Este cuento fue publicado en marzo de 1965 en "Revista de Occidente", la revista fundada por Ortega y Gasset al que Chacel consideraba su maestro. Aparece también en la antología "Icada, Nevda, Diada" de 1971.
Sí, estoy cómoda, sólo tengo un poco de calor: sería mejor abrir la ventana. Eso es, así está perfectamente. Claro que estoy tranquila; ¿por qué no iba a estarlo? No he venido contra mi voluntad, no, nada de eso; aunque no me gusta hablar. Sabe usted, yo, de ordinario, hablo muy poco; es una de las cosas que me critican; me paso los días sin decir pío. Pero ahora voy a despacharme a mi gusto. Le aseguro que voy a decirle todo lo que me pase por la cabeza... Lo malo es que en este momento no me pasa nada; se me ha quedado completamente en blanco... Bueno, sí, un vestido blanco... pero de eso no quiero hablar por ahora; no entendería usted ni una palabra. Prefiero contarle cosas de otras veces, cosas que parecen muy diferentes, pero que son iguales; completamente iguales a la del otro día. No me diga usted que no porque sé que se lo han contado. ¡Buena es mi tía para callarse! "Tiene usted que arreglar a esta chica, doctor. Ha dado un escándalo, un escándalo...". No le niego que fue un escándalo, no, no se lo niego; pero si me pongo a explicarle que pasó esto y lo otro, no sacará usted nada en limpio. La cuestión es que lo que pasó el otro día es una cosa que me ha pasado siempre, siempre, desde que era así de pequeña. Claro que ese día fue más fuerte y no pude disimular; perdí los estribos... ¡Era demasiado infame lo que ocurría!... bueno, como ocurrir no ocurría nada. Es decir, lo que ocurría no lo veía nadie más que yo. Y cuidado que yo he visto cosas en mi vida, digo de esas cosas que no se ven... no acabaría nunca de contarle. ¡Lo que yo he visto!... Figúrese que desde que andaba a gatas puedo ver, tan claro como estoy viendo esa mesa, lo que piensa la gente. ¿Que me lo imagino?... No señor, no, que lo veo. ¿Le parece que exagero?... Pues a mí me parece que me quedo corta. Para decirle la verdad, lo que veo es lo que la gente es, y claro, en seguida saco en consecuencia lo que piensa. En cuanto asoma las narices alguno ya veo lo que está pensando. Por eso estoy siempre callada, porque si hablo me distraigo; para hablar tengo que pensar yo, y a mí lo que me gusta es ver cómo van siendo las cosas... No, no se lo explico bien. ¿Ha visto usted en el cine cómo se desarrolla una col, por ejemplo?... Si uno tuviera la paciencia de estarse durante días viéndola extenderse, desenvolverse; primero apretada como una pelota, y luego desplegando una hoja y otra hoja, como si se desperezase... Si uno pudiera verla hacer ese movimiento sería como oírla hablar. Una cosa así es lo que yo veo cuando me concentro, sólo que más deprisa. Tan deprisa como no puede usted imaginar. Veo un tipo que piensa una cosa y esa cosa le sale a la cara, así como si se abriese una flor... Dirá usted que todo tiene que resultarme muy bonito, con tantas flores, pero sí, sí... La mayor parte de las veces es un asco. Y puede llegar a ser atroz, atroz, insoportable, como el otro día cuando venían uno y otro: pasaban y explotaban ¡plaf!... ahí va eso. ¡Ah! no puedo recordarlo sin explotar yo... Bueno, es inútil, usted no puede comprender nada sin saber a dónde yo he llegado. ¡Años ejercitándome!... Empecé por los perros... Ahora recuerdo aquel que andaba entre la nieve... Aquél no tenía secreto para mí. Porque le sacaba a pasear todas las tardes. Al oscurecer siempre estaba delante de mi ventana y me pasaba las horas muertas viendo cómo estaba hecho. Cómo y no sólo cómo; para qué, eso es, para qué estaba hecho así. Era un perro que estaba hecho así para estar cómodo, elegante y sencillo. No, señor, no; no todos están tan cómodos; los hay que están atemorizados, irritados, desconfiados. Aquél, en cambio, hay que ver lo bien hecho que estaba: correcto, habría que decir. Bueno, era un cocker spaniel beige; esto le dará una idea exacta. En el invierno la nieve se amontonaba al borde de la acera, como una pequeña barricada, y él andaba por allí husmeando todo, moviéndose tan a gusto dentro de su piel tan flojita, tan blanda, que no importa