Hanif Kureishi - "Escándalo en el árbol"

Posted by La mujer Quijote in ,

Novelista, dramaturgo, cuentista y guionista inglés. Es uno de los autores ingleses imprescindibles del final del siglo XX. Como muchos de los autores ingleses no anglosajones (Zadie Smith, Monica Ali, ...) explora en sus obras la interculturalidad de la sociedad inglesa, el racismo, la religión. Tanto su novela "El buda de los suburbios" como algunas de las películas de Stephen Frears para las que escribió el guión ("Mi hermosa lavandería" o Sammy y Rosie se lo montan") son clásicos contemporáneos.


Vamos ya!
El padre, que ya había tenido suficiente, decidió que era el momento de que todos se marcharan de la zona de juegos.
Una semana antes, en ese parque, se habían encontrado con un amigo indio, un médico, a quien le había chocado la insolencia y la indisciplina de los hijos del padre. El segundo gemelo de siete años, el que llevaba el sombrero de Indiana Jones, le había dicho al amigo médico:
-¿Qué eres tú? ¿Un idiota?
El padre había tenido que disculparse.
-¿Hablan así a todo el mundo? -le había dicho el amigo al padre-. Ya sé que ahora vivimos aquí, pero ¡has permitido que se vuelvan occidentales de la peor manera! Ningún amigo inglés se habría atrevido a decir algo así, comentó el padre más tarde, en casa.
-El problema es -respondió el niño- que él es moreno.
El padre, furioso y agitado desde ese momento, pensó que debía comenzar a ser más autoritario.
-¡Nos vamos! -dijo ahora, con la que consideraba, casi, su voz más «severa».
Recogió la pelota de plástico azul y caminó a grandes pasos, fuera de la zona de juegos y dentro del parque. Los gemelos de siete años se habían golpeado mutuamente con palos y el niño de dos años había sido arrojado del tiovivo, raspándose la pierna.
Aun así, cruzarían a pie Primrose Hill hasta un café en el otro lado. Los niños le habían pedido bebidas; él quería un café. ¿Qué mejor forma había de pasar una mañana de domingo en el mundo adulto?
Para su sorpresa, sus tres hijos lo siguieron sin quejarse. Su amigo debería haber estado allí para presenciar tal impresionante obediencia. Su prometida se había encontrado con un conocido y la veía aún conversando, junto a los columpios. Ya la había interrumpido una vez. ¿Por qué sería que en los momentos en que más quería hablarle ella estaba ocupada con otra persona?
Fuera de la zona de juegos, en el parque abierto, con la colina elevándose frente a él y el cielo detrás de ella, sintió como si caminara hacia delante con los ojos cerrados, mucho tiempo, dejando a todos atrás para no tener pensamientos en un rato. Durante años, antes de que nacieran sus hijos, era como si hubiera tachado con una cruz los domingos. Ahora, las poses, la actitud, las adicciones y, lo peor de todo, la sensación de tiempo ilimitado habían sido reemplazadas por un cierto caos extenuante y por una lucha, en su mente, para calcular lo que debería estar haciendo y quién tenía que ser para satisfacer a otros.
Sin embargo, no caminó hacia la colina, se quedó allí de pie y sostuvo la pelota delante.
-¡Observad, chicos! ¡Prestad atención! -dijo.
Para qué sirven los padres si no es para patear balones muy alto en el cielo, mientras sus hijos se inclinan hacia atrás y exclaman:
-¡Guau, casi has atravesado las nubes! ¿Cómo lo haces, papá?
Le gustaba que, después de su demostración, ellos cogiesen la pelota e intentaran chutarla como lo había hecho él. Los niños de siete años, que vivían a unas calles de ahí con su madre pero que pasaban con él el fin de semana, habían comenzado a imitar muchas de las cosas que hacía, algunas de las cuales le enorgullecían, y otras que eran ridículas o irrelevantes, como llevar gafas de sol por la tarde. Cuando iban juntos parecían los Blues Brothers. Incluso el niño de dos años comenzó a copiar su forma lánguida de hablar y la manera como leía el periódico, tendido en el sofá. Era como estar rodeado por una multitud de repugnantes caricaturistas.
Ahora el padre acercó la pelota hacia su pie, pero rodó de través.
-¡Más alto, papá! -dijo el niño de dos años-. ¡Arriba, arriba, cielo!
