Pero a causa de las fornicaciones, cada uno
tenga su propia mujer, y cada una tenga su propio marido.
Corintios 7-2,3
tenga su propia mujer, y cada una tenga su propio marido.
Corintios 7-2,3
Las palomas sacuden sus alas y se van a manchar el cielo con sus colores ocres. Iván y yo hemos subido a la azotea para molestar a las palomas con nuestros olores ocres. No es nuestra intención, digo en voz baja mirando a las alturas, las palomas. Ninguno de los dos podíamos estar más dentro del apartamento. Pero, además, esa gente me aconsejó espacio abierto. Siempre es mejor un techo inacabable, me dijeron. Son los mejores alucinógenos que he podido conseguir. El dinero del cobro del mes, el salario mío y el de Iván. Todo junto para poder darlo a cambio de estas pastillitas miserables, pálidas.
Iván se agarra del tubo de una antena para subirse a la caseta de las palomas. La vas a tumbar, le digo, y tú no sabes nada de carpintería.
–Los carpinteros son tipos sin principios…ni fin.
Iván dejó cinco pesos para comprar una línea de ron. A veces dos líneas de ron le hacen más efecto que una mala botella. Ya sé que hubiese querido decir otra cosa. Ya sé que desearía estar dentro de una película para abrir los brazos, como si fuese a volar por encima de la Habana, como si fuese a volar o gritar algo terrible. Pero ni él ni yo estamos dentro de una película. Ni siquiera sé si podamos controlar las imágenes a nuestro antojo. Él nunca quiere creer que puedo controlar las imágenes de mis sueños, dice que es imposible, que esos no son sueños. Por eso no sé si a él le haga bien meterse dentro de estas pastillas, creo que los dos alucinamos sin tomarlas. Creo que todo lo anterior fue pura alucinación. Que recién esta semana hemos vuelto a la realidad, justo cuando el Camello nos trajo de vuelta por toda la Avenida de Boyeros.
–Hasta ese momento duró el efecto –le digo ayudándolo a bajar de la caseta, como si hubiese estado escuchando mis pensamientos.
Él aparenta no haber escuchado mi voz, extiende la mano para que acabe de deshacerme del ensueño comprimido.
–No sé si podamos controlarlas…
Su mano exige silencio, obediencia. Si las tomamos ahora es probable que veas a Carmina pintando las paredes del cuarto de un azul claro y luminiscente; con un par de botas rojas, de esas que vendían antes para los días de lluvia.
A lo mejor la encuentro yo en la cocina, bañándose en el fregadero con un cigarro en la boca y la espuma verde cubriéndole el pecho, los platos flotando a su alrededor y una luz azul luminiscente escapándose hacia el exterior, desde el tragante.
Pero esas imágenes son para los muertos. Los muertos son los que aparecen en secuencias llenas de flores y aromas de felicidad. No importa, estamos aquí para verla de cualquier modo, con botas o sin ellas, con libros en la cabeza para hacer equilibrio, a través del agua estancada en una poceta. Verla otra vez, es lo único importante y en eso te llevo ventaja, porque casi todas las noches sueño con ella, aunque se vista de otra o de animal triste, con la mirada más dentro de sí que fuera, más en algún hoyo oculto en su estómago que en el horizonte.
–¿Cuánto demora en hacer efecto?
–¿Qué crees? También es mi primera vez, tú lo sabes.
Iván se encoge de hombros. Desde que despertamos a la realidad muestra el peor de los humores, ni siquiera cuando tuvo que aceptarme mostró tanta ansiedad. Quizá yo también lo trato de igual modo y no me percato. Le tomo la mano, no tengas miedo, nos irá bien.
–¿Quién dijo que tengo miedo? Esto es un maldito tren, es eso, un maldito tren y lo que tú y yo necesitamos es un avión. Un avión, no me jodas con que nos irá bien.
Sonrío. Esto no va a funcionar. Podríamos echarnos a pelear ahora mismo. Gritar las ofensas más increíbles y Carmina no estará aquí para separarnos, para desnudarse como único modo de encontrar la paz. Como único modo de ofrecer la paz. No me parece que Iván me quiera tanto como a ella. Tampoco me parece que yo lo quiera como la quiero a ella, pero es lo único que me queda. Iván, quiero pedirte que no me dejes.
–¿Por qué no se lo pediste a ella?
Está comprobado. Carmina se llevó la paz escondida bajo sus ropas, aferrada a cada parte de su cuerpo, sus senos, su vientre, sus manos. Pero yo no tenía derecho a pedirle que se quedara.