que se moje, que siempre está bien, que hasta si levanta la pata queda discreto; nunca procaz, como otros... ¿Se ha fijado usted en esos que no tienen estilo?... Algunos me dan ganas de llorar. Están hechos de un pedazo de podenco, un pedazo de basset, un pedazo de bulldog y no están avergonzados, no, todo lo contrario; llevan una desfachatez como si supieran que para la gente bien pensante no tienen nada que perder. Bueno, pues ésos precisamente no olvidan nunca echar tierra hacia atrás con las patas traseras. Aunque no haya tierra, en medio de la acera, raspando la piedra con las uñas, hacen esa demostración de decencia; decencia desvergonzada, como si con ese movimiento dijesen: "Soy perro", y ya está. El cocker spaniel no lo hacía; ni siquiera a eso le daba importancia, ni siquiera en ese menester perdía sus modales simples y distinguidos, su elegante negligencia de clubman, dentro de su macfarlán amplio. ¿A que estaba usted pensando en eso?... Claro, es inevitable asociarlos: por eso se asocian ellos, por eso se buscan. Bueno, el clubman busca al cocker spaniel, pero el cocker spaniel acude antes de que lo busquen. ¿De dónde, desde dónde viene?... Ahí está el intríngulis. Es como uno que respondiese antes de que le preguntasen. Bueno, el perro no responde: demuestra, eso es: el perro es una demostración. ¿Esto le parece muy intelectual?... Pues al perro no se lo parece: le resulta la cosa más simple. Y a mí también, porque no crea usted que cuando yo veo esas cosas las veo como se las estoy contando. No, yo las veo como el perro. Bueno, el perro no las ve: las ejecuta. Y yo veo las cosas y los conceptos. No, los conceptos los estoy fabricando ahora. Cuando yo veía al perro veía sus pelos y, claro, un pelo es cosa, pero un movimiento ¿es cosa...? ¿Y ciertos pelos, naciendo en una determinada forma, ocultando y delineando al mismo tiempo la pata, revistiéndola de elegancia?... ¿La elegancia es cosa?... Yo creo que no. Es un modo de ir echando con soltura las patas sedosas, como protegidas por grandes guantes, con un descuido aparente, negligente, seguro de que el material de que está hecho es práctico, se puede ir con él a todas partes sin que se estropee, aunque es de una calidad finísima. Es un modo de llevar la cabeza levantada, sin altanería, dejando ver la forma amplia del cráneo, porque ahí no hay pelos que lo tapen; los pelos largos empiezan en las orejas. El cráneo tiene un pelito fino como raso, y así parece que lleva la cabeza descubierta, en actitud de saludo respetuoso. ¿Comprende usted?... Un hombre elegante, verdaderamente elegante, tiene esa misma confianza, esa negligencia delicada. No, no creo que esto sea darle demasiada importancia: al contrario, creo que no le he dado bastante. Yo debía haber profundizado más en este estudio de los perros porque para mí es como el abecé y porque, además, tengo facultades especiales; de una ojeada los penetro. Hay poca gente que perciba su sonrisa, que no es solamente la contracción del belfo, no; para verla hay que ver de una vez todo el perro y no, indudablemente, no lo he estudiado bastante. Aunque, por supuesto, no me limité a aquel sólo: hubo algún otro... o más bien otra; fue una perra la que marcó otro momento decisivo. Y también ésta tenía su colateral, que no era un clubman, sino una frutera. Era negra y blanca, la perra, naturalmente, muy mezclada. Tenía algo de loulou, con carita de zorra y pelaje largo. Estaba gorda y ya empezaba a ser vieja; a la frutera le pasaba lo mismo. Yo las miraba a las dos mientras me despachaba el chico. Bueno, miraba principalmente a la perra. La mujer estaba sentada en una butaca de mimbres y a su lado, en una sillita baja con almohadón, estaba la perra; sentada también, no echada... No sé cómo decirle, había allí una enormidad de cosas que yo notaba, y las notaba en ella. Bueno, quiero decir que yo veía cómo ella las notaba; cosas muy sutiles; algo así como una gran paz y una luz maravillosa. Había un silencio, además, que en la ciudad pocas veces es tan perfecto. Y ella estaba allí saboreándolo todo. Tenía unos ojos negros muy brillantes y parecía que estaba completamente quieta, pero no; jadeaba un