Itzhak Perlman

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Siempre que se habla de cómo distinguir un gran intérprete de un buen intérprete, da lo mismo de la disciplina de que se trate, siempre digo lo mismo, para mi el gran intérprete es aquel que hace parecer las cosas tan fáciles que hasta creemos que podríamos imitarlos; y cuanto más grande es, más fáciles parecen.

Concierto para violín en Re mayor, Op. 35. (P. Tchaikovsky)
Primer movimiento Allegro moderato

La oquesta que acompaña a Perlman es la Philadelphia Orchestra dirigida por Eugene Ormandy. Por desgracia está en dos trozos, cosas de youtube.

Rosa Chacel - "Vi lapidar a una mujer"

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Este cuento fue publicado en marzo de 1965 en "Revista de Occidente", la revista fundada por Ortega y Gasset al que Chacel consideraba su maestro. Aparece también en la antología "Icada, Nevda, Diada" de 1971.
Sí, estoy cómoda, sólo tengo un poco de calor: sería mejor abrir la ventana. Eso es, así está perfectamente. Claro que estoy tranquila; ¿por qué no iba a estarlo? No he venido contra mi voluntad, no, nada de eso; aunque no me gusta hablar. Sabe usted, yo, de ordinario, hablo muy poco; es una de las cosas que me critican; me paso los días sin decir pío. Pero ahora voy a despacharme a mi gusto. Le aseguro que voy a decirle todo lo que me pase por la cabeza... Lo malo es que en este momento no me pasa nada; se me ha quedado completamente en blanco... Bueno, sí, un vestido blanco... pero de eso no quiero hablar por ahora; no entendería usted ni una palabra. Prefiero contarle cosas de otras veces, cosas que parecen muy diferentes, pero que son iguales; completamente iguales a la del otro día. No me diga usted que no porque sé que se lo han contado. ¡Buena es mi tía para callarse! "Tiene usted que arreglar a esta chica, doctor. Ha dado un escándalo, un escándalo...". No le niego que fue un escándalo, no, no se lo niego; pero si me pongo a explicarle que pasó esto y lo otro, no sacará usted nada en limpio. La cuestión es que lo que pasó el otro día es una cosa que me ha pasado siempre, siempre, desde que era así de pequeña. Claro que ese día fue más fuerte y no pude disimular; perdí los estribos... ¡Era demasiado infame lo que ocurría!... bueno, como ocurrir no ocurría nada. Es decir, lo que ocurría no lo veía nadie más que yo. Y cuidado que yo he visto cosas en mi vida, digo de esas cosas que no se ven... no acabaría nunca de contarle. ¡Lo que yo he visto!... Figúrese que desde que andaba a gatas puedo ver, tan claro como estoy viendo esa mesa, lo que piensa la gente. ¿Que me lo imagino?... No señor, no, que lo veo. ¿Le parece que exagero?... Pues a mí me parece que me quedo corta. Para decirle la verdad, lo que veo es lo que la gente es, y claro, en seguida saco en consecuencia lo que piensa. En cuanto asoma las narices alguno ya veo lo que está pensando. Por eso estoy siempre callada, porque si hablo me distraigo; para hablar tengo que pensar yo, y a mí lo que me gusta es ver cómo van siendo las cosas... No, no se lo explico bien. ¿Ha visto usted en el cine cómo se desarrolla una col, por ejemplo?... Si uno tuviera la paciencia de estarse durante días viéndola extenderse, desenvolverse; primero apretada como una pelota, y luego desplegando una hoja y otra hoja, como si se desperezase... Si uno pudiera verla hacer ese movimiento sería como oírla hablar. Una cosa así es lo que yo veo cuando me concentro, sólo que más deprisa. Tan deprisa como no puede usted imaginar. Veo un tipo que piensa una cosa y esa cosa le sale a la cara, así como si se abriese una flor... Dirá usted que todo tiene que resultarme muy bonito, con tantas flores, pero sí, sí... La mayor parte de las veces es un asco. Y puede llegar a ser atroz, atroz, insoportable, como el otro día cuando venían uno y otro: pasaban y explotaban ¡plaf!... ahí va eso. ¡Ah! no puedo recordarlo sin explotar yo... Bueno, es inútil, usted no puede comprender nada sin saber a dónde yo he llegado. ¡Años ejercitándome!... Empecé por los perros... Ahora recuerdo aquel que andaba entre la nieve... Aquél no tenía secreto para mí. Porque le sacaba a pasear todas las tardes. Al oscurecer siempre estaba delante de mi ventana y me pasaba las horas muertas viendo cómo estaba hecho. Cómo y no sólo cómo; para qué, eso es, para qué estaba hecho así. Era un perro que estaba hecho así para estar cómodo, elegante y sencillo. No, señor, no; no todos están tan cómodos; los hay que están atemorizados, irritados, desconfiados. Aquél, en cambio, hay que ver lo bien hecho que estaba: correcto, habría que decir. Bueno, era un cocker spaniel beige; esto le dará una idea exacta. En el invierno la nieve se amontonaba al borde de la acera, como una pequeña barricada, y él andaba por allí husmeando todo, moviéndose tan a gusto dentro de su piel tan flojita, tan blanda, que no importa que se moje, que siempre está bien, que hasta si levanta la pata queda discreto; nunca procaz, como otros... ¿Se ha fijado usted en esos que no tienen estilo?... Algunos me dan ganas de llorar. Están hechos de un pedazo de podenco, un pedazo de basset, un pedazo de bulldog y no están avergonzados, no, todo lo contrario; llevan una desfachatez como si supieran que para la gente bien pensante no tienen nada que perder. Bueno, pues ésos precisamente no olvidan nunca echar tierra hacia atrás con las patas traseras. Aunque no haya tierra, en medio de la acera, raspando la piedra con las uñas, hacen esa demostración de decencia; decencia desvergonzada, como si con ese movimiento dijesen: "Soy perro", y ya está. El cocker spaniel no lo hacía; ni siquiera a eso le daba importancia, ni siquiera en ese menester perdía sus modales simples y distinguidos, su elegante negligencia de clubman, dentro de su macfarlán amplio. ¿A que estaba usted pensando en eso?... Claro, es inevitable asociarlos: por eso se asocian ellos, por eso se buscan. Bueno, el clubman busca al cocker spaniel, pero el cocker spaniel acude antes de que lo busquen. ¿De dónde, desde dónde viene?... Ahí está el intríngulis. Es como uno que respondiese antes de que le preguntasen. Bueno, el perro no responde: demuestra, eso es: el perro es una demostración. ¿Esto le parece muy intelectual?... Pues al perro no se lo parece: le resulta la cosa más simple. Y a mí también, porque no crea usted que cuando yo veo esas cosas las veo como se las estoy contando. No, yo las veo como el perro. Bueno, el perro no las ve: las ejecuta. Y yo veo las cosas y los conceptos. No, los conceptos los estoy fabricando ahora. Cuando yo veía al perro veía sus pelos y, claro, un pelo es cosa, pero un movimiento ¿es cosa...? ¿Y ciertos pelos, naciendo en una determinada forma, ocultando y delineando al mismo tiempo la pata, revistiéndola de elegancia?... ¿La elegancia es cosa?... Yo creo que no. Es un modo de ir echando con soltura las patas sedosas, como protegidas por grandes guantes, con un descuido aparente, negligente, seguro de que el material de que está hecho es práctico, se puede ir con él a todas partes sin que se estropee, aunque es de una calidad finísima. Es un modo de llevar la cabeza levantada, sin altanería, dejando ver la forma amplia del cráneo, porque ahí no hay pelos que lo tapen; los pelos largos empiezan en las orejas. El cráneo tiene un pelito fino como raso, y así parece que lleva la cabeza descubierta, en actitud de saludo respetuoso. ¿Comprende usted?... Un hombre elegante, verdaderamente elegante, tiene esa misma confianza, esa negligencia delicada. No, no creo que esto sea darle demasiada importancia: al contrario, creo que no le he dado bastante. Yo debía haber profundizado más en este estudio de los perros porque para mí es como el abecé y porque, además, tengo facultades especiales; de una ojeada los penetro. Hay poca gente que perciba su sonrisa, que no es solamente la contracción del belfo, no; para verla hay que ver de una vez todo el perro y no, indudablemente, no lo he estudiado bastante. Aunque, por supuesto, no me limité a aquel sólo: hubo algún otro... o más bien otra; fue una perra la que marcó otro momento decisivo. Y también ésta tenía su colateral, que no era un clubman, sino una frutera. Era negra y blanca, la perra, naturalmente, muy mezclada. Tenía algo de loulou, con carita de zorra y pelaje largo. Estaba gorda y ya empezaba a ser vieja; a la frutera le pasaba lo mismo. Yo las miraba a las dos mientras me despachaba el chico. Bueno, miraba principalmente a la perra. La mujer estaba sentada en una butaca de mimbres y a su lado, en una sillita baja con almohadón, estaba la perra; sentada también, no echada... No sé cómo decirle, había allí una enormidad de cosas que yo notaba, y las notaba en ella. Bueno, quiero decir que yo veía cómo ella las notaba; cosas muy sutiles; algo así como una gran paz y una luz maravillosa. Había un silencio, además, que en la ciudad pocas veces es tan perfecto. Y ella estaba allí saboreándolo todo. Tenía unos ojos negros muy brillantes y parecía que estaba completamente quieta, pero no; jadeaba un poco y miraba a un lado y otro, casi sin mover la cabeza. También acomodaba de cuando en cuando las patas delanteras, como si se cansara de apoyarse en ellas. Eran unas patitas cortas, y las desparrancaba un poco para tener más base. Entre ellas le colgaban las tetillas sonrosadas con manchas negras, que le cubrían toda la barriga, relajadas de haber tenido muchas crías. Bueno, lo mismo le pasaba a la frutera; también tenía unos ojos muy negros y también le colgaban los pechos sobre la panza... Bueno, ya me doy cuenta de que todo esto parece que no tiene nada de particular y de que usted debe estar esperando el desenlace; seguramente cree que de un momento a otro voy a contarle algo impresionante que pasó, pero no se lo puedo contar porque no pasó nada y, sin embargo, la impresión para mí fue enorme... En fin, sí que pasó algo; verá usted... ¡Ya!, ya lo sé, pero no retiro la palabra. No tienen historia, si con eso queremos decir sucesión de cosas encadenadas y consecuentes: conscientes. Pero yo quería decir más bien algo como un depósito de cosas sedimentadas, posadas; eso es: un poso muy espeso de experiencia. Una experiencia sin conciencia, de acuerdo, bueno; quedemos en el poso. Suponiendo que la perra tuviese cerca de diez años habría estado ya muchas veces así, como se dice, en chaleur, habría sido atrapada por quién sabe cuántos perros y luego habrían venido los perritos a colgarse de sus tetillas. Eso, una y otra vez, había sido una agitación que comenzaba, se colmaba y se aplacaba; luego, ya cansada, satisfecha de haberse agitado tanto, estaba allí, nada más, rebulléndose un poco en su almohadón... Todo esto se puede trasladar a la mujer igualmente: todo era completamente igual en ella, solo que, de pronto, la mujer se metió la mano en el bolsillo del delantal y sacó, hechas un rebujón, unas cuantas facturas. Las miró, desarrugándolas con una sola mano, y gritó: "¡Todavía está aquí la del siete!... El chico contestó, sin volver la cabeza: "Todavía...". Entonces entablaron un diálogo: agria y violenta la mujer, el chico cachazudo. Ella le reprochaba que no se lo hubiera advertido, él contestaba que había dejado al volver las facturas en la caja y ella se las había guardado... Bueno, la cosa duró bastante y yo tuve