El niño de dos años tenía el cabello largo y rubio, cortado asimétricamente por su madre, que se había inclinado sobre su cuna con una linterna y un par de tijeras mientras él dormía. El niño vestía un pañal, medias, camiseta y zapatos, pero se negó a ponerse los pantalones. Al padre le había faltado valor para forzarlo.
El padre corrió al trote y se hizo con la pelota. Llamando lo más posible su atención, mientras aún la tenía, gritó:
-Giggs, Scholes, Beckham, papá, papá, papá, ¡ha entrado!
Y llevó el balón lo más fuerte y lejos que pudo, antes de resbalar sobre el lodo.
Hay silencios compartidos, particularmente los de incredulidad y confusión, que uno querría que no acabaran nunca, tan raros y envolventes son.
El mayor de los gemelos se sentó y abrió el pequeño maletín en el que guardaba sus pistolas, los libros que había escrito y una fotografía del Empire State. Escudriñó el interior del árbol a través del extremo equivocado de sus prismáticos nuevos.
-Está lejos, muy lejos, casi en el cielo -dijo-. Aquí, ¿ves?
El padre se levantó. Quitándose las gafas de sol, miraba ya hacia donde el balón, como una corona errante, descansaba sobre un nido de ramitas, en lo alto de un árbol cercano a la entrada de la zona de juegos.
El niño de dos años dijo:
-Colgado.
-Maldita sea -dijo el padre.
-Maldita, maldita -repitió el niño de dos años.
El padre echó un vistazo hacia la zona de juegos. Su prometida aún no había salido.
-¡Lanzad cosas! -dijo.
Uno de los niños mayores cogió una hoja y la lanzó hacia atrás, sobre su cabeza. El padre dijo:
-¡Cosas duras, hombre! ¡Vamos! Juntos podemos lograrlo!
Los gemelos, que saludaron con placer la concentración en estado puro que aportan las crisis, comenzaron a correr alrededor, juntando piedras y castañas. El padre hizo lo mismo. El niño más joven saltó, arriba y abajo, lanzando trozos de corteza. Pronto una lluvia de objetos firmes llenó el aire, uno de los cuales chocó contra un perro y otro contra la pierna de un niño que pasaba en bicicleta. El padre cogió una de las pistolas metálicas de los gemelos y la agitó en círculos, salvajemente, dentro del árbol.
-¡La romperás! -le reprochó el hijo-. Me la dieron ayer.
El padre comenzó a marcharse.
-¿Adonde vas? -llamó el niño.
-¡No voy a quedarme aquí todo el día! -respondió el padre-. Necesito café, ¡ahora mismo!
Dejaría allí la pelota barata de plástico y, si era necesario, compraría otra en el camino a casa.
¿Quería, pensó, que sus hijos lo vieran como la clase de hombre que deja pelotas colgadas entre los árboles y huye? ¿Qué haría después? ¿Tirar billetes de veinte libras y dejarlos en la calle por no agacharse?
-¿Qué estás haciendo?
Su prometida había salido de la zona de juegos. Cogió al niño más joven y lo besó en los ojos.
-¿Qué ha hecho papá ahora?
Los gemelos estaban aún lanzando cosas, principalmente hacia sus cabezas.
-¡Parad! -ordenó el padre, regresando-. ¡Tengamos algo de disciplina!
-¡Nos has dicho que lo hiciéramos! -dijo el gemelo mayor.
El segundo gemelo dijo:
-No os preocupéis, voy a subir. Siendo, probablemente, el más intrépido de los dos, corrió hasta la base del árbol. Además de su sombrero de Indiana Jones, el segundo gemelo llevaba una cuerda en la cintura, «para lazar», aunque lo único que parecía asir era el cuello del niño de dos años, a quien, sin embargo, la mayor parte del tiempo quería. A las seis de la mañana en punto de ese mismo día, el padre lo había encontrado enseñando al pequeño su pene, mientras le explicaba que si tiraba de la punta y pensaba, según sus palabras, en algo «verdaderamente horrible, como Catwoman», aquello sería «dulce y amargo» y «bastante relajado».
El niño decía:
-Empújame hacia arriba, papá. ¡Empuja, empuja, empuja!
El padre lo desplazó rápidamente hasta la horqueta del árbol, dónde se afianzó entusiasta pero precariamente, como alguien que es depositado en el lomo de un caballo por primera vez.
-Súbeme a mí también -dijo una niña de alrededor de nueve años que había estado mirando y que ahora saltaba arriba y abajo junto a él-. ¡Yo sé escalar árboles!