poco y miraba a un lado y otro, casi sin mover la cabeza. También acomodaba de cuando en cuando las patas delanteras, como si se cansara de apoyarse en ellas. Eran unas patitas cortas, y las desparrancaba un poco para tener más base. Entre ellas le colgaban las tetillas sonrosadas con manchas negras, que le cubrían toda la barriga, relajadas de haber tenido muchas crías. Bueno, lo mismo le pasaba a la frutera; también tenía unos ojos muy negros y también le colgaban los pechos sobre la panza... Bueno, ya me doy cuenta de que todo esto parece que no tiene nada de particular y de que usted debe estar esperando el desenlace; seguramente cree que de un momento a otro voy a contarle algo impresionante que pasó, pero no se lo puedo contar porque no pasó nada y, sin embargo, la impresión para mí fue enorme... En fin, sí que pasó algo; verá usted... ¡Ya!, ya lo sé, pero no retiro la palabra. No tienen historia, si con eso queremos decir sucesión de cosas encadenadas y consecuentes: conscientes. Pero yo quería decir más bien algo como un depósito de cosas sedimentadas, posadas; eso es: un poso muy espeso de experiencia. Una experiencia sin conciencia, de acuerdo, bueno; quedemos en el poso. Suponiendo que la perra tuviese cerca de diez años habría estado ya muchas veces así, como se dice, en chaleur, habría sido atrapada por quién sabe cuántos perros y luego habrían venido los perritos a colgarse de sus tetillas. Eso, una y otra vez, había sido una agitación que comenzaba, se colmaba y se aplacaba; luego, ya cansada, satisfecha de haberse agitado tanto, estaba allí, nada más, rebulléndose un poco en su almohadón... Todo esto se puede trasladar a la mujer igualmente: todo era completamente igual en ella, solo que, de pronto, la mujer se metió la mano en el bolsillo del delantal y sacó, hechas un rebujón, unas cuantas facturas. Las miró, desarrugándolas con una sola mano, y gritó: "¡Todavía está aquí la del siete!... El chico contestó, sin volver la cabeza: "Todavía...". Entonces entablaron un diálogo: agria y violenta la mujer, el chico cachazudo. Ella le reprochaba que no se lo hubiera advertido, él contestaba que había dejado al volver las facturas en la caja y ella se las había guardado... Bueno, la cosa duró bastante y yo tuve que irme antes de que terminara, pero las miré a las dos en aquel momento en que parecía que todo se iba a romper... ¡Todo!... todo lo que le dije antes: aquella paz... Habían estado allí las dos sentadas, quietas, respirando lentamente con sus barrigas de viejas madres y, de pronto, en la mujer pasaba algo que la hacía vibrar. Cada vez que soltaba un improperio contra los aprovechados o contra el chico, que era un mandria y dejaba el pedido sin exigir el dinero, o contra todo el mundo, en general, contra los que abusan; cada vez que retemblaba soltando denuestos, chillona, con una voz de pepitaña que parecía restallarle en el fondo del buche, ¡la perra!... Bueno, es inútil. Me callo no porque no quiera seguir, sino porque me acuerdo de aquel silencio en que yo las miraba y ¿cómo voy a contarle yo aquel silencio?... Yo veía dentro de la perra cosas que, si se las cuento, parecerá que digo que las veía pensarlas, pero nada, nada de eso. Yo veía aquellas cosas en sus patas: los músculos de los brazuelos empezaron a temblarle porque había perdido el relax, porque sentía que iba a tener que saltar de la silla y, a cada grito de la mujer una mirada, una crispación de la oreja. La nariz también se le movía un poco, pero por el hábito, porque aquello no era cosa de oler, aunque quien sabe... Lo que la alteraba era el sentimiento, no, la evidencia de que en el otro cuerpo, su colateral, la paz se había roto y de que la quietud iba a terminar. Pero no acababa de terminar nunca porque no llegaba a ocurrir nada que le diese la orden de saltar y sin embargo, ella ya estaba dispuesta, atenta, en la duda... Pues sí, señor, en la duda. ¿No ha visto usted nunca, cuando se echa a rodar una bolita de esas con que juegan los chicos, cómo rueda un rato hasta que se para, pero al pararse duda un poco?... Ya, ya sé que es la fuerza que la lleva y que la cuestión de la inercia... por supuesto, pero la cosa