30
abril

Eduardo Mendoza - "Sin noticias de Gurb"

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Este es el comienzo de una de las novelas más desternillantes que he leído en mi vida. Sin embargo, como ya decía en la entrada de "Literatura de humor", el sentido del humor es algo tan tan personal que conozco a gente que no encontró ningún tipo de gracia en la novela.
DÍA 9

0.01 (hora local)
Aterrizaje efectuado sin dificultad. Propulsión convencional (ampliada).
Velocidad de aterrizaje: 6.30 de la escala convencional (restringida).
Velocidad en el momento del amaraje: 4 de la escala Bajo-U1 o 9 de la escala Molina-Calvo.
Cubicaje: AZ-0.3.
Lugar de aterrizaje: 63Ω (IIβ) 28476394783639473937492749.
Denominación local del lugar de aterrizaje: Sardanyola.

07.00
Cumpliendo órdenes (mías) Gurb se prepara para tomar contacto con las formas
Aspecto humano de Gurb
de vida (reales y potenciales) de la zona. Como viajamos bajo forma acorpórea (inteligencia pura-factor analítico 4800), dispongo que adopte cuerpo análogo al de los habitantes de la zona. Objetivo: no llamar la atención de la fauna autóctona (real y potencial). Consultado el Catálogo Astral Terrestre Indicativo de Formas Asimilables (CATIFA) elijo para Gurb la apariencia del ser humano denominado Marta Sánchez.

07.15
Gurb abandona la nave por la escotilla 4. Tiempo despejado con ligeros vientos de componente sur; temperatura, 15 grados centígrados; humedad relativa, 56 por ciento; estado de la mar, llana.

07.21
Primer contacto con habitante de la zona. Datos recibidos de Gurb: Tamaño del ente individualizado, 170 centímetros; perímetro craneal 57 centímetros; número de ojos, dos; longitud del rabo, 0.00 centímetros (carece de él). El ente se comunica mediante un lenguaje de gran simplicidad estructural, pero de muy compleja sonorización, pues debe articularse mediante el uso de órganos internos. Conceptualización escasísima. Denominación del ente, Lluc Puig i Roig (probable recepción defectuosa o incompleta). Función biológica del ente: profesor encargado de cátedra (dedicación exclusiva) en la Universidad Autónoma de Bellaterra. Nivel de mansedumbre, bajo. Dispone de medio de transporte de gran simplicidad estructural, pero de muy complicado manejo denominado Ford Fiesta.

07.23
Gurb es invitado por el ente a subir a su medio de transporte. Pide instrucciones. Le ordeno que acepte el ofrecimiento. Objetivo fundamental: no llamar la atención de la fauna autóctona (real y potencial).

07.23
Sin noticias de Gurb.

08.00
Sin noticias de Gurb.

09.00
Sin noticias de Gurb.

12.30
Sin noticias de Gurb.

20.30
Sin noticias de Gurb.

29
abril

Saki - "Laura"

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-No te estarás muriendo de verdad, ¿eh? -preguntó Amanda.
-El doctor me dio permiso de vivir hasta el martes -dijo Laura.
-¡Pero si hoy es sábado! ¡La cosa es grave! -dijo Amanda, con la boca abierta.
-No sé si sea grave; lo que si es cierto es que hoy es sábado -dijo Laura.
-La muerte siempre es grave -dijo Amanda.
-Nunca dije que me iba a morir. Se presume que voy a dejar de ser Laura, pero pasaré a ser otra cosa. Alguna clase de animal, me figuro. Mira: cuando una no ha sido muy buena en la vida que acaba de vivir, reencarna en algún organismo inferior. Y yo no he sido muy buena, si a eso vamos. He sido ruin, mezquina, vengativa y todas esas cosas, cuando las circunstancias así me lo exigieron.
-Las circunstancias nunca exigen ese tipo de cosas -se apresuró a decir Amanda.
-Perdóname que te lo diga -observó Laura-, pero Egbert es una circunstancia que exigiría cualquier cantidad de esa clase de cosas. Tú estás casada con él... eso es otra historia. Tú

Hector Hugh Munro
"Saki"

juraste amarlo, honrarlo y soportarlo; yo no.
-¡No veo qué pueda tener de malo Egbert! -protestó Amanda.
-¡Cómo no! La maldad fue toda mía -admitió Laura desapasionadamente-. Él ha sido tan sólo una circunstancia atenuante. Por ejemplo, el otro día armó un alboroto de malas pulgas cuando saqué a pasear los cachorros pastores de la granja.
-Persiguieron las pollitas Sussex saraviadas y espantaron a dos gallinas cluecas de los nidos, fuera de que pisotearon los cuadros de flores. Y tú sabes cuánta dedicación les pone a sus aves de corral y a su jardín.
-De todas maneras no había necesidad de que remachara toda la bendita tarde al respecto, ni de que dijera "No se hable más de eso" cuando yo ya empezaba a sacarle gusto a la discusión. Ahí fue cuando salí con una de mis venganzas mezquinas -agregó Laura con una risita impenitente-: al otro día del episodio solté en sus semilleros a la familia entera de las saraviadas.
-¡Cómo pudiste hacerlo! -exclamó Amanda.
-Resultó muy fácil -dijo Laura-. Dos gallinas se hicieron las que estaban poniendo, pero yo me mostré firme.
-¡Y nosotros creyendo que fue un accidente!
-Como ves -prosiguió Laura-, en realidad tengo razones para suponer que mi próxima encarnación será en un organismo inferior. Seré alguna clase de animal. Por otro lado, tampoco he sido tan horrible, así que a lo mejor puedo contar con que voy a ser un animal agradable, algo elegante y lleno de vida, amigo de la diversión. Una nutria, tal vez.
-No puedo imaginarte haciendo de nutria -dijo Amanda.
-Bueno, me figuro que no puedes imaginarme haciendo de ángel, si a eso vamos -dijo Laura.
Amanda guardó silencio. No podía.
-Por mi parte, creo que la vida de una nutria sería bastante agradable -continuó Laura-: salmón para comer el año entero y el gusto de poder buscar las truchas en su propia casa, sin tener que esperar horas enteras a que se dignen morder la mosca que una les ha estado columpiando en la cara; y una figura elegante y esbelta...
-Piensa en los perros que las cazan -la interrumpió Amanda-. ¡Qué horrible que la rastreen a una y la acosen y acaben destrozándola!
-Bastante divertido, si la mitad del vecindario está mirando; y en todo caso no es peor que este asunto de morir poco a poco entre sábado y martes. Además, después pasaría a ser otra cosa. Si hubiera sido una nutria regularmente buena, supongo que recobraría alguna forma humana; probablemente algo más bien primitivo... la de un morenito egipcio casi en cueros, me figuro.
-Ojalá te pusieras seria -suspiró Amanda-. De veras deberías hacerlo, si es que sólo vas a vivir hasta el martes.
En realidad, Laura murió el lunes.
-¡Qué terrible trastorno! -se quejó Amanda a su tío político, don Lulworth Quayne-. Tengo invitadas un montón de personas a pescar y jugar golf, y los rododendros están precisamente en su mejor momento.
-Laura fue siempre una desconsiderada -dijo don Lulworth-. Nació en plena temporada ecuestre, con un embajador que odiaba los bebés hospedado en la casa.
-Se le ocurrían las cosas más disparatadas -dijo Amanda-. ¿Sabes de casos de locura en su familia?
-¿Locura? No. Que yo sepa, nunca. Su padre vive en West Kensington, pero creo que es cuerdo en todo lo demás.
-Ella tenía la idea de que iba a reencarnar en una nutria -dijo Amanda.
-Uno se topa estas ideas sobre la reencarnación con tanta frecuencia, incluso en Occidente -dijo don Lulworth-, que no se atrevería a afirmar que son disparatadas. Y Laura fue una persona tan impredecible en esta vida, que no me gustaría sentar reglas precisas sobre lo que podría estar haciendo en un estado ulterior.
-¿Crees que de veras puede haber pasado a ser un animal? -preguntó Amanda, que era una de esas personas bastante prontas a moldear sus opiniones a partir de los puntos de vista de quienes la rodeaban.
Justo en ese momento Egbert entró al comedor matinal, con un aire luctuoso que el deceso de Laura no alcanzaría a explicar por sí solo.
-¡Mataron a cuatro de mis Sussex saraviadas! -exclamó-. Las mismísimas cuatro que iban para la exhibición del viernes. A una la arrastraron y se la comieron precisamente en la mitad del nuevo cuadro de claveles en el que puse tanto empeño y dinero. ¡Mis mejores gallinas y mis mejores flores, escogidas para la destrucción! Casi parece que el animal culpable de ese acto supiera cómo hacer el máximo de daño en el mínimo de tiempo.
-¿Crees que fue una zorra? -preguntó Amanda.
-Más parece cosa de un hurón -dijo don Lulworth.
-No -dijo Egbert-; había huellas de patas palmeadas por todas partes, y seguimos el rastro hasta el arroyo al fondo del jardín: una nutria, evidentemente.
Amanda le lanzó una mirada de reojo a don Lulworth.
Egbert estaba demasiado agitado para desayunar, y se marchó a supervisar el refuerzo de las defensas de los gallineros.
-Por lo menos debería haber esperado a que terminaran los funerales -dijo Amanda, con voz indignada.
-Comprende que se trata de sus propios funerales -dijo don Lulworth-. Es un sutil punto de etiqueta determinar hasta dónde debe uno mostrar respeto por sus propios restos mortales.
Al día siguiente, el irrespeto a las convenciones mortuorias fue llevado más lejos. Durante la ausencia de la familia en las exequias ocurrió la masacre de las restantes Sussex saraviadas. La línea de retirada del merodeador parecía haber cubierto la mayoría de los cuadros de flores en el prado, pero las eras de fresas en la parte de abajo del jardín también se habían visto afectadas.
-Voy a hacer que traigan a los perros tan pronto como sea posible -dijo Egbert, ferozmente.
-¡De ninguna manera! ¡Ni se te ocurra hacerlo! -exclamó Amanda-. Quiero decir, no sería bien visto, tan enseguida de un luto en la casa.
-Es un caso de urgencia -dijo Egbert-. Cuando una nutria se ceba en estas cosas, ya no para.
-A lo mejor se vaya a otra parte ahora que no quedan más gallinas -insinuó Amanda.
-Se diría que quieres proteger a esa alimaña -dijo Egbert.
-El arroyo ha estado muy seco últimamente -objetó Amanda-. No parece muy deportivo cazar un animal cuando tiene tan poca oportunidad de refugiarse.
-¡Por Dios! -estalló Egbert-. No estoy hablando de deporte. Quiero exterminar a ese animal tan pronto como sea posible.
La propia oposición de Amanda se atenuó cuando, a la hora del servicio religioso del domingo siguiente, la nutria se abrió paso hasta la casa, hurtó medio salmón de la despensa y dejó un ripio de escamas sobre la alfombra persa del estudio de Egbert.
-Dentro de poco la tendremos escondida debajo de las camas, ruñéndonos los pies a pedacitos -dijo Egbert.
Y por lo que sabía Amanda de esa nutria en particular, la posibilidad no era muy remota.
La víspera del día fijado para la cacería, Amanda se paseó a solas durante una hora por las orillas del arroyo, haciendo lo que se imaginaba eran ruidos de jauría. Quienes oyeron su actuación supusieron caritativamente que practicaba imitaciones de sonidos de corral para la venidera feria del pueblo.
Su amiga y vecina Aurora Burret se encargó de llevarle noticias sobre la jornada venatoria.
-Es una lástima que no hayas salido; el día estuvo muy productivo. La encontramos de inmediato, en el charco del fondo del jardín.
-Y... ¿la mataron? -preguntó Amanda.
-¡Cómo no! Una espléndida hembra. Le dio un feo mordisco a tu marido mientras trataba de agarrarla por la cola. ¡Pobre animal! Me compadecí mucho de ella. ¡Tenía una mirada tan humana en los ojos cuando la mataron! Dirás que soy una tonta, pero, ¿sabes a quién me recordó esa mirada? Pero, querida, ¿qué te pasa?
Cuando Amanda se hubo recobrado algo de la postración nerviosa, Egbert la llevó a curarse al valle del Nilo. El cambio de horizontes trajo pronto la deseada recuperación de la salud y el equilibrio mental. Las escapadas de una nutria aventurera en busca de un cambio de régimen alimenticio fueron vistas en la correcta perspectiva. El temperamento normalmente plácido de Amanda se reafirmó. Ni siquiera el temporal de clamorosas maldiciones que venían del camarín de su esposo, en la voz de su esposo, pero muy alejadas de su vocabulario de costumbre, pudieron perturbar su calma mientras se acicalaba pausadamente una tarde en un hotel del Cairo.
-¿Qué sucede? ¿Qué pasó? -preguntó, entre divertida e intrigada.
-¡El animalito me tiró todas las camisas limpias en la tina! ¡Espera a que te agarre, so...!
-¿Qué animalito? -preguntó Amanda, reprimiendo las ganas de reír.
¡El lenguaje de Egbert era tan irremediablemente inadecuado para expresar sus sentimientos de indignación!
-Un morenito egipcio casi en cueros -farfulló Egbert.
Y ahora Amanda está gravemente enferma.

