30
marzo

Émile Zola - "Una víctima de la publicidad"

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Conocí a un chico, muerto el año pasado, cuya vida fue un prolongado martirio. Desde que tuvo uso de razón, Claude se hizo este razonamiento:
«El plan de mi existencia está trazado. No tengo más que aceptar las ventajas de mi tiempo. Para marchar con el progreso y vivir totalmente feliz, me bastará con leer los periódicos y los carteles publicitarios, mañana y tarde, y hacer exactamente lo que esos soberanos guías me aconsejen. En ello radica la verdadera sabiduría, la única felicidad posible.»
Desde entonces, Claude adoptó los anuncios de los periódicos y de los carteles como código vital. Éstos se convirtieron en el guía infalible que le ayudaba a decidirlo todo; no compró nada, no emprendió nada que no le hubiera sido recomendado por la voz de la publicidad. Así fue como el desventurado vivió en un auténtico infierno.
Claude adquirió un terreno formado por tierras de aluvión donde sólo pudo construir sobre pilotes. La casa, construida según un sistema novedoso, temblaba cuando hacía viento y se desmoronaba con las lluvias tormentosas. En su interior, las chimeneas, provistas de ingeniosos sistemas fumívoros, humeaban hasta asfixiar a la gente; los timbres eléctricos se obstinaban en guardar silencio; los retretes, instalados según un modelo excelente, se habían convertido en horribles cloacas; los muebles, que debían obedecer a mecanismos particulares, se negaban a abrirse y cerrarse.
Tenía sobre todo un piano que no era sino un mal organillo y una caja fuerte inviolable e incombustible que los ladrones se llevaron tranquilamente a la espalda una hermosa noche invernal.
El infortunado Claude no sufría sólo en sus propiedades sino también en su persona: La ropa se le rompía en plena calle. La compraba en esos establecimientos que anuncian una rebaja considerable por liquidación total. Un día me lo encontré completamente calvo. Siempre guiado por su amor al progreso, se le había ocurrido cambiar su cabello rubio por otro moreno. El agua que acababa de usar había hecho que se le cayera todo el pelo rubio, y él estaba encantado porque –según decía– ahora podría usar cierta pomada que, con toda seguridad, le proporcionaría un cabello negro dos veces más espeso que su antiguo pelo rubio.
No hablaré de todos los potingues que se tomó. Era robusto pero se quedó escuálido y sin aliento. Fue entonces cuando la publicidad empezó a asesinarlo. Se creyó enfermo y se automedicó según las excelentes recetas de los anuncios y, para que la medicación fuera más efectiva siguió todos los tratamientos a la vez, hallándose confuso ante la idéntica cantidad de elogios que cada producto recibía.
La publicidad tampoco respetó su inteligencia. Llenó su biblioteca con libros que los periódicos recomendaban. La clasificación que adoptó fue de lo más ingeniosa: ordenó los volúmenes por orden de mérito, según el mayor o menor lirismo de los artículos pagados por los editores. Allí se amontonaron todas las bobadas y todas las infamias contemporáneas. Jamás se vio un montón de ignominias semejante. Y además, Claude había tenido el detalle de pegar en el lomo de cada volumen el anuncio que se lo había hecho comprar. Así, cuando abría un libro, sabía por adelantado el entusiasmo que debía manifestar; reía o lloraba según la fórmula. Con ese régimen, llegó a ser completamente idiota.
El último acto de este drama fue lastimoso. Tras haber leído que había una sonámbula que curaba todos los males, Claude se apresuró a ir a consultarla acerca de las enfermedades que no tenía. La sonámbula le propuso obsequiosamente la posibilidad de rejuvenecerlo indicándole la forma para no tener más de dieciséis años. Se trataba simplemente de darse un baño y de beber determinada agua. Se tragó el agua, se metió en el baño y se rejuveneció en él de tal manera que, al cabo de media hora, lo encontraron asfixiado.
Claude fue víctima de la publicidad hasta después de muerto. Según su testamento, había querido ser enterrado en un ataúd de embalsamamiento instantáneo cuya patente acababa de obtener un droguero. En el cementerio, el ataúd se abrió en dos, y el miserable cadáver cayó al barro donde tuvo que ser enterrado revuelto con las planchas rotas de la caja. Su tumba, hecha de cartón piedra y en imitación de mármol, empapada por las lluvias del primer invierno, no fue pronto nada más que un montón de podredumbre sin nombre.

28
marzo

Marcel Schwob - "Los señores Burke y Hare, asesinos"

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El señor William Burke ascendió desde la más baja condición hasta una eterna celebridad. Nació en Irlanda y empezó como zapatero. Durante varios años ejerció este oficio en Edimburgo, donde trabó amistad con el señor Hare, sobre quien ejerció gran influencia. Dentro de la colaboración de los señores Burke y Hare, no hay duda alguna de que el poder de invención y simplificación perteneció al señor Burke. Sin embargo, sus nombres han permanecido inseparables en el arte, como los de Beaumont y Fletcher juntos vivieron, juntos trabajaron y juntos fueron presos. El señor Hare nunca protestó contra la popularidad con que particularmente se distinguió a la persona del señor Burke: desinterés tan cabal no tuvo su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al procedimiento especial que honró a ambos colaboradores. El monosílabo Burke ha de vivir aún mucho tiempo en boca de los hombres, cuando ya la persona de Hare haya desaparecido en el olvido que injustamente se abate sobre los oscuros trabajadores.
El señor Burke parece haber otorgado a su obra la fantasía mágica de la verde isla en que nació. Su alma debió haberse impregnado de los relatos del folclore. Hay en lo que hizo algo como un lejano resabio de Las mil y una noches.
Similar al califa errante a lo largo de los jardines nocturnos de Bagdad, deseó misteriosas aventuras, curioso como era de relatos desconocidos y personas extrañas. Similar al gran esclavo negro armado de una pesada cimitarra, no encontró conclusión más digna para su voluptuosidad que la muerte de los demás. Pero su originalidad anglosajona consistió en haber logrado sacar el más práctico partido de su errabunda imaginación de celta. ¿Qué hacía el esclavo negro, díganme -cumplido ya su gozo artístico-, con aquellos a los que les había cortado la cabeza? Con una barbarie muy árabe, los descuartizaba a fin de conservarlos, salados, en un sótano. ¿Qué beneficio sacaba? Ninguno. El señor Burke fue infinitamente superior.
De alguna manera, el señor Hare le sirvió de Dinazarda. Al parecer, el poder de invención del señor Burke hubo de sentirse especialmente excitado por la presencia de su amigo. La ilusión de sus sueños les permitió valerse de una buhardilla para alojar en ella magníficas visiones. El señor Hare vivía en un cuartito ubicado en el sexto piso de una casa muy alta y muy poblada de Edimburgo. Un canapé, un cajón, y sin duda algunos utensilios de tocador, componían casi todo su mobiliario. Sobre una mesita, una botella de whisky con tres vasos. Era norma que el señor Burke no recibiera más de una persona por vez: nunca la misma. Característica suya era invitar, al caer la noche, a un transeúnte desconocido. Vagaba por las calles para examinar los rostros que suscitaban su curiosidad. A veces escogía al azar. Se dirigía al extraño con toda la cortesía que habría puesto Harún-al-Raschid. El extraño subía los seis pisos del caserón del señor Hare. Le cedían el canapé y le ofrecían whisky de Escocia. El señor Burke lo interrogaba acerca de los sucesos más sorprendentes de su existencia. ¡Qué insaciable oyente era el señor Burke! Al despuntar el día, siempre el señor Hare interrumpía el relato. La forma de interrupción del señor Hare era invariablemente la misma, y muy imperativa. Tenía el señor Hare, a fin de interrumpir el relato, la costumbre de ubicarse detrás del canapé y aplicar ambas manos sobre la boca del narrador. En ese mismo momento, el señor Burke se sentaba sobre el pecho de éste. Ambos, en esa posición, soñaban inmóviles con el final de la historia que jamás oían. De esta manera, los señores Burke y Hare concluyeron un gran número de historias que el mundo no conocerá.
Cuando el cuento había sido, junto con el aliento del narrador, definitivamente detenido, los señores Burke y Hare exploraban el misterio. Desvestían al desconocido, admiraban sus joyas, contaban su dinero y leían sus cartas. Algunas correspondencias no carecían de interés. Luego ponían el cuerpo en el cajón del señor Hare, para que se enfriara. Y en este punto el señor Burke mostraba la fuerza práctica de su espíritu.
Era importante que el cadáver se mantuviese fresco, pero no tibio, a fin de poder utilizar hasta el último residuo del placer de la aventura.
En aquellos primeros años del siglo, los médicos estudiaban con pasión la anatomía, pero pasaban por muchas dificultades a causa de los principios de la religión antes de procurarse sujetos para disecar. El señor Burke, de esclarecido espíritu, había advertido esa laguna de la ciencia. No se sabe cómo se relacionó con el doctor Knox, un venerable y sabio experto que enseñaba en la Facultad de Edimburgo. Quizás el señor Burke había seguido cursos públicos, aun cuando su imaginación debió inclinarlo, más bien, hacia los gustos artísticos. Pero es seguro que le prometió al doctor Knox ayudarlo como mejor pudiera. Por su parte, el doctor Knox se comprometió a pagarle por sus esfuerzos. La tarifa disminuía desde los cuerpos de gente joven hasta los cuerpos de ancianos. Éstos le interesaban muy poco al doctor Knox -era también la opinión del señor Burke-, pues comúnmente tenían menos imaginación. El doctor Knox se hizo célebre entre todos sus colegas por virtud de su ciencia anatómica. Los señores Burke y Hare se beneficiaron con la vida como grandes apasionados. Indudablemente conviene situar en esa época el período clásico de su existencia.
Pues el genio omnipotente del señor Burke muy pronto lo arrastró lejos de las normas y reglas de aquella tragedia en la que siempre había un relato y un confidente. El señor Burke evolucionó completamente solo (sería pueril invocar la influencia del señor Hare) hacia una especie de romanticismo. Como ya no le bastaba el decorado de la buhardilla del señor Hare, inventó el procedimiento nocturno en medio de la niebla. Los incontables imitadores del señor Burke han empañado un poco la originalidad de su estilo. He aquí la verdadera tradición del maestro.
La fecunda imaginación del señor Burke se había hartado de los relatos eternamente parecidos de la experiencia humana. Nunca el resultado había respondido a su expectación. De allí vino a no interesarse más que en el aspecto real, para él siempre variado, de la muerte. Localizó todo el drama en el desenlace. La calidad de los actores ya no le importó. Los moldeó al azar. El único accesorio del teatro del señor Burke fue una máscara de tela empapada en resina.
En las noches de bruma, el señor Burke salía con la máscara en la mano. Lo acompañaba el señor Hare. El señor Burke aguardaba al primer transeúnte y echaba a andar delante de él; luego, volviéndose, le aplicaba sobre el rostro la máscara de resina, súbita y firmemente. Al instante, los señores Burke y Hare se apoderaban, cada uno de un lado, de los brazos del actor. La máscara de tela empapada en resina ofrecía la genial simplificación de ahogar al mismo tiempo los gritos y el aliento. Además, era trágica: la niebla esfumaba los gestos del papel. Algunos actores parecían hacer la pantomima de la borrachera. Terminada la escena, los señores Burke y Hare tomaban un cabriolé y desarmaban el personaje; en tanto el señor Hare vigilaba sus ropas, el señor Burke subía un cadáver fresco y limpio a casa del doctor Knox.
Aquí es cuando, en desacuerdo con la mayoría de los biógrafos, he de dejar a los señores Burke y Hare en medio de su nimbo de gloria. ¿Por qué destruir un efecto artístico tan hermoso llevándolos lánguidamente hasta el final de su carrera y revelando sus desfallecimientos y sus decepciones? Sólo hay que verlos allí, con su máscara en la mano, errantes en las noches de niebla. Pues el fin de su vida fue vulgar y similar a tantos otros. Al parecer, uno de ellos fue colgado, y el doctor Knox debió alejarse de la Facultad de Edimburgo. El señor Burke no ha dejado otras obras.

27
marzo

Edgar Alan Poe

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En alguna ocasión, en algún foro o blog, yo despotricaba contra las editoriales (que editan en castellano) por la pobreza de sus catálogos en algunas especialidades, principalmente en poesía y en novela de ciertos periodos históricos. Uno de los ejemplos que ponía era la inexistencia de ediciones decentes de la poesía de Poe en castellano. Al César lo que es del César, y yo a tragarme parte de mis palabras. Existe desde el año 2000 una magnífica edición bilingüe de la poesía completa de Poe. Hiperión es la culpable.