es como si un granito de arena le hiciese dudar; "¿sigo o no sigo?...". Hasta que ve que no puede seguir y se para. Así es, exactamente; digo que la bola lo ve porque lo que quiero decir es que yo lo veo. Lo veo en la bola y lo veo en la perra. Y en la perra, claro lo veo por dentro, igual que lo he visto tantas veces dentro de mí misma. Porque yo sé muy bien cuándo dudo con mi razón y cuándo es un impulso lo que, al llegar a un cierto punto, de pronto titubea, cabecea... ¿Que la bola no tiene nada dentro de sí?... Ya lo sé, pero dentro de mí hay bolas que vienen rodando. Claro que lo que dudaba dentro de la perra no era una bola, no era una fuerza que estuviese fluctuando: era un presentimiento del empujón. Si le dije lo de la bola fue para que resultase cosa visible, sin necesidad de pensarlo, porque lo que no quiero es que crea que yo me imagino a la perra cavilando. No, ni la perra ni la frutera: la mujer tampoco cavilaba. Primero habían estado las dos en aquella quietud porque ya habían terminado las faenas del día y luego, de pronto, la mujer entraba en el furor al notar un desperfecto en sus cuentas. Lo que la perra no podía oler es que para la mujer aquel furor era también una cosa estable. No hay nada de contradictorio. He empezado por decirle que la perra estaba allí reposando, con el derecho que le daba toda su historia, y, por supuesto, la frutera estaba gozando del mismo derecho. Pero claro, el funcionamiento de la frutera es más complicado: se metió la mano en el bolsillo y sacó sus cuentas desequilibradas; inmediatamente se instaló en otro derecho: en el derecho a gritar, a insultar, a exigir. Eso era lo que a la perra le ponía en aquel estado de duda, de titubeo; lo que hacía que le temblasen las patitas y se le enderezasen las orejas; porque el hábito le decía que con los gritos viene siempre el movimiento. La mujer, en cambio, se arrellanaba en su indignación porque en situaciones así se reta, se insulta. Eso es lo que "se hace", lo que todo el mundo tiene derecho a hacer. ¿Comprende usted?... No, ya sé que no puede comprenderlo. Usted cree que lo comprende y claro, comprende lo que le cuento, pero no por qué se lo cuento... La verdad es que yo misma ya no sé por dónde ando. Si me pregunto por qué me he puesto a hablarle de todo esto me parece imposible encontrarle explicación y, sin embargo, el caso es que siento... ¿cómo le diría yo?... sé que es de esto de lo que he venido a hablarle... No, si ya lo sé; no es de esto, es del asunto del otro día. Entonces me digo, ahora voy a contárselo, y se me quitan las ganas porque para mí ya se lo he contado. ¿Comprende usted? Todo es como manejar algo que puede dar media vuelta a la derecha igual que media vuelta a la izquierda: es igual, pero todo lo contrario. Claro que, si se lo cuento ce por be, a lo mejor no se ve el parecido, pero usted prefiere que se lo cuente ce por be. Está bien, se lo cuento, no tengo el menor inconveniente; pero ya le digo, lo que yo siento aquí, en la boca del estómago, es igual que lo que le he contado, sólo que aquello... Bueno, verá usted, no es igual. No me contradigo porque lo sentía del mismo modo, pero aquello quería sentirlo, aunque era atroz, pero quería. Esto otro... imagínese ¡en un día radiante de primavera!... Este año se echó encima el calor de repente; ya lo vio usted, en los primeros días de mayo. Recuerdo que viniendo por Marqués de Cubas vi que en una pared quedaban todavía restos del cartel de "Divinas palabras". Yo iba pensando en esto cuando cruzamos la calle de Alcalá: iba agotada de andar de compras con mi tía. Ya habían puesto sillas fuera en algunos cafés y decidimos tomar algo fresco para poder seguir. Nos sentamos en la acera de El Fénix, pedimos naranjadas. No había casi nadie en la terraza; en un extremo una mujer sola, en el otro una pareja. Nos sentamos lejos de la pareja, por no estorbar. Así que nos quedamos junto a la mujer que estaba sola. Mi tía se sentó de espaldas a ella y yo frente a mi tía, que me tapaba la vista de la mujer, cosa que no me había inspirado la menor curiosidad. Yo tomaba mi naranjada y miraba a la gente. Me dejaba caer en la silla, una silla de hierro, dura, claro