que irme antes de que terminara, pero las miré a las dos en aquel momento en que parecía que todo se iba a romper... ¡Todo!... todo lo que le dije antes: aquella paz... Habían estado allí las dos sentadas, quietas, respirando lentamente con sus barrigas de viejas madres y, de pronto, en la mujer pasaba algo que la hacía vibrar. Cada vez que soltaba un improperio contra los aprovechados o contra el chico, que era un mandria y dejaba el pedido sin exigir el dinero, o contra todo el mundo, en general, contra los que abusan; cada vez que retemblaba soltando denuestos, chillona, con una voz de pepitaña que parecía restallarle en el fondo del buche, ¡la perra!... Bueno, es inútil. Me callo no porque no quiera seguir, sino porque me acuerdo de aquel silencio en que yo las miraba y ¿cómo voy a contarle yo aquel silencio?... Yo veía dentro de la perra cosas que, si se las cuento, parecerá que digo que las veía pensarlas, pero nada, nada de eso. Yo veía aquellas cosas en sus patas: los músculos de los brazuelos empezaron a temblarle porque había perdido el relax, porque sentía que iba a tener que saltar de la silla y, a cada grito de la mujer una mirada, una crispación de la oreja. La nariz también se le movía un poco, pero por el hábito, porque aquello no era cosa de oler, aunque quien sabe... Lo que la alteraba era el sentimiento, no, la evidencia de que en el otro cuerpo, su colateral, la paz se había roto y de que la quietud iba a terminar. Pero no acababa de terminar nunca porque no llegaba a ocurrir nada que le diese la orden de saltar y sin embargo, ella ya estaba dispuesta, atenta, en la duda... Pues sí, señor, en la duda. ¿No ha visto usted nunca, cuando se echa a rodar una bolita de esas con que juegan los chicos, cómo rueda un rato hasta que se para, pero al pararse duda un poco?... Ya, ya sé que es la fuerza que la lleva y que la cuestión de la inercia... por supuesto, pero la cosa es como si un granito de arena le hiciese dudar; "¿sigo o no sigo?...". Hasta que ve que no puede seguir y se para. Así es, exactamente; digo que la bola lo ve porque lo que quiero decir es que yo lo veo. Lo veo en la bola y lo veo en la perra. Y en la perra, claro lo veo por dentro, igual que lo he visto tantas veces dentro de mí misma. Porque yo sé muy bien cuándo dudo con mi razón y cuándo es un impulso lo que, al llegar a un cierto punto, de pronto titubea, cabecea... ¿Que la bola no tiene nada dentro de sí?... Ya lo sé, pero dentro de mí hay bolas que vienen rodando. Claro que lo que dudaba dentro de la perra no era una bola, no era una fuerza que estuviese fluctuando: era un presentimiento del empujón. Si le dije lo de la bola fue para que resultase cosa visible, sin necesidad de pensarlo, porque lo que no quiero es que crea que yo me imagino a la perra cavilando. No, ni la perra ni la frutera: la mujer tampoco cavilaba. Primero habían estado las dos en aquella quietud porque ya habían terminado las faenas del día y luego, de pronto, la mujer entraba en el furor al notar un desperfecto en sus cuentas. Lo que la perra no podía oler es que para la mujer aquel furor era también una cosa estable. No hay nada de contradictorio. He empezado por decirle que la perra estaba allí reposando, con el derecho que le daba toda su historia, y, por supuesto, la frutera estaba gozando del mismo derecho. Pero claro, el funcionamiento de la frutera es más complicado: se metió la mano en el bolsillo y sacó sus cuentas desequilibradas; inmediatamente se instaló en otro derecho: en el derecho a gritar, a insultar, a exigir. Eso era lo que a la perra le ponía en aquel estado de duda, de titubeo; lo que hacía que le temblasen las patitas y se le enderezasen las orejas; porque el hábito le decía que con los gritos viene siempre el movimiento. La mujer, en cambio, se arrellanaba en su indignación porque en situaciones así se reta, se insulta. Eso es lo que "se hace", lo que todo el mundo tiene derecho a hacer. ¿Comprende usted?... No, ya sé que no puede comprenderlo. Usted cree que lo comprende y claro, comprende lo que le cuento, pero no por qué se lo cuento... La verdad es que yo misma ya no sé por dónde ando. Si me pregunto por qué me he puesto a hablarle de todo esto me parece imposible encontrarle explicación y, sin embargo, el caso es que siento... ¿cómo le diría yo?... sé que es de esto de lo que he venido a hablarle... No, si ya lo sé; no es de esto, es del asunto del otro día. Entonces me digo, ahora voy a contárselo, y se me quitan las ganas porque para mí ya se lo he contado. ¿Comprende usted? Todo es como manejar algo que puede dar media vuelta a la derecha igual que media vuelta a la izquierda: es igual, pero todo lo contrario. Claro que, si se lo cuento ce por be, a lo mejor no se ve el parecido, pero usted prefiere que se lo cuente ce por be. Está bien, se lo cuento, no tengo el menor inconveniente; pero ya le digo, lo que yo siento aquí, en la boca del estómago, es igual que lo que le he contado, sólo que aquello... Bueno, verá usted, no es igual. No me contradigo porque lo sentía del mismo modo, pero aquello quería sentirlo, aunque era atroz, pero quería. Esto otro... imagínese ¡en un día radiante de primavera!... Este año se echó encima el calor de repente; ya lo vio usted, en los primeros días de mayo. Recuerdo que viniendo por Marqués de Cubas vi que en una pared quedaban todavía restos del cartel de "Divinas palabras". Yo iba pensando en esto cuando cruzamos la calle de Alcalá: iba agotada de andar de compras con mi tía. Ya habían puesto sillas fuera en algunos cafés y decidimos tomar algo fresco para poder seguir. Nos sentamos en la acera de El Fénix, pedimos naranjadas. No había casi nadie en la terraza; en un extremo una mujer sola, en el otro una pareja. Nos sentamos lejos de la pareja, por no estorbar. Así que nos quedamos junto a la mujer que estaba sola. Mi tía se sentó de espaldas a ella y yo frente a mi tía, que me tapaba la vista de la mujer, cosa que no me había inspirado la menor curiosidad. Yo tomaba mi naranjada y miraba a la gente. Me dejaba caer en la silla, una silla de hierro, dura, claro está, pero bien proporcionada. Estaba descansando en ella tan a gusto como una masa en el molde: estaba abandonada dentro de mí misma, tan abandonada, tan tranquila... Empecé a mirar a un hombre que venía hacia nosotras: era un hombre del pueblo bien vestido, joven, tenía una cabeza muy correcta y una expresión serena, como si viniese sin pensar en nada. Cuando noté todo esto estaría el hombre a unos diez metros de nuestra mesa y como venía a buen paso llegó en seguida. Al pasar por delante de la terraza volvió la cabeza y su cara se transfiguró. Yo pensé: "Ha puesto cara de jabalí; no es tan guapo como me había parecido". Inmediatamente detrás de él venían dos hombres, de esos relucientes, bien afeitados y con cartapacios lujosos y al llegar al mismo punto los dos volvieron la cabeza. La transformación de sus caras fue mucho más ostensible. Uno de ellos puso una cara de ratero, de carterista. Corrí mi silla un poco hacia la derecha y vi lo que miraban: la mujer que estaba allí sentada. En seguida me di cuenta de qué clase de mujer era, aunque tenía un vestido decentísimo: blanco, de chaqueta, con la falda por la rodilla como cualquier otra. Sin embargo, yo pensé: "La miran porque está demasiado pintada o porque es muy llamativa". No, pensé en redondo: "es una prostituta". Entonces me puse al acecho. Perdí el abandono, la laxitud en que estaba hasta aquel momento y me dije: "Vamos a ver en qué para esto: es una cosa que no he visto nunca". Ya, ya sabía yo que no iba a ver nada definitivo: no me creí que fuese a pasar algo como esas cosas de la Biblia: uno que se echa con la ramera está al borde del camino. No, allí ya sabía yo que no se iba a echar ninguno, pero pensé que alguno así, de pronto, la cogería de un brazo y se la llevaría. Eso valía la pena de verlo, pero sí, sí... Unos no tenían maldita la gana de echarse, otros no tenían tiempo, otros no tenían dinero. Pero ella estaba allí, al borde de la acera y algo había que hacerle, porque para eso estaba allí: todos tenían derecho y como iban de pasada, por no desperdiciar... Pasaban viejos asquerosísimos y le levantaban las faldas con un ladear de cabeza, con un relamerse el hocico. Apareció un tipo cogotudo, de esos que parece que les está estallando el cuello de la camisa, y le dijo: "Si te cojo te reviento...". Todos con saña, estoy por decir que con asco, pero no de la mujer, que era muy guapa, sino de lo que pensaban hacerle, porque lo pensaban sin deseo: lo pensaban sólo porque tenían derecho... ¡oh, sí!, es muy fácil distinguir el deseo del derecho. El deseo cada uno lo siente para sí mismo: el derecho hay que demostrárselo al otro. Bueno, pues, ¿y las mujeres?... Ésas sí que es difícil saber lo que querían hacer con ella. La miraban con más saña aún que los hombres; trataban de demostrarle aún más su derecho al asco, pero en ésas era mentira... ¡Mentira, mentira! Si viera usted lo que pensó una chica pequeña... En ésa no había saña, ésa sí que la miró para sí misma; la de ésa fue la única mirada de deseo que le echaron. De deseo, claro está, del deseo más puro: el de ser ella... Era una niña muy bonita que iba con dos señoras burguesotas. Las señoras no miraron a la mujer porque iban absorbidas en su comadreo y la chica se había quedado un poco rezagada. Al pasar frente a la terraza, la pequeña se quedó mirando a la poule, pero ¡cómo!... la devoró con la mirada. Y no descaradamente, al contrario, con cierto disimulo porque ella no quería decirle nada con su mirada; la miraba y se decía a sí misma: "¡Qué señora tan guapa, qué bien estará ahí sola, ahí sentada para que la mire todo el mundo! ¡Cuando yo pueda hacerlo!...". Y en seguida copió su movimiento de cabeza y su caída de ojos... ¡Ah! Eso no lo dude usted, ese deseo puro de la niña era el que todas tenían atragantado... ¡Pero ya lo sé! No se me ocurre pensar que todas las mujeres quieran ser prostitutas. ¡Qué disparate!... Ahora, eso sí todas todas sin excepción, quieren ser bonitas y estar solas, puestas en un sitio donde se las vea bien y donde pase todo el mundo a mirarlas. Claro que para atreverse a desearlo hay que tener ocho años. Luego ya, con todo lo que sabe, entra el miedo, pero el deseo sigue y se convierte en rabia. Todas la miraban como perros rabiosos. Por supuesto, también la miraban con asco, pero como le digo, porque se lo han enseñado; lo del asco es como una segunda parte: Las mujeres, ante una poule de ésas siempre sienten que está haciendo algo sagrado, y les entra una especie de terror y de locura porque se sienten excluidas de ese misterio. ¿Ve usted? Por eso le dije, como perros rabiosos, porque su rabia es, como la hidrofobia, el horror de una cosa que es necesaria a la vida. Sí claro, muchas de las mujeres que pasaban eran casadas, otras tendrían o habrían tenido amantes, novios... Lo que les hacía odiarla es que ella era la tentación y que se peinara para ello. ¿Que todo eso se convierte luego en menesteres nauseabundos?... De acuerdo, pero en eso no se piensa al verla. Las mujeres sólo piensan que es la tentación que está allí, al borde del camino. Y eso es una cosa... ¡eso, ser la tentación!... que las mujeres anhelan... No, no voy a decirle la frase tópica: "con las entrañas"; lo anhelan con