Un enigma
Raras veces encontramos -dice Solomon Don Dunce-,
ni la mitad de una idea en el soneto má profundo.
A través de las cosas endebles vemos de inmediato
tan fácil como a través de un sombrero de Nápoles,
-¡basura de basuras! ¿cómo puede ponérselo una dama?-,
aunque mucho más pesadas que tus cosas petrarquianas,
necedades de pedantería lechucesca que el más ligero soplo
convierte en confeti mientras las lees."
Y, verdaderamente, Solomon tiene bastante razón.
Las fatigosidades generales son puras burbujas,
efímeras y por tanto transparentes,
pero esto es, ahora -podéis contar con ello-
estable, opaco, inmortal, todo por fuerza
de los queridos nombres ocultos en su interior.

A la ciencia
¡Oh Ciencia, hija auténtica del viejo Tiempo eres,
que todo lo alteras con tu mirada escrutadora!
¿Por qué haces presa así en el corazón del poeta,
tú, buitre cuyas alas son sombrías realidades?
¿Cómo iba a amarte? ¿cómo a juzgarte sabia,
a ti, que no quisiste dejarlo en su vagar
buscar tesoros en los cielos alhajados,
aunque se alzó con intrépidas alas?
¿Acaso no sacaste a Diana de su carro
y expulsaste a las hamadríadas del bosque
para buscar cobijo en más dichosa estrella?
¿No arrancaste a la náyade de su corriente,
al elfo del a verde hierba, y de mí
el sueño de verano bajo el tamarindo?


Aquí se puede leer la versión en castellano que puse hace ya tiempo de su poema "Anable Lee". En este vídeo se puede leer y escuchar la versión en inglés bien leída.


No podía faltar la estupenda versión que del poema cantaron "Radio Futura".

Erskine Caldwell - "Marjorie se empareja"

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Iba a venir... Iba a venir... ¡Dios bendito! Iba a venir para casarse con ella... ¡desde Minnesota!
Marjorie leyó la carta una y otra vez, temblando, sin aliento, sosteniendo desesperadamente la misiva con los diez dedos de las manos. Finalmente, cuando sus ojos empezaron a ver borroso y ya no pudo leer su caligrafía, apretó la carta contra sus pechos desnudos. Así depositaría en ella toda la felicidad de su corazón. Iba a venir desde Minnesota. ¡Iba a viajar toda esa distancia para casarse con ella!
Cada palabra, cada falta de puntuación, se habían grabado en su memoria. La mera idea de la carta era como un poema fluyendo por su interior -como el escalofrío producido por un calor repentino- y los fragmentos de cada renglón se repetían como los rugidos de la tubería de una caldera.
Su carta no era una petición de matrimonio, pero le decía que le gustaba su aspecto en la foto que le había enviado. ¿Y por qué iba a venir desde Minnesota si no tenía intención de pedirle que fuera su esposa? Sin duda la quería.
Marjorie también tenía su foto. Podía notar la fuerza incansable de los delgados músculos que surcaban su cara hasta el mentón. Recorrió con los dedos sus facciones. La excitación la llenó de pasión por el hombre con quien se emparejaría. Era un hombre fuerte. Haría con ella lo que quisiera.
Seguro que ella le gustaría. Era un hombre maduro y cuando se casan los hombres maduros buscan la belleza del alma y el cuerpo. Marjorie era bella. Su belleza era su juventud y su encanto. Él le había escrito que sus ojos y su cara y su cabello eran los más lindos que había visto jamás. Y su cuerpo también era bello. Él lo podría ver cuando viniera. Sus piernas esbeltas eran frescas y firmes como los pinos jóvenes en pleno invierno. Su corazón era calido y ávido. Ella le gustaría... seguro.
Si ella le gustase, y si él la quisiese, y seguro que lo haría en cuanto la viera, Marjorie le entregaría su alma. Su alma seria su gran regalo. Primero le entregaría su amor, luego su cuerpo y, finalmente, su alma. Nadie había poseído jamás su alma. Pero tampoco su cuerpo ni su corazón habían sido poseídos.
Él le había escrito unas cartas sinceras. Le había dicho que quería una esposa. Estaba solo, decía. Vivía solo en Minnesota. Marjorie también se sentía sola. Había vivido sola los cinco largos años desde la muerte de su madre. Ella comprendía. Siempre había sido una persona solitaria.
Marjorie preparó una habitación para él y esperó a que llegara. Lavó tres veces las sabanas de lino y las fundas de almohada. Secó las sábanas en las ramas de los abetos y las planchó al amanecer, cuando aun estaban húmedas y olían a pino.
El día de su llegada Marjorie se despertó mucho antes del amanecer. El sol ascendió fresco y con rapidez.
Antes de preparar la ropa que se iba a poner para él, corrió a la habitación y ahuecó las almohadas y alisó la colcha por última vez. Luego se vistió rápidamente y condujo su automóvil a la estación que estaba a diecinueve millas de distancia.
Llegó en el tren de las doce procedente de Boston. Era mucho más grande de lo que se había imaginado y mucho mas guapo de lo que había esperado.
-¿Eres Marjorie? -le preguntó con voz ronca.
-Sí -respondió con avidez-. Soy Marjorie. ¿Tú eres Nels?
-Sí -sonrió y sus miradas se encontraron-. Soy Nels.
Marjorie llevó a Nels al automóvil. Subieron y se pusieron en marcha. Nels era un hombre silencioso. Hablaba poco y con voz decidida. Miraba a Marjorie todo el rato. Fijó la mirada en sus manos y su cara. Ante este evasivo escrutinio ella se puso nerviosa. Cuando hubieron avanzado varias millas él colocó su brazo a lo largo del respaldo del asiento. Marjorie solo notó su brazo una o dos veces. El avance del automóvil por la carretera llena de baches los lanzaba a ambos de un lado a otro. Los brazos de Nels eran fuertes y musculosos como los de un leñador.
A última hora de la tarde, Marjorie y Nels caminaron por el bosque hacia el lago. Soplaba un viento frió del noreste y el lago estaba movido como si fuera a caer una tormenta. Mientras miraban las olas subidos a una roca en la orilla del lago, una repentina ráfaga de aire lanzó a Marjorie contra el hombro de Nels. Éste la sujeto con sus brazos de acero y saltó al suelo. Más tarde Marjorie le mostró a Nels la heladera y le indicó el cobertizo donde guardaban las barcas durante el invierno. Luego regresaron a la casa cruzando el bosque de pinos y abetos.
Mientras Marjorie preparaba la cena, Nels se quedó sentado en la sala fumando su pipa. Varias veces Marjorie se acercó corriendo a la puerta para echar una breve ojeada al hombre con quien se iba a casar. En él, el único movimiento visible era el humo procedente de la cazoleta de su pipa. Cuando la cena estuvo lista Marjorie se cambió rápidamente de vestido y llamó a Nels. Éste disfrutó de la cena. Le gustó su manera de preparar el pescado. La piel de Marjorie estaba tan caliente que no podía soportar el contacto de sus propias rodillas. Nels comió con gran apetito.
Después de llevar rápidamente los platos a la cocina, Marjorie se volvió a cambiar de vestido y se dirigió a la sala. Nels estaba sentado junto a la chimenea. Se quedaron en silencio hasta que ella le mostró un álbum de fotos. Él las miró en silencio.
Durante toda la velada ella esperó que la tomara en sus brazos y la besara. Lo haría mas tarde, sin duda, pero ella quería estar en sus brazos ahora. Él no la miró.
A las diez y media Nels dijo que se quería ir a la cama. Marjorie se levantó de un salto y fue corriendo a la habitación. Abrió la cama con aroma a pino y ahuecó las almohadas. Se inclinó y colocó su mejilla encendida sobre las sábanas perfumadas y frescas. Le costó despegarse de la cama, pero regresó a la sala donde Nels seguía en silencio.
Después de que Nels se retirara a su habitación y cerrara la puerta detrás de él, Marjorie se fue a su propio dormitorio. Se sentó en la mecedora y miró hacia el lago. Se levantó de la silla pasada la medianoche y se desnudó. Justo antes de retirarse fue de puntillas hasta la puerta de Nels. Se quedo escuchando atentamente durante varios minutos. Sus dedos tocaron suavemente la puerta. Él no la oyó. Estaba dormido.
Marjorie se despertó a las cinco. Nels entro en la cocina a las siete, mientras ella preparaba el desayuno. Se acababa de lavar. Por debajo del traje de tweed ella notó la solidez de su cuerpo. ·
-Buenos días -dijo.
-Buenos días, Nels -le saludó ella ansiosa.
Después de desayunar se quedaron en la sala un rato mientras Nels fumaba su pipa. Cuando terminó se levantó y se colocó delante de la chimenea. Sacó su reloj y miró la hora. Marjorie permaneció detrás, sentada en silencio.
-¿A qué hora sale el tren a Boston? -le preguntó.
Ella le respondió sin apenas aliento.
-¿Me puedes llevar a la estación? -le preguntó.
Ella dijo que lo haría.
Marjorie fue de inmediato a la cocina se inclino sobre la mesa. Nels se quedó en la sala llenando la pipa. Marjorie corrió varias veces a la sala, pero cada vez que alcanzaba la puerta regresaba a la cocina. Quería preguntarle a Nels si iba a volver. Cogió un plato y se le cayó al suelo. Era la primera pieza de porcelana que había roto desde la muerte de su madre. Se puso el abrigo y el sombrero tiritando. ¡Claro que iba a volver! ¡Qué tontería pensar que no lo fuera a hacer! Probablemente se iría a Boston a comprarle regalos. Volvería... por supuesto que volvería.
Cuando llegaron a la estación Nels alargó la mano. Ella le dio la suya. Era la primera vez que sus pieles se tocaban.
-Adiós -dijo.
-Adiós, Nels -dijo ella sonriéndole-. Espero que hayas disfrutado de la visita.
Nels cogió su bolsa de viaje y se dirigió a la sala de espera.
Marjorie notó que sus brazos y piernas se le entumecían. Puso el coche en marcha con incertidumbre. No le había dicho que fuera a regresar.
-¡Nels! -gritó ella desesperadamente. Agarró con sus dedos sin vida la puerta del automóvil.
Nels se detuvo y se dio la vuelta.
-Nels, puedes volver siempre que quieras -imploró ella sin vergüenza.
-Gracias -respondió él brevemente-, pero regreso a Minnesota y nunca más volveré.
-¿Qué? -gritó ella. Sus labios temblaban con tanta violencia que apenas podía hablar-. ¿Adónde vas...?
-A Minnesota -respondió.
Marjorie condujo tan rápido como se lo permitía el automóvil. En cuanto llegó a casa se metió en la habitación de Nels.
Allí Marjorie se quedo de pie junto a la cama y miró con los ojos llenos de lagrimas las sabanas arrugadas y las almohadas. Sollozó y se tiró en la cama en la que Nels había dormido. Abrazo las almohadas y las llenó de lágrimas. Sintió el cuerpo de él contra el de ella. Besó su cara y le presentó los labios para que él la besara.
Cuando se levantó ya había anochecido. El sol se había puesto; el día había pasado. La luz del crepúsculo era lo único que mostraba sombras en la habitación.
Marjorie se puso una manta por los hombros. Arrancó las sábanas y las fundas de almohada de la cama y corrió a ciegas hacia su propio dormitorio. Abrió su arcón de cedro y dobló con ternura las sabanas y las fundas de almohada. Colocó las sabanas dobladas en el arcón y lo arrastro al lado de su cama.
Marjorie encendió la luz y se metió entre las sabanas de su propia cama.
-Buenas noches, Nels -susurro en voz baja. Sus dedos tocaron la tapa lisa del arcón de cedro que tenia al lado.

18
marzo

Mis divos (IX) - Duke Ellington

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Sin duda, uno de los más grandes músicos (así, sin etiquetas, músico total) del siglo XX. Algunos críticos, sobre todo algunos que vienen de la música clásica, no admiten que un músico prácticamente autodidacta, pueda ser uno de los dioses olímpicos de la música, pero es lo que tiene el talento, que no sabe de títulos ni escuelas (además, con un genio como Billy Strayhorn trabajando para ti, supongo que es más fácil todo).
Su carrera es una de las más largas. Y eso que en los años cincuenta del siglo pasado, muchos lo daban por acabado. Pero llegó el Festival de Newport de 1956 y todos tuvieron que rendirse a la evidencia, había Ellington para rato.

"Satin Doll"
Un clásico que casi todo el mundo ha tarareado alguna vez.


"Sophisticated Lady"
Otro clásico. El saxo barítono es Harry Carney.


"Diminuendo in blue & Crescendo in blue"
Uno de los temas con los que arrasó en Newport y puso firmes a sus detractores. El vídeo está dividido en dos partes por cuestiones técnicas de youtube. En la segunda parte está el mítico solo de Paul Gonsalves y el final de Cat Anderson, como no, haciendo de las suyas en el registro sobreagudo.

