César Dávila Andrade - "Vinatería del Pacífico"

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Poeta y cuentista ecuatoriano. Su poesía fue calificada de neoromática por su sensibilidad y de neosurrealista por su estructura. Su obra narrativa se encaja en el grupo de transición, el grupo que superó en naturalismo crudo de los años 30 y anteriores. Sus cuentos, aunque aún hay alguno de corte indigenista, evolucionan ya hacia escenarios urbanos, reflejan el despoblamiento del campo y muestran el cambio de una miseria por otra que muchos ecuatorianos sufrieron.

No temía el hambre. Sabía darme trazas y siempre pescaba algo, sobre todo en los mercados. Lo que temía era la noche. La noche azul y fría de los portales. El sueño insostenible en los quicios de las tiendas cerradas. Ese mudo temblor del que pretende acurrucarse contra sí mismo, sin una manta, sobre el empedernido piso de cemento. Sin embargo, fue la desnutrición —y quizás la hueca y bostezante desesperanza— la que me tornó un guiñapo abúlico desorientado y soñoliento. Tenía ya dieciocho años por entonces.
Al salir de una calleja oscura, volví la cabeza para atender. Alguien había prorrumpido a mis espaldas: «¡Muchacho!». Pero en el mismo instante sentí que no podía enderezar la cabeza sobre el cuello. Mis tendones crujieron, retorciéndose, y quedé inmovilizado. Un sudor frío me humedeció el rostro y para no caer me apoyé de espaldas en el muro. La señora que me había llamado se aproximó agitada. Era una mujer alta y gorda, de edad madura, morena y maternal.
—Quería que me llevaras este cesto —dijo, con un ligero tono de disculpa. Yo quise sonreír con el rostro empapado en angustioso sudor y no conseguí esbozar sino un gesto grotesco que me causó un vivo dolor en los pómulos. Ella debió comprender, según la vi agitar sus párpados oscuros y carnosos.
—Ven, dame el brazo —dijo, y me tomó el derecho. Llevaba ella misma el cesto dicho, y se recriminaba al conducirme. «No debí gritarte así: yo no sabía que estabas para caerte de debilidad. ¿De dónde eres? ¡Ah, entonces, mi paisano! ¡Qué gusto! Debes ser un buen chico. ¿Y sin trabajo? ¡Qué casualidad! Necesitamos un muchacho como tú. Pero, camina, camina. Ya llegamos. Pero mira ese letrero: es el de la tienda de mi marido.»
Yo parpadeé y un largo suspiro de ternura y sueño se me escapó. Vi un letrero de tablas verdes. Grandes letras negras corrían sobre él diciendo: «VINATERÍA DEL PACÍFICO».
No sé lo que me dieron de beber y de comer aquella tarde. Al día siguiente desperté con el sol. Me encontraba dentro de una hamaca, en un pequeño cuarto con aspecto de camarote. Y sentí gran vergüenza. Noté que la vida había vuelto a mi cuerpo; el ansia de la vida mejor. Si bien, no me sentía aún fuerte. ¡Qué extraña era mi situación! Recordé los sucesos de la víspera y pensé en lo inusitada que iba a ser mi presencia en aquella casa, después de haber dormido ya en ella, traído por la adversidad. Desde entonces conservé siempre una íntima sensación de angustia.
Abrí tímidamente la puerta. La señora desayunaba en el corredor. Sorbía su café negro y, a cada trago, miraba la lejanía azul, centelleante, de sol estival. Saludé y me aproximé vacilando.
—Ven —dijo—. Toma —y me llenó una taza. Luego llamó con una voz vieja, dulce y algo dengosa:
—¡Lauro!
Apareció un gigante, escurriéndose por una pequeña puerta de fibra.
—¡Ah! Ya. ¿Es el muchacho? ¿Cómo te llamas?
Sentí que su voz era amiga de las bromas y de las palabras que producían consuelo.
—Rodrigo —repuse, y lo quedé mirando con suave y confiada tranquilidad.
—Alma sencilla, eres mi ayudante —exclamó, riendo con tono sonoro y contagioso, y me palmeó un hombro.
