Este cuento fue inicialmente atribuído por mí a Alfonso Hernández Catá. Lo encontré en algunas ediciones digitales de sus "Cuentos pasionales". Esas ediciones digitales no contenían información sobre la edición original. Una comentarista apuntó que el cuento era en realidad del también cubano Virgilio Piñera. Una visita a la biblioteca y error confirmado, el cuento pertenece al volumen al que da título, "El que vino a salvarme" de Virgilio Piñera, publicado en 1970. Corrijo el error y espero que no vuelva a ocurrir.
Siempre tuve un gran miedo: no saber cuándo moriría. Mi mujer afirmaba que la culpa era de mi padre; mi madre estaba agonizando y él me puso frente a ella y me obligó a besarla. Por esa época yo tenía diez años y ya sabemos todo eso de que la presencia de la muerte deja una huella profunda en los niños... No digo que la aseveración sea falsa, pero en mi caso es distinto. Lo que mi mujer ignora es que yo vi ajusticiar a un hombre, y lo vi por pura casualidad. Justicia irregular, es decir, dos hombres le tienden un lazo a otro hombre en el servicio sanitario de un cine y lo degüellan. ¿Cómo? Pues yo estaba encerrado haciendo caca y ellos no podían verme; estaban en los mingitorios. Yo hacía caca plácidamente y, de pronto, oí: "Pero no van a matarme..." Miré por el enrejillado y entonces vi una navaja cortando un pescuezo, sentí un alarido, sangre a borbotones y piernas que se alejaban a toda prisa.
Cuando la policía llegó al lugar del hecho me encontró desmayado, casi muerto, con eso que le dicen shock nervioso. Estuve un mes entre la vida y la muerte.
Bueno, no vayan a pensar que, en lo sucesivo, iba a tener miedo de ser degollado. Bueno, pueden pensarlo, están en su derecho. Si alguien ve degollar a un hombre, es lógico que piense que también puede ocurrirle lo mismo a él, pero también es lógico pensar que no va a dar la maldita casualidad de que el destino, o lo que sea, lo haya escogido a uno para que tenga la misma suerte del hombre que degollaron en el servicio sanitario del cine.
No, no era ése mi miedo; el que yo sentí, justo en el momento en que degollaban al tipo, se podría expresar con esta frase: ¿cuál es la hora? Imaginemos a un viejo de ochenta años, listo ya para enfrentarse a la muerte; pienso que su idea fija no puede ser otra que preguntarse: ¿será esta noche?, ¿será mañana?, ¿será a las tres de la madrugada de pasado mañana?, ¿va a ser ahora mismo en que estoy pensando que será pasado mañana a las tres de la madrugada? Como sabe y siente que el tiempo que le queda de vida es muy reducido, estima que sus cálculos sobre la hora fatal son bastante precisos pero, al mismo tiempo, la impotencia en que se encuentra para fiar el
momento, los reduce a cero. En cambio, el tipo asesinado en el servicio sanitario supo, así de pronto, cuál sería su hora.. En el momento de proferir: "pero no van a matarme...", ya sabía que le llegaba su hora. Entre su exclamación desesperada y la mano que accionaba la navaja para cercenarle el cuello, supo el minuto exacto de su muerte. Es decir, que si la exclamación se produjo, por ejemplo, a las nueve horas, cuatro minutos y cinco segundos de la noche, y la degollación a las nueve, cuatro minutos y ocho segundos, él supo exactamente su hora de morir con una anticipación de tres segundos.
En cambio, aquí, echado en la cama, solo (mi mujer murió el año pasado y, por otra parte, no sé la pobre en qué podría ayudarme en lo que se refiere a lo de la hora de mi muerte), estoy devanándome los pocos sesos que me quedan. Es sabido que cuando se tiene noventa años (y es esa mi edad) se está, como el viajero, pendiente de la hora, con la diferencia de que el viajero la sabe y uno la ignora. Pero no nos anticipemos.
Cuando lo del tipo degollado en el servicio sanitario, yo tenía apenas veinte años. El hecho de estar lleno de vida en ese entonces y, además, tenerla por delante casi como una eternidad, borró pronto aquel cuadro sangriento y aquella pregunta angustiosa.