17
marzo

Ring Lardner - "Zona de silencio"

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Ringgold Wilmer Lardner fue un periodista deportivo, autor de relatos y dramaturgo estadounidense. Su obra es fundamentalmente satírica y sus personajes son gente corriente a la que le suceden historias corrientes y contadas con lenguaje coloquial. Pero detrás de esa aparente vulgaridad se esconde una feroz crítica y una dura sátira de la sociedad en que vivía. Fue íntimo amigo de Scott Fitzgerald (se dice que Ring sirvió de modelo para construir el personaje de Abe North en la semiautobiográfica "Suave es la noche") y de otros autores modernistas. Su humor también tiene aspectos del absurdo, del surrealismo y un poco de todas las vanguardias que se desarrollaron en el primer tercio del siglo XX.


-Bueno -dijo el médico, animadamente-. ¿Cómo se siente?
-Oh, creo que estoy bien -dijo el hombre acostado-. Todavía estoy un poco mareado, eso es todo.
-Ha estado una hora y media con anestesia. No me sorprende que todavía no esté del todo despierto. Pero se sentirá mejor después de un buen descanso por la noche. Le dejo con la señorita Lyons, ella le dará un remedio que le hará dormir. Ahora debo irme. La señorita Lyons le va a atender.
-Tengo que salir a las siete -dijo la señorita Lyons-. Voy al teatro con mi M.A. Pero la señorita Halsey le cuidará. Es la enfermera de la noche. Le dará cualquier cosa que usted desee. ¿Qué puedo darle de comer, doctor?
-Nada, por lo menos hasta mañana, cuando ya lo haya visto. Es mejor que no coma. Procure que esté tranquilo. No le deje hablar; y no le hable. Es decir, si es posible.
-¿Que si es posible? -dijo la Srta. Lyons-. Puedo convertirme en la esfinge misma si lo deseo. A veces me quedo horas sentada... y no sola, y jamás digo una palabra. No hago más que pensar y pensar. Y soñar. Tenía una jefa en Baltimore. Me llamaba la Muda. No porque yo sea muda como alguna gente... ya se da usted cuenta... sino porque estaba allí sentada, sin decir nada. Me preguntaba: "¿En qué estás pensando, Eleanor?" Ese es mi nombre, Eleanor.
-Bueno, tengo que marcharme. Nos veremos por la mañana.
-Adiós, doctor- dijo el hombre que estaba acostado cuando el médico salió.
-Adiós, doctor Cox- dijo la señorita Lyons cuando la puerta se cerró.
-Parece un tipo muy simpático- dijo la señorita Lyons- y también es un médico excelente. Es la primera vez que atiendo a uno de sus enfermos. Una se siente apreciada por él. Algunos de los médicos nos tratan como si creyeran que somos mormonas o algo por el estilo. El doctor Holland, por ejemplo. La semana pasada atendí uno de sus casos. Me trató como si yo fuera mormona o algo por el estilo. Finalmente le dije: "No soy tan bruta como parezco". Se murió el viernes por la noche.
-¿Quién? -preguntó el hombre que estaba en la cama.
-La mujer... la enferma que atendí- dijo la señorita Lyons.
-¿Y qué dijo el médico cuando usted le dijo que no era tan bruta como parecía?
-No recuerdo -dijo la señorita Lyons-. "Espero que no" o algo por el estilo. ¿Qué podía decir? ¡Caramba! ¡Las siete menos cuarto! ¡No tenía idea que era tan tarde! Tengo que ocuparme de usted y prepararlo para la noche. Y le diré a la señorita Halsey que lo cuide bien. Vamos a ver "El precio de la gloria". Voy con mi M.A. El N. le regaló las entradas: nos va a esperar después de la función e iremos a cenar. Marian... mi M.A.... está loca por él. Y él está loco por ella, según dice ella. Pero yo le dije esta tarde... ella me telefoneó... y yo le dije: "Si está tan loco, ¿por qué no se te declara? Tiene bastante dinero y no tiene compromisos; dentro de lo que puedo ver no hay motivo para que no se case contigo si te desea tanto como dices". Entonces ella dijo que tal vez él fuera a declararse esta noche. Y yo le dije: "No seas tonta. Si pensara declararse no me invitaría a mí". Y eso de que él tenga tanto dinero... en realidad es una broma. Él se lo dijo y ella lo cree. Todavía no le he visto, pero, por el retrato, da la impresión de que sería para él una suerte ganar veinticinco dólares semanales. Ella cree que él es rico porque está en Wall Street. Yo le dije a ella: "Eso de que esté en Wall Street no significa nada. Lo que importa es lo que está haciendo allí. En esos edificios tiene que haber porteros, como en cualquier parte". Pero ella cree que él es un dios o algo por el estilo. Me pregunta todo el tiempo si no creo que es el tipo más buen mozo que he visto. Yo le digo que sí, claro, pero, entre usted y yo, no creo que nadie vaya a confundirlo jamás con Richard Barthelmes. ¡Ah!, ¿sabe?, ¡lo vi el otro día saliendo del Algonquin! ¡Es lo más lindo que he visto en mi vida! Más que en la pantalla... Roy Stewart...
-¿Quién es Roy Stewart?- preguntó el hombre de la cama.
-Oh, es el tipo de quien le estaba hablando -dijo la señorita Lyons.
-El N. de mi M.A.
-Tal vez yo sea un T.I. en no darme cuenta, pero, ¿quiere decirme qué es un N. y una M.A.?
-¡Caramba, qué lerdo es usted! -dijo la señorita Lyons-. M.A. es Mejor Amiga; N. es Novio. Creía que todo el mundo sabía eso. Y ahora debo irme y le diré a la señorita Halsey que lo cuide bien. Pero tal vez sea mejor que no le diga nada.
-¿Por qué?- preguntó el hombre acostado.
-Oh, por nada. Pero estaba recordando algo raro que sucedió la última vez que atendí un caso en este hospital. Fue el día que habían operado a ese hombre... el tipo más buen mozo que he visto. Por eso, cuando dejé el servicio, le dije a la señorita Halsey que lo cuidara bien, como le iba a decir por usted. Y cuando volví por la mañana, el hombre estaba muerto. ¿No es cómico?
-¡Muy cómico!

-Bueno- dijo la señorita Lyons. -¿Cómo pasó la noche? De todos modos, parece mucho mejor. ¿Qué le pareció la señorita Halsey? ¿Se fijó en los tobillos? Tiene los tobillos más delicados que he visto. Recuerdo que un día Tyler..., uno de los internos... dijo que si le dejaban ver nuestros tobillos, los míos y los de la señorita Halsey, él no sabría distinguirlos. Naturalmente, en otras cosas, no nos parecemos nada. Ella está cerca de dos treinta y... bueno, nunca nadie la ha confundido con Julia Hoyt... Helen.
-¿Quién es Helen?- preguntó el hombre acostado.
-Helen Halsey, Helen. Es su nombre de pila. Estuvo comprometida con un hombre en Boston. Él iba al Tufts College. Estudiaba medicina. Pero murió. Ella siempre lleva consigo el retrato. Le he dicho que es idiota andar lagrimeando por un hombre que ha muerto hace cuatro años. Además, es una tontería casarse con un médico. Tienen demasiadas coartadas. Cuando yo me case, será con alguien que cumpla horas regulares de oficina, como ese tipo en Wall Street o donde sea. Entonces, cuando se demore, tendrá que pensar en algo mejor que en "atender a un paciente". Yo acostumbraba a decirle esto a mi hermana cuando vivíamos juntas. Cuando volvía tarde, le decía que había atendido a un enfermo. Y ella nunca se dio cuenta. ¡Pobre hermanita! ¡Se casó con una especie de lata de petróleo! Pero no era bonita como para pescar realmente a alguien. Estoy haciendo esta labor para ella: es un tapete para una mesa de bridge que le regalaré para su cumpleaños. Va a cumplir veintinueve. ¿No le parece vieja?
-Tal vez a usted le parezca... a mí, no -dijo el hombre de la cama.
-Usted anda por los cuarenta, ¿verdad?- dijo la señorita Lyons.
-Por ahí...
-Y ¿qué edad me daría a mí?
-Veintitrés.
-Tengo veinticinco- dijo la señorita Lyons.
-Veinticinco y cuarenta. Quince años de diferencia. Pero conozco una pareja en que el marido tiene cuarenta y cinco y ella sólo veinticuatro, pero que se llevan muy bien.
-Yo soy casado- dijo el hombre de la cama.
-¡Tenía que serlo! -dijo la señorita Lyons-. Los cuatro últimos casos que he atendido eran todos hombres casados. Pero, de todos modos, prefiero cualquier clase de hombre a una mujer. Odio a las mujeres. Quiero decir, a las enfermas. Tratan a la enfermera como si fuera un perro, especialmente si es una enfermera bonita. ¿Qué es eso que está leyendo?
-Feria de Vanidades (1)- dijo el hombre acostado.
-Feria de Vanidades... creí que era una revista.
-Bueno, hay una revista que se llama así y también un libro. Éste es el libro.
-¿La historia de una muchacha?
-Sí.
-Todavía no lo he leído. He estado muy ocupada trabajando en este regalo para el cumpleaños de mi hermana. Cumple veintinueve. Es un tapete para una mesita de bridge. Cuando uno llega a esa edad, lo único que queda es el bridge o los crucigramas. ¿Le gustan los crucigramas? Yo los hice religiosamente durante un tiempo, pero me harté. Ponen palabras tan disparatadas. El otro día había una palabra de cuatro letras y decía "Pez comestible", y la primera letra tenía que ser una "a". ¡Y sólo cuatro letras! Seguro que había un error. Entonces me dije: si se equivocan así, ¿para qué resolver el problema? La vida es demasiado corta. Y sólo vivimos una vez. Cuando uno se muere, queda muerto por mucho tiempo. Es lo que solía decir un N. que tuve. ¡Era un caso! ... Pero estaba loco por mí. Me hubiese casado, si mi M.A. no le hubiera ido con cuentos. ¡Y decía que era mi amiga! Charley Pierce.
-¿Quién es Charley Pierce?
-Mi N., el tipo a quien la otra le fue con cuentos. Yo le dije a él: "Bueno, si crees todo lo que te dicen de mí, es mejor que terminemos enseguida. No quiero estar ligada a alguien capaz de creer todas las porquerías que se dicen de mí". Y él salió con que realmente no las creía y que, si yo le perdonaba, no volveríamos a pelear. Pero yo le contesté que era mejor separarnos. Recibí noticia de su boda hace dos años, cuando todavía estaba estudiando en Baltimore.
-¿Se casó con la muchacha que le fue con cuentos contra usted?
-Sí, ¡pobre diablo! ¡Y apostaría a que está contento! Pero no estaba mal, eso es lo cierto, hasta que se enamoró de ella. ¡Se ocupaba tanto de mí! Como si fuera su hermana o algo por el estilo. Me gusta que los hombres me respeten. La mayoría de los tipos quieren besarla a una antes de saber cómo se llama. ¡Caramba, qué sueño tengo esta mañana! Y tengo motivos, no hay duda. ¿Sabe a qué hora volví anoche o, mejor dicho, esta mañana? Bueno, a las tres y media. ¿Qué diría mamá si viera ahora a su nenita? Pero nos divertimos mucho. Primero fuimos al cine... a ver "El Precio de la Gloria", con mi M.A.... y después su N. pasó a buscarnos y nos llevó en taxi a lo de Barney Gallant. Ahora toca allí la orquesta de Pee Wee Byers. Antes estaba en Whiteman's. ¡Caramba... cómo baila! Roy, quiero decir.
-¿El N. de su M.A.?
-Sí, pero no creo que esté tan loco por ella como ella cree que está. De todos modos..., pero este es un secreto... anotó el número de teléfono del hospital cuando Marian fue a empolvarse la nariz. Y dijo que iba a telefonearme a mediodía. ¡Ay, qué sueño! ¡Roy Stewart!