Literatura de humor

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Una lectora habitual del blog, en un comentario no publicado, me ha pedido una recomendación para un libro de humor. Si ya recomendar un libro (una película, un disco) sin conocer muy bien los gustos, es difícil (incluso conociendo muy bien los gustos), recomendar algo relacionado con el humor es ya dificilísimo. Creo que existen tantos sentidos del humor distintos como personas hay. Lo que a mi me hace desternillarme a otro puede hacerle maldita la gracia. De todas formas voy a intentarlo. Me he puesto a hacer una recapitulación de aquellos libros que a mi me hicieron reír (o al menos sonreír) en algún momento. A bote pronto me han salido unos cuantos, desde Aristófanes hasta Pepe Colubi. He tachado muchos de la lista y he dejado los que de alguna manera pueden ser más impactantes o más hilarantes. Ahí van algunas posibilidades.
Ramón Gómez de la Serna: “El caballero del hongo gris”
Jardiel Poncela: “Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?”, “La tournée de Dios”
Mark Twain: “Diarios de Adán y Eva”, “Cartas desde la Tierra”
Oscar Wilde: “La importancia de llamarse Ernesto”
Evelyn Waugh: “Merienda de negros”
P.G. Wodehouse: cualquiera de las muchas recopilaciones de relatos cortos
Tom Sharpe: “Wilt”
Kingsley Amis: “La suerte de Jim”
Terry Pratchett: cualquiera de los muchos sobre el mundo de mundodisco.
Groucho Marx: “Groucho y yo”, “Memorias de un amante sarnoso”
Giovanni Guareschi: "Don Camilo", “El destino se llama Clotilde”
Eduardo Mendoza: “El misterio de la cripta embrujada”, “El laberinto de las aceitunas”, “La aventura del tocador de señoras”, “Sin noticias de Gurb”
Sempé: “El pequeño Nicolas”
Elvira Lindo: “Manolito Gafotas”
Quino: cualquier cosa, sobre todo “Mafalda”
Roald Dahl: “Cuentos en verso para niños perversos”
James Finn Garner: “Cuentos infantiles políticamente correctos”
Pepe Colubi: "La tele que me parió" (creo que éste se entiende mejor si se pertenece a la generación que nacimos en los 60)
Existe una recopilación de cuentos de humor publicados por Valdemar, "Con la risa en los huesos", con obras de gente como Oscar Wilde, Chesterton o Ambose Bierce, que es también muy interesante.
En la lista hay un poco de todo, aunque puede no ser suficiente. Espero que alguno pueda encajar. Se admiten más recomendaciones, aunque éstas pasarán por mi durísima censura (es mi blog, así que si a mi no me gustan, no se publican, esto de tener un blog te hace sentirte importante y poderosa).

PD. Anónima, tengo mucho interés en saber algo más concreto sobre lo que comentaste sin mala leche, me gustaría saber algo más sobre esa parte. Gracias por visitar el blog y gracias por tus comentarios.

28
abril

Beatrice Arthur

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Cuando leí que había fallecido Bea Arthur me quedé como estaba, no tenía ni idea de quién se trataba. Cuando leí que era la Dorothy Zbornak de "Las chicas de oro" ya fue otro cantar. Hace unos meses fallecía Estelle Getty, la actriz que encarnaba a Sophia, la madre de Dorothy en la serie. Yo no veo mucha televisión (he dicho no mucho, no que no la vea) pero he pasado momentos fantásticos sentada delante de la "caja tonta". "Las chicas de oro" fueron las culpables de muchísimos de esos fantásticos momentos.

Carson McCullers - "El jockey"

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Carson McCullers es, junto a William Faulkner, Flannery O'Connor y el dramaturgo Tennessee Williams, el máximo exponente de lo que se ha dado en llamar "gótico sureño". Sus historias exploran el aislamiento espiritual de los inadaptados y marginados del Sur de los Estados Unidos.

El jockey llegó a la puerta del comedor; después de un momento entró y se puso a un lado, quieto, con la espalda apoyada contra la pared. El local estaba lleno; era ya el tercer día de la temporada y todos los hoteles de la ciudad estaban repletos. En el
Carson McCullers

comedor, unos ramitos de rosas de agosto habían dejado caer pétalos sobre los manteles blancos y desde el bar cercano llegaba un sonido de voces cálido y ronco. El jockey esperaba con la espalda pegada a la pared y observaba el comedor con ojos apretados, rugosos. Examinó la habitación y su mirada llegó hasta una mesa de la esquina de enfrente en la que estaban sentados tres hombres. Observando, el jockey levantó la barbilla y echó la cabeza hacia un lado; su cuerpo de enano se irguió rígido y apretó las manos con los dedos curvos hacia dentro como garfios de hierro. Así, en tensión, contra la pared del comedor, miraba y esperaba.
Aquella tarde llevaba un traje de seda china verde bien cortado a medida y del tamaño de un disfraz de niño. La camisa era amarilla; la corbata a rayas, de colores pastel. Iba sin sombrero y llevaba el pelo cepillado hacia la frente en una especie de flequillo mojado y tieso. Su rostro era chupado, gris y sin edad. Había hoyos de sombra en sus sienes y sus labios se crispaban en una sonrisa forzada. Después de un rato se dio cuenta de que le había visto uno de los tres hombres que él había mirado. Pero el jockey no saludó con la cabeza, levantó más la barbilla y metió el pulgar de su mano rígida en el bolsillo del chaleco.
Los tres hombres de la mesa de la esquina eran un entrenador, un corredor de apuestas y un hombre rico. El entrenador era Sylvester, un sujeto grandote, desgarbado, de nariz brillante y lentos ojos azules. El de las apuestas era Simmons. El hombre rico era el dueño de un caballo que se llamaba Seltzer, con el que el jockey había corrido aquella tarde. Los tres bebían whisky con soda, y un camarero uniformado con chaqueta blanca acababa de traer el plato principal de la cena.
Fue Sylvester el primero que vio al jockey. Desvió la vista en seguida, dejó su vaso de whisky y se frotó nervioso la punta de la nariz enrojecida.
—Es Bitsy Barlow —dijo—. Está ahí, al otro lado del comedor, mirándonos.
—¡Ah, el jockey! —dijo el hombre rico. Estaba de cara a la pared y casi dio media vuelta para mirar hacia atrás—. Dile que venga.
—¡No, por Dios! —dijo Sylvester.
—Está loco —dijo Simmons. La voz del corredor de apuestas era opaca y sin inflexiones. Tenía la cara de un jugador nato, ajustada cuidadosamente su expresión en equilibrio permanente de miedo y codicia.
—Bueno, yo no le llamaría eso precisamente —dijo Sylvester—. Le conozco desde hace tiempo.
Estaba estupendamente hasta hace unos seis meses. Pero si sigue así, me parece que no dura otros seis meses, no puede.
—Fue aquello que le pasó en Miami —dijo Simmons.
—¿Qué? —preguntó el hombre rico.
Sylvester echó una mirada al jockey a través del comedor y se humedeció los labios con la lengua roja y carnosa.
—Un accidente. Un chico que se hirió en la pista. Se rompió una pierna y la cadera. Era muy amigo de Bitsy. Un irlandés. No era mal jinete tampoco.
—Es una pena —dijo el hombre rico.
—Sí. Eran muy amigos —dijo Sylvester—. Estaba siempre en el hotel en el cuarto de Bitsy.
Solían jugar al póquer o se tumbaban en el suelo a leer juntos la página de deportes.
—Bueno, son cosas que pasan —dijo el hombre rico.
Simmons cortaba su filete. Tenía el tenedor sobre el plato y amontonaba cuidadosamente sobre él las setas con la hoja del cuchillo.
—Está loco —repetía—. A mí me pone nervioso.
Estaban ocupadas todas las mesas del comedor. En la mesa del centro había un grupo de fiesta y las mariposas blancas y verdes habían entrado desde la noche y revoloteaban alrededor de las llamas claras de las velas. Dos chicas con pantalones de franela y chaquetas sueltas entraron del brazo y fueron al bar. De la calle principal llegaban los ecos de la histérica barahúnda de la gente en vacación.
—Aseguran que Saratoga es en agosto la ciudad más rica del mundo por cabeza —dijo Sylvester dirigiéndose al hombre rico—. ¿A usted qué le parece?
—No sé —dijo el hombre rico—. Podría serlo muy bien.
Simmons se limpió cuidadosamente la boca grasienta con la punta del índice:
—¿Y qué pasa con Hollywood? ¿Y Wall Street?
—Calla —dijo Sylvester—. Viene hacia acá.
El jockey había dejado la pared y se acercaba a la mesa de la esquina. Andaba pavoneándose, presumido, lanzando las piernas en un semicírculo a cada paso, taconeando viva y petulantemente sobre la alfombra de terciopelo rojo. Al andar se dio contra el codo de una mujer gorda vestida de satén blanco, que estaba en la mesa del banquete; el jockey retrocedió y se inclinó con cortesía estudiada, los ojos bien cerrados. Cuando hubo cruzado el comedor, acercó una silla y se sentó en una esquina de la mesa, entre Sylvester y el hombre rico, sin hacer el menor saludo ni cambiar en lo más mínimo su rostro gris e inmóvil.
—¿Has cenado? —preguntó Sylvester.
—Algunos lo llamarían cenar —la voz del jockey era alta, clara y amarga.
Sylvester puso el cuchillo y el tenedor cuidadosamente sobre el plato. El hombre rico cambió de postura, poniéndose de lado en la silla y cruzando las piernas. Llevaba pantalones grises de montar, las botas sucias y una chaqueta marrón muy estropeada. Ése era su atuendo día y noche durante las carreras, aunque nadie le había visto nunca a caballo. Simmons siguió con su cena.
—¿Quieres un poco de seltz? —preguntó Sylvester—. ¿O algo por el estilo?
El jockey no contestó. Sacó una petaca de oro del bolsillo y la abrió de golpe. Dentro había algunos pitillos y una navajita de oro minúscula. Usaba la navaja para cortar en dos los cigarrillos.
Cuando hubo encendido el pitillo, levantó la mano llamando al camarero que pasaba junto a la mesa.
—Un whisky, por favor.
—Mira, chico —dijo Sylvester.
—No me llame chico.
—Sé razonable. Sabes que tienes que ser razonable.
El jockey hizo una mueca rígida con el extremo izquierdo de la boca. Bajó los ojos mirando la comida que había encima de la mesa, pero los levantó en seguida. Delante del hombre rico había una cazuelita de pescado asado con salsa de crema y adornado con perejil. Sylvester había pedido unos huevos «Benedict». Había espárragos, maíz tostado con mantequilla y un platito con aceitunas negras. Había una fuente de patatas fritas en la esquina de la mesa, delante del jockey. No miró más la comida. Fijaba sus ojos apretados en el centro de mesa con rosas abiertas.
—Me figuro que no se acordarán de cierta persona que se llamaba McGuire —dijo.
—Oye, mira, —dijo Sylvester.
El camarero trajo el whisky y el jockey se sentó acariciando el vaso con sus manos pequeñas, fuertes y callosas. En la muñeca llevaba una cadena de oro que golpeaba contra el borde de la mesa.
Después de dar vueltas al vaso entre las palmas de las manos, se bebió de pronto el whisky en dos tragos. Dejó el vaso con aire decidido.
—No, no creo que su memoria sea tan larga y amplia —dijo.
—Claro que sí, Bitsy —dijo Sylvester—. Pero, ¿por qué haces estas cosas? ¿Has tenido hoy noticias del chico?
—He tenido una carta —dijo el jockey—. A esa persona de la que hablábamos la han quitado del personal el miércoles. Tiene una pierna dos centímetros más corta que la otra. Eso es todo.
Sylvester chasqueó la lengua y movió la cabeza.
—Me hago cargo de lo que sientes.
—¿Sí? —El jockey miraba los platos de la mesa. Su mirada iba de la cazuelita de pescado al maíz y, finalmente, se fijó en la fuente de patatas fritas. Apretó la cara, y levantó la mirada rápidamente. Deshojó una rosa y cogió uno de los pétalos, lo estrujó entre los dedos y se lo metió en la boca.
—Bueno, son cosas que pasan —dijo el hombre rico.
El entrenador y el de las apuestas habían terminado de comer, pero quedaba comida en las fuentes. El hombre rico se lavó los dedos grasientos en el vaso de agua y se secó con la servilleta.
—¡Vaya! —dijo el jockey—. ¿No quieren que les traiga algo? ¿O quizá desean repetir? ¿Otro filete, señores, o...?
—Por favor —dijo Sylvester—. Sé razonable. ¿Por qué no te vas arriba?
—Sí, ¿por qué no me voy? —dijo el jockey.
Su voz aflautada era todavía más alta y tenía algo del plañido agudo de la histeria.
—¿Por qué no me voy a mi maldito cuarto y le doy vueltas y escribo unas cartas y me voy a la cama como un buen chico? ¿Por qué no...? —Empujó su silla hacia atrás y se levantó—. ¡Oh, al cuerno! —dijo—. Váyanse al cuerno. Quiero algo de beber.
—Lo que te digo es que esto es tu funeral —dijo Sylvester—. Tú ya sabes el mal que esto te hace. Lo sabes de sobra.
El jockey cruzó el comedor y se acercó a la barra. Pidió un Manhattan y Sylvester le miró, de pie con los talones juntos, apretados, el cuerpo tieso como un soldado de plomo, con el meñique separado del vaso, y bebiendo despacio.
—Está loco —dijo Simmons—. Ya lo dije.
Sylvester se volvió al hombre rico:
—Si se toma una chuleta de cordero, se le ve la forma en el estómago una hora después. No digiere ya las cosas. Pesa cincuenta y un kilos. Ha engordado un kilo y medio desde que dejamos Miami.
—Un jockey no debe beber —dijo el hombre rico.
—La comida no le satisface como antes y no la digiere. Si se toma una chuleta de cordero, se la puede ver saliendo de punta en el estómago y no le baja.
El jockey terminó su Manhattan. Tragó y aplastó la cereza del fondo del vaso con el dedo pulgar, y la apartó luego lejos de él. Las dos chicas en pantalones estaban de pie a su izquierda, mirándose, y al otro lado del bar dos chicos habían empezado una discusión sobre cuál era la montaña más alta del mundo. Todos estaban acompañados; no había nadie solo aquella noche. El jockey pagó con un billete nuevo de cincuenta dólares y no contó el cambio.
Volvió al comedor, a la mesa en la que estaban sentados los tres hombres, pero no se sentó.
—No, no me atrevería a pensar que la memoria de ustedes es tan buena —dijo. Era tan bajo que el borde de la mesa le llegaba casi al cinturón y cuando agarró la esquina con sus manos nervudas no tuvo que doblarse—. No, ustedes están demasiado ocupados en tragar cenas en restaurantes. Están demasiado...
—De veras —rogó Sylvester—. Tienes que ser razonable.
—¡Razonable! ¡Razonable! —El rostro gris del jockey tembló, luego se detuvo en una sonrisa helada y desagradable. Sacudió la mesa hasta que los platos se tambalearon, y por un momento pareció que la iba a volcar. Pero de pronto lo dejó. Alargó la mano a la fuente que estaba a su lado y se metió deliberadamente en la boca un puñado de patatas fritas. Masticaba despacio, con el labio superior levantado, se volvió y escupió la masa pastosa sobre la suave alfombra roja que cubría el suelo—. ¡Depravados! —dijo. Y su voz sonaba delgada y rota. Saboreó la palabra como si tuviera un sabor que le gustara—. ¡Depravados! —repitió, y volviéndose se marchó del comedor con su rígido pavoneo.
Sylvester encogió uno de sus hombros pesados y caídos. El hombre rico secó un poco de agua que se había vertido sobre el mantel, y no hablaron hasta que vino el camarero a recoger los platos.