Cuando se está lleno de vida sólo se tiene tiempo para vivir y vivirse. Uno se vive y se dice: ¡qué saludable estoy, respiro salud por todos mis poros, soy capaz de comerme un buey, copular cinco veces por día, trabajar sin desfallecer veinte horas seguidas...!, y entonces uno no puede tener noción de lo que es morir y morirse. Cuando a los veintidós años me casé, mi mujer, viendo mis ardores, me dijo una noche:¿vas a ser conmigo el mismo cuando seas un viejito? Y le contesté ¿qué es un viejito, acaso tú lo sabes? Ella, naturalmente, tampoco lo sabía. Y como ni ella ni yo podíamos, por el momento, configurar a un viejito, pues nos echamos a reír y fornicamos de lo lindo.
Pero, recién cumplidos los cincuenta, empecé a vislumbrar lo de ser un viejito, y también empecé a pensar en eso de la hora... Por supuesto, proseguía viviendo pero, al mismo tiempo,empezaba a morirme, y una curiosidad enfermiza y devoradora me ponía por delante el momento fatal. Ya que tenía que morir, quería al menos saber en qué instante sobrevendría mi muerte, como sé, por ejemplo, el instante preciso en que me lavo los dientes.
Y a medida que me hacía más viejo, este pensamiento se fue haciendo más obsesivo, hasta llegar a lo que llamamos fijación. Allá por los setenta, hice de modo inesperado mi primer viaje en avión. Recibí un cablegrama de la mujer de mi único hermano, avisándome que éste se moría. Tomé, pues, el avión. A las dos horas de vuelo se produjo mal tiempo. El avión era una pluma en la tempestad, y todo eso que se dice de los aviones bajo los efectos de una tormenta: pasajeros aterrados, idas y venidas de las aeromozas, objetos que se vienen al suelo, gritos de mujeres y de niños mezclados con padrenuestros y avemarías; en fin, ese memento mori que es más memento a cuarenta mil pies de altura.
Gracias a Dios — me dije —, gracias a Dios que por vez primera me acerco a una cierta precisión en lo que se refiere al momento de mi muerte. Al menos, en esta nave en peligro de estrellarse ya puedo ir calculando el momento. ¿Diez, quince, treinta y ocho minutos? No importa, estoy cerca, y tú, muerte, no lograrás sorprenderme.
Confieso que gocé salvajemente. Ni por un instante se me ocurrió rezar, pasar revista a mi vida, hacer acto de contricción, o simplemente esa función fisiológica que es vomitar. No, sólo estaba atento a la inminente caída del avión para saber, mientras nos íbamos estrellando, que ése era el momento de mi muerte. Pasado el peligro, una pasajera me dijo: "Oiga, lo estuve viendo mientras estábamos por caernos y usted como si nada". Me sonreí, no le contesté; ella, con su angustia aún reflejada en la cara, ignoraba mi angustia que, por una sola vez en mi vida, se había
transformado, a esos cuarenta mil pies de altura, en un estado de gracia comparable al de los santos más calificados de la Iglesia.
Pero a cuarenta mil pies de altura, en un avión azotado por la tormenta — único paraíso entrevisto en mi larga vida —, no se está todos los días; por el contrario, se habita el infierno que cada cual se construye: sus paredes son pensamientos; su techo, terrores, y sus ventanas, abismos... Y dentro, uno, helándose a fuego lento, quiero decir perdiendo vida en medio de llamas que adoptan formas singulares: a qué hora, un martes o un sábado, en el otoño o en la primavera...
Y yo me hielo y me quemo cada vez más. Me he convertido en un acabado espécimen de un museo de teratología y, al mismo tiempo, soy la viva imagen de la desnutrición. Tengo por seguro que por mis venas no corre sangre, sino pus; hay que ver mis escaras — purulentas, cárdenas —y mis huesos, que parecen haberle conferido a mi cuerpo una otra anatomía. Los de las caderas, como un río, se han salido de madre; las clavículas, al descarnarse, parecen anclas pendiendo del costado de un barco; los occipitales hacen de mi cabeza como un coco aplastado de un mazazo.