está, pero bien proporcionada. Estaba descansando en ella tan a gusto como una masa en el molde: estaba abandonada dentro de mí misma, tan abandonada, tan tranquila... Empecé a mirar a un hombre que venía hacia nosotras: era un hombre del pueblo bien vestido, joven, tenía una cabeza muy correcta y una expresión serena, como si viniese sin pensar en nada. Cuando noté todo esto estaría el hombre a unos diez metros de nuestra mesa y como venía a buen paso llegó en seguida. Al pasar por delante de la terraza volvió la cabeza y su cara se transfiguró. Yo pensé: "Ha puesto cara de jabalí; no es tan guapo como me había parecido". Inmediatamente detrás de él venían dos hombres, de esos relucientes, bien afeitados y con cartapacios lujosos y al llegar al mismo punto los dos volvieron la cabeza. La transformación de sus caras fue mucho más ostensible. Uno de ellos puso una cara de ratero, de carterista. Corrí mi silla un poco hacia la derecha y vi lo que miraban: la mujer que estaba allí sentada. En seguida me di cuenta de qué clase de mujer era, aunque tenía un vestido decentísimo: blanco, de chaqueta, con la falda por la rodilla como cualquier otra. Sin embargo, yo pensé: "La miran porque está demasiado pintada o porque es muy llamativa". No, pensé en redondo: "es una prostituta". Entonces me puse al acecho. Perdí el abandono, la laxitud en que estaba hasta aquel momento y me dije: "Vamos a ver en qué para esto: es una cosa que no he visto nunca". Ya, ya sabía yo que no iba a ver nada definitivo: no me creí que fuese a pasar algo como esas cosas de la Biblia: uno que se echa con la ramera está al borde del camino. No, allí ya sabía yo que no se iba a echar ninguno, pero pensé que alguno así, de pronto, la cogería de un brazo y se la llevaría. Eso valía la pena de verlo, pero sí, sí... Unos no tenían maldita la gana de echarse, otros no tenían tiempo, otros no tenían dinero. Pero ella estaba allí, al borde de la acera y algo había que hacerle, porque para eso estaba allí: todos tenían derecho y como iban de pasada, por no desperdiciar... Pasaban viejos asquerosísimos y le levantaban las faldas con un ladear de cabeza, con un relamerse el hocico. Apareció un tipo cogotudo, de esos que parece que les está estallando el cuello de la camisa, y le dijo: "Si te cojo te reviento...". Todos con saña, estoy por decir que con asco, pero no de la mujer, que era muy guapa, sino de lo que pensaban hacerle, porque lo pensaban sin deseo: lo pensaban sólo porque tenían derecho... ¡oh, sí!, es muy fácil distinguir el deseo del derecho. El deseo cada uno lo siente para sí mismo: el derecho hay que demostrárselo al otro. Bueno, pues, ¿y las mujeres?... Ésas sí que es difícil saber lo que querían hacer con ella. La miraban con más saña aún que los hombres; trataban de demostrarle aún más su derecho al asco, pero en ésas era mentira... ¡Mentira, mentira! Si viera usted lo que pensó una chica pequeña... En ésa no había saña, ésa sí que la miró para sí misma; la de ésa fue la única mirada de deseo que le echaron. De deseo, claro está, del deseo más puro: el de ser ella... Era una niña muy bonita que iba con dos señoras burguesotas. Las señoras no miraron a la mujer porque iban absorbidas en su comadreo y la chica se había quedado un poco rezagada. Al pasar frente a la terraza, la pequeña se quedó mirando a la poule, pero ¡cómo!... la devoró con la mirada. Y no descaradamente, al contrario, con cierto disimulo porque ella no quería decirle nada con su mirada; la miraba y se decía a sí misma: "¡Qué señora tan guapa, qué bien estará ahí sola, ahí sentada para que la mire todo el mundo! ¡Cuando yo pueda hacerlo!...". Y en seguida copió su movimiento de cabeza y su caída de ojos... ¡Ah! Eso no lo dude usted, ese deseo puro de la niña era el que todas tenían atragantado... ¡Pero ya lo sé! No se me ocurre pensar que todas las mujeres quieran ser prostitutas. ¡Qué disparate!... Ahora, eso sí todas todas sin excepción, quieren ser bonitas y estar solas, puestas en un sitio donde se las vea bien y donde pase todo el mundo a mirarlas. Claro que para atreverse a desearlo hay que tener ocho años. Luego ya, con todo lo que sabe, entra el