-Bueno -dijo la señorita Lyons-. ¿Cómo anda mi enfermo? Me he retrasado veinte minutos, pero la verdad es que es sorprendente que haya podido levantarme. Dos noches seguidas de farra son demasiado para una servidora.
-¿Fueron otra vez a lo de Barney Gallant? -preguntó el hombre de la cama.
-No, pero bailamos, y casi hasta la misma hora. Esta noche será otra cosa. Me acostaré al llegar a casa. Pero lo pasé muy bien. Y estoy loca por cierta persona.
-¿Por Roy Stewart?
-¿Cómo lo adivinó? ¡La verdad es que es maravilloso! ¡Y tan distinto a casi todos los hombres que he conocido! Dice cosas graciosísimas, uno se muere de risa. Hablábamos de libros y de lecturas, y me preguntó si me gustaban los poemas..., pero decía "potemas" y yo dije que me enloquecían y que Edgar M. Guest era mi favorito, y después le pregunté si le gustaba Kipling, y ¿sabe lo que me dijo? Que no lo conocía. ¡que él nunca había kiplingeado! ¡Es bárbaro! Estuvimos en casa hasta las once y media, y no hicimos más que hablar, y el tiempo pasó como si estuviéramos en el cine. Vale más que una película. Pero finalmente me di cuenta de que era muy tarde y le pregunté si no creía que era hora de irse, y él dijo que se iba si yo le acompañaba, y entonces le pregunté dónde podíamos ir a esa hora de la noche, y él dijo que conocía un lugar no muy lejos, y yo no quería ir, pero él dijo que sólo íbamos a bailar una pieza, y entonces fui con él. Fuimos al Jericho Inn. No sé qué pensó la patrona de la casa donde vivo al verme salir a esas horas de la noche. Pero ¡él es un bailarín tan maravilloso y es tan caballero! Naturalmente, bailamos más de una pieza, y eran más de las dos cuando me di cuenta. También tomamos un poco de ginebra, pero sólo me besó una vez, al despedirnos.
-Y su M.A., Marian, ¿está enterada?
-¿De que he salido con Roy? No, yo siempre he dicho que, lo que no se sabe, no lastima. Además... todavía no hay nada que ella debe saber. Pero escuche, si ella tuviera la más remota posibilidad, si yo creyera que a él ella le importa algo, yo sería la última en aceptar sus invitaciones. No soy una mujer de esa clase. Pero... bueno... algo serio entre ellos, bueno, no existe. Y lo sé. Ella no es mujer para él. En primer lugar, aunque es bonita, a su manera, tiene feo el cutis y el pelo es escaso, y la figura, bueno, es como la de algunas mujeres de las tiras cómicas. Y no tiene bastante pimienta para Roy. Prefiere quedarse en casa en lugar de salir a pasear ¡Quedarse en casa! Ya habrá tiempo de hacerlo cuando una no consiga nadie que quiera sacarla. Ella no sería una buena esposa para él. Él será rico dentro de un año, es decir, si las cosas marchan bien en Wall Street, como espera. Y un hombre que va a ser tan rico como él necesita una mujer que esté a su altura, y que sepa recibir y presentarse de cuando en cuando. No necesita una mujer que sea una carga para él. Y es demasiado buen mozo para Marian. Un hombre tan buen mozo como él necesita una mujer bonita, o de lo contrario la primera muchacha bonita se lo robará. Pero es tonto hablar de que puedan casarse. Él tendría que declararse primero, y no piensa hacerlo. Lo sé. Por eso no siento que me estoy entrometiendo. De todos modos, como dice el viejo refrán, todo está permitido en el amor. Y yo ... Pero no le dejo leer su libro. Ah, casi me olvidaba, un C. que la señorita Halsey dijo sobre usted. ¿Sabe lo que es un C.?
-Un Chisme, ¿no?
-Sí.
-Bueno, usted me cuenta uno y yo le cuento otro. Pero yo no he hablado nada más que con el médico. Le diré algo sobre mí. El médico me preguntó si usted era simpática y yo le dije que sí.
-Bueno, más vale algo que nada. Ahora oiga lo que dijo la señorita Halsey: dijo que si usted estuviera afeitado y arreglado, no sería feo. Y ahora voy a ver si ha llegado el correo para mí. Casi todas las cartas van a casa, pero a veces, alguna correspondencia llega aquí. La que estoy esperando es una carta de la dirección diciéndome que he aprobado los exámenes. ¡Me hicieron unas preguntas tan idiotas! Por ejemplo: "¿Es el hielo un desinfectante" ¿A quién le importa? Nadie va a gastar hielo en matar microbios cuando se necesita tanto para preparar copas. ¿Le gustan las copas? Roy dice que el whisky se estropea si se mezcla con agua. El lo toma solo. ¡Es fantástico! Pero tal vez usted tiene ganas de leer...

-Buenos días- dijo la señorita Lyons. -¿Durmió bien?
-No tan bien -dijo el hombre acostado-. Yo...
-Apostaría que ha dormido más que yo -dijo la señorita Lyons-. Es el tipo más persistente que he conocido. Anoche le pregunté: "¿Nunca te cansas de bailar?" Y me sale con que ... bueno, se cansaba de bailar con algunas, pero que con otras nunca se cansaba. Entonces, yo: "Sí, señor Bombón, pero yo no nací ayer, yo sé lo que es el dulce de leche, y juraría que le ha dicho eso a cincuenta chicas". Me pareció, de todos modos, que hablaba en serio.
Claro, en general todos prefieren las delgadas a las gordas, para bailar. Recuerdo un N. que tuve una vez en Washington. Decía que bailar conmigo era como bailar con nada. Eso parece un insulto, pero en realidad es un cumplido. Quería decir que, conmigo, no es ningún esfuerzo bailar, como pasa con otras. Marian, por ejemplo. Aunque esté loco por ella, eso no la hace buena bailarina. Bailar con ella debe parecerse a tener que mover el piano o algo así. Si fuera gorda, ¡me moriría! La gente siempre hace bromas con los gordos. Y está el viejo refrán: "A nadie le gusta un hombre gordo". Y con una mujer es todavía peor. Además, la gente hace chistes con ellas, no las saca a bailar y demás; y siempre están tratando de adelgazar y no pueden comer lo que quieren. Creo que si fuera gorda comería todo lo que viera. Aunque no sé... tal vez como soy, apenas como. Pero la gente se ríe de las gordas... Nunca olvidaré un día, el invierno pasado. Yo tenía un paciente en Great Neck, y la mujer del tipo era gordísima. Tenían una radio en la casa, y un día ella leyó en el diario que Bugs Baer iba a hablar en alguna parte y probablemente iba a ser muy gracioso, porque es tan divertido lo que escribe. ¿Ha leído sus artículos? Pero esta mujer era muy sensible al hecho de ser tan gorda, y casi me muero allí sentada escuchando a Bugs Baer, toda la charla fue acerca de una mujer gorda. Dijo cosas muy graciosas, pero yo no podía reírme porque ella estaba allí en el cuarto. Una cosa que dijo fue que la mujer, la mujer de la que hablaba, era tan gorda que usaba un reloj de pulsera en el pulgar.. . Henry J. Belden.
-¿Quién es Henry J. Belden? ¿Es ese el nombre de la gorda de Bugs Baer?
-¡Oh, no sea tonto! -dijo la señorita Lyons-. El señor Belden era el paciente que yo cuidaba en Great Neck. Murió.
-Me parece que muchos de sus pacientes han muerto.
-¡Es atroz! -exclamó la señorita Lyons-. Pero es verdad... es decir, ha sido verdad últimamente. Los últimos cinco pacientes que atendí, todos murieron. Claro que es una cosa de suerte, pero las chicas me han estado gastando bromas y diciendo que soy gafe, y cuando la señorita Halsey me vio aquí, la noche del día en que lo operaron a usted, dijo: "Que Dios le ayude". Así se llama la enfermera de la noche. Pero usted se va a portar mal, y va a vivir y me va a arruinar como gafe, ¿verdad? Estoy bromeando. Claro que deseo que se cure. Pero es rara la forma en que han pasado las cosas, y me ha puesto un poco inquieta. Además, yo no soy como algunas, a quienes no les importa. Yo tomo mucho cariño a algunos enfermos y no me gusta verlos morir, especialmente si son hombres y no están muy enfermos y la tratan a una decentemente, si no se ponen a chillar en el momento en que salimos de la habitación. Sólo hubo un paciente que no me importó que muriera: una mujer. Tenía nefritis. La señora Judson. ¿Quiere un poco de tabaco? Lo mastico sólo cuando estoy nerviosa. Y siempre me pongo nerviosa cuando no duermo bastante. Le juro que esta noche me quedo en casa, N. o no. Pero, de todos modos, él está ocupado esta noche: una reunión de dirección o algo por el estilo. Es el tipo más ocupado del mundo. Anoche le dije: "Creo que también necesitas dormir, más que yo, porque tienes que tener la cabecita bien clara para todos esos negocios y para que los grandes banqueros no se aprovechen y te roben. No puedes permitirte tener sueño", le dije. Y él dijo: "Sí, claro, contigo la cosa no reza porque, si te duermes en el trabajo, el único peligro que hay es que le des al paciente una pastilla de cloruro de mercurio en lugar de una friega con alcohol". ¡Es un bandido! ¡Pero uno tiene que reírse! Anoche salimos cuatro. Él trajo un A. y otra chica. La chica no valía nada, pero el A. no estaba mal, sólo que insistió en que le ayudara a beberse media botella de whisky, encima de la ginebra. Creo que yo era la más animada del grupo; es decir, al principio. Después me descompuse y la cosa no anduvo tan bien. Pero al principio nadie me paraba. Y creo que impresioné bastante al A. de Roy. Él también conoce a Marian, pero no dice nada y, si lo dice, no me importa. Si no quiere perder sus amigos sería mejor que no los presentara a todas las lindas chicas que hay en el mundo. No quiero decir que yo sea una Norma Talmadge, pero al menos... bueno... ¡la verdad es que me descompongo cuando me descompongo! A mediodía voy a telefonear a Marian. No le he hablado desde la noche en que me presentó a Roy. He estado un poco asustada. Pero tengo que averiguar si está enterada. O si está resentida conmigo. Aunque no veo motivo para eso, ¿verdad? Pero tal vez usted quiere leer...

-Llamé a Marian, pero no la encontré. Se ha ido de la ciudad y regresa esta noche. Fue a atender un paciente. Hudson, Nueva York. Allí fue. El mensaje la estaba esperando la otra noche cuando llegó a su casa.

-Buenos días -dijo la señorita Lyons.
-Buenos días -dijo el hombre acostado-. ¿Durmió bastante anoche?
-Sí -dijo la señorita Lyons-. Quiero decir no, no lo bastante.
-Tiene los ojos irritados. Casi parece que hubiera llorado.
-¿Quién? ¿Yo? Se necesita algo más que... Quiero decir, ¡no soy una niña! Siga leyendo su libro.

-Bueno, buenos días -dijo la Srta. Lyons-. ¿Cómo está mi enfermo? Y esta es la última mañana que usted es "mi" enfermo, ¿no? Creo que es usted un sinvergüenza por haberse curado tan pronto y dejarme sin trabajo. Estoy bromeando. Me alegro que usted esté bien y de poder descansar un poco.
-¿Otra larga noche? -preguntó el hombre de la cama.
-Bastante larga -dijo la señorita Lyons-. Y se prepara otra. Lo cierto es que bailé demasiado anoche; creí que se me caían los pies. La verdad es que él es un loco por el baile. Y el tipo más simpático que he encontrado desde que llegué a esta ciudad. No es un botarate ni quiere hacerse el gracioso, como algunos, es simplemente muy simpático. Entiende. Parece adivinar lo que una está pensando. George Morse.
-¡George Morse! -exclamó el hombre de la cama.
-Sí, claro -dijo la señorita Lyons-. ¿Le conoce?
-No... pero creí que usted estaba hablando de ese Stewart, de Roy...
-¡Oh, ese!... -dijo la señorita Lyons-. De ese no voy a hablar. Es propiedad privada; de otros, no mía. Está comprometido con mi M.A. Marian. Sucedió anteayer, cuando ella regresó de Hudson. Tuvo que atender allí a un paciente. Me lo dijo antenoche. La felicité. ¡Pues no quiero herir sus sentimientos por nada del mundo! Aunque, Dios mío, la barbaridad que va hacer. ¡Casarse con ese adoquín!. Claro que algunas no pueden hacerse las difíciles. Y dudo que puedan casarse si él no encuentra algún amigo que le preste el dinero para pagar la boda. Él la conquistó haciéndole creer que está en Wall Street, pero juraría que nunca ha pisado ese lugar si no es como barrendero. Es ese tipo de hombres que se dan grandes aires por un tiempo, pero a mí no me gustaría vivir con un payaso. Y me parece horrible casarse con un hombre a quien lo único que le importa es salir todas las noches a bailar y beber. Tuve ganas de decirle lo que pensaba, pero sólo iba a conseguir enojarla y que creyera que yo estaba celosa o algo por el estilo. ¡Como si yo no hubiera podido conseguir al tipo! Además, aunque él no fuera asqueroso, si me gustara en lugar de detestarlo, no se lo hubiera quitado nunca, porque ella es mi M.A.... Especialmente cuando ella no está en la ciudad. Es el tipo de individuo que se casa con una enfermera previendo que algún día se va a quedar inválido. Ya me entiende..., esa clase de tipo. Pero dígame... ¿ha oído hablar de J. P. Morgan & Company? Es allí donde trabaja mi N. Y tampoco pretende ser el dueño, George Morse. ¿Cómo...? ¿Todavía no ha terminado ese libro?