Sin embargo, lo que la cabeza contiene sigue pensando y pensando en su idea fija; ahora mismo, en este instante, en mi cuarto, tirado en la cama, con la muerte encima, con la muerte que puede ser esa foto de mi padre muerto, pienso que me mira y me dice: te voy a sorprender, no podrás saberlo, me estás viendo pero ignoras cuándo te asestaré el golpe...
Por mi parte, miré más fijamente la foto de mi padre y le dije: no te vas a salir con la tuya, sabré el momento en que me echarás el guante, y antes gritaré ¡es ahora!, y no te quedará otro remedio que confesarte vencida. Y justo en ese momento, en ese momento que participa de la realidad y de la irrealidad, sentí unos pasos que, a su vez, participaban de esa misma realidad e irrealidad. Desvié la vista de la foto e, inconscientemente, la puse en el espía del ropero que está frente a mi cama. En él vi reflejada la cara de un hombre joven, sólo su cara, ya que el resto del cuerpo se sustraía a mi vista debido a un biombo colocado entre los pies de la cama y el espía. Pero no le di mayor importancia; sería incomprensible que no se la diera teniendo otra edad, es decir, la edad en que uno está realmente vivo y la inopinada presencia de un extraño en nuestro cuarto nos causaría desde sorpresa hasta terror. Pero, a mi edad y en el estado de languidez en que me hallaba, un extraño y su rostro es sólo parte de la realidad–irrealidad que se padece. Es decir, que ese extraño y su cara era, o un objeto más de los muchos que pueblan mi cuarto o un fantasma de los muchos que pueblan mi cabeza. En consecuencia, volví a poner la vista en la foto de mi padre y, cuando volví a mirar el espejo, la cara del extraño había desaparecido. Volví de nuevo a mirar la foto y creí advertir que la cara de mi padre estaba como enfurruñada, es decir, la cara de mi padre por ser la de él, pero al mismo tiempo con una cara que no era la suya, sino como si se la hubiera maquillado para hacer un personaje de tragedia.
Pero vaya usted a saber... En esa linde entre realidad e irrealidad todo es posible y, lo que es más importante, todo ocurre y no ocurre. Entonces cerré los ojos y empecé a decir en voz alta: ahora, ahora... De pronto sentí un ruido de pisadas muy cerca del respaldar de la cama; abrí los ojos y allí estaba, frente a mí, el extraño, con todo su cuerpo largo como un kilómetro. Pensé: bah, lo mismo del espejo, y volví a mirar la foto de mi padre. Pero algo me decía que volviera a mirar al extraño. No desobedecí mi voz interior y lo miré. Ahora esgrimía una navaja e iba inclinando lentamente el cuerpo mientras me miraba fijamente. Entonces comprendí que ese extraño era el que venía a salvarme. Supe con una anticipación de varios segundos el momento exacto de mi muerte. Cuando la navaja se hundió en mi yugular, miré a mi salvador y, entre borbotones de sangre, le dije: gracias por haber venido.
Cuando la policía llegó al lugar del hecho me encontró desmayado, casi muerto, con eso que le dicen shock nervioso. Estuve un mes entre la vida y la muerte.
Bueno, no vayan a pensar que, en lo sucesivo, iba a tener miedo de ser degollado. Bueno, pueden pensarlo, están en su derecho. Si alguien ve degollar a un hombre, es lógico que piense que también puede ocurrirle lo mismo a él, pero también es lógico pensar que no va a dar la maldita casualidad de que el destino, o lo que sea, lo haya escogido a uno para que tenga la misma suerte del hombre que degollaron en el servicio sanitario del cine.
No, no era ése mi miedo; el que yo sentí, justo en el momento en que degollaban al tipo, se podría expresar con esta frase: ¿cuál es la hora? Imaginemos a un viejo de ochenta años, listo ya para enfrentarse a la muerte; pienso que su idea fija no puede ser otra que preguntarse: ¿será esta noche?, ¿será mañana?, ¿será a las tres de la madrugada de pasado mañana?, ¿va a ser ahora mismo en que estoy pensando que será pasado mañana a las tres de la madrugada? Como sabe y siente que el tiempo que le queda de vida es muy reducido, estima que sus cálculos sobre la hora fatal son bastante precisos pero, al mismo tiempo, la impotencia en que se encuentra para fiar el
momento, los reduce a cero. En cambio, el tipo asesinado en el servicio sanitario supo, así de pronto, cuál sería su hora.. En el momento de proferir: "pero no van a matarme...", ya sabía que le llegaba su hora. Entre su exclamación desesperada y la mano que accionaba la navaja para cercenarle el cuello, supo el minuto exacto de su muerte. Es decir, que si la exclamación se produjo, por ejemplo, a las nueve horas, cuatro minutos y cinco segundos de la noche, y la degollación a las nueve, cuatro minutos y ocho segundos, él supo exactamente su hora de morir con una anticipación de tres segundos.