miedo, pero el deseo sigue y se convierte en rabia. Todas la miraban como perros rabiosos. Por supuesto, también la miraban con asco, pero como le digo, porque se lo han enseñado; lo del asco es como una segunda parte: Las mujeres, ante una poule de ésas siempre sienten que está haciendo algo sagrado, y les entra una especie de terror y de locura porque se sienten excluidas de ese misterio. ¿Ve usted? Por eso le dije, como perros rabiosos, porque su rabia es, como la hidrofobia, el horror de una cosa que es necesaria a la vida. Sí claro, muchas de las mujeres que pasaban eran casadas, otras tendrían o habrían tenido amantes, novios... Lo que les hacía odiarla es que ella era la tentación y que se peinara para ello. ¿Que todo eso se convierte luego en menesteres nauseabundos?... De acuerdo, pero en eso no se piensa al verla. Las mujeres sólo piensan que es la tentación que está allí, al borde del camino. Y eso es una cosa... ¡eso, ser la tentación!... que las mujeres anhelan... No, no voy a decirle la frase tópica: "con las entrañas"; lo anhelan con su ser. Eso es su ser, eso es su esencia. Bueno, entiéndalo usted como si hablásemos de un encendedor. La esencia es lo que se inflama cuando se hace clic... Y eso es lo que quieren las mujeres, para eso es para lo que viven; para oír ese clic y ver encenderse la llama: Son muy pocas las que lo ven; por eso están rabiosas... Estoy tratando de recordar, pero no es posible porque fueron muchísimos los que pasaron y los primeros se borraron con lo que pasó después. En fin, el caso es que siguió pasando gente y yo seguí registrando las caras de todos. Pero nuestro estado de ánimo había cambiado un poco; habíamos empezado a descansar. Cuando llegamos allí estábamos agotadas y por eso nos quedamos en silencio, pero mi tía, a medida que fue tomándose la naranjada, fue reaccionando y de pronto me dijo: "Yo creo que con las doce madejas tendré bastante, ¿no te parece?...". Yo dije: "Sí seguro". No dije más, pero en ese momento me trasladé a Pontejos. No sé si usted habrá visto alguna vez esas mercerías enormes donde se apiñan las mujeres: Mi tía y yo habíamos pasado allí tres cuartos de hora sin conseguir que nos despachasen. Había, como siempre, monjitas. Creo que son las Hermanitas de los Pobres o no sé si las del Servicio Doméstico las que van siempre acompañadas por alguna enanita, alguna de esas chatas o bizcas atroces, que bordan como los ángeles y se extasían allí comprando hilos, agujas de ojo dorado que miran y remiran... Cuando nosotras llegamos había una de éstas y yo me puse a observarla. La muchacha era achaparradita y con aire muy rural; la monja era alta y seria. Tenían ya en el mostrador amontonados madejas, ovillos, carretes; un dependiente las atendía, incansable... De pronto la chica dijo algo que yo no pude oír, tan bajito lo dijo, y la hermana dijo al muchacho: "Ah sí, un dedal. A ver, traiga unos dedales..". El chico trajo un cajón todo dividido por dentro con tablitas, formando celdillas en las que estaban los dedales de todos géneros, clasificados por tamaños. Las dos empezaron a elegir y la chica no quedaba nunca contenta; no decía nada, pero se los probaba y se los quitaba en seguida, como si no le satisficiese ninguno, hasta que al fin la monja le dijo: "Bueno, coge el que tú quieras...". Entonces ella alargó la mano hasta el departamento del rincón, donde estaban los dedales de plástico de muchos colores, y eligió uno de color de rosa. Bueno de ese rosa que no está nunca en las rosas, intenso y al mismo tiempo ligero; un color que parecía que echaba luz. Metió el dedo en él y se quedó mirando su mano. La monja no se opuso en redondo, pero empezó a tratar de convencerla de que los de acero son mucho más prácticos. La chica no decía nada, pero movía la cabeza negando temerosamente, y no se quitaba el dedal. Entonces la monja, inclinándose un poco hacia ella, cogió con su mano izquierda la mano de la chica y con la derecha probó el dedal, dándole media vuelta en el dedo para ver si ajustaba. La monja hablaba alto, así que a ella yo le entendía todo. Le dijo: "Bueno, ¿éste te va bien?...". Y esta vez oí también a la chica. No habló mucho más