Era un serrano aindiado, que había padecido no sé qué indecibles tribulaciones y había conseguido al fin hacer una pequeña fortuna. Estaba ya calvo y su cogote producía hilaridad por los gruesos y brillantes pliegues de gordura que se escalonaban hasta bien avanzada la nuca. Iba siempre en camiseta de mangas cortas; siempre en zapatillas de suelas de soga de cabuya; y, siempre, con la boca del pantalón más abajo que el ombligo.
Me percaté que no tenían servidumbre. La señora (¿cómo se llamaba? ¡Ah! ¡Ya! ¡Lolita!) hacía el mercado o encargaba las compras y preparaba las comidas en una cocinilla de gas. El marido expendía personalmente el aguardiente y el vino. «Vino de Uva Estrella del Pacífico», que así rezaban las etiquetas verdes con leyenda en negro, como el letrero. Se mantenían plebeyos y sencillos, y esto me agradó íntimamente. Un muchacho que les servía habíase escapado tres días antes, con un reloj. Yo lo había sustituido.
«Lavas las botellas en aquel cubo con aquellos cepillos; las pones a escurrir en aquellas horquetas; las envasas, las corchas; les pegas las etiquetas; eso es todo. Total: dos o tres horas diarias, porque el negocio es corto», me dijo él. Ella, a su vez, me pidió: «En cuanto te levantes, tomas la manguera y riegas el jardín. Lo riegas luego a las nueve; luego a las once, luego a la una, a las tres... en fin, todo el día. No quiero que el verano me lo mate. Es mi cariño». Además, debía barrer la casa por las mañanas y llevarle la comida al perro, a sus horas. El viejo me hizo conocer aquella misma tarde al animal. «¡Laurel! ¡Laurel!», gritó, aproximándose. Luego, comenzó a amonestarlo como a un chico respecto del comportamiento que debía mantener con relación a mi persona. Pero el animal no lo quería escuchar. Sacudía la cadena y forcejeaba dirigiéndose a mí con gruñidos afectuosos. Don Lauro, sorprendido, se quedó admirándome. Me acerqué con una seguridad mayor que mi propia razón, y le acaricié las orejas y el enorme lomo dorado de león. Él, con la cabeza cobriza y cálida, me golpeó los muslos, como un viejo conocido. Nunca he podido explicarme esta repentina amistad.
Desde el siguiente día, pude entregarme a las ocupaciones que me habían señalado. Me placía sobre todo regar el jardín. Todo en él eran adelfas y rosales, distribuidos en dibujos circulares. A mí se me hacía extraño y desusado la existencia de un jardín como aquél en un barrio en el que las viviendas eran escasas y asfixiantes y en el que solamente a grandes trechos se encontraba un solar árido, que ardía en miasmas y vaharadas tenebrosas. Esta impresión se me vuelve angustia todavía hoy, después de tantos años, sobre todo cuando me enfermo del pecho y tengo fiebre. Vuelvo a mirar el jardín, con los párpados hinchados y rojos, y lo veo rodeado de muros verdinegros y polvorientos, imbuidos de un temblequeante fuego, morboso y destructor.
¡El lavaje de las botellas era otra cosa! Se trata de una operación que reblandece de una manera cómica las yemas; poco después, la piel que rodea las uñas se pone tumefacta y se abre en pequeños pétalos que arden todo el día y continúan ardiendo hasta cuando uno se encuentra dormido, de modo que se sueña con escarbar los bordes del infierno o con estar remordido en la puerta de una cárcel.
Sin embargo, a los dos meses de realizar dichas ocupaciones, ninguno de sus detalles me molestaba ni me exigía atención. Fue al cabo de este tiempo, en el que doña Lolita, seguramente de acuerdo con el marido, empezó a quejarse de una singular jaqueca, proveniente de «tanta mala noche». Al escucharla, alcé la mirada. La suya me había estado esperando.
—Sí —me dijo—, yo y mi marido velamos mientras tú duermes como un lirón en tu hamaca.