27
abril

Ambrose Bierce - "Parker Adderson, filósofo"

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Prisionero, ¿cuál es su nombre?
—Como debo perderlo mañana al amanecer, no creo que valga la pena ocultarlo: Parker Adderson.
—¿Su grado?
—Más bien humilde. La vida de los oficiales de carrera es demasiado preciosa para que se la exponga en el peligroso oficio de espía. Soy sargento.
—¿De qué regimiento?
—Le ruego que me disculpe. Si le contesto, entiendo que podría darle una idea de los efectivos que tienen al frente. Me he introducido en las filas de ustedes para obtener y no para comunicar esa clase de informes.
—Veo que no le falta chispa.
—Si tiene la paciencia de aguardar, le pareceré bastante apagado mañana.
—¿Cómo sabe que debe morir mañana por la mañana?
—Así se acostumbra con los espías capturados en la noche. Es una de las bonitas reglas del oficio.
El general, olvidando la dignidad que convenía a un oficial confederado de alto rango y de vasto renombre, se permitió sonreír. Pero ninguno de aquellos que habían caído en su desfavor, estando bajo sus órdenes, habría augurado nada bueno de ese signo exterior y visible de aquiescencia. No era benévolo ni contagioso; no se comunicaba con los hombres allí presentes: el espía capturado que lo provocó y el centinela armado que condujo a éste a la tienda y que ahora se mantenía a cierta distancia, vigilando al prisionero a la luz amarilla de una vela. Sonreír no formaba parte del deber de aquel guerrero: muy otras eran sus tareas. Continuó la conversación; era, en realidad, el proceso de un delito que merecía la pena capital.
—¿Usted admite, entonces, que es un espía que se ha introducido en mi campamento, disfrazado con el uniforme de un soldado confederado, para obtener secretamente informes sobre el número y la disposición de mis tropas?
—Sobre el número, especialmente. La disposición ya la conocía. Es más bien tétrica.
El general sonrió de nuevo. El centinela, con un sentido más severo de su responsabilidad, acentuó la austeridad de su expresión y se mantuvo un poco más erguido que antes. Haciendo girar sobre el índice su sombrero de fieltro gris, el espía miraba cómodamente a su alrededor. Era un lugar modesto. La tienda era la típica tienda de campaña, de ocho por diez, iluminada por una vela de sebo hundida en el cubo de una bayoneta encajada en una mesa de pino a la cual estaba sentado el general, quien ahora escribía laboriosamente sin prestar atención a su forzado huésped. Una vieja alfombra en el piso de tierra, un baúl de fibra todavía más viejo, una segunda silla y un rollo de mantas: la tienda no contenía otra cosa. Bajo las órdenes del general Clavering, la simplicidad y la falta absoluta de "pompa y circunstancia" del ejército confederado había alcanzado su máximo. De un grueso clavo hundido en el mástil de la tienda, a la entrada, colgaba un cinturón de un largo sable, una pistola en su cartuchera y, cosa bastante absurda, un cuchillo de monte. Cuando hablaba de esta arma de ningún modo militar, el general solía decir que era un recuerdo de sus pacíficos días de civil.
La noche era tormentosa. Una lluvia torrencial caía como una cascada sobre la lona con ese ruido monótono, semejante al redoble de un tambor, tan familiar a los oídos de quienes viven bajo una tienda. Sometidos a los embates de las ráfagas atronadoras, el frágil edificio temblaba y vacilaba y tiraba de las cuerdas y estacas que lo fijaban al suelo.
Cuando hubo terminado de escribir, el general dobló la hoja de papel y le dijo al centinela:
—Oiga, Tassman, llévele esto al ayudante mayor y vuelva.
—¿Y el prisionero, mi general? —preguntó el soldado después de saludar y echar una mirada en dirección al espía.
—Haga lo que le digo —dijo el general.
El soldado tomó la nota y salió de la tienda bajando bruscamente la cabeza. El general Clavering volvió hacia el espía federal su hermoso rostro, de rasgos nítidos, lo miró en los ojos, no sin dulzura, y le dijo:
—Es una mala noche, muchacho.
—Para mí, no cabe duda.
—¿Adivina lo que acabo de escribir?
—Algo digno de leerse, espero. Y me atrevo a decir, quizá sea vanidad de mi parte, que yo figuro en ese papel.
—Sí, es el memorándum de una orden acerca de su ejecución para ser leída a las tropas no bien suene la diana. Y también hay unas líneas que conciernen al capitán preboste para que arregle los detalles de la ceremonia.
—Espero, mi general, que el espectáculo será inteligentemente preparado, porque yo asistiré en persona.
—¿No desea tomar algunas disposiciones? ¿Ver a un capellán, por ejemplo?
—No querría procurarme un descanso tan largo privándolo del suyo, aunque fuera por poco rato.
—¡Dios mío, muchacho! ¿Tiene usted intenciones de ir a la muerte sin otra cosa que bromas en los labios? ¿No sabe usted que es un asunto serio?
—¿Cómo podría saberlo? Nunca he estado muerto en mi vida. He oído decir que la muerte es un asunto serio, pero nunca por aquellos que hicieron la experiencia.
El general quedó un momento silencioso. Aquel individuo le interesaba, le divertía, quizá. Era un tipo de hombre que no había encontrado antes.
—Por lo menos —dijo—, la muerte es una pérdida. La pérdida de la relativa felicidad que gozamos, y de otras ocasiones de ser felices.
—Una pérdida de la que nunca tendremos conciencia puede soportarse con calma y aguardarse sin aprensión. Habrá observado, mi general, que de todos los hombres muertos que usted ha tenido el heroico placer de sembrar en su camino, ninguno le ha dado señales de pesar.
—Si estar muerto no causa pesar, el. paso de la vida a la muerte, morir, en suma, da la impresión de ser muy desagradable a quien no ha perdido la facultad de sentir.
—El sufrimiento es desagradable, sin duda. Siempre me causa un malestar más o menos grande. Pero mientras vivimos, más expuestos estamos al sufrimiento. Lo que usted llama morir es, sencillamente, el último sufrimiento. Morir, en realidad, es algo que no existe. Suponga, por ejemplo, que yo trato de escaparme. Usted levanta el revólver que disimula con tanta cortesía sobre sus rodillas y...
El general se ruborizó como una muchacha, luego rió suavemente mostrando sus dientes brillantes, inclinó su hermosa cabeza y nada dijo.
El espía continuó:
—Usted dispara, y yo tengo en mi estómago algo que no he tragado. Caigo, pero no estoy muerto. Después de media hora de agonía, estoy muerto. Pero en cualquier instante dado de esa media hora, yo estaba vivo o muerto. No hay período de transición.
"Mañana por la mañana, cuando me ahorquen, ocurrirá exactamente lo mismo. Mientras esté consciente, viviré. Una vez muerto, estaré inconsciente. La naturaleza parece haber arreglado las cosas de acuerdo con mis intereses... Como yo mismo las habría arreglado... —Es tan simple —agregó con una sonrisa— que se diría que apenas importa que a uno lo cuelguen.”
Hubo un largo silencio después de estas palabras. El general, impasible, miraba al hombre bien de frente. Al parecer, no le prestaba atención. Como si sus ojos montaran guardia junto al prisionero mientras otros pensamientos ocupaban su espíritu. En seguida respiró largamente, profundamente, se estremeció como recién despierto de una atroz pesadilla, y exclamó con voz apenas audible: "¡La muerte es horrible!”
—Era horrible para nuestros salvajes antepasados —dijo el espía con gravedad— porque no tenían la inteligencia suficiente para disociar la noción de conciencia de la noción de formas físicas en las cuales se manifiesta la muerte. De igual manera, una inteligencia todavía más primitiva, la del mono, por ejemplo, es incapaz de imaginar una casa sin moradores, y a la vista de una cabaña en ruinas se representa a su ocupante herido. Para nosotros la muerte es horrible porque hemos heredado la tendencia a considerarla horrible, y nos explicamos esta idea por especulaciones quiméricas sobre el otro mundo; de igual modo, los nombres de los lugares dan nacimiento a las leyendas que los explican, y una conducta irrazonable hace surgir las teorías filosóficas que la justifican. Usted puede ahorcarme, mi general, pero allí se detiene su poder de hacerme daño. Usted no puede condenarme al cielo.
El general parecía no haber oído. Las palabras del espía llevaron sus pensamientos por un sendero poco familiar, y una vez allí marcharon a su antojo hacia conclusiones propias. La tormenta había cesado, y algo del carácter solemne de la noche se comunicó a sus reflexiones dándoles el tinte sombrío de un temor sobrenatural. En él entraba, quizá, un elemento de presciencia. "No quisiera morir —dijo—. Esta noche, no."
Fue interrumpido —si es que tenía la intención de seguir hablando— por la entrada de un oficial de su estado mayor. Era el capitán Hasterlick, el preboste. El general volvió en sí. Desapareció su aire ausente.
—Capitán dijo, devolviendo el saludo del oficial—, este hombre es un espía yanqui que ha sido capturado en nuestras filas. Llevaba encima los papeles que demuestran su culpabilidad. Lo ha confesado todo. ¿Qué tiempo hace?
—Ha pasado la tormenta, mi general, y brilla la luna.
—Bueno. Busque un pelotón de hombres, condúzcalo ahora mismo al lugar de las maniobras y hágalo fusilar.
El espía lanzó un grito. Se echó hacia adelante, el cuello tenso, los ojos fuera de las órbitas los puños cerrados.
—¡Dios mío! —exclamó con voz ronca, articulando apenas las palabras—. ¡Usted no habla en serio! ¡Usted olvida que no debo morir hasta mañana!
—No he dicho nada de mañana —replicó fríamente el general—. Eso fue por su cuenta. Va a morir ahora.
—Pero general, le pido... le suplico que recuerde... ¡Yo debo ser ahorcado! Se necesita cierto tiempo para levantar el patíbulo. Dos horas... una hora... A los espías se los cuelga. La ley militar me concede ese derecho. Por el amor de Dios, mi general, considere qué poco...
—Capitán, haga lo que le ordeno.
El oficial sacó su espada y después, sin decir una palabra, le señaló al espía la abertura de la tienda. El espía vaciló, pálido como un cadáver. El oficial lo tomó por el cuello y lo empujó suavemente hacia delante. Como se acercara al mástil que sostenía la tienda, el espía dio un salto, se apoderó del cuchillo de monte con la agilidad de un gato, arrancó el arma de su vaina, empujó al capitán y, lanzándose sobre el general con la furia de un demente, lo hizo caer de espaldas y se le echó encima. La mesa se vino al suelo, se apagó la vela y los dos hombres lucharon ciegamente en las tinieblas. El capitán se precipitó en auxilio de su oficial superior; muy pronto rodaba también sobre las dos formas que se debatían. Maldiciones y gritos inarticulados de rabia y de dolor ascendían de ese tumulto de brazos y piernas. La tienda se abatió de pronto, y la lucha continuó debajo de los pliegues confusos y envolventes de la lona. El soldado Tassman, que regresaba de dar su mensaje, conjeturó vagamente la situación: arrojó su fusil y asiendo al azar la ondulante lona intentó separarla, inútilmente, de los hombres que cubría. El centinela que iba y venía frente a la tienda, no atreviéndose a abandonar su puesto aunque el cielo se desplomara, hizo un disparo al aire. La detonación alertó al campamento. El redoble de los tambores y las notas agudas de los clarines llamaron a la tropa. Entonces surgió una multitud presurosa de soldados semidesnudos que se vestían a la disparada, bajo el claro de luna, no dejando de correr para ponerse en las filas mientras obedecían a las breves órdenes de sus oficiales. Todo era como es debido: una vez en las filas, los hombres estaban bajo vigilancia. Así permanecieron mientras el estado mayor del general y los soldados de su escolta ponían orden en el caos alzando la tienda caída y separando a los actores de aquella extraña pelea, heridos y sin aliento.
En realidad, uno había sin aliento: había muerto el capitán. Por su garganta asomaba el cabo del cuchillo de monte, tan profundamente hundido debajo del mentón que su extremo estaba acuñado en el ángulo de la mandíbula. La mano que le asestó la cuchillada no había podido retirar el arma. El cadáver aferraba la espada con una energía que desafiaba las fuerza de los vivos. La hoja estaba manchada de rojo hasta la empuñadura.
El general se puso de pie, pero en seguida lanzó un gemido y se desvaneció. Aparte de las magulladuras, tenía dos profundas heridas de espada: una le había atravesado la cadera; la otra, el hombro.
El espía no había salido demasiado maltrecho. Con excepción el brazo derecho roto, hubiera podido sufrir todas sus heridas en un combate común con armas comunes. Pero estaba ofuscado y no parecía comprender lo que acababa de ocurrir. Se apartó de aquellos que le atendían, se acurrucó en el suelo y empezó a murmurar palabras ininteligibles. Su cara, hinchada por los golpes y chorreando sangre, estaba sin embargo muy blanca bajo el pelo en desorden, tan blanca como la de un cadáver.
—Este hombre no es un loco —dijo el cirujano respondiendo a una pregunta—. Está enfermo de miedo. ¿Quién es y qué hace aquí?
El soldado Tassman empezó a explicar. Era la oportunidad e su vida. No dejó nada por decir que de una u otra manera pudiese acentuar su importancia en los acontecimientos de aquella noche. Cuando terminó su historia y estaba listo para repetirla de nuevo, nadie le prestó atención.
El general acababa de volver en sí. Se apoyó en el codo, miró su alrededor, vio al espía custodiado junto a una fogata del campamento.
—Que lleven a este hombre al lugar de las maniobras y lo fusilen —dijo sencillamente.
—El general delira —dijo un oficial que estaba cerca de el.
—No delira —dijo el ayudante mayor—. Repite lo que ha escrito en un memorándum que tengo en mi poder. Le había dado esa misma orden a Hasterlick —señaló con un ademán el cadáver del preboste— y ¡Dios de Dios! es una orden que será cumplida.
Diez minutos después, el sargento Paker Adderson, del ejército federal, filósofo y hombre de ingenio, arrodillado bajo el claro de luna y suplicando en términos incoherentes que le perdonaran la vida, era fusilado por veinte hombres. En el momento en que resonó la salva en el aire vivo de aquella media noche, el general Clavering, que yacía pálido e inmóvil a la luz rojiza del fuego del campamento, abrió sus grandes ojos azules, miró afablemente a los que le rodeaban y murmuró:
—¡Qué silencio hay en todo!
El cirujano miró al ayudante mayor con aire grave y significativo. El enfermo cerró lentamente los ojos y permaneció en esa actitud durante algunos minutos. Después, con el rostro iluminado por una sonrisa inefablemente dulce, dijo con voz débil:
—Supongo que ha llegado la muerte.
Y expiró.