alto que las otras veces, pero de un modo tan neto que pude entenderla. Levantó la cabeza y le dijo: "Sí, hermana...". Nada más. La monja dijo: "Bueno, pues éste...". El chico recogió todas sus compras, ellas fueron a la caja y yo seguí mirándolas, sin poder pensar en otra cosa... ¿Cómo que si tiene algo que ver con lo anterior?... ¡Esto es todo!... Tenga usted un poco de paciencia. Le digo que esto es todo porque lo que le acabo de contar no pasó en Pontejos. Bueno, sí, pasó en Pontejos, pero cuando pasaba allí no tenía importancia o apenas la tenía. Cuando tuvo una importancia enorme fue cuando empezó a pasar en la calle de Alcalá, allí, en la terraza del café, ante el vaso de naranjada. Eso es, lo de la naranjada también cuenta porque recuerdo que al hablar mi tía de lo de las madejas y sentirme yo trasladada de pronto a Pontejos, estaba en ese mismo momento alargando la mano al vaso y la detuve a mitad de camino. Dejé caer la mano en la falda por no tocar el vaso helado... Toda la escena se me hizo presente, pero antes que la imagen de ellas dos, antes que las palabras que pronunciaron me invadió su olor. Me sentí de pronto en la mercería, apoyada en el mostrador junto a la monja, oliendo sus velos negros, la estameña de su hábito, la atmósfera cálida que se desprendía de tantos pliegues. Eso fue lo primero que sentí y no quise romper el clima en que había entrado con el sabor a naranja... Empecé a verlas... bueno, a contemplarlas con una proximidad mucho mayor que la de antes. Fui reviviendo todo: la voz fuerte de la monja, el susurro de la muchacha y su actitud temerosa, pero firme; el movimiento con que alargó la mano al dedal color rosa y la actitud en que se quedó mirándola: una mano zopuda, regordeta, que ella encontraba embellecida por el dedal... Vi en ese momento el gesto condescendiente y solemne con que la monja cogió entre sus manos la de la chica y ajustó el dedal... Vi cómo se lo otorgaba, al preguntarle si era aquél el que le iba, y cómo la pequeña levantaba la cabeza para decirle que sí, rebosando de una felicidad, de una plenitud como en el momento de la Comunión... ¿Cómo le diría yo?... Fue algo así como un matrimonio místico... Bueno, ahora viene lo otro... Lo que pasó en aquel momento. Tenga usted en cuenta que yo estaba metida en esto hasta el fondo y sin embargo le vi, pero no cambié de actitud... Le vi al hombre asqueroso... Le vi venir y comprendí en seguida que era de los que le dirían algo a la poule. No es que lo comprendí, es que lo di por seguro y no lo miré con indiferencia, no; esperé que llegase más cerca. Yo no quería salir de mi contemplación. Yo creía que sin dejar el clima de mis ideas podría ver lo que pasaba, así lateralmente... Yo creía que aquello iba a pasar sin tocarme... Pues sí, ésa es la cosa: el hombre me tocó. Sí, me tocó; usted tiene que admitirlo; si no es que no entiende nada de lo que le estoy diciendo... Bueno, se lo explicaré con todo detalle y ordenadamente. El hombre venía hacia nosotras... Pero ante todo no olvide usted dónde estaba yo. Yo estaba contemplando aquellas manos, aquel momento de piedad, de magnanimidad. Esto téngalo presente porque mientras tanto el hombre se iba acercando y yo, lateralmente, le examinaba. Era un tipejo inclasificable: un empleadillo o un comerciante mal vestido, pero no miserable; enclenque, desteñido... Observé hasta su modo de andar, que era un poco en zig–zag, aunque no estaba borracho en absoluto. Llegó frente a la terraza, miró a la mujer y le hizo un gesto... Un movimiento con las manos, rapidísimo, muy poco pronunciado; un movimiento que casi nadie podía percibir. ¿Cómo le diría yo?... Algo así como el movimiento de apretar una jeringa... Y al mismo tiempo con la boca hizo una pedorreta... Bueno, aunque le parezca raro, yo seguía en lo mismo. Yo no me alteré porque no me sorprendí; el acto era adecuado al tipo. Pero resultó que el tipo podía sorprenderme; podía hacer algo que yo nunca hubiese sospechado... ¡Ah!, fíjese usted bien en la rapidez con que cambió la cosa: el tiempo de dar, lo más, tres pasos; en el primero chocó conmigo. Chocó con mi mirada; vio que yo le había visto, pero no vio sólo eso; lo