(1) Nota de La mujer Quijote: Feria de Vanidades (Vanity Fair) es el nombre de una revista que comenzó a publicarse en 1914 en Estados Unidos y en la que escribieron autores como Gertrude Stein, Dorothy Parker, Djuna Barnes o T.S. Eliot y de una novela, un clásico de la literatura del siglo XIX inglés, escrita por W.M. Thackeray.

16
marzo

Jean Rhys - "Los tigres son más hermosos"

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«Mein Lieb, Mon Cher, My Dear, Amigo», empezaba la carta:
Me largo. Quería irme desde hace algún tiempo, como indudablemente sabes, pero estaba esperando el momento de tener valor para dar el paso que me expusiera otra vez al frío mundo. No me apetecía una escena de despedida.
Dejando a un lado muchas otras cosas que es mejor olvidar, no tienes ni idea de lo harto que estoy de todas esas falsas declaraciones de comunismo, y de todas las falsas declaraciones sobre todo lo demás, si vamos a eso. Todos vosotros sois exactamente iguales, comoquiera que os llaméis a vosotros mismos: Intocables. Os creéis indispensables, y os moriríais de languidez si no tuvierais alguien a quien mirar desde arriba e insultar. Me dio la sensación de que estaba rodeado de un montón de tigres tímidos que esperaban a saltar a que apareciese alguien con algún problema o sin dinero. Pero los tigres son más hermosos, ¿no crees?
Tomaré el autobús de Plymouth. Tengo mis planes.
Vine a Londres cargado de esperanzas, pero todo lo que he sacado ha sido una pierna rota y suficientes abucheos para mis próximos treinta años de vida si llego a vivir tanto, Dios no lo quiera.
No creas que olvidaré tu amabilidad después de mi accidente, cuando tuve que vivir en tu casa y todo eso. Pero assez quiere decir basta.
Me he bebido la leche que había en la nevera. Estaba sediento después de la fiesta de ayer noche, pero si vosotros le llamáis a eso una fiesta yo le llamaría un funeral. Además, ya sabes lo poco que me gusta esa charlatanería (¡Freud! ¡ ¡San Freud!!). De modo que, amigo mío, compóntelas como puedas sin mí.
Adiós. Volveré a escribirte cuando vengan mejores tiempos.
HANS

Había también una posdata:
A ver si hoy escribes un artículo fantástico, pedazo de yegua mansa.


Mr. Severn suspiró. Siempre había sabido que Hans se iría tarde o temprano, pero entonces, ¿por qué aquel sabor en la boca, como si hubiese comido polvo?
Un artículo fantástico.
La banda tocaba en los Embankment Gardens. La misma canción de siempre. El mismo estribillo tierno de siempre. Cuando empezaron a asomar los carruajes, parte de la muchedumbre prorrumpió en vítores y un hombre gordo dijo que no veía nada y que iba a encaramarse a lo alto de una farola. Las figuras de los carruajes saludaban con inclinaciones a derecha e izquierda: las víctimas se inclinaban ante sus propias víctimas. Era la gran exhibición del sacrificio incruento, el recordatorio de que el sol brilla en algún lado, aunque no brille para todos.
-Parecía una figura de cera, ¿verdad? -dijo satisfecha una mujer...
Nada. No funcionaba.
Se asomó a la ventana y miró los carteles de la edición de mediodía de los vespertinos en el quiosco de enfrente. «FOTOS DEL JUBILEO-FOTOS-FOTOS» y «SE ACERCA UNA OLA DE CALOR».

Una mujer disoluta de mediana edad ocupaba el piso que había encima del quiosco. Pero aquel día sus ventanas con visillos de encaje, que normalmente no eran enemistosas, contribuían a aumentar la desolación que sentía. Y lo mismo las palabras «FOTOS-FOTOS-FOTOS».
A las seis el suelo estaba cubierto de periódicos y comienzos arrugados y abandonados del artículo que escribía cada semana para un periódico australiano.
No encontraba la música. La música es lo importante, como todo el mundo sabe. La música es lo que otros llamarían el ritmo de la frase. En cuanto lo encontrara podría seguir escribiendo con la facilidad de un caballo al trote, diciendo todo lo que le pidieran.
«Pedazo de yegua mansa», pensó. Luego cogió uno de los periódicos y, como tenía manía estadística, empezó a contar los anuncios. Dos medicinas para el estreñimiento, tres para dolores y gases estomacales, tres cremas faciales, una sustancia nutritiva para la piel, un crucero a Marruecos. Al final de los anuncios por palabras, en letra pequeña: «A todos aniquilaré el día de mi Ira, dijo el Señor Dios, y nadie se librará de ella.» ¿Quién paga la publicación de estos anuncios?, ¿quién los paga?
«Siempre esta perpetua amenaza encubierta», pensó. «Todo se basa en ella. Repugnante. ¿Qué dirán? Y al final de la página ves lo que te va a ocurrir como no te sometas. Te matarán y no podrás escapar. Amenazas y burlas, amenazas y burlas...» Y desolación, abandono y periódicos arrugados por toda la habitación.
El único consuelo tolerado era el dinero con el que compraría el cálido resplandor de un trago antes de la comida, y luego la carcajada del Jubileo. Jubiloso-Jubileo-Júbilo... Las palabras daban vueltas en su cabeza, pero no conseguía que adquiriesen una forma.
«Si no quiere salir, no saldrá», le dijo a su máquina de escribir antes de lanzarse escaleras abajo, contando los escalones a medida que descendía.
Después de dos whiskies dobles en su bar de siempre, el tiempo, que había estado arrastrándose tan pesadamente durante todo el día, empezó a ir más aprisa, empezó a galopar.
A las siete y media Mr. Severn paseaba Wardour Street arriba y abajo entre dos mujeres jóvenes. La de cosas que hace uno de rebote.
A una de ellas la conocía bastante bien, a la más gorda. Iba a menudo a ese bar y a él le gustaba charlar con ella, y a veces le aguantaba las borracheras porque era una chica de buen carácter y nunca le hacía sentirse nervioso. Ese era su secreto. Si el mundo fuera justo, su epitafio debería decir: «Nunca puse nervioso a nadie..., al menos adrede.» Una chica predestinada al fracaso, desde luego, y precisamente por ese mismo motivo. Pero era agradable charlar con ella y, generalmente, también mirarla. Se llamaba Maidie, Maidie Richards.
A la otra no la había visto hasta entonces. Era muy joven, tenía una sonrisa verdaderamente resplandeciente y un acento que Mr. Severn no acababa de reconocer. Se llamaba Heather No-sé-cuántos. En medio del ruido del bar le pareció que decía Hedda.
-¡Qué nombre tan raro! -había observado él.
-No he dicho Hedda, sino Heather. ¡Hedda! Antes muerta que tener un nombre así.
Era una chica aguda, brillante, serena: no había nada de fofo en ella. Fue ella la que había sugerido ir a tomar esta última copa.
Las chicas se pusieron a discutir. Cada una de ellas había enlazado un brazo en uno de los de Mr. Severn, y discutían por encima de él. Llegaron a Shaftesbury Avenue, dieron media vuelta y volvieron a recorrer Wardour Street.
-Te juro que está en esta calle -dijo Heather-. El «JimJam». ¿No has oído hablar nunca de él?
-¿Estás segura? -dijo Mr. Severn.
-Claro que lo estoy. Está en la acera de la izquierda. No sé cómo, pero debemos haberlo dejado atrás.
-Bueno, pues yo estoy harta de caminar arriba y abajo buscándolo -dijo Maidie-. Además, es un agujero cochambroso. No tengo ningún interés especial en ir, ¿y tú?
-Tampoco -dijo Mr. Severn.
-Ahí está -dijo Heather-. Hemos pasado dos veces por delante. Le han cambiado el nombre, eso es lo que ocurría.
Subieron por una estrecha escalera de piedra y en el primer rellano un hombre de cara cetrina salió de detrás de unas cortinas corridas y les lanzó una mirada asesina. Heather sonrió.
-Buenas tardes, Mr. Johnson. He traído a un par de amigos conmigo.
-¿Son tres? Eso serán catorce chelines.
-¿No costaba media corona la entrada? -dijo Maidie tan agresivamente que Mr. Johnson la miró con sorpresa y explicó: -Esta noche es especial.
-En cualquier caso, esa orquesta es una mierda -observó Maidie cuando entraron en la sala.
Una mujer anciana con gafas de aro de acero atendía el mostrador. El mulato que tocaba el saxofón se inclinó hacia delante y gritó alegremente.
-Tocan tan mal -dijo Maidie cuando el grupo se sentó a una mesa que estaba junto a la pared- que cualquiera diría que lo hacen a propósito.
-Deja ya de gruñir -dijo Heather-. El resto de la gente no está de acuerdo contigo. Este sitio se llena todas las noches. Además, ¿por qué tendrían que tocar bien? ¿Importa mucho?
-Ajá -dijo Mr. Severn.
-Si quieres saber mi opinión, me importa un comino. La gente habla sin saber lo que dice.
-Exacto -dijo Mr. Severn-. Todo es una ilusión. Una botella de cerveza de jengibre -pidió al camarero.
-Tenemos que tomarnos una botella de whisky -dijo Heather-, si a ti no te importa. ¿Verdad que no?
-Claro, claro, nena -dijo Mr. Severn-. Sólo estaba bromeando... Una botella de whisky -le dijo al camarero.
-¿Les importa pagar ahora? -preguntó el camarero cuando les llevó la botella.
-¡Qué caro! -dijo Maidie frunciéndole el ceño osadamente al camarero-. Qué más da, me parece que en cuanto le haya pegado unos tragos me habré olvidado de todos mis problemas.
Heather hizo un puchero con los labios:
-A mí muy poquito.
-Bien, vamos a emborracharnos -dijo Mr. Severn-. Toquen "Dinah" -le gritó a la orquesta.
El saxofonista le miró y le dirigió una sonrisa disimulada. No lo vio nadie más.
-Siéntese y tome un trago, ¿no? -le dijo Heather a Mr. Johnson cogiéndole de la manga cuando pasaba junto a la mesa.
Pero él le respondió altivamente:
-Lo siento, pero creo que en este momento no puedo -y siguió su camino.
-Es curiosa la actitud de esta gente con la bebida -observó Maidie-. Primero te hacen beber todo lo que pueden y luego se ríen a tus espaldas por haber bebido tanto. Pero por otro lado, si tratas de dejar de beber y no pides nada, se comportan con la mayor grosería. Sí, pueden llegar a ser muy groseros. La otra noche fui a un sitio donde hay música, el International Café. Pedí un whisky y me lo bebí bastante aprisa porque tenía sed y estaba triste y todo eso. Entonces pensé que tenía ganas de escuchar música -allí no tocan tan mal, dicen que son húngaros- y de repente un camarero empieza a gritar: «Vamos a cerrar. Ultima copa.» «¿Puede darme un poco de agua?», le dije. «No estoy aquí para servirle agua», dijo él. «Aquí no se viene a beber agua», me dijo, así, sencillamente. Y a gritos. Todo el mundo se quedó mirándome.
-¿Y qué esperabas? -dijo Heather-. ¡Pedir agua! No tienes ni el más mínimo sentido común. No, no quiero más, gracias -dijo poniendo la mano sobre el vaso.
-¿No confías en mí? -preguntó Mr. Severn, con una sonrisa concupiscente.
-No confío en nadie. ¿Por qué? Pues, porque no quiero que me den ningún chasco.
-Esta chica es el colmo de la sofisticación -dijo Maidie.
-Prefiero ser sofisticada que tan condenadamente fácil de convencer como tú -replicó Heather-. ¿Verdad que no te importa que me levante un momento para hablar con unos amigos que he visto allí?
-Admirable -dijo Mr. Severn mientras la miraba cruzar la sala-. Admirable. Desdeñosa, elegante y además con una gota de sangre negra, si no me equivoco. Precisamente mi tipo. Uno de mis tipos. ¿Cómo es que no...? Ah, ya lo tengo.
Sacó un lápiz amarillo del bolsillo y empezó a escribir en el mantel:
Fotos, fotos, fotos... Caras, caras, caras... De hiena, de cerdo, de cabra, de mono, de loro. Pero no de tigre, porque los tigres son más hermosos, ¿no crees?, como dice Hans.