su ser. Eso es su ser, eso es su esencia. Bueno, entiéndalo usted como si hablásemos de un encendedor. La esencia es lo que se inflama cuando se hace clic... Y eso es lo que quieren las mujeres, para eso es para lo que viven; para oír ese clic y ver encenderse la llama: Son muy pocas las que lo ven; por eso están rabiosas... Estoy tratando de recordar, pero no es posible porque fueron muchísimos los que pasaron y los primeros se borraron con lo que pasó después. En fin, el caso es que siguió pasando gente y yo seguí registrando las caras de todos. Pero nuestro estado de ánimo había cambiado un poco; habíamos empezado a descansar. Cuando llegamos allí estábamos agotadas y por eso nos quedamos en silencio, pero mi tía, a medida que fue tomándose la naranjada, fue reaccionando y de pronto me dijo: "Yo creo que con las doce madejas tendré bastante, ¿no te parece?...". Yo dije: "Sí seguro". No dije más, pero en ese momento me trasladé a Pontejos. No sé si usted habrá visto alguna vez esas mercerías enormes donde se apiñan las mujeres: Mi tía y yo habíamos pasado allí tres cuartos de hora sin conseguir que nos despachasen. Había, como siempre, monjitas. Creo que son las Hermanitas de los Pobres o no sé si las del Servicio Doméstico las que van siempre acompañadas por alguna enanita, alguna de esas chatas o bizcas atroces, que bordan como los ángeles y se extasían allí comprando hilos, agujas de ojo dorado que miran y remiran... Cuando nosotras llegamos había una de éstas y yo me puse a observarla. La muchacha era achaparradita y con aire muy rural; la monja era alta y seria. Tenían ya en el mostrador amontonados madejas, ovillos, carretes; un dependiente las atendía, incansable... De pronto la chica dijo algo que yo no pude oír, tan bajito lo dijo, y la hermana dijo al muchacho: "Ah sí, un dedal. A ver, traiga unos dedales..". El chico trajo un cajón todo dividido por dentro con tablitas, formando celdillas en las que estaban los dedales de todos géneros, clasificados por tamaños. Las dos empezaron a elegir y la chica no quedaba nunca contenta; no decía nada, pero se los probaba y se los quitaba en seguida, como si no le satisficiese ninguno, hasta que al fin la monja le dijo: "Bueno, coge el que tú quieras...". Entonces ella alargó la mano hasta el departamento del rincón, donde estaban los dedales de plástico de muchos colores, y eligió uno de color de rosa. Bueno de ese rosa que no está nunca en las rosas, intenso y al mismo tiempo ligero; un color que parecía que echaba luz. Metió el dedo en él y se quedó mirando su mano. La monja no se opuso en redondo, pero empezó a tratar de convencerla de que los de acero son mucho más prácticos. La chica no decía nada, pero movía la cabeza negando temerosamente, y no se quitaba el dedal. Entonces la monja, inclinándose un poco hacia ella, cogió con su mano izquierda la mano de la chica y con la derecha probó el dedal, dándole media vuelta en el dedo para ver si ajustaba. La monja hablaba alto, así que a ella yo le entendía todo. Le dijo: "Bueno, ¿éste te va bien?...". Y esta vez oí también a la chica. No habló mucho más alto que las otras veces, pero de un modo tan neto que pude entenderla. Levantó la cabeza y le dijo: "Sí, hermana...". Nada más. La monja dijo: "Bueno, pues éste...". El chico recogió todas sus compras, ellas fueron a la caja y yo seguí mirándolas, sin poder pensar en otra cosa... ¿Cómo que si tiene algo que ver con lo anterior?... ¡Esto es todo!... Tenga usted un poco de paciencia. Le digo que esto es todo porque lo que le acabo de contar no pasó en Pontejos. Bueno, sí, pasó en Pontejos, pero cuando pasaba allí no tenía importancia o apenas la tenía. Cuando tuvo una importancia enorme fue cuando empezó a pasar en la calle de Alcalá, allí, en la terraza del café, ante el vaso de naranjada. Eso es, lo de la naranjada también cuenta porque recuerdo que al hablar mi tía de lo de las madejas y sentirme yo trasladada de pronto a Pontejos, estaba en ese mismo momento alargando la mano al vaso y la detuve a mitad de camino. Dejé caer la mano en la falda por no tocar el vaso helado... Toda la escena se me hizo presente, pero antes que la imagen de ellas dos, antes que las palabras que pronunciaron me invadió su olor. Me sentí de pronto en la mercería, apoyada en el mostrador junto a la monja, oliendo sus velos negros, la estameña de su hábito, la atmósfera cálida que se desprendía de tantos pliegues. Eso fue lo primero que sentí y no quise romper el clima en que había entrado con el sabor a naranja... Empecé a verlas... bueno, a contemplarlas con una proximidad mucho mayor que la de antes. Fui reviviendo todo: la voz fuerte de la monja, el susurro de la muchacha y su actitud temerosa, pero firme; el movimiento con que alargó la mano al dedal color rosa y la actitud en que se quedó mirándola: una mano zopuda, regordeta, que ella encontraba embellecida por el dedal... Vi en ese momento el gesto condescendiente y solemne con que la monja cogió entre sus manos la de la chica y ajustó el dedal... Vi cómo se lo otorgaba, al preguntarle si era aquél el que le iba, y cómo la pequeña levantaba la cabeza para decirle que sí, rebosando de una felicidad, de una plenitud como en el momento de la Comunión... ¿Cómo le diría yo?... Fue algo así como un matrimonio místico... Bueno, ahora viene lo otro... Lo que pasó en aquel momento. Tenga usted en cuenta que yo estaba metida en esto hasta el fondo y sin embargo le vi, pero no cambié de actitud... Le vi al hombre asqueroso... Le vi venir y comprendí en seguida que era de los que le dirían algo a la poule. No es que lo comprendí, es que lo di por seguro y no lo miré con indiferencia, no; esperé que llegase más cerca. Yo no quería salir de mi contemplación. Yo creía que sin dejar el clima de mis ideas podría ver lo que pasaba, así lateralmente... Yo creía que aquello iba a pasar sin tocarme... Pues sí, ésa es la cosa: el hombre me tocó. Sí, me tocó; usted tiene que admitirlo; si no es que no entiende nada de lo que le estoy diciendo... Bueno, se lo explicaré con todo detalle y ordenadamente. El hombre venía hacia nosotras... Pero ante todo no olvide usted dónde estaba yo. Yo estaba contemplando aquellas manos, aquel momento de piedad, de magnanimidad. Esto téngalo presente porque mientras tanto el hombre se iba acercando y yo, lateralmente, le examinaba. Era un tipejo inclasificable: un empleadillo o un comerciante mal vestido, pero no miserable; enclenque, desteñido... Observé hasta su modo de andar, que era un poco en zig–zag, aunque no estaba borracho en absoluto. Llegó frente a la terraza, miró a la mujer y le hizo un gesto... Un movimiento con las manos, rapidísimo, muy poco pronunciado; un movimiento que casi nadie podía percibir. ¿Cómo le diría yo?... Algo así como el movimiento de apretar una jeringa... Y al mismo tiempo con la boca hizo una pedorreta... Bueno, aunque le parezca raro, yo seguía en lo mismo. Yo no me alteré porque no me sorprendí; el acto era adecuado al tipo. Pero resultó que el tipo podía sorprenderme; podía hacer algo que yo nunca hubiese sospechado... ¡Ah!, fíjese usted bien en la rapidez con que cambió la cosa: el tiempo de dar, lo más, tres pasos; en el primero chocó conmigo. Chocó con mi mirada; vio que yo le había visto, pero no vio sólo eso; lo vio todo... ¿Comprende usted? me vio a mí entera, lo mismo que primero había visto a la poule. Pasó, le echó una ojeada y la vio en su faena, en su oficio. En seguida me vio a mí, a nosotras... Mi tía en ese momento estaba rompiendo un poco el papel de su paquete para mirar la lana, de modo que la vio también a ella con sus madejas... Aunque no sé, creo que a ella la vio sólo como una cosa mía porque fue a mí a quien vio desnuda. Sí, desnuda, tan desnuda, como a la otra; quiero decir que a mí también me vio en mi faena: vio quién era... Vio quiénes éramos: mi tía con su aire de señorona y yo con mi pinta de señoritina. Vio de dónde salíamos, vio en lo que estábamos pensado; me vio a mí con mi monjita dentro de la cabeza y como se dio cuenta de que yo también le había visto a él, tuvo la seguridad de que le aprobaba. Es más, se descargó de su gesto obsceno, como si lo hubiera hecho por mí... Hizo un movimiento de cabeza y de hombros muy ligero; un movimiento como de disculpa, pero al mismo tiempo quería decir: "Esto es lo que hay que hacer con ésas...". Y esto como ofreciéndomelo, como brindándomelo a mí porque creyó que yo era de las que se creen libres de culpas... En ese momento es cuando sentí que me tocaba. Lo sentí porque su actitud no respondía a la mirada que le dediqué a él. Yo le miré, ya le he dicho que le miré en cuanto le vi venir, pero sin mirarle a "él", ¿comprende usted?... Quiero decir que dirigí mis ojos hacia el camino que él traía, para que cuando llegase a un cierto punto entrase en el foco de mi mirada, pero entre tanto yo miraba lo que estaba viendo dentro de mí. Y eso el tipo horrible lo pescó al primer golpe de vista; lo palpó, desechó mi mirada superficial y trató de posesionarse de la otra; trató de demostrarme que la entendía, que podía responder a ella... Todo esto en el primero y en el segundo paso; cuando iba a dar el tercero ya no pude aguantarlo y grité con una voz destemplada: "¡Alcahuete!"... Se paró en seco; yo me levanté y di dos pasos hacia él. Retrocedió, aterrado, y volví a gritar: "¡Alcahuete!"... ¿Le parece raro? Bueno, pues no fue sólo eso; le dije otra cosa: Porque, después de todo, alcahuete es una palabra que, aunque fea, se dice, pero le dije más; le dije una palabra que le aseguro que jamás había pronunciado, ¡jamás!... Porque eso es lo que era. Le dije esa palabra que quiere decir cornudo, pero más fuerte ¿comprende usted?... Claro que el tipo llevaba ese camino y que cada paso que diera tenía que acercarle a mí, pero yo le sentí venir derecho, trayéndomela en las manos, diciéndome: "Ya está, ahí la tienes pisoteada, escupida"... Tan seguro como el que trae algo que se le ha mandado hacer de encargo... No puedo contarle con precisión lo que pasó después. La verdad es que no sé lo que pasó: quiero recordarlo y no veo más que como una luz blanca... Mi tía se abalanzó a mí y me agarró por un brazo; tiraba de mí y gritaba con todas sus fuerzas: "¡Camarero, camarero!"... Creo que yo eché a reír... Bueno, no estoy segura; me parece que cuando sentí lo ridículo de la cosa es cuando me llevaron casi en vilo entre el camarero y mi tía y me metieron en un taxi... Eso es, en ese momento me di cuenta que mi tía había gritado: "¡Un taxi, por amor de Dios!"... Y yo tenía ganas de reírme de su amor de Dios... ¡Qué sabían ellos!, todos ellos, todos los que presenciaron la escena. ¡Como iban a comprender que yo lo había hecho por amor de Dios!... ¡Aquella luz! Al salir de debajo del toldo la luz me dejó sin sentido, me cegó y ese deslumbramiento me pareció como una culminación, como una apoteosis. Yo no veía; es decir, veía todo, pero como desde muy lejos. Todos eran como muy pequeños, muy distantes y se agitaban a mi alrededor... Ella no; la mujer apenas prestó atención: estaba muerta. Yo la veía también muy lejos, pero muerta... Ya a mí me llevaban en vilo... La tarde era maravillosa; parecía imposible que llegara a ponerse el sol... Yo estaba completamente ciega por aquel deslumbramiento... Bueno, el día próximo le cuento mucho más.

