Hempel es una de esas grandes autoras con las que la crítica es unánime (cosa muy difícil, por muy bueno que seas siempre habrá alguien que lleve la contraria para hacerse notar) y que, sin embargo, ha sido maltratada por los editores españoles. Es una autora minimalista, en sus cuentos no hay ni una sola oración de más, pero tampoco de menos. Ella orienta al lector a lo largo del relato, pero es éste quien ha de sacar las conclusiones. Gordon Lish la ayudó a publicar su primera colección de relatos, "Razones para vivir", a la que pertenece este cuento. Si tenemos en cuenta que Lish fue profesor o editor de autores como Carver, Ozick, Ford o Nabokov, esa carta de presentación no es nada desdeñable.
El niño respaldó la proclama de su padre.
—Eso es lo que dicen los grandes ganadores —admitió.
El niño y su hermana participaban en concursos. La mesa de la cocina estaba abarrotada de folletos y de cartones de inscripción recortados de las cajas de cereales. El niño sostenía la fotografía de un Rolls-Royce azul, el gran premio de una rifa en la que él era demasiado joven para participar.
—¿Crees que tiene que ser azul? —preguntó—. ¿Crees que podría conseguir uno de otro color?
—No sabes conducir —dijo la niña—, así que no sé para qué sirve que te preguntes eso.
La niña arrancó una hoja de un cuaderno y redactó una declaración jurada en la que su padre prometía darle a ella el Rolls cuando lo ganase en la rifa del próximo otoño. Trazó con un lápiz una línea sobre el papel para que su padre firmase sobre ella, y debajo trazó otra línea en la que escribió Testigo.
Como el padre aún tenía tiempo antes de acudir a su cita semanal, se sirvió un café y rellenó algunos de los espacios en blanco. A pesar de lo que había dicho poco antes, el padre sabía que él tenía suerte. Durante el tiempo que llevaba viviendo en la casa, le habían tocado dos premios: un viaje de una semana para dos a Hawai, billete de avión incluido, y un paseo en globo.
El padre les explicó que las rifas eran fáciles de ganar. No había que acertar nada, no había que componer ningún poemita y no requerían ninguna habilidad especial. Les dijo que se escribía el nombre y la dirección y que se mojaba el papel en agua para que, una vez seco, quedase rígido y crujiente para así poder facilitar el que el notario lo eligiese entre los demás y lo sacase de la urna. También les dijo que se podía participar en una rifa todas las veces que uno quisiera. Si el premio merecía la pena, había que inundar la urna de papeletas.
El padre levantó la mano como los indios cuando dicen «Jau».
—Recordad las Tres Pes: Paciencia, Perseverancia y Postales —les dijo a sus hijos—. La gente que gana estas cosas conoce bien las Tres Pes.
Los concursos no eran como las rifas, decía. Se necesitaba talento para ganar un concurso, o al menos tener un don especial.
—S-O-S—informó el padre—. Lo que tenéis que recordar es esto: Ser Sencillo, Ser Original, Ser Sincero. Ése es el método para ganar.
Cuando completaron las inscripciones y sellaron las cartas para la rifa, los niños retuvieron a su padre para que les ayudara con el concurso de gelatina de la marca Jell-0.
—¡Papá nos ayudará! ¡Papá gana siempre!
—Está bien —dijo el padre—. Pero no me hagáis llegar tarde a mi cita.
Había que contarles a los miembros del jurado por qué les gustaban las gelatinas Jell-0. Había que completar la frase: «Me gustan las gelatinas Jell-0 porque _______.»
Antes de nada, el padre miró lo que los niños habían escrito.
—Es sincero —dijo—. Pero, ¿es original? —Les dijo que lo primero que se les había pasado por la cabeza se les habría pasado también por la cabeza a los demás—. Pensad. ¿Qué tienen las gelatinas Jell-0? ¿Qué tienen de especial?
Tardó tanto tiempo en responder a su propia pregunta que los niños se miraron entre sí.
—¿Qué? —preguntó la niña.
El padre cerró los ojos y se reclinó en la silla. Dijo:
—Me gustan las gelatinas Jell-0 porque me gusta tomar una copiosa comida después de dar un paseo enérgico en un día de invierno... Algo que de verdad me haga entrar en calor.
El niño soltó una risita tonta, y la niña hizo lo propio.
El padre parecía desconcertado:
—¿No me habéis dicho que era para el concurso de la gelatina? Pues entonces sigamos... Me gustan las gelatinas Jell-0 porque tienen un acabado satinado y compacto que hace que no se desmoronen ni se despeguen. No no. Quiero decir que me gustan las gelatinas Jell-0 porque saben más a fruta. Porque saben a huerta fresca. Porque duran más tiempo secas para protegerme cuando me empapo. Me gustan porque son más absorbentes que las otras marcas. No irritan ni se desbordan.
Abrió los ojos y vio que su hijo salía de a habitación. El sonido que le hizo abrir los ojos fue el del bolígrafo que el niño había tirado al suelo.
—A lo mejor ya eres un ganador -dijo el padre. Volvió a cerrar los ojos y continuó:
—¿Sabéis? Casi todas las gelatinas me ponen los nervios de punta. Pero las gelatinas Jell-0 no. Porque no tienen cafeína. Saben bien... y están hechas para durar. Sí, me gustan las gelatinas Jell-0 porque es lo único que puedes tomar cuando quieres librarte de un dolor de cabeza. O cuando necesitas quitarte el mal aliento, a menos que quieras que tu mal aliento te suprima a ti. Esta vez lo que le hizo volver en sí fue el sonido de las llaves del coche que se balanceaban en el llavero. Su hija las había cogido. Dijo:
—Papá, vamos. Vas a llegar tarde.
—¿Qué os había dicho? -dije- No me hagáis llegar tarde a mi cita.
Siguió a su hija, que ya se dirigía hacia el coche.
-¿Os he dicho qué tienen de especial las gelatinas Jell-0? —preguntó.
Su destreza automovilística no estaba mermada. Conducía despacio, con precaución, con la niña sentada en el asiento del copiloto. Salió de la autovía para entrar en una amplia avenida comercial llena de restaurantes de franquicias y de negocios en liquidación. El lugar al que se dirigía estaba a varias manzanas.
La luz roja de un semáforo hizo que se detuviese frente a la Casa de Marlene. En una ventana mugrienta había un letrero escrito a mano. El letrero decía: CELIA, ANTES SEÑORA DE EDWARD, SE HA REINCORPORADO A NUESTRA PLANTILLA.
Sus manos se relajaron sobre el volante.
«Celia», pensó.
Celia ha vuelto para que todo marche bien. La maravillosa Celia ejerce sus poderes.
El semáforo cambió a verde. «¿De verdad ha vuelto? —se preguntó—. ¿Ha vuelto Celia para quedarse?»
A pesar de las bocinas que sonaban detrás de él y de los puñetazos que le daba su hija en el costado, el padre permanecía inmóvil.
«Todo irá de maravilla», pensó, «ahora que Celia está aquí».