-Tienen un lavabo de señoras precioso -estaba diciendo Maidie-. He estado charlando con la mujer; es amiga mía. La ventana estaba abierta y daba la sensación de que la calle estuviera fría y pacífica. Por eso he tardado tanto.
-¿No te parece que Londres cada día es un sitio más raro? -dijo Mr. Severn con voz velada-. ¿Ves esa mujer alta que está allí, la del traje de noche con el escote en la espalda? Desde luego, tengo mi propia teoría sobre los trajes de noche con escote en la espalda, pero no es el momento de exponerla. Bien, pues, ese pastelito tiene que estar en Brixton mañana por la mañana a las nueve y cuarto para dar una clase de música. Y su mayor ambición es conseguir un puesto de camarera en un transatlántico que haga la ruta de Suráfrica.
-Bueno, ¿y qué tiene eso de malo? -dijo Maidie.
-Nada, pensaba solamente que es un poco contradictorio. No importa. ¿Y ves a esa pareja que está en el mostrador, esa encantadora pareja de negros? Pues cuando estaba a su lado, esperando que me dieran otra copa, trabé conversación con ellos.
El hombre me cayó simpático, así que les pedí que vinieran a mi casa algún día. Cuando les di mis señas la chica preguntó inmediatamente, «¿Eso cae en Mayfair, no?». «Por Dios Santo, no. Está en el más oscuro y cochambroso rincón de Bloomsbury.» «No he venido a Londres para visitar barrios bajos», dijo ella con el más perfecto, cuidado, punzante, claro y destructor acento inglés. Luego me dio la espalda y se llevó al hombre al otro extremo del mostrador.
-Las chicas siempre lo captan todo en seguida -afirmó Maidie.
-¿Te refieres al clima social de una ciudad? -dijo Mr. Severn-. Sí, imagino que sí. Pero hay hombres que tampoco son precisamente lentos. Bien, bien, los tigres son más hermosos, ¿no crees?
-Parece que no te ha estado yendo del todo mal con el whisky, ¿eh? -dijo Maidie algo incómoda-. ¿De qué tigres estás hablando?
Mr. Severn volvió a dirigirse a la orquesta a voz en grito:
-Toquen "Dinah". Estoy harto de esa condenada canción que insisten en tocar. Todo el rato la misma. No me van a engañar. Toquen "Dinah", como ella no hay ninguna. Esa sí que es una buena canción de las de antes.
-No grites tanto -dijo Maidie-. Aquí no les gusta que te pongas a gritar. ¿No ves cómo te está mirando Johnson?
-Que mire.
-Cállate. Ahora nos manda un camarero a advertirnos.
-En este local se prohibe pintar dibujos obscenos en los manteles -dijo el camarero al acercarse.
-Váyase al infierno -dijo Mr. Severn-. ¿De qué dibujos obscenos está hablando?
Maidie le dio un codazo y sacudió violentamente la cabeza en sentido negativo.
El camarero quitó el mantel y les llevó otro limpio. Mientras lo alisaba hizo un gesto serio y lanzó una mirada severa a Mr. Severn:
-En este local se prohibe pintar toda clase de dibujos en los manteles -dijo.
-Pintaré todo lo que me dé la gana -dijo Mr. Severn en tono desafiante.
E inmediatamente dos hombres le agarraron del cuello y le empujaron hacia la puerta.
-Déjenle en paz -dijo Maidie-. No ha hecho nada. Son ustedes unos gallinas.
-Calma, calma -dijo Mr. Johnson, sudoroso-. No hace falta hacerlo así. Os he dicho siempre que no os propaséis.
Cuando le arrastraban frente al mostrador Mr. Severn vio a Heather que miraba la escena con ojos lagrimosos y desaprobadores y su rostro alargado por la sorpresa. Mr. Severn le dirigió una horrible mueca.
-¡Dios mío! -dijo Heather, y apartó la mirada-. ¡Dios mío!
Fueron solamente cuatro los hombres que les empujaron escaleras abajo, pero cuando llegaron a la calle parecía que fueran catorce, y todos aullaban y les abucheaban.
«Vamos a ver, ¿quiénes son todos estos?», pensó Mr. Severn. Entonces alguien le golpeó. El hombre que le había golpeado era exactamente igual al camarero que había cambiado el mantel de su mesa. Mr. Severn le devolvió el golpe con toda su fuerza y el camarero, si es que era el camarero, cayó tropezando contra la pared y se desplomó lentamente hasta el suelo. «Le he derribado», pensó Mr. Severn. «¡Le he derribado!»
-¡Jiú-jú! -chilló imitando al cazador de zorros-. ¿Cuánto ofrecen por la yegua mansa?
El camarero se levantó, dudó un momento, se lo pensó dos veces, dio media vuelta y en lugar de darle a él le pegó a Maidie.
-Cierra el pico, maldita ramera -dijo alguien cuando ella se puso a blasfemar, y le dio una patada. Tres hombres cogieron a Mr. Severn, le arrastraron hasta la calzada y le dejaron tendido en medio de Wardour Street. Y allí se quedó, muy mareado, escuchando los gritos de Maidie. Para él la pelea había terminado.
-¡Calla ya! -gritaba la gente alrededor de ella.
Pero luego se abrió el corro para dar paso, servil y respetuosamente, a dos policías.
-¡Eh, carabobos! -chilló Maidie desafiante-. ¡Desgraciados! Yo no estaba haciendo nada. El tipo ese me ha tirado de un tortazo. ¿Cuánto os paga Johnson cada semana por hacer esto?
Mr. Severn se levantó, pero seguía sintiéndose muy mareado. Oyó una voz:
-Ha sido ése. Ése de ahí. Fue él quien empezó todo el jaleo.
Dos policías le cogieron por los brazos y le hicieron caminar. Maidie, también entre dos policías, marchaba delante, llorando.
Cuando pasaron por Picadilly Circus, vacía y desolada, Maidie gimió:
-He perdido un zapato. Tengo que volver a recogerlo. No puedo andar sin él.
El más viejo de los policías parecía querer forzarla a seguir, pero el más joven se detuvo, recogió el zapato y se lo dio con una mueca sonriente.
«¿Por qué tiene que llorar?», pensó Mr. Severn.
-Hola, Maidie. Anímate. Anímate, Maidie -le gritó.
-A callar -dijo uno de sus policías.
Pero cuando llegaron a la comisaría Maidie ya había dejado de llorar, según comprobó con satisfacción Mr. Severn. Maidie se empolvó la cara y empezó a discutir con el sargento que estaba sentado a la mesa.
-¿Quiere que la vea un médico? -le dijo el sargento.
-Desde luego que sí. Es escandaloso, verdaderamente escandaloso.
-¿Quiere también usted que le vea un médico? -preguntó el sargento, fríamente educado, mirando a Mr. Severn.
-¿Por qué no? -contestó Mr. Severn.
Maidie volvió a empolvarse la cara y gritó:
-Dios salve a Irlanda. Al diablo todos los soplones y todos los payasos y compañía.
«Solía decirlo mi padre», dijo por encima del hombro cuando la soltaron.

En cuanto le encerraron en una celda, Mr. Severn se tumbó en el catre y se quedó dormido. Cuando le despertaron para que le viera el médico ya estaba completamente sobrio.
-¿Qué hora es? -preguntó el médico. ¡Con un reloj encima de su cabeza, el muy tonto! Mr. Severn contestó fríamente: -Las cuatro y cuarto.
-Camine en linea recta. Cierre los ojos y apóyese en un solo pie -le pidió el médico, y el policía que contemplaba su exhibición soltó una vaga sonrisilla burlona, como los colegiales cuando el maestro castiga a un chico de los que no despiertan simpatías.
Cuando regresó a su celda Mr. Severn no consiguió dormir. Se tumbó, estuvo mirando el asiento del inodoro y pensó que al día siguiente tendría un ojo morado. En su cabeza seguían girando atormentadoramente palabras y frases sin sentido.
Leyó las inscripciones de las mugrientas paredes: «Asegúrate de que tus pecados sabrán dónde encontrarte. B. Lewis.» «Annie es una buena chica, una de las mejores, y no me importa que lo sepa todo el mundo. (firmado) Charlie S.» Otro había escrito: «Dios mío, sálvame, que perezco.» Y debajo, «sos, sos, sos (firmado) G.R.»
«Muy apropiado», pensó Mr. Severn. Sacó su lápiz del bolsillo y escribió, «sos, sos, sos (firmado) N.S.», y puso la fecha.
Luego se tendió de cara a la pared y, a la altura de sus ojos, leyó, «Morí esperando».

Mientras permanecía sentado en la furgoneta de la prisión, antes de que partiera el vehículo, oyó que alguien silbaba The Londonderry Air, y una chica que hablaba y bromeaba con los policías. Tenía una voz grave y suave. Inmediatamente se le ocurrió la palabra que mejor la describía: una voz sexy.
«Sexo, sexy», pensó. «¡Qué palabra tan ridícula! ¡Qué saldo!»
«Lo que hace falta -decidió- es un montón de palabras nuevas, de palabras que signifiquen algo. Ahora sólo hay una palabra que significa algo, muerte; y además, para ello tiene que ser mi propia muerte. Tu muerte no significa gran cosa.»
-Ah, si fuera un pájaro y tuviese alas -dijo la chica-, podría escapar volando...
-Y quizás te derribarían de un tiro -contestó uno de los policías.
«Debo estar soñando», pensó Mr. Severn. Trató de localizar la voz de Maidie, pero no volvió a oírla.
Entonces la furgoneta se puso en marcha.
El viaje hasta Bow Street le pareció muy largo. En cuanto salió de la furgoneta vio a Maidie, que tenía aspecto de haberse pasado la noche llorando. Ella se llevó la mano al cabello como para disculparse.
-Me dejaron sin el bolso. Es horrible.
«Ojalá hubiese sido Heather», pensó Mr. Severn. Trató de sonreír de manera agradable.
«Pronto habrá terminado todo esto, basta con que nos declaremos culpables.»
Y todo terminó rápidamente. El magistrado apenas les miró, pero por motivos que él debía saber, les multó a cada uno con treinta chelines, lo cual suponía que tenían que telefonear a algún amigo, conseguir que un mensajero especial se presentara con el dinero, y soportar una espera interminable.
Eran ya las doce y media cuando por fin salieron a la. calle. Maidie permaneció quieta un momento, vacilante, y con peor aspecto que nunca bajo aquella luz lívida y amarillenta. Mr. Severn llamó a un taxi y se ofreció a llevarla a su casa. Era lo mínimo que podía hacer, pensó. Y también lo máximo.

-¡Qué ojo te han dejado! -dijo Maidie-. ¿Duele mucho? -Ahora no me duele nada. Me siento asombrosamente bien.
El whisky debía ser bueno.
Maidie se miró en el espejo partido de su bolso.
-¿Verdad que tengo un aspecto terrible yo también? De todos modos, no tiene remedio. No consigo nunca arreglarme la cara cuando llego a estos extremos.
-Lo siento.
-Me sentía muy mal por culpa del tortazo y la patada que me dio aquel tipo, y luego por la forma que tuvo el doctor de preguntarme cuántos años tenía. «Esta mujer está muy borracha», dijo. Pero no lo estaba, ¿verdad que no?... Bueno, y cuando volví a mi celda, lo primero que vi fue mi nombre escrito allí. ¡Dios, qué susto me llevé! Gladys Reilly, así es como me llamo en realidad. Maidie Richards me lo he inventado yo. Y mi nombre me miraba cara a cara desde la pared: «Gladys Reilly, 15 de octubre de 1934... ». Además, detesto que me encierren. Cada vez que pienso en la gente a la que encierran para muchos años me estremezco de pies a cabeza.
-Ya -dijo Mr. Severn-. A mí me pasa lo mismo. Morí esperando.
-Yo preferiría morir deprisa, ¿y tú? -También.
-No conseguía dormir y todo el rato estaba acordándome del doctor cuando me dijo de aquella manera, «¿Cuántos años tiene usted?», y todos los policías se partían de risa como si fuera un chiste. Supongo que no se divierten mucho por lo general. Por eso cuando volví no podía parar de llorar. Y cuando me he despertado me había desaparecido el bolso. La vigilante me prestó un peine. No era tan antipática. Pero estoy harta... ¿Recuerdas la habitación en la que estaba esperándote mientras telefoneabas pidiendo dinero? -dijo Maidie-. Había una chica preciosa.
-¿Ah sí?
-Sí, una chica muy morena, bastante parecida a Dolores del Río, pero más joven. Pero no son las bonitas las que triunfan..., oh no, todo lo contrario. Esa chica, por ejemplo. No hubiera podido ser más bonita; era encantadora. E iba vestida maravillosamente bien, con una chaqueta y una falda negras, y una blusa blanca encantadoramente limpia y un sombrerito blanco y unas medias y unos zapatos encantadores. Pero estaba asustada. Estaba tan asustada que temblaba de pies a cabeza. No sé muy bien cómo, pero se adivinaba que no va a ser capaz de soportar las cosas. No, no basta con ser bonita... Y había otra, una con las piernas grandes y peludas y sin medias, sólo sandalias. Creo que las mujeres que tienen pelos en las piernas tendrían que ponerse medias, ¿no crees? O hacer algo para arreglarlo. Pero no, ella no hacía más que reír y bromear, y se notaba que sería capaz de superar todo lo que le cayese encima. Tenía una cara grande, roja y cuadrada, y las piernas esas tan peludas. Pero le importaba todo un rábano.
-Quizás la clave consista en ser sofisticada -sugirió Mr. Severn-, como tu amiga Heather.
-Oh, ella... Tampoco conseguirá arreglárselas. Es demasiado ambiciosa, quiere demasiadas cosas. Es tan punzante que acaba pinchándose a sí misma, podríamos decir... No, la clave no está en ser bonita ni en ser sofisticada. Más bien en... adaptarse. Precisamente eso. Y no sirve de nada querer adaptarse, hay que haber nacido con esa mentalidad.
-Está clarísimo -dijo Mr. Severn. Adaptarse al cielo lívido, a las casas feas, a los policías burlones, a los letreros de los escaparates de las tiendas.
-También hay que ser joven. Hay que ser joven y capaz de disfrutar una experiencia como ésta..., más joven que nosotros -dijo Maidie cuando el taxi aparcaba.
Mr. Severn se quedó mirándola, demasiado escandalizado para poder enfadarse.
-Bien, adiós.
-Adiós -dijo Mr. Severn dirigiéndole una mirada negra e ignorando la mano que ella le tendía. «Más joven que nosotros», ¡sin duda!