Miranda July - "El equipo de natación"

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Aunque no sé de quién es esta versión en castellano, al menos sí es una traducción profesional, con lo que la autora gana enteros respecto a mi entrada anterior sobre ella, en la que la traducción flojeaba.

Ésta es la historia que jamás te hubiese contado cuando era tu novia. No hacías más que preguntarme, machaconamente, y tus conjeturas resultaban muy morbosas y concretas. ¿Era yo una mantenida? ¿Era Belvedere igual que Nevada, donde la prostitución es legal? ¿Me pasé desnuda todo un año? Daba la impresión de que la realidad empezaba a ser un territorio estéril. Y me di cuenta a tiempo de que si la verdad no tenía sentido, con toda probabilidad no sería tu novia durante mucho más tiempo.

Nunca había tenido intención de vivir en Belvedere, pero no podía soportar la idea de tener que pedir dinero a mis padres para irme a otro sitio. Todas las mañanas me asustaba recordar que vivía sola en aquella ciudad que ni siquiera era una ciudad, de lo pequeña que era. Sólo había unas casas en torno a una gasolinera y, a unos dos kilómetros, carretera abajo, una tienda. Eso era todo. No disponía de coche. Tampoco de teléfono. Tenía veintidós años y les escribía a mis padres todas las semanas para contarles patrañas sobre mi trabajo en un programa llamado LEER, consistente en leerles a jóvenes problemáticos. Les decía que era un programa piloto pagado con fondos públicos. Nunca decidí qué había detrás de las siglas LEER, pero, cada vez que escribía «programa piloto», me asombraba de mi habilidad para encontrar ese tipo de expresiones. Otra muy buena fue «intervención primaria».
Esta historia no será muy larga, ya que lo asombroso de aquel año fue que casi no pasó nada. Los vecinos de Belvedere creían que me llamaba María. Nunca les dije que aquél era mi nombre, pero, por alguna razón que desconozco, empezaron a llamarme así, y la tarea de decirles a los tres únicos vecinos mi nombre verdadero era algo que me agobiaba. Aquellas tres personas se llamaban Elizabeth, Kelda y Jack Jack. No sé por qué duplicaban el nombre de Jack, y tampoco estoy del todo segura con respecto al nombre de Kelda, pero era así como me sonaba, y ése era el sonido que yo reproducía cuando me dirigía a ella. Los conocí porque les di clases de natación. Éste es el verdadero meollo de mi historia, porque cerca de Belvedere no había ningún sitio donde poder nadar; por no haber, no había ni piscina. Un día comentaban ese asunto en la tienda y Jack Jack, que ahora debe de estar muerto porque ya era un hombre muy viejo en aquel entonces, dijo que de todas formas aquello no le importaba en absoluto, ya que él y Kelda no sabían nadar, de modo que lo más probable era que se ahogasen. Elizabeth era prima de Kelda, me parece. Y Kelda era la mujer de Jack Jack. Los tres tenían más de ochenta años, por lo menos. Elizabeth dijo que ella había nadado mucho durante un verano en que fue a visitar a una prima suya (es evidente que no se trataba de su prima Kelda). La única razón por la que me sumé a la conversación fue que Elizabeth afirmaba con mucha seriedad que había que respirar debajo del agua para nadar.
Eso no es verdad, grité. Aquéllas fueron las primeras palabras que pronuncié en voz alta desde hacía varias semanas. El corazón me palpitaba igual que cuando le pides a alguien que salga contigo. Lo que hay que hacer es contener la respiración.
Elizabeth pareció enfadarse, aunque luego me aseguró que sólo estaba bromeando.
Kelda dijo que a ella le daría mucho miedo contener la respiración porque tuvo un tío que murió por contener demasiado la respiración en un concurso que se llamaba «Aguanta la Respiración».
Jack Jack le preguntó si se creía de verdad lo que acababa de decir y Kelda respondió: Sí. Claro que sí. Y Jack Jack le dijo: Tu tío murió de un derrame cerebral. Kelda, no sé de dónde sacas esas historias.
Después de aquello, los cuatro nos quedamos callados. En realidad, estaba disfrutando de aquella compañía y deseé que la conversación continuase. Cosa que ocurrió porque Jack Jack me dijo: De modo que sabes nadar.
Les conté que había formado parte de un equipo de natación en el instituto, y que incluso llegué a competir a nivel estatal, hasta que una escuela católica, la Bishop O'Dowd, nos derrotó. Parecía que estaban muy pero que muy interesados en mi historia. Yo ni siquiera la había considerado nunca una historia, aunque, en aquel momento, me di cuenta de que era en realidad una historia muy apasionante, llena de dramatismo y de cloro, además de otras cosas que Elizabeth, Kelda y Jack Jack desconocían de primera mano. Fue Kelda la que dijo que le gustaría que hubiese una piscina en Belvedere, ya que no cabía duda de que eran muy afortunados al tener una entrenadora de natación viviendo allí. Yo no había dicho que fuese entrenadora, pero supe a lo que se refería. Era una pena.
Entonces sucedió algo extraño. Bajé la mirada a mis zapatos y vi el suelo marrón de linóleo. Mientras pensaba que estaría dispuesta a apostarme lo que fuese a que aquel suelo no había sido limpiado desde hacía un millón de años, sentí, de repente, que estaba muriéndome. Pero en vez de morir, dije: Puedo enseñarles a nadar. Y no necesitamos una piscina.
Nos reuníamos dos veces por semana en mi apartamento. Cuando llegaban, yo ya tenía preparadas tres palanganas de agua caliente alineadas en el suelo, y una cuarta enfrente, la de la entrenadora. Añadía sal al agua, ya que, según parece, es saludable inhalar agua caliente con sal, y supuse que de manera accidental algo inhalarían. Les indiqué cómo tenían que colocar la nariz y la boca en el agua y cómo respirar de lado. Después les enseñé a mover las piernas y, por último, los brazos. Reconozco que aquéllas no eran las circunstancias idóneas para aprender a nadar, pero les expliqué que ése era el método de entrenamiento que empleaban los nadadores olímpicos cuando no tenían una piscina a mano. Sí, sí, ya lo sé, era una mentira, pero necesitábamos esa mentira porque éramos cuatro personas tendidas en el suelo de una cocina, pateando con estrépito como si estuviésemos enfadados, furiosos, como si estuviésemos decepcionados y frustrados y no nos diera miedo exteriorizarlo. La disciplina de la natación había que imponerla con firmeza para crearles la sugestión de que estaban dentro del agua. A Kelda le llevó varias semanas aprender a colocar la cara. Le decía: ¡Muy bien, muy bien! Contigo vamos a probar con una tabla flotadora. Y le di un libro. Kelda, es muy normal tenerle respeto a la palangana. Es la manera que tiene el cuerpo de decirte que no quiere morir. Y ella contestaba: No me lo dice.
Les enseñé todos los estilos de natación que sabía. El estilo mariposa era sencillamente increíble, lo nunca visto. Creí que el suelo de la cocina cedería, que se convertiría en una superficie líquida y que se llevaría a los tres, con Jack Jack a la cabeza. Era un alumno precoz, por no decir otra cosa. Cruzaba todo el suelo, con la palangana de agua salada y todo. Después de emprender una carrera hasta el dormitorio, volvía a la cocina agotado, sudoroso y lleno de polvo. Kelda, mientras sostenía el libro con ambas manos, levantaba la vista, le miraba y le sonreía satisfecha. Nada hacia mí, le decía él. Pero ella estaba demasiado asustada. En verdad, se requiere una fuerza extraordinaria para nadar fuera del agua.
Yo era de esa clase de entrenadores que, en lugar de sumergirse, permanecen junto a la piscina, pero estaba ocupada en todo momento. Puedo decirlo sin temor a resultar presuntuosa: era yo la que estaba allí en vez del agua. Estaba pendiente de todo. Les hablaba constantemente, igual que un entrenador de aeróbic, y tocaba el silbato a intervalos exactos para indicarles el límite de la piscina. Se daban la vuelta al unísono y nadaban en dirección contraria. Una vez que a Elizabeth se le olvidó usar los brazos, le grité: ¡Elizabeth! ¡Tienes los pies levantados, pero se te está hundiendo la cabeza! Y, como loca, empezó a dar brazadas, nivelándose enseguida. Con mi meticuloso y comunicativo método de entrenamiento, todas las zambullidas empezaban de manera perfecta, manteniendo el equilibrio sobre mi escritorio, y terminaban con un barrigazo sobre la cama. Pero eso sólo lo hacíamos por seguridad. Aun así, se trataba de una inmersión, de despojarse del orgullo mamífero y aprovechar la gravedad. Elizabeth agregó una regla que consistía en que todos teníamos que emitir un ruido cuando nos tirábamos. Era una regla demasiado creativa para mi gusto, pero yo estaba abierta a las innovaciones. Quería ser ese tipo de monitor que aprende de sus alumnos. Kelda hacía el ruido de un árbol al caer, en el caso de que aquel árbol perteneciese al género femenino. Elizabeth hacía «ruidos espontáneos» que siempre sonaban idénticos, y Jack Jack decía: ¡Soltad las bombas! Al final de la clase, nos secábamos. Jack Jack me estrechaba la mano y Kelda o Elizabeth me dejaban algo de comida casera: un guiso o unos espaguetis. Ése era el trueque, y resultaba tan ventajoso que no tuve necesidad de buscarme otro trabajo.
Eran dos horas a la semana, pero el resto de mi tiempo estaba supeditado a esas dos horas. La mañana de los martes y de los jueves me levantaba y pensaba: Práctica de natación. Las demás mañanas, me levantaba y pensaba: Hoy no hay práctica de natación. Cuando me encontraba a alguno de mis alumnos por el pueblo —es decir, en la gasolinera o en la tienda—, les preguntaba algo así como: ¿Has practicado para tirarte en picado? Y me contestaba: ¡Estoy en ello, entrenadora!
Sé que te resultará difícil imaginarme como alguien a quien llaman «entrenadora». En Belvedere tenía una identidad muy diferente, por eso me resultaba tan difícil hablarte de aquello. Allí nunca tuve novio. No me dediqué al arte, no me sentía en absoluto artística. Era una especie de deportista. Era toda una deportista: era la entrenadora de un equipo de natación. De haber creído que eso te hubiese interesado de verdad, te lo habría contado mucho antes, y quizás aún estaríamos saliendo juntos. Han pasado tres horas desde que me tropecé contigo en la librería en la que estabas con la mujer del abrigo blanco. ¡Qué abrigo tan fabuloso! Se ve a las claras que eres muy feliz y que por fin te sientes del todo realizado, aunque hayan pasado tan sólo dos semanas desde que rompimos. No estaba del todo segura de que hubiésemos terminado nuestra relación hasta que te vi con ella. Me pareciste increíblemente lejano, como alguien que se halla al otro lado de un lago. Un punto tan pequeño que no podría acertar a decir si era femenino o masculino, joven o viejo. Tiene gracia. Esta noche, a quien echo de menos es a Elizabeth, a Kelda y a Jack Jack. De una cosa estoy segura: están muertos. Qué sentimiento tan triste. Debo de ser la entrenadora de natación más triste de toda la historia.

Vernon Lee - "La muñeca"

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Vernon Lee, alias de Violet Paget, fue una escritora inglesa nacida en Francia que vivió casi toda su vida en Italia. Fue una erudita que cultivó numerosos géneros literarios: el ensayo (principalmente sobre estética en los que seguía los modelos del movimiento esteticista inspirados por John Ruskin y Walter Pater), la biografía novelada, el libro de viajes, la novela, el relato, el teatro. Un ensayo sobre el arte italiano del siglo XVIII publicado en 1880 fue el causante de que tuviera que adoptar un alias masculino, ser mujer y erudita no casaba bien en aquellos años.