Max Aub - "Las alpargatas"

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Los hombres, de tanto andar, y por carencia de alas, no pueden llevar los pies descalzos. Cúbrense con la carroña de reses muertas, llámanlos los zapatos: hay que reconocer que preservan algo del agua y del lodo. La Cruz Roja ha enviado al campo quinientos pares de alpargatas, para que sean repartidas entre los internados; es un zapato de lona y mejor que nada. Tiénenlos en los almacenes, guardados, quién sabe en espera de qué. El viejo Eloy Pinto, de sesenta y cinco años de edad, carnicero, cojo, pidió un par de buenas botas a un guardia joven. Le hicieron barrer y lavar el cuartel, le dijeron que volviera al día siguiente: le darían las alpargatas. Ocho días se repitió la escena. El viejo, ya cansado, se las pidió al ayudante:
—¡Ah!, ¿con que quieres alpargatas, eh? Y no quieres trabajar. Y comer, sí que comes, ¿no? Para comer no faltas a la lista, ¿no?
El viejo calló, miró sus pies envueltos en trapos, levantó, lentamente, la vista. El ayudante le escupió a la cara, y siguió:
—Supongo que tendrás la conciencia tranquila, ¿no? ¿No decís eso? Pues póntela en los pies.

26
abril

Umberto Eco - "El mago y el científico"

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Creemos que vivimos en la que Isaiah Berlin, identificándola en sus albores, llamó la Edad de la Razón. Una vez acabadas las tinieblas medievales y comenzado el pensamiento crítico del Renacimiento y el propio pensamiento científico, consideramos que vivimos en una edad dominada por la ciencia. A decir verdad, esta visión de un predominio ya absoluto de la mentalidad científica, que se anunciaba tan ingenuamente en el Himno a Satanás, de Carducci, y más críticamente en el Manifiesto comunista de 1848, la apoyan más los reaccionarios, los espiritualistas, los laudatores temporis acti, que los científicos. Son aquéllos y no éstos los que pintan frescos de gusto casi fantástico sobre un mundo que, olvidando otros valores, se basa sólo en la confianza en las verdades de la ciencia y en el poder de la tecnología.

Los hombres de hoy no sólo esperan, sino que pretenden obtenerlo todo de la tecnología y no distinguen entre tecnología destructiva y tecnología productiva. El niño que juega a la guerra de las galaxias en el ordenador usa el móvil como un apéndice natural de las trompas de Eustaquio, lanza sus chats a través de Internet, vive en la tecnología y no concibe que pueda haber existido un mundo diferente, un mundo sin ordenadores e incluso sin teléfonos.

Pero no ocurre lo mismo con la ciencia. Los medios de comunicación confunden la imagen de la ciencia con la de la tecnología y transmiten esta confusión a sus usuarios, que consideran científico todo lo que es tecnológico, ignorando en efecto cuál es la dimensión propia de la ciencia, de ésa de la que la tecnología es por supuesto una aplicación y una consecuencia, pero desde luego no la sustancia primaria.

La tecnología es la que te da todo enseguida, mientras que la ciencia avanza despacio. Virilio habla de nuestra época como de la época dominada, yo diría hipnotizada, por la velocidad: desde luego, estamos en la época de la velocidad. Ya lo habían entendido anticipadamente los futuristas y hoy estamos acostumbrados a ir en tres horas y media de Europa a Nueva York con el Concorde: aunque no lo usemos, sabemos que existe.

Pero no sólo eso: estamos tan acostumbrados a la velocidad que nos enfadamos si el mensaje de correo electrónico no se descarga enseguida o si el avión se retrasa. Pero este estar acostumbrados a la tecnología no tiene nada que ver con el estar acostumbrados a la ciencia; más bien tiene que ver con el eterno recurso a la magia.

¿Qué era la magia, qué ha sido durante los siglos y qué es, como veremos, todavía hoy, aunque bajo una falsa apariencia? La presunción de que se podía pasar de golpe de una causa a un efecto por cortocircuito, sin completar los pasos intermedios. Clavo un alfiler en la estatuilla que representa al enemigo y éste muere, pronuncio una fórmula y transformo el hierro en oro, convoco a los ángeles y envío a través de ellos un mensaje.

La magia ignora la larga cadena de las causas y los efectos y, sobre todo, no se preocupa de establecer, probando y volviendo a probar, si hay una relación entre causa y efecto. De ahí su fascinación, desde las sociedades primitivas hasta nuestro renacimiento solar y más allá, hasta la pléyade de sectas ocultistas omnipresentes en Internet.

La confianza, la esperanza en la magia, no se ha desvanecido en absoluto con la llegada de la ciencia experimental. El deseo de la simultaneidad entre causa y efecto se ha transferido a la tecnología, que parece la hija natural de la ciencia. ¿Cuánto ha habido que padecer para pasar de los primeros ordenadores del Pentágono, del Elea de Olivetti tan grande como una habitación (los programadores necesitaron ocho meses para preparar al enorme ordenador y que éste emitiera las notas de la cancioncilla El puente sobre el río Kwai, y estaban orgullosísimos), a nuestro ordenador personal, en el que todo sucede en un momento?