vio todo... ¿Comprende usted? me vio a mí entera, lo mismo que primero había visto a la poule. Pasó, le echó una ojeada y la vio en su faena, en su oficio. En seguida me vio a mí, a nosotras... Mi tía en ese momento estaba rompiendo un poco el papel de su paquete para mirar la lana, de modo que la vio también a ella con sus madejas... Aunque no sé, creo que a ella la vio sólo como una cosa mía porque fue a mí a quien vio desnuda. Sí, desnuda, tan desnuda, como a la otra; quiero decir que a mí también me vio en mi faena: vio quién era... Vio quiénes éramos: mi tía con su aire de señorona y yo con mi pinta de señoritina. Vio de dónde salíamos, vio en lo que estábamos pensado; me vio a mí con mi monjita dentro de la cabeza y como se dio cuenta de que yo también le había visto a él, tuvo la seguridad de que le aprobaba. Es más, se descargó de su gesto obsceno, como si lo hubiera hecho por mí... Hizo un movimiento de cabeza y de hombros muy ligero; un movimiento como de disculpa, pero al mismo tiempo quería decir: "Esto es lo que hay que hacer con ésas...". Y esto como ofreciéndomelo, como brindándomelo a mí porque creyó que yo era de las que se creen libres de culpas... En ese momento es cuando sentí que me tocaba. Lo sentí porque su actitud no respondía a la mirada que le dediqué a él. Yo le miré, ya le he dicho que le miré en cuanto le vi venir, pero sin mirarle a "él", ¿comprende usted?... Quiero decir que dirigí mis ojos hacia el camino que él traía, para que cuando llegase a un cierto punto entrase en el foco de mi mirada, pero entre tanto yo miraba lo que estaba viendo dentro de mí. Y eso el tipo horrible lo pescó al primer golpe de vista; lo palpó, desechó mi mirada superficial y trató de posesionarse de la otra; trató de demostrarme que la entendía, que podía responder a ella... Todo esto en el primero y en el segundo paso; cuando iba a dar el tercero ya no pude aguantarlo y grité con una voz destemplada: "¡Alcahuete!"... Se paró en seco; yo me levanté y di dos pasos hacia él. Retrocedió, aterrado, y volví a gritar: "¡Alcahuete!"... ¿Le parece raro? Bueno, pues no fue sólo eso; le dije otra cosa: Porque, después de todo, alcahuete es una palabra que, aunque fea, se dice, pero le dije más; le dije una palabra que le aseguro que jamás había pronunciado, ¡jamás!... Porque eso es lo que era. Le dije esa palabra que quiere decir cornudo, pero más fuerte ¿comprende usted?... Claro que el tipo llevaba ese camino y que cada paso que diera tenía que acercarle a mí, pero yo le sentí venir derecho, trayéndomela en las manos, diciéndome: "Ya está, ahí la tienes pisoteada, escupida"... Tan seguro como el que trae algo que se le ha mandado hacer de encargo... No puedo contarle con precisión lo que pasó después. La verdad es que no sé lo que pasó: quiero recordarlo y no veo más que como una luz blanca... Mi tía se abalanzó a mí y me agarró por un brazo; tiraba de mí y gritaba con todas sus fuerzas: "¡Camarero, camarero!"... Creo que yo eché a reír... Bueno, no estoy segura; me parece que cuando sentí lo ridículo de la cosa es cuando me llevaron casi en vilo entre el camarero y mi tía y me metieron en un taxi... Eso es, en ese momento me di cuenta que mi tía había gritado: "¡Un taxi, por amor de Dios!"... Y yo tenía ganas de reírme de su amor de Dios... ¡Qué sabían ellos!, todos ellos, todos los que presenciaron la escena. ¡Como iban a comprender que yo lo había hecho por amor de Dios!... ¡Aquella luz! Al salir de debajo del toldo la luz me dejó sin sentido, me cegó y ese deslumbramiento me pareció como una culminación, como una apoteosis. Yo no veía; es decir, veía todo, pero como desde muy lejos. Todos eran como muy pequeños, muy distantes y se agitaban a mi alrededor... Ella no; la mujer apenas prestó atención: estaba muerta. Yo la veía también muy lejos, pero muerta... Ya a mí me llevaban en vilo... La tarde era maravillosa; parecía imposible que llegara a ponerse el sol... Yo estaba completamente ciega por aquel deslumbramiento... Bueno, el día próximo le cuento mucho más.
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on 28 diciembre 2010
at 21:23
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