Declaración de principios

Posted by Arabella in , ,

Podría intentar escribir cual va a ser la línea de esta bitácora (si es que va a tener alguna), pero hay gente con más talento que ya lo escribió:


"En cuatro o cinco ocasiones, he podido comprobar que otras personas aseguraban no sólo que las mujeres de mis libros son todas unas desvergonzadas, sino también que suelo echar excesivamente a broma cosas muy serias y pro­blemas graves. Y hasta una interesante dama argentina me escribía en el pasado noviembre desde la residencia de Rosario:


"¿Con qué derecho, dado por quién, asentado en qué razones destruye usted sin construir y comete el crimen de tener talento para ponerlo al servicio del mal?"

Un elogio desmedido y una acusación que eriza el vello... Y agregaba en otro párrafo:

"Amigo Jardiel: váyase de Madrid; rompa la cadena que le liga a fal­sas almas de mujeres y de hombres estragados por esa enfermedad de las ciudades modernas que es el escepticismo..."

Para concluir preguntando:

"¿Por qué se obstina en no escribir con seriedad y credulidad de las cosas trascendentales?"

Es verdad que he echado a broma cosas trascendentales, problemas serios, quizás gravísimos. Es verdad, asimismo, que las mujeres de mis no­velas son unas desvergonzadas: Sylvia Brums, Mignonne Lecceur, Drasdy, Palmera, Suaretti, Musía, Siska, Ann Hills, Vivola Adamant...


Me declaro culpable de ese pudding de infamias.

Pero... ¿qué hacer? ¿Cómo escribir de otra manera?

¡Ay, yo bien querría pintar el idilio que la ingenua muchacha ena­morada sostiene con el gallardo teniente de Infantería o con el estudioso licenciado en Derecho!... Querría describir sus tiernas escenas de amor en el jardín, sobre el repecho de la ventana enjalbegada por la luz de la luna, o en la acogedora chaise-longue del saloncito familiar...

Mas —lo juro—: no puedo. Todo eso me da náuseas. Y ni encuen­tro interés en la charla por guerrillas del gallardo teniente, ni en las duras oposiciones que va a hacer el estudioso licenciado, ni en los soberbios kilómetros de encaje que fabrica la ingenua muchacha.

La vida de las muchachas honradas, que es adorable para el mundo y que en un tiempo lo fue para mí propio, me recuerda el sabor insufrible del bacalao a la vizcaína o de los callos a la madrileña. Y en un punto a interés novelesco, encuentro desde luego mucho más interesantes las noticias detalladas del avance catastral.

De igual modo querría también escribir en serio —aun a pique de arruinar mi pequeña finca literaria —de cosas graves, y desentrañar con los bisturís de la serenidad y del buen juicio los todavía tenebrosos pro­blemas de la vida y del alma. Querría fijar en el ánimo del lector una ex­celente idea de la Humanidad, de la Divinidad, del Mundo, de la Moral, de la Amistad, del Amor y de tantas cosas cuya envergadura nos obliga a utilizar las letras mayúsculas para expresarlas por la palabra escrita. Querría decir que todo es perfecto, bueno y justo; dar soluciones a conflictos políticos y sociales; cantar la honradez, la delicadeza y la nobleza de los seres; plasmar las tremendas penas del Infierno, los deleites exqui­sitos del Cielo y la idiotez insuperable del Limbo; querría —en fin— afir­mar incluso que el Petróleo Gal crea glóbulos rojos y que los Hipofosfitos Salud contienen la caída del pelo.

Pero no puedo hacerlo... No puedo. ¡No puedo!

Y si lo hiciera, mis palabras sonarían tan a hueco como un tambor y sabrían tan a falso como un asiento de rejilla.

Porque... ¡qué narices!; lo menos que se le puede pedir al que es­cribe, es que lo haga con sinceridad. Y uno sabe ya que cuanto se abarca con los sentidos —y hasta lo que cae fuera de ellos— no es sino una sinfonía de mentiras inmensas, extendidas desde el hígado de pato que aseguran darnos en las terrinas de foie-gras, a las palabras —llenas al pa­recer de pureza— de un apóstol social o espiritual, pasando por los es­tremecimientos fugaces de dos enamorados, que empiezan hoy a recitarse versos para llegar mañana a vomitarse injurias.

A lo largo de las edades una serpiente venenosa va rodeando el mun­do poco a poco, milímetro a milímetro: es el desencanto.

Y ahora los anillos viscosos de la serpiente lo cubren ya todo —mares y tierras— desde los glaciares del Sur al helado continente del Norte y desde las azoteas de Manhattan hasta las playas voluptuosas de la Australasía.

Aquel famoso "mal del siglo", que sufriera en el Jura Rousseau, se ha infiltrado en el organismo de cuantos dedican unos instantes del día a reflexionar.

Y contra él se sigue recomendando la misma medicina de antes: cerrar los ojos. Cerrar los ojos y sustituir la vista con la fe.

Pero ese remedio es demasiado antiguo: los avestruces vienen empleándolo desde que se instalaron por primera vez en las llanuras del África, y cuando un peligro les acecha, esconden la cabeza bajo las plumas, por­que al dejar de verlo, piensan que el peligro ha desaparecido.

Sin fe en los hombres y en las cosas, advirtiendo claro lo falso y lo frágil de todo, desprovistos de un remedio eficaz que nos cure de esta fatiga innata —y que probablemente sólo es el peso de cuatro mil años de bestialidades históricas gravitando sobre nuestros cerebros—, ¿qué pue­de exigírsenos a los que hemos nacido en esta época utilitaria, egoísta feroz, sin más grandezas que las conquistes mecánicas?