–Quizás regrese –le grito mientras corro, mientras vuelo por encima de los obstáculos de la azotea, cajas de regalo que los padres palomos han dejado a sus hijos como recuerdo, pasteles de col chamuscados por el sol, biombos de papel machié para que Iván se desnude tras ellos. Sorteo todos los obstáculos y vuelvo a gritar: quizás regrese, Carmina va a regresar, al final no le va a gustar nada aquel país, no le va a gustar nada estar lejos de nosotros.
–¿Y si lo comprende demasiado tarde? ¿Y si ya se le acabó el tiempo para regresar, si ya la declararon traidora el mismo día en que comprende que al final no hay vida, solo supervivencia?
Iván habla tan bajito que me sorprendo de haber escuchado. Estoy junto a él, no me he movido. Sonrío. Esto comienza a hacer efecto. ¿Y si pudiera controlar las imágenes? ¿Y si la traigo a ella?
Iván me golpea con el codo. Enseña sus dientes y dice que será él quien traiga a Carmina. ¿No la ves? Es el puntito negro en ese paracaídas multicolor, tenemos que soplar de este lado de la azotea para que caiga junto a nosotros. Tenemos que tener cuidado, coño, no sea que soplemos muy fuerte y se nos vaya Carmina. Va a ser tu culpa si se nos vuelve a ir. Sopla más suave… no, no, ahora más fuerte.
–¿Estás loco, Iván? ¿De qué paracaídas estás hablando?
Él me mira como si hubiese estado esperando que lo devolviera a la realidad. No seas bruto, eso no es un paracaídas, ¿no ves cómo aletea?
–Sí, sí, aletea, ¿será ella?
–¡Claro que es ella! …! Carmina!
–¿Seguro que es ella?
Me rasco la nariz, quizá no sea ella. Podría ser uno de esos pájaros bobos que a veces pierden la ruta, extravían las aguas de la Bahía y sobrevuelan los edificios buscando peces.
–No seas comemierda, en Cuba no hay albatros.
–Entonces esa es Carmina.
–¡Carmina, aquí, aquí!
El cielo se ha oscurecido. Esto es un desastre. Nadie nos dijo qué hacer con el agua. Las aves no deben mojarse. El agua las mata.
–¿Y los gorriones?
–¿Qué?
–Los gorriones se bañan en los charcos, no se mueren.
–Sí, es verdad, pero Carmina no es un gorrión.
–Tampoco es un ave.
–¿Y por qué vuela?
–Sopla, sopla, ayúdala a bajar más pronto.
Inflo mis cachetes, rebusco en mi estómago todo el aire que me corresponde para este año y lo echo al exterior, en dirección a Carmina, para ayudarla a bajar. Iván me da otro codazo, no tan fuerte idiota, la vas a matar. Está lloviendo. No hay remedio. Carmina aletea sobre el edificio sin decidirse a bajar. La entiendo, el primer aterrizaje es el más difícil, quizá tenga miedo a estrellarse contra nuestras cabezas. Está lloviendo más fuerte. Lluvia azul que tiñe mis manos y salpica la camisa de Iván. Él me mira azorado. Es Carmina, se destiñe, se consume bajo la lluvia. Trato de encontrarla en el cielo, ya no está. Busco a Iván para que encuentre otra solución. Él está a mis espaldas, en cuclillas, con la cabeza entre las piernas para tener los ojos más cerca del suelo.
–¿Qué haces?
–Carmina.
Me pide que haga silencio. Apoyo mis rodillas en el cemento húmedo. Es verdad. Entre nosotros dos está Carmina, azul, voluble, silenciosa. Iván mete un dedo dentro de ella y le encuentra otro color. Carmina es medio amarilla, quizá naranja. También quiero tocarla, mojar mi dedo en ella, probar el color que me regalaría.
–Dejó de llover.
No escucho la voz de Iván porque me enternece tener una parte de mí dentro de Carmina. No escucho ni entiendo su desesperación.
Los pájaros, allá abajo, en sus nidos sobre los árboles, se calientan al sol; gritan de alegría por lo efímero del aguacero.
–Déjala ya.
No entiendo.
–Déjala.
No entiendo.
–Levántate.
No quiero.
Iván hace que me incorpore. Mi dedo sangra. Ahora puedo verlo. Miro al suelo en busca de Carmina. Solo hay dos gotas de sangre, mi sangre, en el lugar donde estuvo ella. Quiero llorar. No me dijeron nada sobre los deseos de llorar. No me dijeron qué hacer si alucino que estoy triste porque volví a perder a Carmina, dejó de volar, se evaporó, y ni Iván ni yo tenemos dinero para ir tras ella, a donde quiera que se la haya llevado el viento o el sol.
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on 08 octubre 2010
at 20:46
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