Doscientos noventa y seis pasos por Coptic Street. Ciento veinte tras doblar la esquina. Cuarenta escalones hasta su piso. Doce pasos una vez dentro. Dejó de contar.
Su sala de estar tenía buen aspecto, pensó, a pesar de los periódicos arrugados. Era uno de sus mejores momentos: la luz era perfecta, aquella suma de colores y formas incoherentes se convertía en un todo que incluía la pared de ladrillos blanco-amarillentos en la que estaban sentadas algunas palomas del Museo Británico, el tubo de desagüe plateado, las chimeneas de las más fantásticas formas imaginables, redondas, cuadradas, en punta, ésa tan especial con un misterioso agujero en medio a través del que te miraba el cielo gris acerado, los árboles solitarios, y todo ello enmarcado por las cortinas de hule plateado (fue idea de Hans), y después, girando la cabeza, vio las xilografías de Amsterdam, los sillones tapizados de zaraza y el jarrón con las flores marchitas reflejados en el largo espejo.
Un caballero anciano con sombrero de fieltro y bastón cruzó frente a la ventana. Se detuvo, se quitó el sombrero y el abrigo y, poniendo en equilibrio su bastón sobre la punta de la nariz, dio unos pasos adelante y atrás, expectante. No ocurrió nada. Nadie pensó que el espectáculo valiera un solo penique. Volvió a ponerse el abrigo y el sombrero y, llevando el bastón de forma respetable, desapareció doblando la esquina. Y mientras lo hacía también desaparecieron las frases atormentadoras: «¿Quién va a pagar? ¿Les importa pagar ahora? Morí esperando. Morí esperando. (¿O decía morí odiando?) Solía decirlo mi padre. Fotos, fotos, fotos. También hay que ser joven. Pero los tigres son más hermosos, ¿no crees? SOS, SOS, SOS. Si fuera un pájaro y tuviese alas podría escapar volando, ¿no es cierto? Y quizás te derribarían de un tiro. Pero los tigres son más hermosos, ¿no crees? Hay que ser más joven, más joven que nosotros...» Otras frases, suaves y rápidas, las desplazaron.
Lo importante es el ritmo, la cadencia de la frase. Ya estaba.
Se miró a los ojos en el espejo, luego se sentó a la máquina y con gran aplomo tecleó, «JUBILEO...».

13
marzo

Guillaume Apollinaire - "El poeta resucitado"

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El nuevo Lázaro se sacudió como un perro mojado y salió del cementerio. Eran las tres de la tarde y por todas partes estaban pegando los carteles referentes a la movilización.

ESTE ES
EL ATAÚ
D E N Q U
É EL YA
CÍA PÁL
IDO Y P
UDRIÉ
NDO
S E
Reclamó en la gendarmería un duplicado de su libreta militar, y como estaba en el servicio auxiliar se hizo trasladar al servicio activo.
Vivía desde hacia unos tres meses en la guarnición del noveno regimiento de artillería de campaña en N. m. s.
Una tarde, a eso de las 6, leía melancólicamente este extraño anuncio que decora una pared en una callejuela próxima a les Arenes
LA
CASA PLATON
NO TIENE SUCURSAL

cuando a su lado se irguió un extraño brigadier, que formaba parte de su regimiento y cuyo rostro estaba cubierto por una máscara ciega.
—Sígueme —le dijo la máscara extraña—. ¡Y cuidado con el ajenjo! ¡Atención!
—Le sigo, brigadier —dijo el nuevo Lázaro—; pero, dígame, ¿está usted herido?
—Tengo una máscara, artillero —dijo el brigadier misterioso—, y esa máscara oculta todo lo que desearías saber, todo lo que querrías ver, oculta la respuesta a todas tus preguntas desde que has vuelto a la vida, enmudece todas las profecías y gracias a ella ya no te es posible conocer la verdad.
Y el artillero resucitado siguió al brigadier enmascarado y llegaron a la iglesia de los Carmelitas y tomaron el camino de Uzes, que llevaba a los cuarteles.
Entraron, atravesaron el patio de honor, fueron hasta el parque, detrás de los edificios, y allí, apoyándose contra la rueda izquierda de un 75, el brigadier se desenmascaró de pronto y el poeta resucitado vio ante sí todo lo que quería saber, todo lo que quería ver.
En grandes paisajes de nieve y de sangre, vio la dura vida de los frentes; el esplendor de los obuses que estallaban, la mirada desvelada de los centinelas exhaustos de fatiga; el enfermero que da de beber al herido; el sargento de artillería, agente de enlace de un coronel de infantería, que espera con impaciencia la carta de su amiga; el jefe de sección que inicia la guardia en la noche cubierta de nieve; el Rey—Luna flotaba encima de las trincheras y gritaba, no ya en alemán sino en francés:
"A mí me toca quitarle la corona que di a su abuelo."
Al mismo tiempo lanzaba pequeñas bombas de angustia y de locura sobre sus regimientos bávaros; en el cuerpo de garibaldinos, Giovanni Moroni recibía una bala en el vientre y moría pensando en su madre Attilia; en Paris, David Bakar tejía pasamontañas para los soldados y leía L'Echo de Paris; Viersélin Tigoboth conducía un cañón automóvil belga hacia Ypres; Mme. Muscade cuidaba a los heridos en un hospital de Cannes; Paponat era sargento furriel en un parque de infantería en Lisieux; René Dalize comandaba una compañía de ametralladoras; el pájaro de Benin camuflaba piezas de artillería pesada; en Szepeny, Hungría, un elegante viejecito se suicidaba ante el altar donde reposa la urna de Santa Adorata. En Viena, el conde Polaski, cuyo castillo está en los alrededores de Cracovia, compraba a un ropavejero una extraña máscara en forma de pico de águila, el feldwebel Hannes Irlbeck ordenaba a sus reclutas asesinar a un viejo sacerdote ardenés y a cuatro jovencitas indefensas; el viejo ventrílocuo cómico Chrislam Barrow daba funciones en los hospitales de Londres para distraer a los heridos.
Después el poeta resucitado vio los mares profundos, las minas flotantes, los submarinos, las poderosas escuadras.
Vio los campos de batalla de Prusia Oriental, de Polonia, la calma de una pequeña aldea siberiana, combates en África, Anzac y Sedul—Bar, Salónica, la elegancia desollada e infinitamente terrible del mar de trincheras en la piojosa Champaña, el subteniente herido que llevan a la ambulancia, los jugadores de béisbol en Connecticut; y batallas, batallas; mas en el momento en que iba a ver el fin de todo, y sobre todo aquello que deseaba conocer, el brigadier se puso nuevamente su máscara ciega y dijo antes de irse:
—Artillero, has faltado a la llamada. Has estado ausente.
En aquel momento la trompeta tocó las tiernas, melancólicas notas de la extinción de los fuegos.
Levantando la cabeza antes de volver a su cuadra, el poeta resucitado vio que en el cielo las estrellas se habían agrupado y que sin apagarse se deshojaban en perfumados pétalos, y puntos de impacto de millones de gritos lanzados por la tierra y por el cielo, formaban esta deslumbrante inscripción:
V I V A F R A N C I A
D U E R M E E N S U
C A T R E C I T O D E
S O L D A D O M I
P_____O_____E
T___________A
R___________E
S___________U
C___________I
T___________A
D ___________O
Después se marchó como los otros con un destacamento...
Y el frente se iluminó, los hexaedros giraron, las flores de acero se abrieron, las alambradas enflaquecieron de deseos sangrientos, las trincheras se abrieron como hembras ante los machos.
Mientras el poeta oía maullar los obuses sobre los hipogeos que cavan los soldados, una Dama maravillosa acariciaba su collar de hombres atentos, ese collar sin igual, gargantilla de todas las razas que chorrea fuegos sin número.
Et les chevaux de frise écumaient sous la pluie O glauque jour oú va le regiment de sites. O tranchées, soeurs profondes des murailles.
Después de llegar a caballo hasta las líneas, con su pelotón de rondines y envuelto en vapores asfixiantes, el brigadier de la máscara ciega sonreía amorosamente al porvenir cuando un obús de grueso calibre le acertó en la cabeza, de donde salió, como una sangre pura, una Minerva triunfal.
¡De pie, todo el mundo, para recibir cortésmente a la victoria!

11
marzo

Benjamin Péret - "Una vida llena de interés"

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Poeta francés. Fue el fiel compañero de Breton, con él participó en el dadaísmo y con él se fue de ese movimiento para fundar el surrealismo. Su obra traducida es escasa y difícil de encontrar en las librerías (éstas están tan llenas de libros que no queda espacio en ellas para la literatura).
Si no te gusta o no te interesa el surrealismo, no sigas leyendo.