El viejo intervino:
—Trabajo también de noche y quiero que me ayudes.
Al escuchar su última palabra, repentinamente recordé aquello del primer día: «Alma sencilla, ¡eres mi ayudante!».
—Trabajo, o mejor, curo. Soy una especie de médico, hijo. Aquí hay muchos enfermos del pecho y la paleta, tú sabes. Y tienen vergüenza de los doctores y la gente. Algunos de ellos vienen acá por la noche. Yo los curo con vino.
Escuchándole, no sé por qué, pensé con penosa claridad en la pequeña bodega situada tras el establecimiento de licores, junto a la salita de los bebedores. En ella iba yo a envasar las botellas que se alineaban en la estantería y las pocas que se expedían. Era una pieza oscura y fresca, con piso de cemento. Próximo a uno de sus muros, veíase el único tonel del negocio. Parecía más bien un gigantesco cubo, pues era más ancho que alto. Debía tener un metro sesenta desde el suelo hasta la boca, y ésta, dos cincuenta de diámetro. En verdad, no se parecía a los usuales. Frente a él, alzábanse —un puño sobre otro— los barriles repletos, procedentes de Chile; y, al lado derecho, en un ángulo, se encontraba una ducha de agua natural. Este detalle producía siempre un vago malestar por lo desusado. No estaba en su sitio: era claro.
Don Lauro continuó:
—Cuando tuve tu edad, se me pegó la tisis. Estuve un año entero sufriéndola. Me tecleaba todas las costillas, noche y día. Un amigo leal me llevó por entonces a un negocio como el que ahora tengo. Durante el día daban vino a los sanos y por la noche a los enfermos. Al cabo de un mes de seguir ese tratamiento, me vi curado por completo. Luego, comencé a engordar y ya me ves: un oso —aquí rió jovialmente—. Hice dinero con las fuerzas adquiridas y puse este negocio. Negocio de dos caras, hijo. Cierta noche golpeó a mi puerta una muchacha flaca, vestida de negro. Estaba picada. Se llamaba Lolita: ahí la tienes ahora —guiñó los ojos con alegre malicia y los clavó en su mujer—. Y cuando estuvo buena, nos casamos.
Se puso de pie apoyando la mano derecha en una rodilla y mientras se alejaba, repitió:
—¡Alma sencilla, eres mi ayudante!
Permanecí en silencio mirando el borde de la mesa y exigiendo a mi imaginación una respuesta: ¿cómo se curan con vino estos enfermos? La voz de doña Lolita me alzó la frente hacia ella:
—Desde esta noche, hijo, te levantas a las doce, justo, hasta la una de la mañana. Y acompañas a Lauro detrás de la puerta de calle hasta que llame algún pobre enfermo —suspiró con ternura y se llevó una mano a la parte superior del seno izquierdo, como si buscara el lugar de algún antiguo hoyo, hoy relleno al fin.
Debían ser las doce. No dormía. Esperaba, cuando escuché los pasos de plantígrado del viejo. Salté de la hamaca y salí.
—¡Ah, no dormías!
Me precedió con la linterna. Laurel, el perro, se aproximó a nosotros. Lo echamos enérgicamente hacia el jardín, nos dirigimos al zaguán sobre el que se abría la bodega y tomamos asiento en un banquillo tras la puerta. Don Lauro sacó un reloj y proyectó sobre él el chorro dorado de la linterna: las doce y diez. Un minuto después, oímos unos toques de nudillos en la puerta.
—¿Quién va? —dijo, aproximándose.
—Deseo tomar un vino —contestaron.
Abrió la puerta y entró una sombra. Mi patrón echó las aldabas y encendió la linterna. Una señora envuelta en una manta de muselina negra se alzaba ante nosotros.
—No se aprensione, es un chico de confianza —dijo el viejo, volviéndose hacia mí, con una sonrisa dura. Luego, hacia ella—: Y, ¿cómo vamos?
—Muchos dolores aún. Se dijera que tengo fuego en las espaldas, sobre todo por las noches, cuando me hallo acostada.