En cambio, aquí, echado en la cama, solo (mi mujer murió el año pasado y, por otra parte, no sé la pobre en qué podría ayudarme en lo que se refiere a lo de la hora de mi muerte), estoy devanándome los pocos sesos que me quedan. Es sabido que cuando se tiene noventa años (y es esa mi edad) se está, como el viajero, pendiente de la hora, con la diferencia de que el viajero la sabe y uno la ignora. Pero no nos anticipemos.
Cuando lo del tipo degollado en el servicio sanitario, yo tenía apenas veinte años. El hecho de estar lleno de vida en ese entonces y, además, tenerla por delante casi como una eternidad, borró pronto aquel cuadro sangriento y aquella pregunta angustiosa.
Cuando se está lleno de vida sólo se tiene tiempo para vivir y vivirse. Uno se vive y se dice: ¡qué saludable estoy, respiro salud por todos mis poros, soy capaz de comerme un buey, copular cinco veces por día, trabajar sin desfallecer veinte horas seguidas...!, y entonces uno no puede tener noción de lo que es morir y morirse. Cuando a los veintidós años me casé, mi mujer, viendo mis ardores, me dijo una noche:¿vas a ser conmigo el mismo cuando seas un viejito? Y le contesté ¿qué es un viejito, acaso tú lo sabes? Ella, naturalmente, tampoco lo sabía. Y como ni ella ni yo podíamos, por el momento, configurar a un viejito, pues nos echamos a reír y fornicamos de lo lindo.
Pero, recién cumplidos los cincuenta, empecé a vislumbrar lo de ser un viejito, y también empecé a pensar en eso de la hora... Por supuesto, proseguía viviendo pero, al mismo tiempo,empezaba a morirme, y una curiosidad enfermiza y devoradora me ponía por delante el momento fatal. Ya que tenía que morir, quería al menos saber en qué instante sobrevendría mi muerte, como sé, por ejemplo, el instante preciso en que me lavo los dientes.
Y a medida que me hacía más viejo, este pensamiento se fue haciendo más obsesivo, hasta llegar a lo que llamamos fijación. Allá por los setenta, hice de modo inesperado mi primer viaje en avión. Recibí un cablegrama de la mujer de mi único hermano, avisándome que éste se moría. Tomé, pues, el avión. A las dos horas de vuelo se produjo mal tiempo. El avión era una pluma en la tempestad, y todo eso que se dice de los aviones bajo los efectos de una tormenta: pasajeros aterrados, idas y venidas de las aeromozas, objetos que se vienen al suelo, gritos de mujeres y de niños mezclados con padrenuestros y avemarías; en fin, ese memento mori que es más memento a cuarenta mil pies de altura.
Gracias a Dios — me dije —, gracias a Dios que por vez primera me acerco a una cierta precisión en lo que se refiere al momento de mi muerte. Al menos, en esta nave en peligro de estrellarse ya puedo ir calculando el momento. ¿Diez, quince, treinta y ocho minutos? No importa, estoy cerca, y tú, muerte, no lograrás sorprenderme.
Confieso que gocé salvajemente. Ni por un instante se me ocurrió rezar, pasar revista a mi vida, hacer acto de contricción, o simplemente esa función fisiológica que es vomitar. No, sólo estaba atento a la inminente caída del avión para saber, mientras nos íbamos estrellando, que ése era el momento de mi muerte. Pasado el peligro, una pasajera me dijo: "Oiga, lo estuve viendo mientras estábamos por caernos y usted como si nada". Me sonreí, no le contesté; ella, con su angustia aún reflejada en la cara, ignoraba mi angustia que, por una sola vez en mi vida, se había
transformado, a esos cuarenta mil pies de altura, en un estado de gracia comparable al de los santos más calificados de la Iglesia.