Estoy convencida de que esto es el último bric-a-brac (1) que voy a comprar en mi vida -dijo, cerrando el joyero renacentista-, esto y el juego para postre chino que hemos usado hace un rato. Creo que he perdido el entusiasmo por estas cosas. Y me parece que sé por qué. Junto con los platos y el cofrecito compré una cosa (no sé si debo llamarla cosa) que me ha quitado las ganas de seguir hurgando entre las pertenencias de los muertos. Quise hablarte de ello en varias oportunidades, y no lo hice por miedo a parecerte tonta. Pero a veces me pesa, como si fuera un secreto. Así que, tonta o no, creo que voy a contarte la historia. Por favor, llama para que nos traigan más leña y pon ese biombo delante de la lámpara.
Me ocurrió hace dos años en Foligno, en Umbría. Era otoño y yo estaba sola en la posada, porque, como sabes, mi marido está demasiado ocupado para acompañarme en mis búsquedas de antigüedades, y la amiga que iba a venir se enfermó y no viajó hasta más tarde. Foligno no es lo que se dice un lugar interesante, pero a mí me gustó. Hay muchos pueblecitos pintorescos en los alrededores, y montañas altas y agrestes de piedra rosa, cubiertas de encinas, desde donde hacen rodar los haces de troncos para luego soltar la armadía al cauce del torrente. Hay un pequeño río impetuoso y caudaloso que pasa a un lado de las murallas tapizadas de hiedra; y hay frescos del siglo XV, que seguramente tú conoces muy bien. Pero, claro, lo más importante para mí es que posee varios magníficos palacios antiguos, con sus entradas labradas en esa piedra rosa, sus patios con columnas y sus ventanas con hermosas rejas, y, como Foligno es un mercado y un punto de encuentro, una suerte de metrópolis en medio del valle, están casi todos en muy buen estado.
Además, y muy especialmente, Foligno me gustó porque descubrí a un delicioso anticuario. No me refiero a una tienda, porque no tenía nada para vender que valiera veinte francos, sino a él, un anciano encantador, delicioso. Su nombre de pila era Orestes, y eso para mí fue suficiente. Tenía una barba larga y blanca, unos bondadosos ojos marrones y unas manos bellísimas, y llevaba siempre un braserillo de barro debajo de la capa. Se había iniciado en el negocio de las antigüedades, después de haber sido maestro albañil, porque sentía una verdadera pasión por las cosas hermosas y el pasado de su tierra natal. Conocía todas las crónicas antiguas (me prestó la de Matarazzo), y sabía con exactitud dónde había tenido lugar cada hecho ocurrido en los últimos seiscientos años. Hablaba de los Trinci, que habían sido los déspotas locales, de santa Ángela, que es la santa del lugar, de los Baglioni, de César Borgia y de Julio II como si los hubiera conocido. Me mostró el sitio donde san Francisco predicó a las aves y allí donde Propercio (¿fue Propercio o Tibulo?) tuvo su granja. Cuando me acompañaba en mis recorridos en busca de bric-a-brac, se detenía en una esquina, o debajo de un arco, y me decía: «Ve usted, de aquí se llevaron a las monjas de las que le hablé; allí apuñalaron al cardenal. Aquel es el sitio donde demolieron el palacio después de la masacre, pasaron la reja del arado por el suelo y desparramaron la sal». Y todo eso lo decía con una expresión vaga, lejana y melancólica en los ojos, como si viviera en aquella época y no en esta. Fue él quien me ayudó a conseguir el cofrecito de terciopelo con los broches de hierro, que por cierto es una de las mejores cosas que tenemos en esta casa. Ya ves, fui muy feliz en Foligno. De día batía el terreno, curioseando por todas partes, y por la noche leía las crónicas que me había prestado Orestes. No me importaba tener que esperar a mi amiga, que, por otra parte, nunca apareció. Para decirte la verdad, fui absolutamente feliz hasta tres días antes de mi partida. Y ahora viene la historia de mi extraña adquisición.
Orestes, con la más absoluta naturalidad, se presentó una mañana para decirme que cierta persona noble de Foligno deseaba venderme un juego de platos chinos.
-Algunos están cascados, pero, en cualquier caso, podrá visitar el interior de uno de nuestros palacios más hermosos; sus habitaciones están conservadas tal como eran.No es que haya nada valioso, pero sé que la signora aprecia el pasado que permanece intacto.
Era, excepcionalmente, un palacio de fines del siglo XVII y parecía una barraca en medio de las elegantes casitas renacentistas. La parte superior de cada una de las ventanas estaba adornada con una enorme cabeza de león; tenía una entrada con sitio para dos carruajes, un patio donde hubieran podido estacionarse cien y una escalinata colosal, con estucos en las bóvedas representando a las virtudes. Había un zapatero remendón en la portería y una fábrica de jabón en la planta baja; al fondo del patio porticado había un jardín con vides amarillas y descuidadas y girasoles muertos.
-Grandioso, pero muy mazacote: casi del siglo XVIII -dijo Orestes mientras subíamos los estrechos escalones que crujían a nuestro paso.
En la vasta antecámara con el escudo de armas, sobre una consola de oro, habían colocado algunas piezas del juego de postre para que yo pudiera inspeccionarlas. Las miré y les pedí que prepararan el resto para que yo pudiera verlas al día siguiente. El dueño, una persona muy noble, pero medio arruinado (a juzgar por el estado de la casa, debía de estar completamente arruinado) residía en el campo y el único ocupante del palacio era una anciana que se parecía a una de esas viejas que apartan las cortinas de las puertas de las iglesias para que uno pase.
El palacio era inmenso. Había un salón de baile tan grande como una iglesia, varias salas de recepción con pisos sucios y mobiliario del XVIII, opaco y ajado, y un fastuoso aposento tapizado de satén amarillo y oro donde había dormido cierto emperador; unos estantes horribles con fotografías descoloridas en las paredes, dos biombos muy ordinarios y unos cojines de lana de Berlín delataban que habían vivido allí ocupantes más actuales.
Mientras la anciana destrababa una tras otra las brillantes persianas pintadas e iba abriendo cada una de las ventanas con pequeños vidrios verdosos, yo la seguía obedientemente, muy contenta porque me paseaba entre los fantasmas de personas muertas.
-La biblioteca está al fondo -dijo la anciana-, por aquí, si la signora no tiene inconveniente en pasar por mi habitación y por el cuarto de planchar; el camino es más corto que por el vestíbulo de atrás.
Asentí, y me disponía a cruzar lo antes posible el cuarto de la criada, que no estaba muy aseado que digamos, cuando, de repente, di un paso atrás. Enfrente había una mujer sentada, vestida como en 1820 y completamente inmóvil. Era una muñeca enorme. Tenía un rostro clásico, a lo Canova, como los retratos de Madame Pasta o de Lady Blessington. Estaba sentada con las manos cruzadas sobre la falda y miraba con fijeza.
-Es la primera esposa del abuelo del conde -explicó la anciana-. Esta mañana la sacamos del armario para quitarle el polvo.
La muñeca estaba vestida con extrema minuciosidad. Llevaba medias de seda, sandalias y mitones largos, de seda bordada. El cabello, apenas pintado, estaba partido al medio en dos bandas aplastadas que dibujaban su frente como un triángulo. Tenía un gran agujero en la nuca a través del cual se veía que estaba hecha de cartón.
-¡Ah! -dijo, como abstraído, Orestes-. ¡La imagen de la bella condesa! La había olvidado por completo. No la veo desde que era un muchacho -y, con infinita delicadeza, retiró una telaraña de las manos con su pañuelo rojo y añadió-: Antes la tenían guardada en su boudoir.
-Eso fue antes de mi época -respondió el ama de llaves-. Yo siempre la he visto en el armario, y hace treinta años que estoy aquí. ¿Querrá la signora ver la colección de medallas del anciano conde?
Orestes estaba muy pensativo cuando me acompañó de vuelta a casa.
-Fue una dama muy hermosa -empezó tímidamente a decirme cuando nos estábamos acercando al hotel-, me refiero a la primera esposa del abuelo del actual conde. Murió cuando hacía un par de años que se habían casado. Dicen que el viejo conde se volvió medio loco. Mandó hacer la muñeca a partir de un retrato y la guardó en el aposento de la infortunada. Todos los días se encerraba con ella durante varias horas. Pero terminó por casarse con una mujer que tenía en la casa, una lavandera, con quien había tenido una hija.
-¡Qué historia más curiosa! -dije.
Y no pensé más en ello.
Pero la muñeca volvió a ocupar mis pensamientos, ella y sus manos cruzadas, sus grandes ojos abiertos, y su esposo, que al final se casó con la lavandera. Al día siguiente, cuando volvimos al palacio para ver el juego completo de platos chinos antiguos, sentí de pronto un extraño deseo de ver la muñeca otra vez. Aproveché que Orestes, la vieja y el abogado del conde estaban ocupados en determinar si la tapa de una fuente que se le había caído a mi criada estaba o no previamente rota, y me eclipsé en busca del cuarto de planchar.
La muñeca seguía allí y aún no habían encontrado tiempo para quitarle el polvo. El traje de satén blanco, con una pequeña tira de encaje en el dobladillo, y su corsage corto se habían vuelto grises de tanta mugre incrustada. Los pobres guantes blancos de seda y las medias de seda blanca estaban prácticamente negros. De una mesa que estaba junto a ella se había caído un periódico sobre sus rodillas, o alguien lo había tirado allí, y daba la impresión de tenerlo en sus manos. Entonces se me ocurrió que la ropa que tenía puesta era la verdadera ropa de su original, la pobre muerta. Y cuando encontré sobre la mesa una peluca desgreñada y llena de polvo, con bandas de pelo estirado delante y un nido de elaborados ricitos detrás, comprendí al instante que estaba hecha con el verdadero cabello de la pobre dama.
-Está bien hecha ―dije tímidamente cuando la vieja, como era de esperar, entró a buscarme haciendo crujir el piso.
Como no pensaba en nada más que en complacer todos los caprichos que pudieran significarle una propina, sonrió con una mueca horrible y, para demostrarme que la muñeca merecía realmente mi atención, procedió a doblarle los brazos articulados y a cruzarle las piernas por debajo de la falda de satén blanco. Era espantoso.
-¡Por favor, por favor, no haga eso! -le grité a la vieja bruja, pero uno de los pies, enfundado en su sandalia, quedó colgando y se movía produciendo un efecto horroroso.
Estaba asustada, por miedo a que mi sirvienta me encontrase mirando la muñeca. No hubiera podido soportar sus comentarios. Por eso, aunque fascinada por esa mirada oscura e inmóvil en su rostro de diosa de Canova, o de madonna de Ingres, me fui de allí a regañadientes y regresé a inspeccionar el juego de postre.
No sé qué me había hecho la muñeca, pero me di cuenta de que pensaba en ella el día entero. Me sentía como si acabara de iniciar una amistad, dolorosamente interesante, como si, de pronto, me hubiera lanzado a entablar una amistad con una mujer cuyo secreto había descubierto de manera casual, como suele ocurrir. Puesto que yo, en cierto modo, sabía todo sobre ella, y los primeros detalles que obtuve de Orestes -debo decir que sentía una necesidad irresistible de hablar de ella con él- no me aportaron absolutamente nada nuevo, sino que confirmaron lo que ya sabía.
La muñeca -yo no hacía ninguna diferencia entre el retrato y el original- se había casado no bien salió del convento y durante su corta vida de mujer casada, el amor loco que su marido le profesaba la mantuvo apartada del mundo, de manera que había seguido siendo la misma niña tímida, orgullosa e inexperta.
Y ella, ¿lo había amado? No me lo dijo enseguida. Pero poco a poco me di cuenta de que, de un modo profundo e inexpresable, él le importaba a ella más de lo que ella le importaba a él. Ella no sabía cómo responder a esas expresiones garruladoras y desbordantes de afecto que él le prodigaba sin cesar. El no podía permanecer ni dos minutos sin hablarle de su amor mientras que ella nunca encontraba las palabras para expresar el suyo, y sufría porque ansiaba pronunciarlas. Y no porque él quisiera. Él era una persona brillante, carente de voluntad, una especie de lírico que nada sabía de los sentimientos de los demás; lo único que le importaba era hundirse y disolverse en los propios. En los dos años que duró su amor absorbente, ese éxtasis locuaz que ella le inspiraba, el conde no sólo renegó de la sociedad y descuidó completamente sus asuntos, sino que jamás intentó enseñar a esta criatura joven e inexperta a ser una compañera, ni mostró curiosidad alguna por saber si su ídolo era inteligente o tenía algún carácter. La condesa explicaba esa indiferencia por la estúpida e inconcebible incapacidad que ella tenía para expresar sus sentimientos. ¿Cómo podía él adivinar su deseo de saber, de comprender, si ella ni siquiera era capaz de decirle lo mucho que lo amaba? Por fin, un día el sortilegio se rompió: las palabras llegaron y con ellas la fuerza para expresarlas; pero fue en su lecho de muerte. La desdichada joven murió mientras daba a luz a un niño; ella, que apenas era una niña.
¿Ves? Sabía que también tú pensarías que esto es una estupidez. Conozco cómo es la gente, cómo somos todos, y sé lo imposible que es realmente que otros sientan lo mismo que uno. ¿Crees que yo habría podido contarle este asunto de la muñeca a mi marido? Y, sin embargo, sobre mí le cuento todo siempre, y no dudo de que habría sido muy bueno y respetuoso. Me he comportado como una tonta embarcándome en la historia de la muñeca con cualquiera; debió seguir siendo un secreto entre Orestes y yo. Él, estoy segura de ello, tuvo que haber entendido perfectamente los sentimientos de esta pobre dama, o ya los conocía, tan bien como yo. En fin, supongo que si he empezado, debo continuar.
Yo sabía todo acerca de la muñeca, quiero decir, la dama, cuando vivía, y ahora necesitaba saber todo sobre ella después de muerta. Pero creo que no voy a contártelo. Basta: el marido mandó hacer la muñeca, la vistió con sus ropas y la colocó en su boudoir, donde las cosas habían quedado tal como estaban en el instante de su muerte. No dejó que nadie entrase allí (él mismo se encargó de asearlo y de quitar el polvo), y pasaba horas cada día llorando y lamentándose delante de la muñeca. Luego, poco a poco, volvió a contemplar su colección de medallas y reanudó sus cabalgadas, pero jamás volvió a ver a sus amigos ni dejó de pasar una hora en aquel aposento con la muñeca. Después sucedió lo de la lavandera. ¿Fue entonces cuando mandó la muñeca al ropero? ¡Oh, no! No era esa clase de hombre. Era un idealista, un sentimental, un débil, y el amorío con la lavandera creció gradualmente, amenazado por la pasión inconsolable por su esposa. No se hubiera casado nunca con otra mujer de su propio rango, ni le hubiera dado una madrastra al hijo de ella (al hijo lo enviaron a una escuela lejana y fue de mal en peor); cuando se casó con la lavandera ya estaba medio senil y lo hizo porque ella y los curas lo forzaron amedrentándolo para que legitimara a la otra hija. Siguió visitando a la muñeca durante mucho tiempo, mientras el idilio con la lavandera seguía tranquilamente su curso. Después, al hacerse viejo y perezoso, la visitaba cada vez menos; enviaba a otros a que le quitaran el polvo y al final nadie más volvió a ocuparse de limpiarla. Acabó peleándose con su hijo y viviendo como un patán, viejo y débil, en la cocina la mayor parte del tiempo, hasta que murió. El hijo -el hijo de la muñeca-, un descarriado, se casó con una viuda rica. Ella fue quien volvió a amueblar el aposento de la dama y retiró de allí a la muñeca. Pero la hija de la lavandera, la ilegítima, que a la sazón se había convertido en una especie de ama de llaves del palacio de su medio hermano, abrigaba una dudosa estima por la muñeca, en parte porque el viejo conde había hecho de eso toda una cuestión, en parte porque debió de haber costado mucho dinero, y también porque la auténtica había sido la dama. Por eso, cuando cambiaron el mobiliario del boudoir, ella vació un armario y metió dentro la muñeca. A veces la sacaba para quitarle el polvo.
Bien, mientras yo tomaba conciencia de todas estas cosas, llegó un telegrama de mi amiga en el que me comunicaba que no vendría a Foligno y me pedía que me reuniese con ella en Perugia. El cofrecito del Renacimiento había sido enviado a Londres; Orestes, mi sirvienta y yo habíamos embalado los platos y los fruteros chinos en canastos de paja. Yo había encargado una colección del Archivio Storico como regalo de despedida para mi querido Orestes -jamás se me habría ocurrido regalarle dinero, una traba de corbata o algo por el estilo- y ya no había motivos para permanecer en Foligno ni una hora más. Por otra parte, al final me sentía algo deprimida -supongo que nosotras, pobres mujeres, no podemos quedarnos solas seis días seguidos en una posada, por más entretenidas que estemos buscando bric-a-brac o leyendo crónicas, asistidas por criadas devotas- y sabía que no me pondría bien hasta que me fuera de ese lugar. Pero irme me resultaba difícil, mejor dicho, imposible. Lo confesaré sin ambages: no podía abandonar a la muñeca. No podía dejarla, con ese agujero en su pobre cabeza de cartón, con su cara de madonna de Ingres juntando polvo en el mugriento cuarto de planchar de esa vieja. Era del todo imposible. No obstante, debía irme. Entonces mandé llamar a Orestes. Yo sabía exactamente lo que quería; pero me parecía algo imposible y en cierto modo me daba miedo pedírselo. Me armé de valor y, como si fuera lo más natural del mundo, le dije:
-Estimado signor Orestes, quiero que me ayude a efectuar una última compra. Deseo que el conde me venda el... el retrato de su abuela, quiero decir, la muñeca.
Había preparado un discurso para que Orestes entendiera sin problema que una figura de tamaño natural, enteramente ataviada con el traje original de una época pasada, tendría muy pronto el más alto interés histórico, etc. Pero sentí que no me hacía falta decir nada de eso. Orestes, que se había sentado a la mesa frente a mí -yo lo había invitado a compartir mi cena en el hotel, pero no aceptó más que una copa de vino y un pedazo de pan-, Orestes, digo, asintió primero y luego abrió mucho los ojos, como si quisiera abarcarme entera con la mirada. No me sorprendió. Estaba reflexionando, me sopesaba, a mí y a mi oferta.
-¿Será muy difícil? -pregunté-. Tendría que haber pensado que el conde...
-El conde -contestó secamente- vendería su alma, si tuviera una, no digamos a su abuela, por el precio de un nuevo caballito de trote.
Entendí perfectamente lo que decía.
-Signor Orestes -la mirada del querido anciano me hacía sentir una niña-, no hace mucho que nos conocemos, de manera que no puedo esperar que confíe en mí para algunas cosas. El hecho de comprar muebles que provienen de casas de gente muerta para acomodarlos en la propia tal vez no sea la mejor recomendación del carácter de una persona. Pero quiero decirle que soy, en consonancia con mis principios, una mujer honesta, y quiero que, en este asunto, usted confíe en mí.
Orestes asintió respetuoso.
-Lo intentaré y persuadiré al conde para que le venda la muñeca -dijo.
Ordené que la enviaran en un carruaje cerrado a la casa de Orestes. Detrás de su tienda había un jardín que llegaba hasta la vera de un pequeño viñedo; desde allí se veía el círculo de las majestuosas montañas de Umbría; en esto había estado pensando.
-Signor Orestes -dije-, ¿sería tan amable de pedir que lleven a la viña algunos manojos de leña? He visto en su cocina unos muy hermosos, de mirto y laurel. -Y añadí-: ¿Puedo arrancar unos crisantemos?
Apilamos los haces de leña al fondo de la viña, colocamos la muñeca encima y pusimos los crisantemos sobre sus rodillas. Estaba allí sentada, vestida con su traje de satén blanco estilo Imperio que volvía a ser blanco y resplandecía bajo el brillante sol de noviembre. Sus ojos negros se fijaban, como maravillados, en las vides amarillas y los durazneros de hojas rojizas, en el brillo de la hierba humedecida bajo el resol azul de la mañana y en la bruma azul del anfiteatro de montañas en torno nuestro.
Orestes prendió una piña de pino con un fósforo, lentamente. Cuando la piña empezó a arder me la alcanzó en silencio. Las ramas secas de mirto y laurel ardieron y chisporrotearon despidiendo un refrescante olor a resina. Un velo de fuego y humo cubrió la muñeca. En pocos segundos la llama se consumió y las ramas se deshicieron en ascuas. La muñeca se había ido. En su lugar, entre los rescoldos, había algo pequeño y brillante. Orestes lo levantó y me lo entregó. Era un anillo de boda, de una forma anticuada, que seguramente estaba oculto debajo de uno de los guantes de seda.
-Guárdelo, signora -dijo Orestes-; usted ha puesto fin a sus penas.


