El texto corresponde al primer capítulo de la obra "El cristianismo desvelado". Aunque la obra se centra en el cristianismo, lo dicho en este primer capítulo es válido para cualquier religión. Paul Henri fue un filósofo materialista francés de origen alemán. Fue un ilustrado que colaboró en diversos campos en la redacción de la "Enciclopedia" de Diderot y D'Alambert. Para él la religión era una consecuencia de la ignorancia explotada por el despotismo. "El cristianismo desvelado" fue publicado en 1767.

De la necesidad de examinar la religión y de los obstáculos que se encuentra en este examen
Un ser razonable debería proponerse en todas sus acciones la propia felicidad y la de sus semejantes. La religión, que todo concurre a mostrarnos como el objeto más importante para nuestra felicidad temporal y eterna, solo presenta ventajas para nosotros en la medida en que hace nuestra existencia feliz en este mundo y que nos asegura que cumplirá las promesas engañosas que nos hace para la otra vida. Nuestros deberes hacia el Dios que consideramos señor de nuestros destinos solo pueden fundamentarse sobre los bienes que esperamos o sobre los males que tememos de su parte; es necesario pues que el hombre examine los motivos de sus esperanzas y se sus temores; ha de consultar a dicho efecto la experiencia y la razón, las únicas que pueden guiarlo aquí abajo.
Los hombres, la gran mayoría, solo mantienen la religión por la costumbre, nunca han examinado seriamente las razones que le ligan, los motivos de su conducta, los fundamentos de sus opiniones: así, lo que todos consideran como lo más importante, ha sido siempre lo que mas han temido profundizar; siguen así los pasos que sus padres les han trazado, creen porque ellos les han dicho en su niñez que debían creer; esperan, porque les han dicho que debían esperar; tiemblan, porque sus antepasados han temblado; casi nunca se han molestado en pensar en los motivos de su creencia.
Poquísimos hombres tienen la oportunidad de examinar, o la capacidad de considerar, los objetos de su veneración habitual, de su afección poco razonada, de sus miedos tradicionales; las naciones siempre se ven por el torrente de la costumbre, del ejemplo, del prejuicio: la educación habitúa al espíritu a las opiniones mas monstruosas, como el cuerpo a las actitudes mas incómodas; todo lo que ha durado mucho tiempo parece sagrado a los hombres, se creerían culpables si levantasen sus miradas temerarias a cosas revestidas por el sello de la antigüedad; prevenidos a favor de la sabiduría de sus padres no tienen la presunción de examinar después de ellos; no ven que el hombre ha estado siempre engañado por sus prejuicios, por sus esperanzas y por sus temores, y que las mismas razones le han hecho siempre imposible su examen.
El hombre corriente, ocupado en trabajos necesarios para su subsistencia, otorga una confianza ciega a aquellos que pretenden guiarlo, deja descansar sobre estos la preocupación de pensar por él, suscribe sin dificultades todo aquello que le mandan; creería ofender a Dios si dudase un solo instante de la buena fe de los que le hablan en su nombre. Los grandes, los ricos, la gente de mundo, aunque mas ilustrados que la gente del pueblo, están interesados en conformarse a los prejuicios recibidos, y hasta en mantenerlos; o bien, librados a
la molicie, a la disipación y a los placeres, son totalmente incapaces de ocuparse de una religión a la que hacen ceder delante de sus pasiones, de sus inclinaciones y al deseo de divertirse. Durante la niñez recibimos todas las impresiones que quieren darnos, no tenemos ni capacidad, ni experiencia, ni el valor necesario para dudar de lo que nos enseñan aquellos bajo la dependencia de los cuales nos pone nuestra debilidad. Durante la adolescencia, las pasiones fogosas, la embriaguez continua de nuestros sentidos, nos impiden pensar en una religión demasiado espinosa o demasiado triste para ocuparnos agradablemente: si por casualidad un hombre joven la examina, es sin continuidad o con parcialidad; una ojeada superficial le quita el gusto por un objeto tan poco placentero. En la edad madura, preocupaciones diferentes, nuevas pasiones, ideas de ambición, de grandeza, de poder, deseo de riquezas, de ocupaciones continuadas, acaparan toda la atención del hombre hecho o no le dejan sino breves momentos para pensar en esa religión en la cual no tiene nunca el deseo de profundizar. En la vejez, las facultades entumecidas, las costumbres identificadas con el pensamiento, los órganos debilitados por la edad o por la enfermedad ya no nos permiten remontarnos a las fuentes de nuestras viejas opiniones; el miedo a la muerte que tenemos delante de los ojos tornaría por otra parte sospechoso el examen normalmente presidido por el terror.