Pero a cuarenta mil pies de altura, en un avión azotado por la tormenta — único paraíso entrevisto en mi larga vida —, no se está todos los días; por el contrario, se habita el infierno que cada cual se construye: sus paredes son pensamientos; su techo, terrores, y sus ventanas, abismos... Y dentro, uno, helándose a fuego lento, quiero decir perdiendo vida en medio de llamas que adoptan formas singulares: a qué hora, un martes o un sábado, en el otoño o en la primavera...
Y yo me hielo y me quemo cada vez más. Me he convertido en un acabado espécimen de un museo de teratología y, al mismo tiempo, soy la viva imagen de la desnutrición. Tengo por seguro que por mis venas no corre sangre, sino pus; hay que ver mis escaras — purulentas, cárdenas —y mis huesos, que parecen haberle conferido a mi cuerpo una otra anatomía. Los de las caderas, como un río, se han salido de madre; las clavículas, al descarnarse, parecen anclas pendiendo del costado de un barco; los occipitales hacen de mi cabeza como un coco aplastado de un mazazo.
Sin embargo, lo que la cabeza contiene sigue pensando y pensando en su idea fija; ahora mismo, en este instante, en mi cuarto, tirado en la cama, con la muerte encima, con la muerte que puede ser esa foto de mi padre muerto, pienso que me mira y me dice: te voy a sorprender, no podrás saberlo, me estás viendo pero ignoras cuándo te asestaré el golpe...
Por mi parte, miré más fijamente la foto de mi padre y le dije: no te vas a salir con la tuya, sabré el momento en que me echarás el guante, y antes gritaré ¡es ahora!, y no te quedará otro remedio que confesarte vencida. Y justo en ese momento, en ese momento que participa de la realidad y de la irrealidad, sentí unos pasos que, a su vez, participaban de esa misma realidad e irrealidad. Desvié la vista de la foto e, inconscientemente, la puse en el espía del ropero que está frente a mi cama. En él vi reflejada la cara de un hombre joven, sólo su cara, ya que el resto del cuerpo se sustraía a mi vista debido a un biombo colocado entre los pies de la cama y el espía. Pero no le di mayor importancia; sería incomprensible que no se la diera teniendo otra edad, es decir, la edad en que uno está realmente vivo y la inopinada presencia de un extraño en nuestro cuarto nos causaría desde sorpresa hasta terror. Pero, a mi edad y en el estado de languidez en que me hallaba, un extraño y su rostro es sólo parte de la realidad–irrealidad que se padece. Es decir, que ese extraño y su cara era, o un objeto más de los muchos que pueblan mi cuarto o un fantasma de los muchos que pueblan mi cabeza. En consecuencia, volví a poner la vista en la foto de mi padre y, cuando volví a mirar el espejo, la cara del extraño había desaparecido. Volví de nuevo a mirar la foto y creí advertir que la cara de mi padre estaba como enfurruñada, es decir, la cara de mi padre por ser la de él, pero al mismo tiempo con una cara que no era la suya, sino como si se la hubiera maquillado para hacer un personaje de tragedia.
Pero vaya usted a saber... En esa linde entre realidad e irrealidad todo es posible y, lo que es más importante, todo ocurre y no ocurre. Entonces cerré los ojos y empecé a decir en voz alta: ahora, ahora... De pronto sentí un ruido de pisadas muy cerca del respaldar de la cama; abrí los ojos y allí estaba, frente a mí, el extraño, con todo su cuerpo largo como un kilómetro. Pensé: bah, lo mismo del espejo, y volví a mirar la foto de mi padre. Pero algo me decía que volviera a mirar al extraño. No desobedecí mi voz interior y lo miré. Ahora esgrimía una navaja e iba inclinando lentamente el cuerpo mientras me miraba fijamente. Entonces comprendí que ese extraño era el que venía a salvarme. Supe con una anticipación de varios segundos el momento exacto de mi muerte. Cuando la navaja se hundió en mi yugular, miré a mi salvador y, entre borbotones de sangre, le dije: gracias por haber venido.
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on 23 octubre 2009
at 19:43
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