(1) Expresión francesa que los ingleses utilizan en alusión a objetos antiguos raros y decorativos.

Marta Mori

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El mio país
Del país onde yo vivo,
nun fala naide.
Naide s’ocupa
del pasu sele
que marquen sobre él les estaciones,
nin de cómo l’iviernu
aporta de sutrucu
y s’espurre cásique hasta xunu,
húmedu y cruel.
Naide nun toma cuenta d’eso.

Como tampoco falen de la llerza
qu’en dellos díes de borrina
escluca dende dientro de los güeyos,
nin del calter atlánticu y ambiguu
que nos fai amar l’agua y la grisura,
anque siempre digamos lo contrario.
Naide nun diz nunca nada d’ello.

Naide que pinte
el milagro d’oru la nozal
nes mañanes serondes de noviembre.

Naide que grabe
el quexíu pantasmal del cuquiellu,
que namás les mimoses de febrero
son a esconxurar.

Nadie pa cuntar
el crecimiento ansiosu de les sebes,
l’esbarrumbe esmeralda de les fontes,
l’esnalar sele
y ausente
de la muerte
penriba d’unes cases
de les que naide nunca dixo nada,
y apenes queda nada pa dicir.


Los díes perdíos
Dacuando dame por pensar
nos díes que pasaron
y al poco de vivilos
yá nun soi quien a recordar.
Esos díes qu’albidraba perdíos
o que yo mesma quixi que finaran
pa nun siguir sintiendo.
Díes d’agobiu y mancadura,
de trabayu nos güertos del olvidu
y llabios ensuchos de deséu.
Unos díes que,
cuando menos lo camientes,
aporten de sutrucu a la memoria
y t’acuten con una seguranza.
Y ye entós
cuando yá nun cuenten nada,
cuando por fin los sientes como tuyos,
cuando por fin conoces nellos
el tastiu del to sangre
y el soplu del aliendu que t’anima.

Francisco Tárrega

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Tárrega fue compositor y virtuoso de la guitarra. La vida a veces tiene estas cosas. Creas una obra, esa obra es escuchada a diario por cientos de millones de personas (no es exagerado, más abajo tenéis la explicación), y sin embargo sigues siendo un completo desconocido para la inmensa mayoría de la gente. A continuación varios ejemplos.

Gran Vals
Escuchad un par de compases que hay aproximadamente sobre el compás 15 (al final de la obra se repiten). Un par de compases que han sido elegidos por un fabricante de teléfonos móviles como sintonía predeterminada de más de 800 millones de unidades.


Recuerdos de la Alhambra
Mike Oldfield arregló esta obra y la convirtió en la banda sonora de la oscarizada película "Los gritos del silencio" ("The killing fields").


Capricho árabe
Una lamentable cantante colombiana de mucho éxito le puso letra y sirvió como banda sonora de la película "El amor en los tiempos del cólera".

Ilarie Voronca

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Poeta y ensayista rumano de origen judío. Su obra recorrió muchas de las vanguardias literarias de principios del siglo XX: empezó como simbolista para ir pasando luego por el modernismo o el surrealismo. Sus primeros trabajos fueron escritos en rumano pero a partir de su asentamiento en Francia comienza a escribir en francés. Junto a Benajmin Fondane (con quien comparte itinerancia entre corrientes e idiomas) y Tristan Tzara (también aquí) es la representación de la vanguardia literaria rumana de entreguerras.

Belleza de este mundo
Nada oscurecerá la belleza de este mundo.
Las lágrimas pueden anegar toda la visión. El sufrimiento
puede hincar sus garras en mi garganta. La pena,
la amargura, pueden levantar sus paredes de ceniza,
la cobardía, el odio, pueden extender su noche,
nada oscurecerá la belleza de este mundo.

Ninguna derrota me ha sido ahorrada. Conocí
el gusto amargo de la separación. Y el olvido del amigo
y las veladas al lado del moribundo. Y el regreso
vacío del cementerio. Y la mirada terrible de la esposa
abandonada. Y el alma tenebrosa del extraño,
pero nada oscurecerá la belleza de este mundo.

¡Ah! Querían ponerme a prueba, apartar
mi mirada de este mundo. Se preguntaban: “¿Resistirá?”
Todo lo que me era querido me fue arrebatado. Y oscuros
velos cubrían los jardines en mi proximidad
la mujer amada volvía a lo lejos su rostro ciego
pero nada oscurecerá la belleza de este mundo.

Yo sabía que lo humilde tenía contornos tiernos,
la carreta en el campo como un sol naciente,
dicha, río helado, que en primavera
se despierta y las voces cantan en el mármol
en lo alto de los promontorios ondea el estandarte del viento
nada oscurecerá la belleza de este mundo.

¡Vamos! Hay que resistir. Pues quieren engañarnos,
si caemos en la turbación estaremos perdidos.
Cada tristeza está ahí para ocultar un milagro.
Una cortina que corremos sobre el día fulgurante,
recuerda las dulces citas, los juramentos,
porque nada oscurecerá la belleza de este mundo.

Nada oscurecerá la belleza de este mundo,
hay que arrancarse la máscara del dolor,
y anunciar el tiempo del hombre, la bondad,
y las comarcas de la risa y la quietud.
Dichosos, marcharemos hacia la última prueba
con la frente en la claridad, libación de la esperanza,
nada oscurecerá la belleza de este mundo.



Las manos vacías
Tus emisarios están de pie bajo nuestro umbral
“Que cada cual aporte lo mejor que tiene” dicen
los ricos han amontonado sus joyas, sus telas,
cargados de sortijas sus dedos brillan más que sus ojos,
el sonido de las monedas apagó el de su memoria
no oyen el paso de los hombres del futuro
pero nosotros
avanzamos con las manos vacías y la mirada serena.

Una vez más nosotros somos los despreciados, los humildes.
Ellos, han colmado las naves. Caminan
a la cabeza de ejércitos gloriosos. Requieren
del fondo de los tiempos sus cosechas y rebaños.
Ningún trofeo es olvidado y en su frente
el sueño de su fuerza alza una corona
pero nosotros
avanzamos con las manos vacías y la mirada serena.

Nosotros hemos visto la inolvidable estrella,
la fanfarria altanera de los bosques bajo la tormenta
el sol en los árboles como en las astas de un ciervo,
los océanos trazaban en torno su círculo de fuego
cada cosa susurraba: “recuérdalo bien”
había que guardar la imagen no la cosa
y nosotros
avanzamos con las manos vacías y la mirada serena.

Ellos aportan lo que han cogido, pero no
la llama sin adorno en la urna de su alma,
siempre el continente, nunca el contenido,
la piedra pero no su voz muda,
el pájaro pero no el humo de su vuelo,
el metal no el brillo de las ruedas del alba
Pero nosotros
avanzamos con las manos vacías y la mirada serena.

Nuestra parte fue la parte del débil.
No pedir, sino darse completamente entero,
dispersándonos por el universo para después mejor
recibirlo en nosotros. ¡Oh! Mares, montañas, astros,
sólo hemos retenido vuestros reflejos,
del rico ganado de los establos hemos preferido el aliento,
Y nosotros
avanzamos con las manos vacías y la mirada serena.

Venimos con las manos vacías y la mirada serena
porque los nombres están en nosotros. Tus emisarios sabrán leerlos
Los otros amontonan todo aquello de lo que nos han despojado
y el mundo purificado en el fuego de su envidia
nos protege y acoge. Los otros se derrumban
bajo el fardo de los triunfos y los adornos
pero nosotros
avanzamos con las manos vacías y la mirada serena.

James Stephens - "El nacimiento de Bran"

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Poeta, dramaturgo y narrador irlandés. Amigo de Joyce, forma parte con autores como Yeats, Synge o Lady Gregory (de quien tengo pendiente una entrada) del renacimiento cultural irlandés (periodo que va de 1890 a 1920).
Este relato pertenece a "Irish Fairy Tales", colección de diez cuentos publicada en 1920 con ilustraciones de Arthur Rackham.