El niño de dos años, a quien le estaba saliendo un diente y cuya cara era roja y estaba constantemente húmeda, dijo:
-Yo en árbol.
-No os puedo subir a todos —dijo el padre.
El más joven dijo:
-Papá entra en árbol.
-Buena idea —dijo su prometida.
-Subiría como una bala -dijo el padre-. Pero con esta camisa nueva no.
Su prometida se reía.
-Y en ningún mes con erre.
A diferencia de la mayoría de sus antepasados masculinos, el padre nunca había luchado en una guerra ni se le había pedido ningún acto de valor físico. A menudo se había preguntado qué clase de hombre sería en esas circunstancias.
-Muy bien -dijo él-. ¡Ahora veréis!
Todos miraban cómo el padre ayudaba al niño a bajar y se subía al árbol. Su prometida, que era diez años más joven, lo empujó por detrás con rudeza innecesaria hasta que estuvo fuera de su alcance.
Consciente de que estaba a una altura inusual, el padre saludó majestuosamente, como un presidente en la puerta de un avión. Su familia le devolvió el saludo. Extendió un pie hacia otra rama y cargó su peso en ella. Ésta crujió inmediatamente y se venció; él retrocedió hacia la seguridad, esperando que nadie notase cómo la sangre abandonaba su rostro.
Tal vez esa mañana de domingo estuviera de pie de puntillas en la horqueta de un árbol, a un resbalón del hospital y de años de sufrimiento, pero sabía que disfrutaba de la silenciosa atención de su familia sin el torbellino de sus exigencias. Pensó que por mucho que extrañara la irresponsabilidad y la paz de su prolongada soltería, por lo menos había aprendido que la vida no era buena si se está solo. De cualquier forma, la semana siguiente se iba cinco meses a Estados Unidos, para hacer investigación. Llamaría a los niños, pero sabía que lo más probable era que dijeran, a la mitad de una conversación: «Adiós, tenemos que ver Los Picapiedra», y luego colgasen el auricular. Cuando volviera ¿serían muy diferentes?
Ahora oía que su prometida le gritaba.
-¡Agítala!
-¡Menéala! -gritó uno de los niños.
-¡Vamos, vamos, vamos! -aullaba la niña.
-Está bien, está bien -murmuró él.
Instigado por ellos, se inclinó contra una rama gruesa que tenía delante, la agarró, apretó los dientes y la agitó. Para su sorpresa, hubo cierta conmoción en las hojas que había sobre él. Pero también vio que no había ninguna relación entre esta actividad y la posición de la pelota, allá a lo lejos.
La niña de nueve años estaba subiendo ahora al árbol, detrás de él, alcanzando y aferrando el cinturón de sus pantalones mientras hacia palanca para elevarse. Empezaban a estar un poco apretujados, pero ella prosiguió inmediatamente hacia las ramas más altas, pisoteando sus dedos mientras desaparecía.
Pronto hubo una agitación tremenda, bastante mayor que la suya, que hizo llover hojas, palitos, ramitas y corteza sobre los corredores, numerosos niños y una mujer anciana con bastones, que observaban el escándalo del árbol.
Le pareció que aquél era un buen momento para abandonar su posición. Recogería el balón cuando la niña lo tirara. En quince minutos se estaría comiendo un croissant con mantequilla y sorbiendo un café con leche semidescremado y descafeinado. Quizá, incluso, fuera capaz de ojear su periódico.
-¿Qué sucede?
Se les unió un hombre que agarraba las manos de dos niñas pequeñas.
El gemelo más joven dijo:
-El estúpido de papá estaba presumiendo y...
-Ya está bien -dijo el padre.
El hombre se quitó la chaqueta y se la dio a una de las niñas, diciendo:
-No os preocupéis, aquí estoy yo.
El padre miró al hombre: se acercaba a la cuarentena, tenía la cara muy roja, aspecto inadecuado y usaba gafas gruesas. Llevaba una camiseta rosa planchada y esa clase de zapatos que usa la gente en las oficinas.
-Es sólo una pelota barata -dijo el padre.
-Estábamos a punto de irnos -dijo la prometida.
El hombre escupió en las palmas de las manos y se las frotó.
-¡Ha pasado mucho tiempo!
Se apresuró hacia el árbol y lo escaló. No se detuvo en la horqueta sino que siguió ascendiendo, saludando a la niña, que estaba un poco más arriba que él, y entonces, sobre manos y rodillas, siguió gateando hacia las ramas más finas.