Así es como las opiniones religiosas, una vez admitidas, se mantienen durante una larga serie de siglos; es así cómo, de una época a otra, las naciones se transmiten ideas que no han examinado; creen que su felicidad está ligada a instituciones en las cuales un examen mas maduro mostraría la fuente de la mayor parte de sus males. La autoridad todavía da soporte a los prejuicios de los hombres, les prohíbe el análisis, les fuerza a la ignorancia, está siempre dispuesta a castigar a todo aquel que intente sacarles de su error.
Que no nos sorprenda, pues, si veíamos siempre el error identificado con la raza humana; todo parece concurrir para eternizar su ceguera, todas las fuerzas se reunían para esconderle la verdad, los tiranos la detestan y le oprimen porque osa discutir sus derechos injustos y quiméricos, el sacerdote la prohíbe porque reduce a nada sus pretensiones fastuosas; la ignorancia, la inercia y las pasiones de los pueblos los tornan cómplices de quienes están interesados en tenerlos bajo el yugo y en sacar partido de sus desgracias: por eso las naciones gimen bajo males hereditarios a los cuales no piensan poner remedio, sea por que no conocen su origen, sea porque la costumbre les habitúa a la desgracia y les quita todo deseo de alejarla.
Si la religión es el objeto mas importante para nosotros, si influye necesariamente en toda la conducta de una vida, si sus influencias se extienden no solamente a nuestra existencia en este mundo, sino también a aquella que se promete el hombre a continuación, no hay sin duda nada que demande un examen mas serio de nuestra parte, asimismo, de todas las cosas, ésta es en la que los hombres muestran mas credulidad; el mismo hombre que podría aportar el examen mas serio en la cosa que menos toca a su bienestar, no se toma ninguna molestia para asegurarse de los motivos que le determinan a creer o a hacer una de las cosas de las cuales – según su propia confesión- depende su felicidad temporal y eterna; se remite ciegamente a aquellos que la casualidad le ha dado como guías, descarga sobre ellos la preocupación de pensar por si mismo, y llega a considerar un mérito su propia pereza y su propia credulidad: en materia de religión, los hombres presumen de mantenerse siempre en la infancia y en la barbarie.
Asimismo ha habido en todos los siglos hombres que, habiéndose librado de los prejuicios de sus conciudadanos, osaron mostrarles la verdad. Pero ¿qué podía hacer su débil voz contra los errores mamados con la leche, confirmados por la costumbre, autorizados por el ejemplo, reforzados por una política siempre cómplice de su ruina? Los gritos imponentes de la impostura redujeron pronto al silencio a aquellos que querían reclamar a favor de la razón. Hubo veces que mientras el filósofo intentaba inspirar valor, sus sacerdotes y sus reyes le obligaban a temblar.
El medio mas seguro de engañar a los hombres y de perpetuar sus prejuicios es engañarlos desde la infancia, entre casi todos los pueblos modernos la educación parece tener como único objetivo formar fanáticos, devotos, monjes, es decir hombres perjudiciales o inútiles para la sociedad; los príncipes mismos, comúnmente víctimas de la educación supersticiosa que se les da, se mantienen toda la vida en la ignorancia mas grande de sus deberes y de los verdaderos intereses de sus estados., imaginan que lo han hecho todo por sus súbditos si les han llenado su espíritu de ideas religiosas, que hacen el papel de buenas leyes y dispensan a sus señores de la molesta preocupación de gobernarlos bien. La religión parece imaginada solamente para hacer a los soberanos y al pueblo igualmente esclavos del sacerdocio; éste nada mas se ocupa en poner obstáculos continuados a la felicidad de las naciones allá donde reina, el soberano solo tiene un poder precario y los súbditos están desprovistos de actividad, de ciencia, de grandeza de alma, de laboriosidad, en una palabra de las cualidades indispensables para el sostenimiento de una sociedad.