CAPÍTULO I
Hay personas a quienes no les gustan nada los perros… Suelen ser mujeres, vaya Vd. a saber porqué, pero en este cuento es un hombre. Tanto los odiaba que se le oscurecía el semblante en cuanto veía uno, y le arrojaba piedras hasta que el animal huía espantado. Afortunadamente, y gracias al Poder que protege a toda criatura, este hombre padecía una bizquera que le hacía errar siempre el blanco.
Se llamaba Fergus Fionnliath y vivía cerca del puerto de Galway. Al escuchar un ladrido, pegaba un salto y le lanzaba lo que tuviera a su alcance.
Recompensaba a los criados que, como él mismo, odiaban a los canes, y cortejaba a las hijas de aquéllos que ahogaban a los cachorros al nacer.
Había otro hombre, Fionn, hijo de Uail, que era su opuesto, porque sentía gran afecto por los perros y lo sabía todo acerca de ellos, desde que les salía el primer dientecito hasta que se les aflojaba el último colmillo, largo y amarillento. Conocía sus gustos y sus antipatías; cuánta obediencia se podía esperar de un can domesticado sin que llegase a perder su dignidad o a volverse servil y receloso; sabía de sus esperanzas, de los temores que rebullen en su sangre, y todo lo que cabe exigir o esperar de una pata, una oreja, un ojo o un incisivo… Porque los amaba, y el amor es la fuente de todo entendimiento.
Fionn tenía trescientos perros y dos favoritos, Bran y Sceolan, que lo acompañaban noche y día y a los que cuidaba con especial ternura. Pero nadie, aunque hubiese dedicado veinte años a investigarlo, sabría porqué los amaba tanto ni porqué jamás quería separarse de esos dos en particular.
La madre de este Fionn, una bella mujer llamada Muirne, fue una vez a la ciudad Allen de Leinster a visitarlo, acompañada por su hermana menor, Tuiren. Las gentes de Fianna dieron a ambas la bienvenida, por ser parientes de Fionn, y también por hermosas y nobles.
No hay palabras para describir lo seductora que era Muirne, pero a Tuiren no había varón que la mirase sin enfadarse consigo mismo o sentirse desdeñado, porque su tez era fresca como una mañana de primavera; su voz, más alegre que el canto del cucú desde la rama más alta del seto, y su silueta, grácil como el junco y fluida como el agua del río, así que cada hombre imaginaba que corría hacia él.
Los casados se entristecían al advertir que nunca sería su mujer y los solteros se desafiaban con miradas truculentas e inyectadas en sangre, para contemplar acto seguido a la bella con tal expresión de mansedumbre y ternura que pudiera creerse admirada por la tibia aurora.
Tuiren entregó su corazón a un caballero del Ulster, llamado Iloaan Eachtach, que la pidió en matrimonio haciendo una declaración de sus derechos, títulos y cualidades.
Aunque Fionn no sentía especial enemistad por los hombres del Ulster, antes de dar su consentimiento al matrimonio de su tía impuso una extraña condición (que sugería que los conocía poco o demasiado bien): Iloaan le devolvería a Tuiren ante la primera señal de que ésta no era feliz. Iloaan aceptó ante tres testigos: Caelte mac Ronan, Goll Mac Morna y Lugaidh. Fue éste último quien entregó ritualmente a Tuiren, aunque sin ningún entusiasmo porque también él la amaba. Y cuando ella marchó, Lugaidh escribió un poema que decía:
“Ya no hay luz en los cielos…”
y que aprendieron de memoria cientos de personas tristes.

CAPÍTULO II
Tras la boda, Iloaan y Tuiren fueron al Ulster, donde vivieron juntos muy felices. Pero el cambio es ley de vida, nada puede permanecer en su estado por mucho tiempo y la felicidad debe volverse desdicha, aunque no para siempre. Además, pocas veces dejamos el pasado tan atrás como quisiéramos: suele ir por delante, cerrándonos el camino y poniéndole la zancadilla al futuro, precisamente cuando creemos tener vía libre para ser dichosos.
Aunque Iloaan no se avergonzaba de su pasado, lo daba por concluido sin sospechar que no había hecho más que empezar, ya que ese perpetuo comenzar del pasado es lo que llamamos porvenir.
Antes de unirse a las gentes de Fianna, Iloaan había estado enamorado muchos años de un hada del Shi, llamada Pecho Hermoso. ¡Cuántas veces la había visitado en el País de las Hadas! ¡Con cuánta expectación e impaciencia había acudido! Todo el mundo en Shí conocía su particular silbido de amante, y su nombre estaba en boca de más de una de las delicadas damiselas del País de las Hadas!
—Pecho Hermoso, ése que silba es tu novio- le decía su hermana.
Y ella respondía:
—Sí, es mi amante mortal, mi latido y mi único tesoro.
Y dejando la rueca, o el bordado que estuviese tramando o la tarta que estuviera horneando, Pecho Hermoso volaba rumbo a Iollan. De la mano iban juntos entonces al campo que huele a azahares y miel, sobrevolaban las copas de árboles frondosos y las nubes danzantes y llenas de luz o soñaban, unidos en un abrazo que también era el de sus miradas, al contemplarse ensimismados… Iloaan miraba los pozos grises y dulces que asomaban temblorosos bajo las cejas finas de su amada, y Pecho Hermoso avistaba grandes pozos negros en constante oleaje de ensueño y pasión.
Luego él volvía al mundo de los seres humanos y ella a sus faenas en la Tierra de la Eterna Juventud.
—¿Qué te dijo? -- le preguntaba la hermana.
—Que soy su Fruta de la Montaña, la Estrella de la Sabiduría, y su Flor del Frambueso.
—Siempre dicen lo mismo…
—Pero también ven y sienten otras cosas- murmuraba Pecho Hermoso, reanudando la conversación.
Por eso, al hada le asombró mucho que Iloaan no volviera por allí. Para colmo, la hermana no dejaba de hacer suposiciones, a cuál más inquietante.
—Si hubiese muerto, estaría aquí. Por tanto, sigue vivo. Pero te ha olvidado, hermanita.
Se supo entonces que Iloaan y Tuiren se habían casado. Al enterarse, a Pecho Hermoso el corazón le saltó un latido y cerró los ojos.
—¡Ya te lo decía yo! ¡Qué poco dura el amor de un mortal!- exclamó su hermana con tono de triste triunfo.
Pecho Hermoso sufrió un ataque de celos y desesperación tal como nadie en el Shí había conocido jamás, y desde ese momento se volvió capaz de cometer toda clase de maldades, ya que los celos son tan difíciles de dominar como el hambre. Y decidió que la mujer que la había suplantado en el amor de Iloaan lamentaría haber nacido. Cultivó la venganza en su corazón, mientras meditaba en soledad y en amargo recogimiento, hasta que forjó un plan.
Como conocía las artes de la magia y la metamorfosis, cambió de forma adoptando la de Mensajera de Fionn, la mujer más conocida de toda Irlanda, y así partió del País de las Hadas hasta llegar al mundo de los humanos. Se encaminó a la casa del joven. Y éste se asombró ante la llegada de la mensajera.
Llamaron entonces a la hermosa Tuiren, y ambas, la mensajera y la reina, pasearon alejándose de la casa. Pero no habían andado largo trecho cuando Pecho Hermoso sacó la rama de avellano que llevaba oculta bajo la capa y, tocándola con ella en el hombro, lanzó el hechizo. Al instante, la silueta de Tuiren tembló en el aire, volviéndose un torbellino que giraba hacia adentro, y que iba adquiriendo la forma de una podenca.
Qué penoso espectáculo aquel hermoso y esbelto animal temblando de pavor y cuán tristes sus cariñosos ojos … pero Pecho Hermoso colgó una cadena de su cuello y se la llevó al oeste, a la casa de Fergus Fionnliath, el hombre que más aborrecía a los perros. Porque, sedienta de venganza, lo que menos deseaba era llevarla a un lugar donde fuese feliz.

Iloaan and Tuiren
(Arthur Rackham)

CAPÍTULO III
Durante el camino, Pecho Hermoso no dejó de insultar a la reina, transformada en perra. Arrastrándola sin piedad por la cadena que ceñía su cuello, la hacía prorrumpir en sonoros ladridos y lamentos.
—¡Suplantadora! ¡Ladrona del novio de otra muchacha!- gritaba -- -¿Cómo se sentiría tu amante si pudiese verte ahora? ¿Qué pensaría de tus orejas puntiagudas, tu hocico fino y largo, esas patas temblorosas y flacuchas y ese rabo gris? ¡Si te viese ahora, no te querría, malvada!
—¿Has oído hablar de Fergus Fionnliath, el hombre que odia a los perros? -- -añadió.
Tuiren había oído hablar de él.
—Pues allí te llevo- gritó Pecho Hermoso-. ¡A que te dé pedradas, porque a ti jamás te han golpeado como mereces! ¡Sabrás cómo silban las piedras y el daño que hacen al desgarrarte las orejas y romperte las patas! ¡Ladrona! ¡Mujer! ¡Canalla! Nunca en la vida te han azotado, pero pronto oirás el restallar del látigo al curvarse y morderte la carne… de noche, a escondidas, cavarás la tierra en busca de viejos huesos que roerás para no morir de hambre… ¡Aullarás gimiendo a la luna, temblarás de frío y nunca volverás a robar novios ajenos!
Estas y parecidas razones repetía Pecho Hermoso mientras proseguían su viaje. Y la perra se encogía de terror y prorrumpía en gañidos quejumbrosos y angustiados.
Cuando finalmente llegaron a la casa de Fergus Fionnliath y Pecho Hermoso exigió que la dejasen entrar, salió un criado a advertirle que el animal debía quedarse fuera.
—O entras sin el perro o te quedas ahí fuera con él.
—Por mi cabeza—juró Pecho Hermoso- que o entro con el perro o tu amo responderá ante Fionn de esta afrenta que me hacéis.
Al oír el nombre de Fionn, el criado casi sufrió un desvanecimiento; a toda prisa fue a avisar a su amo, que apareció enseguida en el umbral.
—A fe mía, si es un perro—exclamó Fergus.
—Perro es- gruñó el adusto criado.
—Márchate—añadió Fergus dirigiéndose a Pecho Hermoso- y vuelve cuando lo hayas matado: te regalaré alguna cosa.
Pero ella lo saludó:
—Vida y salud para ti, buen amo, de parte de Fionn, hijo de Uail, hijo de Baiscne.
—Vida y salud también para Fionn.Puedes entrar a transmitirme el recado, pero aborrezco a los canes, y éste debe quedarse fuera.
—No es perro sino perra, y entrará conmigo.
—¿Qué es lo que dices? -- - se enfadó el amo.
—Digo que Fionn te envía esta podenca para que la cuides y guardes bien hasta que regrese—explicó la mensajera.
—Me sorprende el recado porque Fionn sabe muy bien que no hay hombre en el mundo que más odie a los perros que yo.
—Como sea, amo, ya te he dado el recado y aquí está la podenca a tus pies. ¿La aceptas o no?
—Si pudiese negarle algo a Fionn, sería esto—dijo Fergus—pero como no puedo, la acepto.
Pecho Hermoso puso la cadena en sus manos.
—¡Adiós, perra malvada!
Y así, muy satisfecha de su venganza, marchó de vuelta a su pueblo del Shí.

CAPÍTULO IV
Al día siguiente, llamó Fergus al criado:
—¿Todavía no ha dejado de tiritar esa perra?
—Aún no, señor.
—Tráemela. Cueste lo que cueste, hay que complacer a Fionn.
Trajeron a la perra y Fergus la examinó con mirada rencorosa.
—Tiene tiritona, no hay duda.
—Tiene tiritona—confirmó el criado.
—¿Y cómo se cura? -- - exigió el amo, pensando en el disgusto enorme que se llevaría Fionn si la perra se enfermaba de debilidad en las patas.
—Existe un tratamiento- contestó el otro.
—¡Entonces dímelo! -- - chilló Fergus enojado.
—Tiene Vd. que coger al animal, besarlo y abrazarlo. Y así dejará de tiritar y le bajará la fiebre.
>—¿Estás diciendo que...? -- - tronó Fergus, buscando a tientas un palo para molerlo a golpes.
—Bueno, es sólo lo que se dice por ahí- contestó el criado con humildad.
—Llévala dentro- ordenó Fergus-. Abrázala y bésala, y si tirita una sola vez más te romperé la cabeza.
Pero al hacer ademán de inclinarse, de un mordisco la perra le arrancó un trozo de mano y a punto estuvo de desgarrarle también la nariz.
—¡Ay, ay! Creo que no le gusto.
—Ni a mí tampoco—rugió Fergus-. ¡Sal de mi vista!
Tras marchar el criado, Fergus se quedó solo con la pobre perra, tan aterrada que se puso a tiritar muchísimo más que antes.
—¡Se quedará paralítica! -- -< murmuró Fergus- ¡ Fionn me echará la culpa!- gritaba desesperado.
Entonces se dirigió a ella con ánimo de cogerla en brazos.
—Si me muerdes la nariz o hincas aunque sólo sea la punta de un diente en la yema de mi dedo—amenazó, al tiempo que la levantaba, pero la perra no hizo ademán de morderle, sólo se puso a temblar. Fergus la sostuvo con cautela unos momentos.
—Si hay que abrazarla, la abrazaré… Por Fionn haría más que eso.
La meció en sus brazos, estrechándola contra su pecho, y así se puso a dar zancadas por la habitación, malhumorado. Siguiendo a rajatabla el tratamiento, cada cinco pasos le daba un apretón, por deber, mecánicamente. Y la perra, con el hocico apoyado en el pecho de Fergus, cada vez que se sentía abrazar le lamía el mentón con lengüetazos tímidos.
—¡Basta! -- rugía Fergus--… ¡no lo hagas más!…
Y, rojo como la grana, miraba con truculencia los ojos castaños y mansos, mientras la lengua tímida volvía a lamerle el mentón.
—Si hay que besarla—decía Fergus con asco—la besaré. … Por Fionn haría más que eso.
Cerró los ojos, agachándose, y atrajo la mandíbula de la perra hacia sus labios. El animal entonces se puso a retozar entre sus brazos, soltando cortos ladridos y lamiéndole la cara, de modo que a duras penas podía sujetarla y tuvo que dejarla en el suelo.
—No te queda ni un solo tiritón en el cuerpo.
Y así era.
A partir de ese momento, donde fuese Fergus la perra iba tras él, dando brincos y restregándose contra sus piernas, sin dejar de mirarlo a los ojos con tal inteligencia y fervor que lo dejaba estupefacto.
—Le gusto—murmuró con asombro una tarde.
—A fe mía—exclamó al siguiente-. Me gusta esa perra.
Ya la llamaba “Tesoro Mío, Mi Ramita”. Y en menos de una semana no soportaba ni un solo instante sin tenerla ante sus ojos.
Angustiado por la idea de que fuese apedreada por algún bribón, Fergus reunió a sus criados y guardianes para anunciarles que la podenca era ahora la Reina de las Criaturas, el Latido de su Corazón, y la Niña de sus Ojos, y advertirles que si alguien se atrevía a mirarla con malos ojos o la hacía temblar una sola vez, lo pagaría con sufrimiento y humillaciones. Y se puso a exponerles las calamidades que caerían sobre el canalla, desde la flagelación hasta el desmembramiento, con tales descripciones de tormentos complicados e ingeniosos que a los hombres se les heló la sangre en las venas y las mujeres de la casa se desmayaron al oírlo.