-Voy a atraparte, pelota..., sólo espera, pelota... —decía mientras subía.
Al igual que el padre y la niña, agitó el árbol sin parar. Era sorprendentemente fuerte, y esta vez el árbol parecía que explotaba.
Abajo, la concurrencia se cubría los rostros o retrocedía ante la tormenta de desperdicios, pero no dejaba de mirar y de expresar su aliento.
-¿Y si se rompe el cuello? -dijo la prometida.
-Trataré de atraparlo -dijo el padre, moviéndose a otra posición.
El padre recordó a su propio padre, papá, en la calle fuera de su casa, durante la tarde, después del té, cuando compraron su primer coche. Como muchos hombres de su tiempo, particularmente aquellos a quienes gustaba verse como intelectuales, papá estaba orgulloso de su inutilidad pragmática. Sin embargo, podía, por lo menos, abrir la capota de su coche, asegurarla y mirar dentro con perplejidad. Él sabía que este acto sería suficiente para sacar a numerosos hombres de las casas vecinas, algunos aún acabando su «té». Papá, un inmigrante, el sujeto de la curiosidad, de los comentarios y a veces de los insultos, pronto tendría a aquellos hombres -funcionarios, vendedores, dueños de tiendas, impresores o repartidores de leche- reunidos, arremangándose, refunfuñando, encendiendo cigarrillos y ofreciendo opiniones técnicas. Permanecerían en la calle después del atardecer, cogiendo sus herramientas y tumbándose de espaldas sobre manchas de grasa, la indefensión inmigrante de papá atraería su asistencia. Al padre le encantaba estar en la calle con papá, que provenía de una familia india numerosa. Papá nunca hubiera pensado en los niños como un obstáculo o una molestia. Estaban por todos lados, eran parte de la vida.
Los tres niños pálidos, los nietos de papá, que nacieron después de su muerte, miraban hacia arriba, al hombre servicial subido al árbol y al balón, que seguía colgado en su emplazamiento familiar. Si la pelota hubiera tenido rostro, estaría sonriendo, porque, conforme el hombre agitaba el árbol, se balanceaba como un bote sobre una ola rítmica.
El hombre, sentado ahora en una rama oscilante, dobló y rompió otra, larga y delgada. Estirado al máximo, la utilizó para pinchar la pelota, que empezó a menearse un poco. Finalmente, después de un empujón final, se desplazó y cayó.
Los niños corrieron hasta allí.
-Pelota, pelota —gritaba el más joven.
La prometida comenzó a reunir las cosas de los niños.
El hombre saltó del árbol con las manos alzadas triunfalmente. Su camisa, que se le había salido, estaba cubierta de gruesas marcas negras; él tenía las manos sucias y los zapatos destrozados, pero parecía extasiado.
Una de sus hijas le dio su chaqueta. La prometida del padre trató de sacudirle las motas.
-Me ha encantado —dijo—, gracias.
Los dos hombres se dieron la mano.
El padre recogió la pelota y la lanzó al niño más joven. Pronto la caravana familiar se encaminaba a través del parque, con sus bicicletas, pistolas, sombreros, el cochecito del pequeño, una bolsa de pañales, unos prismáticos (en la cartera) y la pelota de plástico intacta. Los niños, riendo y empujándose unos a otros, discutían su «aventura».
El padre miró a su alrededor, temeroso pero también esperando que su amigo indio hubiera acudido al parque aquel día. Ahora él tendría algo que decir. Si los niños, como el deseo, habían roto aquello que parecía estable, se trataba de una virtud. Por más que quisiera, no podría criar a sus hijos con reglas estrictas o un sistema. Sólo podría hacerlo, como la gente al final parecía hacer la mayoría de las cosas, según su forma de ser, según su manera de vivir en el mundo, como un ejemplo y un guía. Esto era más difícil que pretender ser una autoridad, pero más verdadero.
Ahora, en el lado más alejado del parque, mientras los niños salían por el pórtico, el padre se volvió a mirar a lo lejos el alborotado árbol. ¡Qué pequeño parecía ahora! Lo habían agitado, pero no roto. Pensaría en él cada vez que volviera al parque; pensaría en algo bueno que había pasado de camino hacia alguna parte.

This entry was posted on 13 enero 2011 at 20:55 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comentarios

Publicar un comentario