La tecnología hace de todo para que se pierda de vista la cadena de las causas y los efectos. Los primeros usuarios del ordenador programaban en Basic, que no era el lenguaje máquina, pero que dejaba entrever el misterio (nosotros, los primeros usuarios del ordenador personal, no lo conocíamos, pero sabíamos que para obligar a los chips a hacer un determinado recorrido había que darles unas dificilísimas instrucciones en un lenguaje binario). Windows ha ocultado también la programación Basic, el usuario aprieta un botón y cambia la perspectiva, se pone en contacto con un corresponsal lejano, obtiene los resultados de un cálculo astronómico, pero ya no sabe lo que hay detrás (y, sin embargo, ahí está). El usuario vive la tecnología del ordenador como magia.

Podría parecer extraño que esta mentalidad mágica sobreviva en nuestra era, pero si miramos a nuestro alrededor, ésta reaparece triunfante en todas partes. Hoy asistimos al renacimiento de sectas satánicas, de ritos sincretistas que antes los antropólogos culturales íbamos a estudiar a las favelas brasileñas; incluso las religiones tradicionales tiemblan frente al triunfo de esos ritos y deben transigir no hablando al pueblo del misterio de la trinidad y encuentran más cómodo exhibir la acción fulminante del milagro. El pensamiento teológico nos hablaba y nos habla del misterio de la trinidad, pero argumentaba y argumenta para demostrar que es concebible, o que es insondable. El pensamiento del milagro nos muestra, en cambio, lo numinoso, lo sagrado, lo divino, que aparece o que es revelado por una voz carismática y se invita a las masas a someterse a esta revelación (no al laborioso argumentar de la teología).

Querría recordar una frase de Chesterton: “Cuando los hombres ya no creen en Dios, no es que ya no crean en nada: creen en todo”. Lo que se trasluce de la ciencia a través de los medios de comunicación es, por lo tanto -siento decirlo-, sólo su aspecto mágico. Cuando se filtra, y cuando filtra es porque promete una tecnología milagrosa, “la píldora que…”. Hay a veces un pactum sceleris entre el científico y los medios de comunicación por el que el científico no puede resistir la tentación, o considera su deber, comunicar una investigación en curso, a veces también por razones de recaudación de fondos; pero he aquí que la investigación se comunica enseguida como descubrimiento, con la consiguiente desilusión cuando se descubre que el resultado aún no está listo. Los episodios los conocemos todos, desde el anuncio indudablemente prematuro de la fusión fría a los continuos avisos del descubrimiento de la panacea contra el cáncer.

Es difícil comunicar al público que la investigación está hecha de hipótesis, de experimentos de control, de pruebas de falsificación. El debate que opone la medicina oficial a la medicina alternativa es de este tipo: ¿por qué el pueblo debe creer en la promesa remota de la ciencia cuando tiene la impresión de tener el resultado inmediato de la medicina alternativa? Recientemente, Garattini advertía que cuando se toma una medicina y se obtiene la curación en un breve periodo, esto no es aún la prueba de que el medicamento sea eficaz. Hay aún otras dos explicaciones: que la enfermedad ha remitido por causas naturales y el remedio ha funcionado sólo como placebo, o que incluso la remisión se ha producido por causas naturales y el remedio la ha retrasado. Pero intenten plantear al gran público estas dos posibilidades. La reacción será de incredulidad, porque la mentalidad mágica ve sólo un proceso, el cortocircuito siempre triunfante, entre la causa presunta y el efecto esperado. Llegados a este punto, nos damos cuenta también de cómo está ocurriendo y puede ocurrir, que se anuncien recortes consistentes en la investigación y la opinión pública se quede indiferente. Se quedaría turbada si se hubiese cerrado un hospital o si aumentara el precio de los medicamentos, pero no es sensible a las estaciones largas y costosas de la investigación. Como mucho, cree que los recortes a la investigación pueden inducir a algún científico nuclear a emigrar a Estados Unidos (total, la bomba atómica la tienen ellos) y no se da cuenta de que los recortes en la investigación pueden retrasar también el descubrimiento de un fármaco más eficaz para la gripe, o de un coche eléctrico, y no se relaciona el recorte en la investigación con la cianosis o con la poliomielitis, porque la cadena de las causas y los efectos es larga y mediata, no inmediata, como en la acción mágica.

Habrán visto el capítulo de Urgencias en que el doctor Green anuncia a una larga cola de pacientes que no darán antibióticos a los que están enfermos de gripe, porque no sirven. Surgió una insurrección con acusaciones incluso de discriminación racial. El paciente ve la relación mágica entre antibiótico y curación, y los medios de comunicación le han dicho que el antibiótico cura. Todo se limita a ese cortocircuito. El comprimido de antibiótico es un producto tecnológico y, como tal, reconocible. Las investigaciones sobre las causas y los remedios para la gripe son cosas de universidad. Yo he perfilado una hipótesis preocupante y decepcionante, también porque es fácil que el propio hombre de gobierno piense como el hombre de la calle y no como el hombre de laboratorio. He sido capaz de delinear este cuadro porque es un hecho, pero no estoy en condiciones de esbozar el remedio.

Es inútil pedir a los medios de comunicación que abandonen la mentalidad mágica: están condenados a ello no sólo por razones que hoy llamaríamos de audiencia, sino porque de tipo mágico es también la naturaleza de la relación que están obligados a poner diariamente entre causa y efecto. Existen y han existido, es cierto, seres divulgadores, pero también en esos casos el título (fatalmente sensacionalista) da mayor valor al contenido del artículo y la explicación incluso prudente de cómo está empezando una investigación para la vacuna final contra todas las gripes aparecerá fatalmente como el anuncio triunfal de que la gripe por fin ha sido erradicada (¿por la ciencia? No, por la tecnología triunfante, que habrá sacado al mercado una nueva píldora). ¿Cómo debe comportarse el científico frente a las preguntas imperiosas que los medios de comunicación le dirigen a diario sobre promesas milagrosas? Con prudencia, obviamente; pero no sirve, ya lo hemos visto. Y tampoco puede declarar el apagón informativo sobre cualquier noticia científica porque la investigación es pública por su misma naturaleza.

Creo que deberíamos volver a los pupitres de la escuela. Le corresponde a la escuela, y a todas las iniciativas que pueden sustituir a la escuela, incluidos los sitios de Internet de credibilidad segura, educar lentamente a los jóvenes para una recta comprensión de los procedimientos científicos. El deber es más duro, porque también el saber transmitido por las escuelas se deposita a menudo en la memoria como una secuencia de episodios milagrosos: madame Curie, que vuelve una tarde a casa y, a partir de una mancha en un papel, descubre la radiactividad; el doctor Fleming, que echa un vistazo distraído a un poco de musgo y descubre la penicilina; Galileo, que ve oscilar una lámpara y parece que de pronto descubre todo, incluso que la Tierra da vueltas, de tal forma que nos olvidemos, frente a su legendario calvario, de que ni siquiera él había descubierto según qué curva giraba, y tuvimos que esperar a Kepler.

¿Cómo podemos esperar de la escuela una correcta información científica cuando aún hoy, en muchos manuales y libros incluso respetables, se lee que antes de Cristóbal Colón la gente creía que la Tierra era plana, mientras que se trata de una falsedad histórica, puesto que ya los griegos antiguos lo sabían, e incluso los doctos de Salamanca que se oponían al viaje de Colón, sencillamente porque habían hecho cálculos más exactos que los suyos sobre la dimensión real del planeta? Y, sin embargo, una de las misiones del sabio, además de la investigación seria, es también la divulgación iluminada.

Y, sin embargo, si se tiene que imponer una imagen no mágica de la ciencia, no debieran esperarla de los medios de comunicación, deben ser ustedes quienes la construyan poco a poco en la conciencia colectiva, partiendo de los más jóvenes.

La conclusión polémica de mi intervención es que el presunto prestigio de que goza hoy el científico se basa en razones falsas, y está en todo caso contaminado por la influencia conjunta de las dos formas de magia, la tradicional y la tecnológica, que aún fascina la mente de la mayoría. Si no salimos de esta espiral de falsas promesas y esperanzas defraudadas, la propia ciencia tendrá un camino más arduo que realizar.

Y he aquí que mañana los periódicos hablarán de este congreso vuestro, pero, fatalmente, la imagen que salga será aún mágica. ¿Deberíamos asombrarnos? Nos seguimos masacrando como en los siglos oscuros arrastrados por fundamentalismos y fanatismos incontrolables, proclamamos cruzadas, continentes enteros mueren de hambre y de sida, mientras nuestras televisiones nos representan (mágicamente) como una tierra de jauja, atrayendo sobre nuestras playas a desesperados que corren hacia nuestras periferias dañadas como los navegantes de otras épocas hacia las promesas de Eldorado; ¿y deberíamos rechazar la idea de que los simples no saben aún qué es la ciencia y la confunden bien con la magia, bien con el hecho de que, por razones desconocidas, se puede enviar una declaración de amor a Australia al precio de una llamada urbana y a la velocidad del rayo?

Es útil, para seguir trabajando cada uno en su propio campo, saber en qué mundo vivimos, sacar las conclusiones, volvernos tan astutos como la serpiente y no tan ingenuos como la paloma, pero por lo menos tan generosos como el pelícano e inventar nuevas formas de dar algo de vosotros a quienes os ignoran.

En cualquier caso, desconfiad más que nada de quienes os honran como si fueseis la fuente de la verdad. En efecto, os consideran un mago que, sin embargo, si no produce enseguida efectos verificables, será considerado un charlatán; mientras que las magias que producen efectos imposibles de verificar, pero eficaces, serán honradas en los programas de entrevistas. Y, por lo tanto, no vayáis, o se os identificará con ellas. Permitidme retomar un lema a propósito de un debate judicial y político: resistid, resistid, resistid. Y buen trabajo.

24
abril

Teresa de Cartagena - Pioneras (V)

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Teresa de Cartagena (1425-1478) fue una religiosa y escritora española. Está considerada como la primera escritora mística en español y el último de sus libros está considerado por algunos autores como el primer texto feminista escrito por una mujer española.
Teresa de Cartagena y Saravia nació en Burgos hacia el año 1425 en el seno de una culta familia de judíos conversos. Su abuelo paterno fue Selomó Ha-Leví, prestigioso rabino burgalés convertido al cristianismo por el año 1390 y desde entonces apellidado Pablo de Santa María. Don Pablo ocupó el obispado de Cartagena, antes de ser nombrado obispo de Burgos y de ahí tomó esta familia el apellido “Cartagena” con el que aparece en los documentos.
Teresa fue hija de Pedro de Cartagena, tercero de los hijos varones de don Pablo. Los otros fueron don Gonzalo, obispo de Sigüenza, y don Alonso, esclarecido obispo de Burgos. Tío abuelo de la escritora fue don Alvar García de Santa María, cronista de Juan II. Con esos antecedentes y criándose en ese ambiente parecen normales las inquietudes intelectuales y literarias de Teresa.
Habiendo quedado huérfana cuando frisaba los 15 años de edad, fue pronto enviada a estudiar a Salamanca, donde nos dice que estudió “pocos años” en ámbitos universitarios no oficiales, donde vivió como una joven ambiciosa y relajada (“pecadora”, dice ella). Parece ser que muy pronto le acometió una grave enfermedad de la que quedó sorda, ingresando después en una orden religiosa, que no especifica, pero que según sus comentarios pudo haber sido la Orden de San Francisco.
"La Arboleda de los enfermos", su primer libro, es un análisis en primera persona del dolor y del rechazo de sí misma provocados por la enfermedad, hasta dar a esa experiencia terrible un sentido que le permite seguir amando su persona y seguir viviendo su vida en plenitud.
La difusión pública de "La Arboleda...", que Teresa de Cartagena dedicó a una “virtuosa señora” que era doña Juana de Mendoza, esposa de Gómez Manrique, corregidor de Toledo, provocó reacciones hostiles entre los intelectuales castellanos de la época, incapaces de admitir la competencia de las mujeres para escribir y hacer ciencia. Para rebatirles, Teresa de Cartagena escribió otro tratado, "Admiraçión Operum Dey" (Admiración de las Obras de Dios), a petición de la misma doña Juana.
En él la autora identifica la causa de esas críticas con su condición de mujer, y dice:

“... como vemos por experiençia quando alguna otra persona de synple e rudo entendimiento dize alguna palabra que nos paresca algund tanto sentida, maravillámonos dello, no porque su dicho sea digno de admiraçión, más porque el mismo ser de aquella persona es asy reprobado e baxo e tenido en tal estima que no esperamos della cosa que sea buena”.
Al mostrarse públicamente como autora original, Teresa de Cartagena tocó la fibra sensible de la cultura de su tiempo de tal forma que algunos de sus contemporáneos la acusaron de plagio(“anse maravillado que mujer haga tractados” –reconocía Teresa-). Ella sostuvo que la gracia divina la podían recibir indistintamente hombres y mujeres, ricas y pobres, y que su concesión era individual, es decir, indiferente al sexo, clase social, etc.
Los tratados de Teresa de Cartagena no pertenecen a la más alta categoría de la creación literaria. En cambio son un importante reflejo del pensamiento y una buena muestra de la prosa del siglo XV en Castilla. También adquieren cierto valor los tratados por pertenecer a una de las pocas escritoras de entonces. Al escribir su "Admiraçión Operum Dey", fue Teresa la primera mujer en la historia de la Península Ibérica que escribiera en defensa del derecho de la mujer a ser literata. Con un lenguaje teológico, en definitiva, plantea temas de actualidad como la capacidad “natural” que se supone a los hombres para escribir y realizar trabajos científicos e intelectuales y, en referencia a ella, de cómo se asombran, no de lo escrito y del contenido de sus obras, sino del hecho que sea una mujer la autora de esas composiciones. Teresa mantiene que los hombres y las mujeres no son iguales en todas las capacidades, sino que los papeles masculinos y femeninos se complementan por sus diferencias y rechaza la común idea medieval que la mujer era el sexo débil, previsto por Dios exclusivamente para los propósitos de ser pasiva y reproducir. Éste es el modo que utiliza Teresa para expresar su proceso de autoconciencia como escritora y de autoafirmación como mujer.