CAPÍTULO V
Pasó el tiempo y Fionn se enteró de que su tía ya no vivía con Iollan. De inmediato envió un mensajero para hacer cumplir la condición que había impuesto y recuperar a Tuiren. Profundamente abatido, y sospechando que Pecho Hermoso tenía algo que ver con la desaparición, suplicó que le fuese concedido algún tiempo para hallar a la doncella perdida y prometió que, si no lograba dar con ella en ese plazo, él mismo se entregaría a Fionn para que decidiese su suerte y que acataría su decisión. El Capitán accedió.
—Dile al que ha perdido a su mujer que me entregue a la muchacha o haré que le corten la cabeza —ordenó Fionn.
Iloaan se puso entonces en camino hacia el País de las Hadas y no tardó mucho en llegar a la colina donde habitaba Pecho Hermoso.
Aunque le resultó difícil concertar una cita, por fin lo consiguió y se encontraron bajo las ramas del manzano.
—¡Caramba! ¡Has venido, violador de promesas, traidor al amor!- exclamó el hada.
—Saludos, pido tu bendición- contestó humildemente Iollan.
—A fe mía—exclamó ella- no la tendrás, porque no me diste ninguna cuando nos separamos.
—Estoy en peligro—le confesó el joven.
—¿Y a mí qué me importa? -- contestó muy enfadada.
—Fionn podría pedir mi cabeza—susurró él.
—No hará sino pedir lo que puede tomar.
—No—contestó Iloaan con orgullo—sólo tomará lo que yo le dé.
—Cuéntame tu historia—dijo ella con frialdad.
Iloaan se la contó. “Y estoy seguro de que has escondido a la muchacha”—concluyó.
—Iollan, si gracias a mí salvas el cuello, tu cabeza será mía. ¿De acuerdo? -- le propuso el hada.
—Sí.
—Y si tu cabeza me pertenece, también seré la dueña de tu cuerpo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Dame tu palabra de que si te salvo serás mío hasta el fin de la vida y por toda la eternidad.
—Te la doy.
Entonces Pecho Hermoso fue a casa de Fergus Fionnliath y deshizo el hechizo. Tuiren recuperó su forma y apariencia de mujer, pero nada pudo hacerse por los dos cachorros que mientras tanto había dado a luz, que permanecieron en su ser de perros: Bran y Sceólan. Fueron enviados a Fionn, quien los amó toda la vida porque eran leales y cariñosos como sólo saben serlo los perros y tan inteligentes como los seres humanos, además de ser sus primos carnales.
Tuiren fue pedida en matrimonio por Lugaidh, que la había amado durante todo este tiempo. Después de que él hubo demostrado que no tenía otra prometida, se casaron y vivieron felices, como debe ser. Lugaidh escribió un poema que empezaba:
“Bello es el día y hermosos los ojos de la aurora…”
que aprendieron de memoria mil personas alegres.
En cuanto a Fergus Fionnliath, debió guardar cama un año y un día, víctima de un ataque de cariño frustrado. Se salvó gracias a Fionn, que le regaló un cachorro, con el que se encariñó tanto que al cabo de una semana se había convertido en la Estrella de su Fortuna y el Latido de su Corazón. Así se curó el viejo Fergus y también vivió feliz.

Luisa Valenzuela - "Tango"

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Me dijeron: en este salón te tenés que sentar cerca del mostrador, a la izquierda, no lejos de la caja registradora; tomate un vinito, no pidás algo más fuerte porque no se estila en las mujeres, no tomés cerveza porque la cerveza da ganas de hacer pis y el pis no es cosa de damas, se sabe del muchacho de este barrio que abandonó a su novia al verla salir del baño: yo creí que ella era puro espíritu, un hada, parece que alegó el muchacho. La novia quedó para vestir santos, frase que en este barrio todavía tiene connotaciones de soledad y soltería, algo muy mal visto. En la mujer, se entiende. Me dijeron.
Yo ando sola y el resto de la semana no me importa pero los sábados me gusta estar acompañada y que me aprieten fuerte. Por eso bailo el tango.
Aprendí con gran dedicación y esfuerzo, con zapatos de taco alto y pollera ajustada, de tajo. Ahora hasta ando con los clásicos elásticos en la cartera, el equivalente a llevar siempre conmigo la raqueta si fuera tenista, pero menos molesto. Llevo los elásticos en la cartera y a veces en la cola de un banco o frente a la ventanilla cuando me hacen esperar por algún trámite los acaricio, al descuido, sin pensarlo, y quizá, no sé, me consuelo con la idea de que en ese mismo momento podría estar bailando el tango en vez de esperar que un empleaducho desconsiderado se digne atenderme.
Sé que en algún lugar de la ciudad, cualquiera sea la hora, habrá un salón donde se esté bailando en la penumbra. Allí no puede saberse si es de noche o de día, a nadie le importa si es de noche o de día, y los elásticos sirven para sostener alrededor del empeine los zapatos de calle, estirados como están de tanto trajinar en busca de trabajo.
El sábado por la noche una busca cualquier cosa menos trabajo. Y sentada a una mesa cerca del mostrador, como me recomendaron, espero. En este salón el sitio clave es el mostrador, me insistieron, así pueden ficharte los hombres que pasan hacia el baño. Ellos sí pueden permitirse el lujo. Empujan la puerta vaivén con toda la carga a cuestas, una ráfaga amoniacal nos golpea, y vuelven a salir aligerados dispuestos a retomar la danza.
Ahora sé cuándo me toca a mí bailar con uno de ellos. Y con cuál. Detecto ese muy leve movimiento de cabeza que me indica que soy la elegida, reconozco la invitación y cuando quiero aceptarla sonrío muy quietamente. Es decir que acepto y no me muevo; él vendrá hacia mí, me tenderá la mano, nos pararemos enfrentados al borde de la pista y dejaremos que se tense el hilo, que el bandoneón crezca hasta que ya estemos a punto de estallar y entonces, en algún insospechado acorde, él me pondrá el brazo alrededor de la cintura y zarparemos.
Con las velas infladas bogamos a pleno viento si es milonga, al tango lo escoramos. Y los pies no se nos enredan porque él es sabio en señalarme las maniobras tecleteando mi espalda. Hay algún corte nuevo, figuras que desconozco e improviso y a veces hasta salgo airosa. Dejo volar un pie, me escoro a estribor, no separo las piernas más de lo estrictamente necesario, él pone los pies con elegancia y yo lo sigo. A veces me detengo, cuando con el dedo medio él me hace una leve presión en la columna. Pongo la mujer en punto muerto, me decía el maestro y una debía quedar congelada en medio del paso para que él pudiera hacer sus firuletes.
Lo aprendí de veras, lo mamé a fondo como quien dice. Todo un ponerse, por parte de los hombres, que alude a otra cosa. Eso es el tango. Y es tan bello que se acaba aceptando.
Me llamo Sandra pero en estos lugares me gusta que me digan Sonia, como para perdurar más allá de la vigilia. Pocos son sin embargo los que acá preguntan o dan nombres, pocos hablan. Algunos eso sí se sonríen para sus adentros, escuchando esa música interior a la que están bailando y que no siempre está hecha de nostalgia. Nosotras también reímos, sonreímos. Yo río cuando me sacan a bailar seguido (y permanecemos callados y a veces sonrientes en medio de la pista esperando la próxima entrega), río porque esta música de tango rezuma del piso y se nos cuela por la planta de los pies y nos vibra y nos arrastra. Lo amo. Al tango. Y por ende a quien, transmitiéndome con los dedos las claves del movimiento, me baila.
No me importa caminar las treintipico de cuadras de vuelta hasta mi casa. Algunos sábados hasta me gasto en la milonga la plata del colectivo y no me importa. Algunos sábados un sonido de trompetas, digamos celestiales, traspasa los bandoneones y yo me elevo. Vuelo. Algunos sábados estoy en mis zapatos sin necesidad de elásticos, por puro derecho propio. Vale la pena. El resto de la semana transcurre banalmente y escucho los idiotas piropos callejeros, esas frases directas tan mezquinas si se las compara con la lateralidad del tango.
Entonces yo, en el aquí y ahora, casi pegada al mostrador para dominar la escena, me fijo un poco detenidamente en algún galán maduro y le sonrío. Son los que mejor bailan. A ver cuál se decide. El cabeceo me llega de aquel que está a la izquierda, un poco escondido detrás de la columna. Un tan delicado cabeceo que es como si estuviera apenas, levemente, poniéndole la oreja al propio hombro, escuchándolo. Me gusta. El hombre me gusta. Le sonrío con franqueza y sólo entonces él se pone de pie y se acerca. No se puede pedir un exceso de arrojo. Ninguno aquí presente arriesgaría el rechazo cara a cara, ninguno está dispuesto a volver a su asiento despechado, bajo la mirada burlona de los otros. Éste sabe que me tiene y se me va arrimando, al tranco, y ya no me gusta tanto de cerca, con sus años y con esa displicencia.
La ética imperante no me permite hacerme la desentendida. Me pongo de pie, él me conduce a un ángulo de la pista un poco retirado y ahí ¡me habla! Y no como aquél, tiempo atrás, que sólo habló para disculparse de no volver a dirigirme la palabra, porque yo acá vengo a bailar y no a dar charla, me dijo, y fue la última vez que abrió la boca. No. Éste me hace un comentario general, es conmovedor. Me dice vio doña, cómo está la crisis, y yo digo que sí, que vi, la pucha que vi aunque no lo digo con estas palabras, me hago la fina, la Sonia: Sí señor, qué espanto, digo, pero él no me deja elaborar la idea porque ya me está agarrando fuerte para salir a bailar al siguiente compás. Éste no me va a dejar ahogar, me consuelo, entregada, enmudecida.
Resulta un tango de la pura concentración, del entendimiento cósmico. Puedo hacer los ganchos como le vi hacer a la del vestido de crochet, la gordita que disfruta tanto, la que revolea tan bien sus bien torneadas pantorrillas que una olvida todo el resto de su opulenta anatomía. Bailo pensando en la gorda, en su vestido de crochet verde, color esperanza, dicen, en su satisfacción al bailar, réplica o quizá reflejo de la satisfacción que habrá sentido al tejer; un vestido vasto para su vasto cuerpo y la felicidad de soñar con el momento en que ha de lucirlo, bailando. Yo no tejo, ni bailo tan bien como la gorda, aunque en este momento sí porque se dio el milagro.
Y cuando la pieza acaba y mi compañero me vuelve a comentar cómo está la crisis, yo lo escucho con unción, no contesto, le dejo espacio para añadir ¿Y vio el precio al que se fue el telo? Yo soy viudo y vivo con mis dos hijos. Antes podía pagarle a una dama el restaurante, y llevarla después al hotel. Ahora sólo puedo preguntarle a la dama si posee departamento, y en zona céntrica. Porque a mí para un pollito y una botella de vino me alcanza.
Me acuerdo de esos pies que volaron los míos, de esas filigranas. Pienso en la gorda tan feliz con su hombre feliz, hasta se me despierta una sincera vocación por el tejido.
Departamento no tengo explico pero tengo pieza en una pensión muy bien ubicada, limpia. Y tengo platos, cubiertos, y dos copas verdes de cristal, de esas bien altas.
¿Verdes? Son para vino blanco. Blanco, sí. Lo siento, pero yo al vino blanco no se lo toco. Y sin hacer ni una vuelta más, nos separamos.