El cemento aplasta la idealidad. AÍ romanticismo lo ahoga el petróleo. Y todos los impudores desatados nos ponen ante los ojos, en carne la verdad.

Después de eso, sabido eso... ¡aún se protesta!...

¿Qué se pretende? ¿Que los Jóvenes de hoy, los que estamos junto a esa edad sincera e insobornable de los treinta años, acumulemos sobre las viejas mentiras, mentiras nuevas?... ¿Es obligatorio que creemos más tipos de mujeres celestiales para restaurar con purpurina la bola de la ilusión y que pueda seguir rodando? ¿Hemos de presentar todavía como real lo fantástico, con objeto de que a la hora del tránsito se muera a gusto y esperanzado cualquier desconocido mamífero provisto de cédula personal de onzava clase? ¿Habremos de intentar resolver problemas, que ya las trayectorias de la Humanidad nos han hecho ver como insolubles, para que ciertas personas hagan en paz sus digestiones?

Por mi parte, he aquí lo que se me ocurre contestar.

¡MIAU!...

¡Miau!, señoras y caballeros, ¡miau! y nada más.

Y no es que yo pretenda destruir... ¿Se puede destruir diciendo miau?

No pretendo destruir, mi amiga de América, y eso hay que agradecerme, porque otro cualquiera en mi lugar, lo intentaría. Lo que hago, simplemente, es reírme.

Me río de todo, porque todo es risible. Me río de mí mismo, porque formo parte de ese todo. Me río —¡oh, qué vergüenza me da confesarlo, pero es verdad y no hay más remedio! — me río de usted también, amiga mía...

Su carta me proporcionó uno de los ratos más divertidos que recuerdo, en particular aquel párrafo en que me hablaba del campo como de un específico, fosfatado, y me descubría las delicias y bellezas del grand air. (¿Sinceramente piensa que el olor del tomillo puede variar una constelación de sentimientos y un sistema de ideas?) Eso me dio clara muestra del diferente modo que a usted y a mí nos hacen reaccionar las cosas. ¡De que distinta manera —por ejemplo— nos hace reaccionar el campo! A usted, por lo leído, la encanta, la alegra, la tonifica, la limpia el alma. Yo me he pasado dos veranos debajo de una tienda de campaña, y si no hubiera vuelto a Madrid, habría acabado tan neurasténico y depauperado como Carlos II, aquel rey desventurado que soñaba con montar los caballos de los tapices que adornaban su cámara.

¡El campo! El campo... Nunca me ha parecido el campo más deleitoso que cuando he pensado en él sentado en un sillón de la ciudad.

No, amiga mía, no pretendo destruir, sino reírme. Y a lo sumo, lo que hago de malo es poner en relieve algunas verdades.

Lo que sucede es que la verdad es horrenda. (Y por eso los egipcios obraban cuerdamente cuando tapaban con un espeso velo la imagen de Isis en Sais.)

La verdad es más que horrenda: la verdad es espantosa. (Y por eso, también, el fin de la Religión, de la Moral, de la Política, del Arte, no viene siendo desde hace cuarenta siglos, más que ocultar la verdad a los ojos de los necios.)

Pero... ¿debo, asimismo, ocultar la verdad?

No. Porque yo no he escrito, ni escribo, ni escribiré jamás para los necios. Y si algún necio me lee, peor para él por meterse donde no le llamaban.

Mi posición es, pues, la de ayer, la de mañana, la de siempre:

RISA FRENTE A LA VERDAD

¿Que el fondo del corazón humano es negro?

¡Risa!

¿Que no hay nada en el mundo, ni lo más puro, que no se doblegue al dinero?

¡Risa, risa!

¿Que todo está edificado sobre mentiras asquerosas, y mantenido por injusticias eternas? ¿Que lo inmutable se ciñe sobre nuestros actos? ¿Que la mujer es?... ¿Y el hombre es?...

¡Risa, risa!

¿Que no hay categorías morales, sino sociales? ¿Que la traición y la envidia son el leit-motiv de la existencia? ¿Qué hasta los propios hijos han de volvérsenos un día como enemigos implacables?... ¿Que todo va a acabar en un agujero solitario, lleno de mugre, de podredumbre y de barro?

¡Risa! ¡Risa! ¡Risa!...

A los inteligentes no debe ocultárseles la verdad, de la misma manera que a los Santos nadie les ocultó el vicio. Por el contrario, hay que descubrir la verdad; cogerla de improviso; mirarla cara a cara sin pestañear, de igual modo que miramos la factura del gas a primeros de mes. Y cuando podamos contemplar, libres de estremecimientos, aquel semblante repulsivo, entonces... ¡a reír! ¡A reír hasta hartarse!

¿Tomar las cosas en serio? Los burros y los hombres formales esos si toman las cosas en serio.

Pero es que un hombre formal sólo se diferencia de un vagón de burros en que hace menos bulto y en que va al café a discutir de política.

Todo lo que va dicho resulta bastante amargo. Pero hay que tener en cuenta que se trata de un Aperitivo.

Por lo demás ¡poco que me he reído yo escribiéndolo!..."


Enrique Jardiel Poncela.
Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?


Amén.

This entry was posted on 18 julio 2008 at 22:29 and is filed under , , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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