Admiraçión Operum Dey
Muchas veces me es hecho entender, virtuosa señora, que algunos de los prudentes varones y así mismo hembras discretas se maravillan o han maravillado de un tratado que, la gracia divina administrando mi flaco mujeril entendimiento, mi mano escribió. Y como sea una obra pequeña, de poca sustancia, estoy maravillada. Y no se crea que los prudentes varones se inclinan a quererse maravillar de tan poca cosa, pero si su maravillar es cierto, bien parece que mi denuesto no es dudoso, porque manifiesto no se hace esta admiración por meritoria de la escritura, mas por defecto de la autora o componedora de ella, como vemos por experiencia cuando alguna persona de simple y rudo entendimiento dice alguna palabra que nos parezca algún tanto sentida: maravillámonos de ellos, no porque su dicho sea digno de admiración más porque el mismo ser de aquella persona es así reprobado y bajo y tenido en tal estima que no esperamos de ella cosa que buena sea. Y por esto cuando acaece por la misericordia de Dios que tales personas simples y rudas dicen o hacen algunas cosas, aunque no sea del todo buena, y si no comunal, maravillámonos mucho por el respeto ya dicho. Y por el mismo respeto creo ciertamente que se hayan maravillado los prudentes varones del tratado que yo hice, y no porque en el se contenga cosa muy buena ni digna de admiración, más porque mi propio ser y justo merecimiento con la adversa fortuna y acrecentadas pasiones dan voces contra mi y llaman a todos que se maravillen dicieno: “¿Cómo en persona en que tantos males asientan puede haber algún bien?” Y de aquí se ha seguido que la obra mujeril y de poca sustancia que digna es de reprehensión entre los hombres comunes, y con mucha razón seria digna de admiración en el acatamiento de los singulares y grandes hombres, porque no sin causa se maravilla el prudente cuando ve que el necio sabe hablar.

23
abril

La Epopeya de Gilgamesh

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Tablilla I
Voy a presentar al mundo
a Aquel que todo lo ha visto,
ha conocido la tierra entera,
penetrado todas las cosas,
y en redor explorado
todo lo que está oculto.
Excelente en sabiduría,
todo lo abarcó con la mirada:
contempló los Secretos,
descubrió los Misterios,
nos ha incluso contado
sobre antes del Diluvio.
De vuelta de su lejano viaje,
agotado pero apaciguado,
grabó sobre una estela
todos sus trabajos.



Para conmemorar el "Día del libro" qué mejor que ir a los orígenes. "La Epopeya de Gilgamesh" constituye, hasta el momento, la primera obra literaria conocida. Fue escrita en Babilonia hace unos 35 siglos. La Epopeya era un poema que se transmitía de forma oral hasta que el rey de Nínive, Asurbanipal, hizo que se transcribiera a tablillas de arcilla cocida. El idioma en que se transcribió fue el acadio y la escritura la cuneiforme.
El texto narra la historia de una gran amistad, la que tuvieron Gilgamesh y Enkidu, que fue origen de grandes proezas sobrehumanas. La muerte de Enkidu fuerza al rey Gilgamesh a la búsqueda de la de la vida eterna. A lo largo de las aventuras de Enkidu y Gilgamesh se muestra mucha de la mitología babilonia, mitología que en parte fue luego asumida por las religiones judeocristianas. Tal vez el más famoso sea el mito del diluvio universal, narrado en esta epopeya muchos siglos antes de que la Biblia fuese escrita.
Como he dicho, con este largo poema comenzó todo.

22
abril

Giacomo Puccini - "Tu? Tu? Piccolo Iddio"

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Hoy estoy dramática, bueno, más melodramática que otra cosa. Así que entrada melodramática al canto. Una nueva edición del "escuche, compare, si alguno le gusta bien y si no le gusta, por qué no apaga los vídeos".
Creo que no hay momento más dramático (y melodramático) en la música que el final de "Madama Butterfly". La ópera la resumo brevemente. Pinkerton, un marinero estadounidense, se aburre en Japón así que por medio de un celestino consigue casarse con una niña japonesa (Cio-Cio-San, Madama Butterfly) para entretenerse. Claro está, noche de bodas clamorosa, niña enamorada, embarazo al canto y marinero que si te he visto no me acuerdo. Cio da a luz y se cree que el malnacido del marinero va a volver. Pasa el tiempo y sí, vuelve, pero vuelve de visita y con su esposa, porque claro, el capullo ya estaba casado cuando embarazó a Cio. El marinero de marras se entera que ha tenido un hijo y no se le ocurre otra cosa que pedírselo a su madre para llevarlo a Estados Unidos y criarlo allí. La desolada Butterfly se lo entrega no sin antes despedirse, se retira a sus habitaciones y comete seppuku (algo así como el hara-kiri de toda la vida pero por degüello al ser mujer).

¿Tú? ¿Tú? "Pequeño Dios"
¡Vete! Te lo ordeno.

(Obliga a Suzuki, que llora amargamente, a levantarse e irse. Butterfly se arrodilla delante de la estatua de Buda. Permanece inmóvil, absorta en un doloroso pensamiento, entonces se da cuenta de los sollozos de Suzuki, los cuales se van poco a poco debilitándose. Sale y coge el velo blanco que cuelga del biombo, después el cuchillo de su padre, de dentro de un estuche lacado, que está colgado de la pared cerca de la estatua de Buda. Besa la hoja con devoción, cogiéndola con las manos por la punta y por la empuñadura, y, en voz baja, lee la inscripción)

"Con honor muere, quien no puede
conservar la vida con honor"

(Mantiene el cuchillo en su garganta. La puerta se abre y se ve el brazo de Suzuki empujando al niño hacia su madre. Él corre hacia ella con sus brazos extendidos. Butterfly suelta el cuchillo y abraza a su hijo apasionadamente )

¿Tú? ¿Tú?

(Con gran sentimiento, y muy agitada)

¡Pequeño Dios! Amor mío,
flor de lirio y de rosa.

(Tomando la cabeza del niño, acercándola hacia sí)

Que no sepas nunca que por ti,
por tus ojos puros,

(Con voz llorosa)

muere Butterfly...
Para que tú puedas irte
al otro lado del mar,
sin que te remuerda,
cuando seas mayor,
el abandono de tu madre.

(exaltada)

¡Oh, tú, que descendiste del trono
del alto Paraíso,
mira muy fijamente, fijamente,
el rostro de tu madre,
para que te quede una huella de él!
¡Miralo bien!
¡Adiós, amor! ¡Adiós, pequeño amor!

(Con voz débil)

¡Vete, juega, juega!

(Butterfly toma a su hijo y lo coloca sobre una alfombra mirando hacia la izquierda. En sus manos pone una bandera americana y un muñeco, obligándole a jugar mientras le tapa los ojos con suavidad. Entonces ella toma el cuchillo y con sus ojos fijos en el niño se esconde tras el biombo. Se oye el ruido del cuchillo cayendo al suelo y un velo blanco colgado en el biombo desaparece. Butterfly reaparece al lado del biombo con el velo en su garganta. Se tambalea hacia el niño y agita su mano hacia él débilmente, con el tiempo justo para besarle antes de caer a su lado.)


Y ahora, lo que han hecho con todo esto cinco de las más grandes. Eso sí, Cio-Cio-San debería de tener unos catorce o quince años, nada que ver con el aspecto de las cantantes.

Anna Moffo


Pilar Lorengar


Renta Scotto


Renata Tebaldi


Maria Callas

Jorge Pinto (VI)

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Dando en el clavo, como siempre.




Nota. Publicado con el permiso del autor.

21
abril

Flannery O'Connor - "La vida que salvéis puede ser la vuestra"