Al salir de su casa muy temprano, como era habitual, la señora Lannor descubrió que sus cerezos -todavía repletos el día antes de bellos frutos rojos- habían sido reemplazados aquella noche por unas jirafas disecadas. ¡Una broma estúpida! ¿Por qué la señora Lannor pensó entonces en acusar a una pareja de enamorados que la víspera, a la caída de la tarde, había estado sentada al pie de uno de estos árboles? Para dejar allí algún recuerdo de su amor, habían grabado sobre la corteza sus iniciales enlazadas. Pero la señora Lannor les había visto hacerlo, y cogiendo un cochinillo se lo había arrojado a la pareja mientras gritaba:
- ¿Qué hacéis ahí, retoños de alcachofa? ¿Queréis una begonia acaso?
Para su asombro, los dos amantes resbalaron a lo largo del tronco del cerezo, como si los izase una polea. Cuando llegaron a la copa, echaron a volar igual que golondrinas, describiendo en vuelo planeado unos círculos que se iban expandiendo, hasta que fueron a caer en un estanque próximo. Rápidamente se formó un estruendo horrible, semejante al de tres mil trombones, saxofones, cornetines, clarines y tambores, tocando todos a la vez. La señora Lannor se quedó estupefacta -con razón-; pero no quiso que se le notara y dijo:
-Hace ya mucho tiempo que fabrico espejos de bolsillo.
Y había dejado de pensar en el incidente. Pero esta mañana, al ver a las jirafas disecadas en el lugar de los cerezos, no podía por menos que establecer alguna relación entre el suceso de la víspera y este otro de ahora.
Para tener la conciencia tranquila, decidió dirigirse al estanque en donde los amantes habían desaparecido. El estanque estaba vacío, y en el cieno del fondo -un cieno seco ya- pudo ver abatidos algunos cientos de cadáveres de titís, provistos cada uno de un cuerno de caza. En medio del estanque se alzaba un obelisco de más de treinta metros de alto, coronado en la punta por un sobrero de mosquetero. Al pie del monumento, cogidos de la mano, se encontraban los dos enamorados de la víspera. Con la cabeza inclinada hacia ella, él decía “¡Gertrude!” y ella, en la misma posición, respondía ¡François!”. Y esto una vez y otra.
Ante un espectáculo así, la señora Lannor no dudó ni un momento de que estaba en presencia de los culpables. Ya se regocijaba de haberlo adivinado tan rápido y tan bien. Y se regocijaba demasiado rápido incluso, pues uno de los titís se puso de pie y le gritó con el más puro acento provenzal:
- ¡Arroje la primera piedra!
Excelente idea. La señora Lannor cogió una piedra enorme y la lanzó en dirección a la pareja. Pero al llegar a un metro de la cabeza de François el impulso se detuvo en seco, y una chispa brotó entre la piedra y la cabeza mientras se oía un formidable estrépito de vidrios rotos. Apenas se apaciguó el ruido cuando de la base del obelisco salió un tropel de jovencitas desnudas que se agarraban de la mano, y que estaban ligadas las unas a las otras por un tallo de hiedra que rodeaba sus cuerpos, como las cuerdas de los alpinistas. Cantando juntas la Brabançonne, se pusieron a bailar alrededor del obelisco. Uno a uno se fueron levantando todos los monos para bailar con ellas, cantando algunos, y otros acompañando a los primeros con su cuerno de caza. La señora Lannor empezó a notarse ligera, ligera, y se puso a bailar con todo el mundo. Si esta pobre señora Lannor en vez de bailar hubiese mirado lo que estaba ocurriendo en la cúspide, habría muerto de terror.
El obelisco se había abierto como las hojas de un par de tijeras. Entre las dos hojas así separadas, se elevaba una fina columna de humo en donde estaban representados todos los colores del espectro. Por encima de la columna de humo planeaba una bicicleta, sobre la cual una pareja semejante a Gertrude y François hacía el amor. En el mismo momento en que el humo empezaba a formar espirales, la rueda delantera de la bicicleta se separó del artefacto y descendió despacio por uno de los lados del obelisco para posarse delicadamente en la cabeza de una jovencita. El efecto fue inmediato. De un solo golpe, todas las jovencitas se inflamaron y, en su lugar, se vio durante unos segundos una llamita azul de pocos centímetros de altura; luego las jovencitas fueron reemplazadas por unos cerezos que tenían una mitad florecida, mientras que la otra estaba cubierta de cerezas maduras.
La señora Lannor quedó tan conmovida que olvidó su edad; y tan turbada que olvidó la llegada inminente de su sobrino, que reemplazaba tan ventajosamente a un edredón.
-Mis cerezos –decía-. ¡De modo que eran ellos!
Después corrió hacia el obelisco, al pie del cual François y Gertrude seguían arrodillados y repetían sus nombres sin descanso. Ella iba a franquear la línea de cerezos que formaban un círculo alrededor del obelisco, cuando vio con asombro que dos de aquellos árboles entre los cuales se proponía pasar se juntaban y le cerraban el camino. Trató de rodearlos, pero cuando torcía a la derecha un cerezo se le situaba enfrente, y lo mismo ocurría con la izquierda. Quiso correr: los cerezos hicieron lo mismo. Ya no le quedaba sino echar a volar. Lo hizo. Los cerezos la imitaron, ay. Y este juego de persecución habría podido prolongarse mucho si de golpe la señora Lannor no hubiese tenido una idea:
-Voy a excavar un subterráneo que llegue al pie del obelisco.
Rápidamente se posó en el suelo, y a grandes zancadas, regresó a su casa para coger un pico y una pala. Un instante después ya había puesto manos a la obra. Los cerezos, para demostrarle que su ardor no les impresionaba, le dejaban caer cada minuto una cereza podrida en la cabeza. La señora Lannor echaba pestes y trabajaba con más rabia cada vez. Llegó el momento en que el hoyo era lo bastante profundo como para que ella desapareciese dentro. Satisfecha, quiso descansar un instante; y se tumbó sobre la hierba con el rostro vuelto hacia el cielo. Pero apenas se había tumbado, cuando observó una extraña nube que afectaba la forma de una salchicha, provista en cada extremo de un inmensa oreja que se agitaba lentamente como un abanico.
- ¡Ahí sigue todavía! –refunfuñó la señora Lannor.
Y se disponía a volver al trabajo, cuando vio que la salchicha se rajaba longitudinalmente y que algo escapaba de ahí: una cereza diez veces más grande que una calabaza, que fue a caer encima del obelisco y allí se quedó fija. La señora Lannor vio en ello un desafío y volvió a levantarse.
- ¡Ah, bandidos! ¡Ahora vamos a ver!
Agarró el pico, que blandía por encima de su cabeza, pero quedó inmóvil en esta misma posición. En el hoyo que había excavado, acababa de ver siete u ocho mandíbulas que se abrían y se cerraban regularmente. Pero hacía falta mucho más que eso para que la señora Lannor se asustase. Arrancó una zanahoria, se la echó a una de las mandíbulas, y esto hizo que de todas ellas surgiese un hilito de humo amarillo que expandía un repugnante olor a incienso. Todas las mandíbulas desaparecieron; y cuando el humo se hubo disipado, la señora Lannor vio, sentada en el fondo del hoyo, a una niñita que tenía un puerro entre sus piernas. El puerro crecía a ojos vista, y tan rápidamente, incluso, que la niña estaba confusa y su estómago -secundado enseguida por su corazón y por su fe- salieron de su cuerpo y se marcharon poco a poco, como a la fuerza, mientras que la niñita constataba que su espalda estaba cubierta de escamas.
-Sin embargo no soy una sirena –murmuró.
Cuando trató de retirar el puerro, cuál no sería su susto al descubrir que ahora formaba parte de su cuerpo. Tras largos y dolorosos esfuerzos, consiguió finalmente arrancarlo, pero bajo el puerro yacía un bulbo de lirio que no esperaba más que su momento para florecer. Apenas la flor se había abierto cuando la niñita empezó a sentir los dolores del parto; y vomitó un libro de oraciones que se abrió por sí mismo en la página de la invocación a Juana de Arco. La niñita vio en esto una orden del cielo, y sobre la marcha hizo el voto de tomar los hábitos. Se levantó y salió del hoyo sin volver a ocuparse de la señora Lannor, quien -por su parte- sentía los dolores del alumbramiento y echaba al mundo un ridículo carillón Luis XV, que no cesaba de dar la hora. Esta vez la señora Lannor no se sentía muy segura. Su inquietud dejó paso a una angustia desmesurada, cuando notó que unas manos invisibles le calzaban unas botas de pocero, que enseguida se llenaron de sudor. La señora Lannor sufrió un desmayo.
Cuando volvió en sí, oyó que el mar rompía muy cerca. Abrió los ojos, y se vio en una inmensa caja metálica, perforada con agujeritos por todos sus lados. Estaba en compañía de una multitud de sardinas que al sentarse ella se levantaron sobre su cola y, muy educadamente, le dieron la bienvenida; luego se fueron todas en una misma dirección, como aspiradas por una bomba gigantesca. La señora Lannor humedeció su dedo con un poco de saliva, y lo alzó por encima de su cabeza para buscar la dirección del viento.
-Este-nordeste –dijo un pez volador que se había acercado sin que ella lo notase.
Se sintió entonces en la obligación de desnudarse; pero no iba a quitarse más que las botas, pues apenas tomó esta decisión una columna vertebral humana bajó del techo, para hacerle reproches por su actitud y cubrirla de injurias. Consciente de su indignidad, la señora Lannor se calló. La columna vertebral se cubrió de fosforescencias rosas, y desapareció con el enorme ruido de un portazo.
La señora Lannor estaba desesperada al comprender que nunca más vería a sus cerezos; y ya iba a decidirse a volver a su casa -con la muerte en el alma- cuando fue presa de violentos dolores en los pies.
-Esto no es nada –le dijeron sus miembros-. Es solamente la primavera.
Los pies de la señora Lannor se cubrieron de hojas de cerezo, y pasados apenas unos segundos aparecieron flores. De cada una de ellas cayó una cerilla, que se inflamó enseguida al contacto del sol. Las flores se esfumaron, sustituidas por cerezas. Luego pasó una corriente de aire, cargada de vapores sulfurosos. Las cerezas se hicieron incoloras y el hueso apareció. El tiempo que se tarda en extender un brazo, y los huesos se hicieron arbustos. La señora Lannor vio un relámpago, seguido de inmediato por un espantoso fragor de tormenta. Cuando volvió a abrir los ojos, estaba suspendida bocabajo del obelisco de la Plaza de la Concordia, y alrededor de su cabeza flotaban miles de cerezos que estallaban como pedos de lobo. La señora Lannor comprendió entonces que su última hora había llegado. Y murió como mueren los champiñones.

10
marzo

Leonora Carrington - "El enamorado"

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Paseando al anochecer por una callejuela, hurté un melón. El frutero, que estaba escondido detrás de sus frutas, me cogió por el brazo: “Señorita, me dijo, hace cuarenta años que espero una ocasión como ésta. Cuarenta años que me he pasado escondido detrás de este montón de naranjas con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta. Y le digo por qué: necesito hablar, necesito contar mi historia. Si usted no me escucha, la entregaré a la policía.”
“Le escucho”, dije yo.
Me tomó del brazo y me llevó al interior de su tienda entre frutas y legumbres. Pasamos por una puerta, al fondo, y llegamos a un cuarto. Había allí un lecho en el que yacía una mujer inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debía estar allí desde hacía mucho tiempo pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. “Lo riego todos lo días”, dijo el frutero con aire pensativo.
“En cuarenta años nunca he llegado a saber si estaba muerta o no. Nunca se ha movido, ni hablado, ni comido durante ese tiempo; pero lo curioso es que sigue estando caliente. Si usted no me cree, mire”. Y entonces levantó una esquina de la manta, lo que me permitió ver muchos huevos y algunos polluelos recién nacidos. “Usted ve, es el modo que utilizo para incubar los huevos (también vendo huevos frescos)”.
Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar: “La quiero tanto, créame. La he querido siempre. Era tan dulce. Tenía unos piesecitos ágiles y blancos. ¿Quiere usted verlos?” “No”, dije yo.
“En fin”, continuó diciendo con un profundo suspiro, “era tan hermosa. Yo tenía cabellos rubios, ella hermosos cabellos negros (ahora, los dos tenemos cabellos blancos). Su padre era un hombre extraordinario. Tenía una gran casa en el campo. Se dedicaba a coleccionar costillas de cordero. Por ese motivo llegamos a conocernos. Yo tengo una especialidad: sé secar la carne con la mirada. El señor Pushfoot (ése era su nombre) oyó hablar de mí. Me invitó a su casa para secar sus costillas a fin de que no se pudrieran. Agnes era su hija. Fue un amor a primera vista. Partimos juntos en barco por el Sena. Yo remaba. Agnes me hablaba así: “Te quiero tanto que vivo sólo para ti”. Y yo le decía lo mismo. Creo que es mi amor lo que la mantiene cálida; quizás está muerta, pero el calor persiste”. – “El año próximo”, prosiguió con la mirada perdida, “sembraré algunos tomates; no me asombraría que se desarrollaran bien allí dentro.” – “Caía la noche y no se me ocurría dónde pasar nuestra primera noche de bodas; Agnes se había vuelto pálida, muy pálida por la fatiga. Finalmente, apenas salimos de París, vi una cantina que daba sobre la orilla. Aseguré el barco y penetramos por la galería negra y siniestra. Había allí dos lobos y un zorro que se paseaban a nuestro alrededor. No había nadie más”.
“Llamé, llamé a la puerta que encerraba un terrible silencio. “Agnes está muy fatigada, Agnes está muy fatigada”, gritaba yo lo más fuerte que podía. Finalmente una vieja cabeza se asomó por la ventana y dijo: “No sé nada. Aquí el patrón es el zorro. Déjeme dormir: usted me molesta.” Agnes se puso a llorar. No quedaba otro remedio: tenía que dirigirme al zorro. “¿Tiene usted camas?” le pregunté varias veces. No respondió nada: no sabía hablar. Y de nuevo la cabeza, más vieja que antes, que desciende suavemente desde la ventana, atada a un cordoncito: “Diríjase a los lobos; yo no soy el patrón aquí. Déjeme dormir, por favor”. Acabé por comprender que esa cabeza estaba loca y que no tenía sentido continuar. Agnes seguía llorando. Di varias vueltas alrededor de la casa y al fin pude abrir una ventana por la que entramos. Nos encontramos entonces en una cocina alta; sobre un gran horno enrojecido por el fuego había unas legumbres que se cocían solas y saltaban por sí mismas en el agua hirviendo; ese juego las divertía mucho. Comimos bien y después nos acostamos sobre el piso. Yo tenía a Agnes en mis brazos. No pudimos dormir ni un minuto. Esa terrible cocina contenía toda clase de cosas. Una enorme cantidad de ratas se había asomado al borde exterior de sus agujeros, y cantaban con vocecitas aflautadas y desagradables. Había olores inmundos que se inflaban y desinflaban uno tras otro, y corrientes de aire. Creo que fueron las corrientes de aire las que acabaron con mi pobre Agnes. Ya nunca más se recobró. Desde ese día habló cada vez menos”.
Y el frutero estaba tan cegado por las lágrimas que no tuve dificultad en escaparme con mi melón.