—Cuestión de dos semanas más... Ya pasará...
—Aquí tiene —cortó la mujer y le extendió un billete de cincuenta.
Don Lauro franqueó la bodega y encendió el pequeño foco del local. La mujer se encerró y nosotros volvimos al banco. Yo me puse a escuchar atentamente, a pesar de que el rostro me ardía en la sombra y que la sangre me murmuraba en las sienes y los tímpanos como un arroyo loco. En primer lugar, pude percibir un confuso ruido de ropas de diversas consistencias; luego oí claramente el chasquido de un rosario contra unas maderas: sonaron unas medallitas. Después, el doble y sucesivo golpeteo de los zapatos al caer al piso y, a continuación, el rumor de la escalerilla de gradas al ser arrastrada. «Seguramente la está apegando al tonel», pensé. Y la oí subir; los peldaños crujieron uno a uno. La escuché quejarse como ante un esfuerzo desacostumbrado, y enseguida distinguí el inconfundible ruido de un cuerpo al zambullirse. Durante los diez minutos siguientes, pude oír el chapoteo peculiar que hace una persona al bañarse en una tina; con la particularidad de que aquella señora suspiraba, al mismo tiempo, de un modo entrecortado y rezaba fervorosamente. Al término de los diez minutos, la oí quejarse nuevamente, y descender a continuación la escalerilla. Sus pisadas húmedas y melosas sonaron como grandes lenguas, al dirigirse a la ducha. El agua fresca cayó copiosamente sobre ella: se enjugaba la vinaza. Poco después apareció. Estaba conmovida: temblaba suspirando. Agradeció con palabras entrecortadas y ganó la puerta, hacia la noche de donde había venido.
Cuando nos vimos solos, el viejo me ordenó entrar en la bodega. Tras la puerta había un pedazo de cáñamo en un cubo de agua. Con él frotó la escalerilla y luego las huellas vinosas del piso. Y salimos aprisa, porque alguien había llamado nuevamente.
—¿Quién va?
—Soy yo, quiero un vino.
Distinguí que una sombra gigantesca se escurría por la puerta entreabierta. Tras ésta, mi patrón encendió la linterna y saludó al extraño cliente:
—Buenas noches, mister. ¿Qué tal?
—¡Oh, mucho dolor, mucha tos, mucho sudor!...
Era un inglés altísimo. Quizás dos metros. Llevaba un sombrero pequeño y flexible, de forma distinguida, aunque algo despreocupado. La cara caballuna, pero simpática; enorme tórax, dentro de una americana clara.
Extrajo unos billetes y se los dio a mi patrón. Tomó otro y me lo extendió:
—¡Chico, toma!
A continuación se encerró. Nosotros volvimos al banco. Tres minutos llevábamos sentados, cuando el viejo empezó a roncar junto a mi hombro. Me puse en pie y con gran cautela me aproximé a una raya dorada abierta en las maderas de la puerta de la bodega. La luz eléctrica de aquellas horas —iracunda y blanca— hacía resplandecer el pequeño local y le confería el sortilegio de una visión alucinante. El gringo estaba va de pie dentro del tonel de vino. El agua (¡quiero decir el vino!) le llegaba hasta la base del esternón. Se recogía él, hundiéndose hasta el cuello, para emerger dorado y rojizo, como un ídolo palpitante y doloroso. Con el tórax fuera, alzaba los brazos y los llevaba gradualmente hacia los costados en tanto que dejaba caer su brillante cabeza hacia atrás en gesto de evidente imploración. Volvía a hundirse y podía yo adivinar la desesperada intensidad con que se frotaba el pecho, los costados, las axilas, las paletas. Claramente veíase que deseaba embeber todos sus poros con el licor rojizo que habría de salvarle. De pronto se irguió súbitamente como calculando el tiempo. El vino oscuro y brillante descendió por su tronco como un manto escurridizo. Se asió al borde que miraba hacia la escalerilla y, por el modo gradual con que emergía su enorme cuerpo descarnado, comprendí que también en el interior del tonel y adosados a su pared debía haber unos peldaños.