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O'Connor, a decir de los expertos, pese a su corta obra (dos novelas y 31 relatos breves) ha sido una de las grandes narradoras estadounidenses del siglo XX (algunos la catalogan como la más grande cuentista).
La vieja y su hija estaban sentadas en el porche cuando por primera vez apareció el señor Shiftlet por el camino. La anciana se deslizó hacia el borde de la silla e inclinó el cuerpo protegiéndose los ojos del sol hiriente con una mano. La hija no veía cuanto ocurría a lo lejos, de modo que continuaba jugando con los dedos. Aunque la anciana vivía sola en ese lugar desolado con su hija y jamás había visto al señor Shiftlet, supo, aun en la distancia que mediaba, que se trataba de un vagabundo, y que no representaba ningún peligro. El hombre llevaba recogida la manga izquierda del abrigo para mostrar que sólo tenía medio brazo y su escuálida figura se inclinaba levemente hacia un lado como si la brisa lo empujara. Llevaba un traje negro y un sombrero de fieltro marrón levantado sobre la frente y caído en la nuca, y una caja de herramientas de hojalata que sostenía del asa. Caminaba a paso lento por el sendero, con el rostro vuelto hacia el sol, que parecía balancearse en la cima de una pequeña montaña.
La vieja no cambió de posición hasta que él estuvo casi dentro del patio; entonces se levantó y apoyó una mano cerrada en un puño en la cadera. La hija, una muchacha grandota con un vestido corto de organdí azul, lo vio de pronto y dio un respingo; comenzó a patear y a señalar y a emitir sonidos inarticulados y exaltados.
El señor Shiftlet se detuvo justo dentro del patio, dejó la caja en el suelo y se tocó el ala de sombrero para saludar a la joven como si esta se comportase normalmente; luego se volvió hacia la anciana y se lo quitó. Sus cabellos, morenos, largos y lacios, caían lisos a ambos lados desde una raya al medio hasta la punta de sus orejas. La frente le cubría más de la mitad del rostro que terminaba de pronto, con las facciones apenas proporcionadas, en unas mandíbulas prominentes como una trampa de acero. Parecía un hombre joven, pero tenía el aspecto de serena insatisfacción del que está de vuelta de todo.
-Buenas tardes –dijo la anciana. Tenía el tamaño de un poste de cedro de la cerca y llevaba un sombrero gris de hombre muy calado.
El vagabundo se quedó mirándola sin decir nada. Giró sobre sus talones y se volvió hacia la puesta de sol. Abrió lentamente ambos brazos, el que tenía entero y el corto, para abarcar entre ellos una extensión del cielo y su figura formó una cruz mutilada. La anciana lo observó con los brazos cruzados sobre el pecho como si ella fuera la dueña del sol. La hija contemplaba la escena, con la cabeza echada hacia delante, y sus manos pendían, gordas e inútiles, de las muñecas. Tenía el cabello largo y dorado, y los ojos tan azules como el cuello de un pavo real.
El señor Shiftlet permaneció casi cincuenta segundos en esa posición, luego recogió su caja, se acercó al porche y se dejó caer en el primer escalón.
-Señora –dijo con firme voz nasal-, daría una fortuna por vivir donde pudiera ver el sol hacer esto todas las tardes.
-Lo hace todas las tardes –repuso la vieja, y se volvió a sentar.
La hija también se sentó y observó al hombre con una mirada furtiva y precavida, como si fuese un pajarraco que se hubiese acercado demasiado. Él se ladeó, hurgó en el bolsillo de su pantalón y en un instante sacó un paquete de chiles y le tendió uno. Ella lo cogió, lo desenvolvió y comenzó a mascarlo sin quitarle los ojos de encima. El hombre ofreció otro a la anciana, pero ésta levantó su labio superior para indicar que no tenía dientes.
La pálida y aguda mirada del señor Shiftlet ya había revisado todo cuanto había en el patio –la bomba cerca de la esquina de la casa y la alta higuera donde tres gallinas se preparaban para dormir- y desplazó la mirada hacia el cobertizo, donde vio la parte trasera y aherrumbrada de un automóvil.
-¿Conducen ustedes? –preguntó.
-Ese coche no s’ha movío en los últimos quince años –respondió la vieja-. El día que murió mi marido, dejó de moverse.
-Ya na es como antes, señora. El mundo está casi podrío.
-Tiene razón –convino ella-. ¿Es usted de por aquí?
-Tom T. Shiftlet –murmuró mirando los neumáticos.
-Mucho gusto en conocerle –dijo la anciana-. Lucynell Crater, y la hija, Lucynell Crater. ¿Qué hace usté por aquí, señor Shiftlet?
Él juzgó que el coche debía de ser un Ford de 1928 o 1929
-Señora –dijo, y se volvió hacia ella para dedicarle toda su atención-, permítame decirle algo. Hay un doctor en Atlanta que cogió un cuchillo y sacó el corazón humano, el corazón humano –repitió, inclinándose hacia ella-, del pecho de un hombre y lo sostuvo en la mano –y extendió la mano, con la palma hacia arriba, como si aguantara el leve peso de un corazón humano- y lo estudió como si fuera un polluelo de un día, y, señora –dijo e hizo una larga pausa dramática durante la cual adelantó la cabeza y sus ojos de color de arcilla brillaron-, ese hombre no sabe más qu’ustedes o que yo acerca d’eso.
-Es verdá –dijo la anciana.
-Vaya, si cogiera ese cuchillo y cortara todas las puntas del corazón, todavía no sabría más qu’ustedes o que yo, se lo aseguro. ¿Qué s’apuestan?
-Na –respondió la anciana sabiamente-. ¿De dónde viene, señor Shiftlet?
Él no contestó. Metió la mano en el bolsillo y sacó un saquito de tabaco y un estuche de papel de fumar; lió un cigarrillo con destreza, a pesar de hacerlo con una sola mano, y se lo puso bajo el labio superior. Luego sacó una caja de cerillas de madera y prendió una en la suela de su zapato. La mantuvo encendida como si estudiase el misterio de la llama mientras ésta descendía peligrosamente hacia su piel. La hija empezó a alborotar y a señalar la mano del hombre y a agitar un dedo ante él, pero justo cuando la llama estaba a punto de quemarle se inclinó con la mano ahuecada sobre el fósforo como si fuera a prender fuego a su nariz y encendió el cigarrillo.
Lanzó al aire la cerilla apagada y expulsó una bocanada gris en el atardecer. Su cara adoptó una expresión taimada.
-Señora –dijo-, hoy día la gente hace cualquier cosa. Puedo decirle que me llamo Tom T. Shiftlet y que vengo de Tarwater, Tennesse, pero usted nunca m’había visto antes, así que ¿cómo sabe que no estoy mintiendo? ¿Cómo sabe que no soy Aaron Sparks, de Singleberry, Georgia, o cómo sabe que no soy George Spèeds, de Lucy, Alabama, o cómo sabe que no soy Thomson Bright, de Toolafalls, Mississippi?
-No sé na d’usté –musitó la anciana, fastidiada.
-Señora, a la gente no l’importa cómo se le miente. Tal vez lo mejor que puedo decirle es que soy un hombre, pero, dígame, señora –añadió e hizo una pausa y su tono se tornó aún más lúgubre-, ¿qué es un hombre?
La anciana empezó a pelar una semilla.
-¿Qué lleva en esa caja d’hojalata, señor Shiftlet? –preguntó.
-Herramientas –respondió echándose hacia atrás-. Soy carpintero.
-Bueno, si viene aquí pa trabajar, podré darle comida y un lugar pa dormir, pero no puedo pagarle. Se lo advierto antes de que empiece.
No hubo una respuesta inmediata ni ninguna expresión especial en el rostro del hombre. Se apoyó contra el madero que sostenía el tejado del porche.
-Señora –dijo con lentitud-, p’algunos hombres ciertas cosas significan más qu’el dinero.
La anciana se meció en su silla sin hacer comentario alguno y la hija observó el gatillo que subía y bajaba en la garganta del señor Shiftlet. Este dijo a la anciana que el dinero era lo único que interesaba a la gente, pero que él no sabía para qué estaba hecho el hombre. Le preguntó si el hombre estaba hecho para el dinero o para qué. Le preguntó si sabía para qué estaba hecha ella, pero la anciana no contestó y siguió meciéndose y se preguntó si un hombre con un solo brazo podría colocar un tejado nuevo en la casita del jardín. Él hizo muchas preguntas que ella no contestó. Le explicó que tenía veintiocho años y que había hecho muchas cosas en la vida. Había sido cantor de gospel, capataz en el ferrocarril, ayudante en una casa de pompas fúnebres y había estado tres meses en la radio con Uncle Roy y los Red Creek Wranglers. Contó que había luchado y dado su sangre en las Fuerzas Armadas de su país y visitado todas las tierras extranjeras, y en todas partes había visto gente a quien no le importaba si hacían las cosas así o asá. Dijo que a él no le habían criado de esa manera.
Una luna gorda y amarilla apareció en las ramas de la higuera como si fuera a dormir allí con las gallinas. Dijo que un hombre debía ir al campo para ver el mundo entero y que ojalá viviera en un lugar tan desolado como ese, donde todas las tardes pudiera ver ponerse el sol como Dios lo había ordenado.
-¿Está casao o soltero? –preguntó la anciana.
Hubo un largo silencio.
-Señora –dijo él al final-, ¿dónde se puede encontrar una mujer inocente hoy día? Yo no andaría con la escoria que puedo recoger.
La hija estaba muy encorvada, con la cabeza casi inclinada sobre las rodillas, observándolo a través de una puerta triangular que había hecho con su cabello; de pronto cayó al suelo y comenzó a lloriquear. El señor Shiftlet la enderezó y la ayudó a sentarse de nuevo en la silla.
-¿Es su hija? –preguntó.
-La única que tengo –respondió la anciana-, y es la criatura más dulce de la tierra. No la dejaría por na del mundo.Y además es lista. Barre, guisa, hace la colada, da de comer a las gallinas y trabaja con el azadón. No la dejaría ni por un cofre de joyas.
-No –dijo él con tono afable-, no deje que ningún hombre se la lleve.
-El hombre que venga por ella –afirmó la anciana- tendrá que quedarse por aquí.
En la oscuridad, los ojos del señor Shiftlet se habían quedado fijos en el parachoques del automóvil que destellaba en la distancia.
-Señora –dijo alzando el brazo corto como si pudiera señalar con él la casa, el patio y la bomba-, no hay na roto en esta plantación que no pueda arreglar, hasta con un brazo inútil. Soy un hombre –agregó con dignidad- aun cuando no esté entero. ¡Yo poseo –dijo tabaleando con los nudillos sobre el suelo para subrayar la inmensidad de lo que iba a decir- una inteligencia moral! –y su rostro atravesó la oscuridad hacia un rayo de luz que escapaba por la puerta y se quedó mirando a la anciana como si a él mismo le sorprendiera esa verdad imposible.
Ella no se dejó impresionar por la frase.
-Le he dicho que puede quedarse y trabajar a cambio de comida –dijo-, si no l’importa dormir en ese coche.
-Señora –dijo él con una sonrisa de satisfacción-, ¡los antiguos monjes dormían en sus ataúdes!
-No estaban tan avanzados como nosotros –repuso la anciana.

A la mañana siguiente empezó a trabajar en el tejado de la casita del jardín, mientras Lucynell, la hija, sentada sobre una piedra, lo observaba. Apenas había transcurrido una semana de su llegada al lugar cuando los cambios que había hecho ya podían apreciarse. Había arreglado las escaleras de la entrada y de la parte de atrás, construido un nuevo corral para los cerdos, reparado una cerca y enseñado a Lucynell, que era por completo sorda y nunca había pronunciado una palabra en su vida, a decir la palabra “pájaro”. La chica grandota de rostro sonrosado lo seguía a todas partes, diciendo “bbbbbbbiiiiirrrd” y dando palmas. La vieja los observaba a cierta distancia, secretamente contenta. Se moría de ganas de tener un yerno.
El señor Shiftlet dormía en el duro y angosto asiento trasero del automóvil, con los pies saliendo por la ventanilla. Tenía su navaja de afeitar y un bote con agua sobre una caja que le servía de mesita de noche, había colocado un pedazo de espejo sobre la luna trasera y colgaba cuidadosamente la chaqueta de una percha que había puesto en una de las ventanillas.
Al caer la tarde se sentaba en las escaleras y hablaba mientras la anciana y Lucynel se mecían vigorosamente en sus sillas, cada una a un lado. Las tres montañas de la anciana se alzaban negras contra el cielo azul oscuro y de vez en cuando recibían la visita de varios planetas y de la luna después de que esta abandonaba a las gallinas. El señor Shiftlet señaló que había mejorado la plantación porque se había interesado personalmente por ella. Dijo que hasta iba a hacer funcionar el automóvil.
Había levantado el capó y estudiado el mecanismo, y dijo que podía afirmar que el coche lo habían fabricado en esa época en que realmente sabían fabricarlos. “Ahora –dijo-, un hombre coloca un tornillo y otr’hombre coloca otro tornillo, y entonces tienes un hombre por cada tornillo. Por eso debes pagar tanto por un coche: estás pagando a todos esos hombres. En cambio, si tuvieras que pagar a un solo hombre, podrías conseguir un coche más barato y en el que s’ha puesto un interés personal, y sería un coche mejor”. La anciana estuvo de acuerdo con él en que así debería ser.
El señor Shiftler aseguró que el gran problema del mundo era que a nadie le importaba nada ni se paraba un momento a preocuparse por las cosas. Dijo que nunca hubiera podido enseñar una palabra a Lucynell si no se hubiera preocupado y dedicado el tiempo necesario.
-Enséñele a decir otra cosa –dijo la anciana.
-¿Qué quiere que diga? –preguntó el señor Shiftlet.
La sonrisa de la vieja era amplia, desdentada e insinuante.
-Enséñele a decir “querido” –respondió.
El señor Shiftlet ya sabía lo que ella tenía en la mente.
Al día siguiente empezó a trabajar en el automóvil y al atardecer le dijo que si ella compraba una correa de ventilador lo haría funcionar.
La anciana dijo que le daría el dinero.
-¿Ve a esa chica? –le preguntó señalando a Lucynell, que estaba sentada en el suelo a menos de un metro, mirándolo, los ojos azules aun en la oscuridad-. Si alguna vez un hombre se la quisiera llevar, yo le diría: “¡No hay hombre en la tierra que pueda arrancar de mi lado a esta dulce niña!”, pero si él me dijera: “Señora, no me la quiero llevar, la quiero aquí”, yo le diría: “Señor, no tengo na que reprocharle. Yo no dejaría pasar la oportunidad de tener un hogar y conseguir a la joven más dulce del mundo. No es usté tonto”. Eso le diría.
-¿Qué edad tiene? –preguntó el señor Shiftlet como de pasada.
-Quince o dieciséis –respondió la vieja. La muchacha rondaba los treinta años, pero debido a su inocencia era imposible adivinarlo.
-Sería una buena idea pintarlo también –observó el señor Shiftlet-. No querrá que se cubra de herrumbe.
-Ya veremos –repuso la anciana.