Si en un estado cristiano se ve una poca actividad, si se encuentra alguna ciencia, si se pueden encontrar costumbres sociales, es porque, a despecho de sus opiniones religiosas, la naturaleza, siempre que puede, reconduce a los hombres a la razón y les obliga a trabajar para su propia felicidad.
Todas las naciones cristianas, si fueran consecuentes con sus principios, deberían estar sumergidas en la más profunda inercia, nuestros alrededores estarían habitados por un puñado de piadosos salvajes que solo se encontrarían para perjudicarse. En efecto, ¿Por qué hay que preocuparse de un mundo que la religión nos muestra como un simple lugar de paso? ¿Cuál puede ser la laboriosidad de un pueblo al que se repite cada día que su Dios quiere que ruegue, que se aflija, que viva en el temor, que gima sin parar? ¿Cómo podría subsistir una sociedad compuesta de hombres a los que se ha persuadido que hay que tener fervor por la religión y que hay que odiar y destruir a sus semejantes por sus opiniones? En definitiva ¿Cómo se puede esperar humanidad, justicia o virtud de una cuadrilla de fanáticos a los que el hombre propone como modelo a un Dios cruel, disimulado, malvado, que se complace en ver como brotan las lágrimas de sus desafortunadas criaturas, que les pone trampas y que les castiga por caer en ellas, que ordena el robo, el crimen y la carnicería? Estos son simplemente los trazos con los que el cristianismo nos pinta al Dios heredado de los judíos. Este Dios ha sido un Soldán, un déspota, un tirano al que todo le había estado permitido; con todo, el hombre ha hecho de este Dios un modelo de perfección, se han perpetrado en su nombre los crímenes mas horribles y los mas grandes desafueros han estado siempre justificados, desde el momento que se han cometido para sostener su causa o para merecer su favor.
Así, la religión cristiana, que presume de prestar un soporte infrangible a la moral y de presentar a los hombres los mas poderosos motivos para excitarlos a la virtud, ha sido para ellos una fuente de divisiones, de peleas y de crímenes; bajo el pretexto de buscar la paz solo les ha traído furor, odio, discordia y guerra; les ha proporcionado mil medios engañosos para atormentarse, he derramado sobre ellos plagas desconocidas para sus padres, y el cristiano –si hubiese tenido un poco de entendimiento- habría añorado mil veces la pacífica ignorancia de sus antecesores idólatras. Si las costumbres de los pueblos no han tenido ninguna ganancia con la religión cristiana, el poder de los reyes, de los cuales ésta se pretende el soporte, no ha tenido mayores ventajas; se establecieron en cada Estado dos poderes distintos, el de la religión, fundamentado sobre el mismo Dios, superó casi siempre al del soberano; este se veía forzado a convertirse en servidor de los sacerdotes, y cada vez que rehusaba doblegar la rodilla delante de ellos era proscrito, despojado de sus derechos, exterminado por unos súbditos excitados a la revuelta por la religión o por fanáticos en las manos de los cuales ésta ponía la daga.
Antes del cristianismo, el estado era generalmente soberano del sacerdote, desde que el mundo es cristiano, el soberano no es mas que el primer esclavo del sacerdocio, el ejecutor de sus venganzas y de sus decretos.
Concluimos, pues, que la religión cristiana no tiene ningún título para presumir de las ventajas que procura a la moral o a la política. Arranquémosle el velo que la cubre, remontémonos a sus fuentes, analicemos sus principios, sigámosla en su camino y encontraremos que, fundamentada en la impostura, la ignorancia y la credulidad, no ha sido ni será jamás útil sino a los hombres que se creen interesados en engañar al género humano, que no parará jamás de causar los mayores males a las naciones, y que, en cuenta de facilitar la felicidad que les había prometido, solo sirve para embriagarles de furor, para sumirlos en el delirio y el crimen, para hacerles ignorar sus verdaderos intereses y sus deseos mas santos.

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