Rápidamente ocupé mi puesto junto al viejo que aún dormía. Lo desperté palmeándole el hombro.
—¿Qué? ¿Me he dormido mucho? —inquirió. Extrajo el reloj y consultó la hora: cuarto para la una.
A poco salía el inglés, y se despedía. A mi vez despedíame el viejo y fui a buscar mi hamaca.
Me desperté muy temprano, lleno de intensa preocupación que en los primeros instantes no logré concretar. Luego, los sucesos de la noche pasada se recortaron ante mi vista interna y me horroricé al considerar el tiempo durante el que había envasado de aquel vino que me humedecía las manos. Furtivamente había también tomado alguna vez un sorbo. Pensé también en los clientes que bebían día a día y noche a noche en la pequeña sala del establecimiento. Y angustiado, resolví huir. Pero no tenía un lugar en donde arrojar mi estrecha sombra. Pensé en amenazar al viejo con delatarle a la policía a fin de que comprara mi silencio y me allanara el camino de retirada. Pero me sentí confuso con sólo imaginar los rostros y los interrogatorios de los hombres de la justicia. Entonces, sinceramente, decidí tomar el dinero de la caja de doña Lolita y alejarme en silencio. Sería al día siguiente. Así, vino esa noche. Y era la última que me prestaba a su servir de ayudante en aquel extraño y repugnante tratamiento.
Esperamos hasta las doce y veinte, sin que nadie llamara. Sólo el viento de la inmensa noche azul tamborileaba a veces sobre una perdida hoja de zinc. De pronto tres golpecitos a la puerta.
—¿Quién va?
Al otro lado sonó una tos breve y seca. Un silencio, y luego:
—Soy yo. Deseo un vino.
Cuando la ligera sombra estuvo ya dentro a penumbra del zaguán, el viejo, como siempre, encendió la linterna. Era una muchacha metida en su saco de pieles. Su falda era breve y oscura: llevaba la cabeza hundida en una caperuza de terciopelo negro.
—Señorita, es mi deber servirla —dijo don Lauro.
Ella abrió la boca de labios finos y tristes y quiso decir algo pero no pudo y suspiró. Enseguida creyó deber suyo sonreír y lo hizo pálidamente. Sus anchos ojos oscuros se volvieron lineales y en su fondo pude ver, por un instante, un luminoso abismo de la más pura melancolía. Entró y aseguró la puerta tras sí. Al volver al banco cerré los ojos y concentré todas mis energías en los oídos. La escuché desvestirse con tanta claridad que por momentos creía tenerla ante mis ojos. La oí subir, zambullirse y agitar el líquido bermejo. Cuando el viejo dormía ya, la joven tuvo un acceso de tos. Se repitió por tercera vez, y era como el derramamiento de un canastillo de frutas secas. Después, un quejido. Luego silencio. «Ahora se estará frotando suavemente», pensé. «Suavemente, porque tiene senos y no pecho plano y duro como el inglés.»
Un golpe de mi patrón me despertó.
—¿También tú te has dormido? —exclamó—. ¿Y qué, no sale la muchacha?
Y consultó el reloj. Era la una y diez de la mañana. Me entregó la linterna y se acercó a la puerta. Miró por la ranura y se volvió de pronto, con los ojos desorbitados. Pegó uno de sus enormes hombros en la juntura de las puertas, y a la primera embestida saltó dentro la aldaba. Entramos. La mano derecha de la joven —férrea en su crispadura— tenía los dedos hincados al borde del tonel. Sus cabellos negros y luminosos flotaban en la tranquila superficie del vino, circuyendo el óvalo de su cara que miraba hacia el tumbado. Y, entre los cabellos y rodeando el rostro, flotaba también una gran mancha de sangre.
—¡Maldita sea! —gimió el viejo. Me tomó por los hombros e imploró—: Tienes que ayudarme y hacerla desaparecer.
Y yo nuevamente recordé su rara frase de ese primer día:
—¡Alma sencilla, tienes que ser mi ayudante!