Al día siguiente se encaminó hacia el pueblo, donde adquirió las piezas que le hacían falta y un bidón de gasolina. Avanzada la tarde, unos ruidos ensordecedores escaparon del cobertizo y la anciana salió corriendo de la casa pensando que Lucynell tenía otro ataque. Lucynell estaba sentada sobre una jaula de pollos dando golpes con los pies y gritando: “bbbbbbiiiiiird, bbbbiiiiird”, pero el alboroto que armaba quedaba ahogado por el estruendo del automóvil. Tras una descarga de explosiones, emergió del cobertizo, majestuoso e imponente. El señor Shiftlet estaba sentado al volante, muy tieso. Tenía una expresión de seria modestia, como si hubiera resucitado a un muerto.
Esa noche, meciéndose en el porche, la anciana fue derecha al grano.
-Quiere usté una mujer inocente, ¿no es así? –preguntó, comprensiva-. No quiere saber na de la escoria.
-Así es, señora.
-Una que no hable –continuó ella-, que no le conteste ni diga palabrotas. Se merece usté esa clase de mujer. Allí está –y señaló a Lucynell, que estaba sentada con las piernas cruzadas en la silla y se cogía los pies con las manos.
-Así es –admitió él-. No me daría ningún problema.
-El sábado –dijo la anciana-, usté, ella y yo iremos en coche al pueblo y se casarán.
El señor Shiftlet cambió de posición en la escalera.
-No me puedo casar en este momento –repuso-. To lo que uno quiere hacer requiere dinero y yo estoy sin blanca.
-¿Pa qué necesita el dinero? –preguntó la vieja.
-Hace falta dinero –respondió él-. Hoy día hay gente que hace las cosas de cualquier manera, pero, según yo lo veo, nunca me casaría con una mujer a la que no pudiera llevar de viaje como si ella fuese alguien. Quiero decir, llevarla a un hotel y agasajarla. No me casaría con la duquesa de Windsor –añadió con firmeza- a menos que la pudiera llevar a un hotel y darle de comer algo bueno. M’educaron d’esa manera y no hay na que yo pueda hacer al respecto. Mi madre m’enseñó cómo debía comportarme.
-Lucynell ni siquiera sabe que’es un hotel –musitó la anciana-. Escuche, señor Shiftlet –dijo inclinándose hacia delante-, conseguirá usté un hogar y un pozo d’agua profundo y la muchacha más inocente de la tierra. No necesita dinero. Le voy a decir algo: no hay lugar en el mundo pa un hombre vagabundo, pobre, mutilado y sin amigos.
Las desagradables palabras se posaron en la cabeza del señor Shiftlet como una bandada de águilas en la copa de un árbol. No dijo nada de inmediato. Lió un cigarrillo, lo encendió y luego habló con voz serena.
-Señora, un hombre está dividido en dos partes, cuerpo y espíritu.
La vieja apretó las encías.
-Un cuerpo y un espíritu –repitió él-. El cuerpo, señora, es como una casa: no va a ningún lao; pero el espíritu, señora, es como un automóvil: siempre está en movimiento, siempre…
-Escuche, señor Shiftlet –repuso ella-, mi pozo nunca se seca y mi casa está siempre caldeada en invierno y no hay ninguna hipoteca en este lugar. Puede ir al juzgado y comprobarlo. Y allá, en el aquel cobertizo, hay un buen coche –preparó el cebo con cuidado-. P’al sábado lo puede tener usté pintao. Yo pagaré la pintura.
En la oscuridad, la sonrisa del señor Shiftlet se estiró como una serpiente cansada que se despierta al lado del fuego. Al cabo de un instante, se repuso y dijo:
-Tan sólo digo qu’el espíritu d’un hombre es más importante pa él que cualquier otra cosa. Tendría que llevar de viaje a mi esposa un fin de semana sin reparar en gastos. Debo obedecer lo que me indica mi espíritu.
-Le daré quince dólares pa un viaje de fin de semana –dijo la vieja con tono desabrido-. Es lo único que puedo hacer.
-Eso apenas servirá pa pagar la gasolina y el hotel –repuso él-. No llegaría pa la comida délla.
-Diecisiete cincuenta –dijo la anciana-. Es to lo que tengo, así qu’es inútil que trate de exprimirme. Puede llevarse la comida d’aquí.
El señor Shiftlet se sintió profundamente herido por la palabra “exprimir”. No albergaba la más mínima duda de que ella tenía más dinero cosido al colchón pero ya le había dicho que no le interesaba su dinero.
-Procuraré que eso alcance –repuso, y se retiró zanjando así las negociaciones con la anciana.
El sábado, los tres fueron al pueblo en el automóvil, cuya pintura aún no se había secado, y el señor Shiftlet y Lucynel se casaron en el juzgado con la anciana como testigo. Cuando salieron, el señor Shiftlet comenzó a estirar el cuello. Parecía malhumorado y resentido, como si lo hubiesen insultado mientras alguien le sujetaba.
-Esto no m’ha gustado –dijo-. No es más que algo que una mujer hace en una oficina, sólo papeleo y análisis de sangre. ¿Qué saben de mi sangre? Si me sacaran el corazón y lo cortaran en pedazos, no sabrían na de mí. No m’ha gustao na.
-S’ha cumplío la ley –dijo la anciana con aspereza.
-La ley –replicó el señor Shiftlet, y escupió-. Es la ley lo que no me gusta.
Había pintado el coche de verde oscuro con una franja amarilla bajo las ventanillas. Los tres se sentaron en el asiento delantero y la anciana comentó:
-¿No está guapa Lucynell? Parece una muñeca.
Lucynell llevaba un vestido blanco que su madre había desenterrado de un baúl y se tocaba con un sombrero panamá con una ramita de cerezas rojas en el ala. De vez en cuando su expresión plácida cambiaba a causa de algún pensamiento travieso como un brote de verde en el desierto.
-¡Se lleva usted una joya! –dijo la anciana.
El señor Shiftlet ni siquiera le dirigió la mirada.
Volvieron a la casa para dejar a la anciana y coger la comida de aquel día. Cuando estuvieron listos para partir, ella se quedó al lado de la ventanilla del coche con los dedos cerrados sobre el vidrio. Las lágrimas comenzaron a brotar de las comisuras de sus ojos y a rodar por las sucias arrugas de su rostro.
-Nunca m’he separao d’ella dos días –dijo.
El señor Shiftlet puso el motor en marcha.
-Y no se la daría a ningún hombre, a excepción d’usté, porque he visto que actúa como es debido. Adiós, querida –añadió aferrándose a la manga del vestido blanco. Lucynell la miró y no pareció verla. El señor Shiftlet hizo avanzar el coche y la vieja tuvo que sacar la mano.
Era un mediodía claro, cálido, rodeado de un cielo azul pálido. A pesar de que el automóvil no podía ir a más de cincuenta kilómetros por hora, el señor Shiftlet se imaginó fantásticas subidas y bajadas y curvas cerradas, que solo estaban en su cabeza, y se olvidó de la amargura de la mañana. Siempre había deseado un coche pero nunca había podido comprarlo. Conducía muy deprisa porque quería llegar a Mobile al anochecer.
De vez en cuando interrumpía sus pensamientos el tiempo suficiente para mirar a Lucynell sentada a su lado. Se había comido el almuerzo tan pronto como partieron y ahora arrancaba las cerezas del sombrero y las arrojaba una a una por la ventanilla. Él se sintió deprimido a pesar del coche. Había conducido unos ciento sesenta kilómetros cuando decidió que ella debía de tener hambre de nuevo y, al legar a un pueblecito, estacionó frente a un local pintado de color aluminio llamado The Hot Spot, la llevó dentro y pidió para ella un plato de jamón y sémola. El viaje la había adormecido y, tan pronto como se sentó en el taburete, descansó la cabeza sobre la barra y cerró los ojos. En The Hot Spot no había nadie más que el señor Shiftlet y el muchacho tras la barra, un joven pálido con un trapo grasiento al hombro. Antes de que le sirviera la comida ella ya estaba roncando suavemente.
-Dáselo en cuanto se despierte –dijo el señor Shiftlet-. Lo pagaré ahora.
El muchacho se inclinó hacia ella, miró el cabello largo de un dorado rojizo y los ojos dormidos entrecerrados. Luego levantó la vista y miró al señor Shiftlet.
-Parece un ángel de Dios –murmuró.
-Estaba haciendo autostop –explicó el señor Shiftlet-. No puedo esperar. Tengo que llegar a Tuscaloosa.
El muchacho se inclinó de nuevo y con sumo cuidado tocó con un dedo una hebra de pelo dorado. El señor Shiftlet partió.
Se sentía más deprimido que nunca mientras conducía solo. El atardecer se había vuelto caluroso y sofocante y el campo era ahora llano. En el cielo, a lo lejos, se preparaba una tormenta muy lentamente y sin truenos, como si se dispusiera a drenar todas las gotas de aire de la tierra antes de caer. Había momentos en los que el señor Shiftlet prefería no estar solo. Además, pensaba que un hombre con automóvil tenía responsabilidades para con los demás y se mantuvo alerta por si veía a alguien haciendo autoestop. De vez en cuando, veía letreros que rezaban: CONDUZCA CON CUIDADO. LA VIDA QUE SALVE PUEDE SER LA SUYA.
La angosta carretera descendía a ambos costados hacia campos secos, y aquí y allá surgían en un claro casuchas y alguna que otra gasolinera. El sol comenzó a ponerse justo delante del coche. Era una bola rojiza que, a través del parabrisas, parecía levemente chata en las partes superior e inferior. Vio a un chico vestido con un mono y un sombrero gris parado en el arcén, aminoró la marcha y se detuvo a su lado. El muchacho no tenía el pulgar levantado, tan sólo estaba plantado allí, pero llevaba una maletita de cartón y el sombrero puesto de una manera que indicaba que se iba para siempre de algún lugar.
-Hijo –dijo el señor Shiftlet-, veo que quieres viajar.
El muchacho no dijo ni que sí ni que no, pero abrió la portezuela y se sentó, y el señor Shiftlet empezó a conducir. El chico tenía la maleta en el regazo y los brazos cruzados sobre ella. Volvió la cabeza hacia la ventanilla, sin mirar al señor Shiftlet. Este se sintió angustiado.
-Hijo –dijo al cabo de un minuto-, tengo la mejor madre del mundo, así que supongo que debes de tener la segunda mejor.
El muchacho le dirigió una rápida mirada oscura y acto seguido volvió de nuevo el rostro hacia la ventana.
-No hay na más dulce –continuó el señor Shiftlet- que la madre d’uno. M’enseñó las primeras oraciones sobre sus rodillas, me dio amor cuando nadie lo hacia, me dijo lo que estaba bien y lo que no, y veló para que yo hiciera las cosas bien. Hijo –añadió-, ningún día de mi vida he lamentao tanto como aquel en que abandoné a mi madre.
El muchacho se removió en el asiento pero no miró al señor Shiftlet. Descruzó los brazos y puso una mano sobre la manija de la puerta.
-Mi madre era un ángel de Dios –prosiguió el señor Shiftlet con voz crispada-. Él la trajo del cielo y me la dio y yo la abandoné –sus ojos se nublaron al instante con un velo de lágrimas. El automóvil apenas se movía.
El muchacho se volvió con rabia en el asiento.
-¡Vete a la mierda! –gritó-. ¡Mi vieja es una bolsa de piojos y la tuya es una zorra apestosa! –y tras esto abrió la portezuela y saltó con su maleta a la cuneta.
El señor Shiftlet quedó tan sorprendido que condujo lentamente unos cincuenta metros con la puerta todavía abierta. Una nube exactamente del mismo color que el sombrero del muchacho y en forma de nabo había descendido sobre el sol, y otra, de aspecto más feo, se agazapó detrás del coche. El señor Shiftlet sintió que toda la podredumbre del mundo iba a tragárselo. Levantó el brazo y lo dejó caer sobre el pecho.
-¡Oh, Señor! –rezó- ¡Aparece y limpia este mundo de las porquerías!
El nabo continuó descendiendo lentamente. Unos minutos más tarde, sonó de atrás, como una risotada, el estruendo de un trueno y unas gotas de lluvia fantásticas, como tapas de latas, se estrellaron contra la parte posterior del coche del señor Shiftlet. Se apresuró a pisar el acelerador y con el muñón fuera de la ventanilla corrió contra la lluvia galopante hasta Mobile.