido de los pájaros me obligaba a correr. A veces corría alrededor de la cuadra, buscando su casa. Tratando de identificarla. Todas me parecían igual: eran construcciones sólidas en cuyos jardines de buenas dimensiones crecían rosales y geranios. Casi todas tenían un árbol de tronco grueso en cuyas frondas vivían, pegadas las patas a sus ramas, los mismos pájaros. A veces sólo corría por correr. Corría para escapar sin saber, en realidad, por qué querría hacer algo así.
Corría hasta que el aire explotaba dentro del cuerpo y los pies se volvían ligeros y, en lugar de correr, levitaba. Eres real, quería decirle. Para eso lo buscaba, para decirle que había un mundo fuera del último cuarto de la casa. Que el río y el aeropuerto y la playa eran reales. Que yo lo era.
Hay un hombre que llora en un aeropuerto, le repetía. Trataba de consolarlo mencionando que incluso alguien mayor, un hombre adulto y de traje que, además, se trasportaba en avión, podía hacer aquello que él estaba haciendo: llorar. Pensaba que su debilidad o su terror, así, podrían adquirir dimensiones humanas. Algo conmensurable.
—¿Pero por qué llora él? —insistía en su pregunta como si cada causa provocara un llanto distinto.
—Por lo mismo que tú —replicaba con el latido del corazón zumbándome en los oídos—. Siempre es por lo mismo, ¿no lo entiendes?
No lo entendía así: eso me transmitía su silencio. Había causas ajenas y causas bajo control y causas fuera de control. El clima. El amor. La zozobra. No las hubiera podido llamar así en esos años: carecía del vocabulario. Eso lo fui comprendiendo o imaginando sólo después, con el tiempo. Sólo aquí.
—Los corazones los pintaba él —le dije—. Lo hacía de madrugada, como ahora —recapacité—. El día en que lo descubrieron sentí un malestar tremendo. Sentí vergüenza.
El hombre que lloraba en un aeropuerto guardó silencio. Trataba de contener la respiración, no había duda. No retiró la mano de su cara ni cambió de posición. Su único cambio era invisible: el resuello. Un resuello largo y suave, como de tarde gris.
—Lo agarraron in fraganti —continué—. Cuando elevó la vista bajo el círculo de luz que formaba la linterna todo quedó al descubierto: un hombrecillo pequeño y flaco, de gruesas gafas verdes, con el pedazo de tiza en la mano. Eso era. Un niño viejo. Una criatura pálida y temblorosa. La saliva acumulada en las comisuras de su boca. Un par de adultos lo jalaron del brazo y, cuando ya se lo llevaban, les gritó con una voz gangosa y aguda, una voz que nunca había escuchado antes y que me llenó de terror, que no podía ir con ellos. Que pronto saldría su avión. Que se le hacía tarde para llegar al aeropuerto.
Me volví a ver al hombre de junto y comprobé que nada había cambiado. La mano izquierda sobre el rostro, la derecha sobre el regazo. El llanto.
—Su llanto, como siempre, me dobló en dos —continué—. Esa vez vomité —susurré, la voz cada vez más baja, cada vez más ajena—. Por la vergüenza —afirmé—. Por la vergüenza que me dio verlo ahí, sobre la calle, dibujando corazones.
El hombre de junto se descubrió el rostro. Las dos manos ahora sobre su regazo.
—Y entonces salió Jsvart y se sentó bajo el ciprés y trató de despegar el pájaro de la rama y, al no lograrlo, lo despedazó. ¿No es cierto?
Le contesté que sí. No lo dije, en efecto, pero moví la cabeza de arriba abajo, asintiendo. Un movimiento inmemorial. La mano que toma el ave y jala, una a una, las plumas de sus alas. La mano que rompe, horada, mutila. La mano que entierra, sentimental. No le pregunté cómo sabía eso pero, con sumo cuidado, cerré la ventana.
Cuando ya iba rumbo al avión, me descubrí deslizando el dedo índice sobre las paredes del estrecho pasillo que nos llevaría hasta la puerta de entrada. Lo vi a lo lejos: los hombros caídos, los pasos lentos, el saco de corduroy. Iba delante de mí, deslizándose sobre el suelo más que caminando. Pensé que el amor nunca ha dejado de darme vergüenza. Miedo. Y pensé, con alivio, que pronto estaría en el último cuarto.