En este momento, alguien, desacostumbradamente, golpeó con extraordinaria energía. A gran prisa, di vueltas al interruptor y el foco se apagó; pero como si brotase de la luz que acababa de morir, emergió la luz de la linterna. Oprimí el botón y el mecanismo falló. Entonces el viejo me la arrebató y desesperado como si se tratara de una bujía, la hundió en el tonel. Una gran gema rosácea, y luego la oscuridad.
En tinieblas y en silencio, de pie junto a la joven muerta, permanecimos tal vez media hora. Y, silencio: quizás todo había sido una alucinación, una broma pesada de la horrible noche. Volvimos a encender la luz.
—Llevémosla al jardín. A buena hora, todo este tiempo lo has regado y la tierra debe estar blanda —decía el viejo, mientras la sacábamos desnuda y dorada por el vino que le besaba como una huidiza seda mortuoria.
Él la tomó por las axilas; yo, por las pantorrillas, y avanzamos. Laurel, el perro, se nos aproximó cuando entrábamos en el patio. Rápida pero cuidadosamente, asenté los pies del cadáver y tomando al animal por su collar lo enganché a la cadena.
En tanto, don Lauro la había depositado sobre las adelfas del jardín y un metro más allá estaba con una pala angosta y fina. La tierra estaba suave, en verdad; además, el hombre poseía una fuerza extraordinaria. Pronto estuvo hecho un sepulcro longitudinal, una suerte de cuna mejor. La acostamos dentro y la cubrimos enseguida, echando directamente sobre el cuerpo desnudo las adelfas arrancadas de raíz.
Cuando nos alejábamos, dije:
—Hay que matar al perro.
—¿Por qué, hijo?
—En cuanto se vea libre, escarbará en ese lugar.
—¡Verdad! —exclamó—. ¡Ahora mismo! ¡Espera! Se dirigió al interior y dos minutos después volvía con un pedazo de pan envenenado. Yo le tiré el mendrugo.
—¡Laurel!, come.
Y nos alejamos. Desde mi hamaca oí sus ladridos de dolor. Después de una hora se calló, pero seguí escuchando durante mucho tiempo el ruido de su gran cadena de cautivo.
Antes de que clareara bien, me sustraje el dinero de la señora (eran quinientos sucres) y salí. ¿Qué dirían? ¿Qué dirían de mí? Debieron padecer horriblemente suponiendo que había salido a delatarles. Pero, después —quizás después— adivinaron que había huido por terror.
Alquilé una pequeña habitación en el otro extremo de la ciudad y leí ávidamente los periódicos de los días siguientes. Por fin, al cuarto, encontré el anuncio que esperaba: «Muchacha desaparecida». El anunciante no ofrecía gratificación alguna. Decía ser «un padre desolado», e imploraba alguna noticia sobre su única hija, desaparecida el diecisiete de agosto, por la noche. Ella se llamaba Lía Maruri Chaide, y el padre vivía en la calle... (¡No, no digo!) Me aprendí de memoria la dirección y al otro día hacia las cuatro de la tarde me situé en las inmediaciones de la casa. Al cabo de media hora, salió un hombre del departamento señalado en el anuncio. Pasó a mi lado, lento y desvaído. Tenía el aspecto de viejo burócrata, celoso de sus obligaciones desesperantes. Era menudo de cuerpo, aguileño y pálido. Sus párpados rojos; perdidos sus ojos. Sobre su pequeña cabeza de ave llevaba un sombrero de mocora negro. Atravesó la calzada y se acodó en el barandal férreo, frente a la ría. Seguramente pensaba verla llegar algún día, cansada de su pequeña y loca aventura. Sí, ella regresaría para él, abandonado y viudo. Pero yo sabía otra cosa. Ella ya no regresaría nunca. Hubo un instante en el que quise acercarme y decirle la verdad. Pero no pude. Alguien me gritaba adentro:
—¡No por Dios! ¡No! Déjale con su esperanza. ¡Deja que su dolor sagrado se vaya adelgazando en el curso mortal de la esperanza!
Y, para siempre con el secreto, me alejé.

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