Este cuento fue publicado en la revista Nuevo Mundo de Madrid el 28 de diciempbre de 1917.
Había en la biblioteca pública de Ciudámuerta dos bibliotecarios que, como apenas tenían nada que hacer, se pasaban el tiempo discutiendo si los libros debían estar ordenados por las materias de que tratasen o por las lenguas en que estuviesen escritos. Y al cabo de mucho bregar vinieron a ponerse de acuerdo en ordenarlos según materias, y, dentro de éstas, según lenguas, en vez de ordenarlos según lenguas y, dentro de éstas, según materias. Venció, pues, el materialista al lingüista. Pero luego se acomodaron ambos a la rutina, aprendieron el lugar que cada volumen ocupaba entre los demás, y nada les molestaba ya sino que el público se los hiciera servir. Echaban las grandes siestas, rendían culto al balduque y remoloneaban cuando había que catalogar nuevas adquisiciones.
Y hete aquí que, no se sabe cómo, viene a meterse entre ellos un tercer bibliotecario, joven, entusiasta, innovador y, según los viejos, revolucionario. ¿Pues no les salió con la andrómina de que los libros no deben estar ordenados ni por materias ni por las lenguas en que están escritos, sino por tamaños? ¡Habráse oído disparate mayor! ¡Estos jóvenes utópicos y modernistas...!
Pero el joven bibliotecario no se rindió y, prevaliéndose de que su charla divertía a los dos viejos ordenancistas y sesteadores, al materialista y al lingüista, emprendió la tarea de demostrarles que, artificio por artificio, el de ordenar los libros según tamaño era el más cómodo y el que mayor economía de espacio procuraba, aprovechando estantes de todas alturas. Era como quedaban menos huecos desaprovechados. Y, a la vez, les convenció de otras reformas que había que introducir en la catalogación. Mas para esto era preciso ponerse a trabajar, y aquellos dos respetables funcionarios no estaban por el trabajo excesivo. Se contentaban con lo que se llama cumplir con la obligación, que, como es sabido, suele consistir en no hacer nada.
No se oponían, no —¡qué iban a oponerse!—, a las reformas que el joven revolucionario propugnaba; lo que hacían es irlas siempre difiriendo. Y más que por otra cosa, por haraganería. Faltábales tiempo, que lo necesitaban para hacer cálculos y más cálculos sobre el escalafón del Cuerpo, para leer los periódicos y para pedir recomendaciones para sus hijos, yernos y nietos. Y para jugar al dominó o al tute además. La haraganería y la rutina eran allí, como en todas partes, el mayor obstáculo a todo progreso.
Harto el joven de que le oyeran y le diesen la razón, sin hacerle más caso, amenazóles un día con echar abajo todos los volúmenes, para obligarlos así a reordenarlos debidamente.
—¡Ah, eso sí que no! —exclamó, indignado, el materialista—. Con amenazas, ¿eh, mocito? ¡Pues ahora sí que no se les toca a los libros!
—¡Pues no faltaba más! —agregó el lingüista—. A buenas se logra todo con nosotros; pero lo que es a malas...
—Pero es que voy perdiendo la paciencia... —argüyó el joven.
—Pues no perderla —le contestó el materialista—. ¿Qué se ha creído usted, que eso era cosa de coser y cantar? Hay que meditar mucho las cosas antes de hacerlas...
—¿Meditar? —dijo el revolucionario—. Será sestear...
Y la discusión acabó de mala manera y muy satisfechos los dos viejos de tener un pretexto para seguir no haciendo nada. Porque eso de «a mí no se me viene con imposiciones y malos modos» es el recurso a que apelan los que jamás atienden a razones moderadas ni están nunca dispuestos sino a no hacer caso.
Y un día sucedió una cosa pavorosa, y fue que el joven bibliotecario, harto de la senil tozudez de aquellos dos megaterios humanos, aburrido de su indomable voluntad de no salirse de la rutina y del balduque, fue y empezó a echar todos los libros por el suelo. ¡La que se armó, cielo santo! Iban rodando por el suelo, en medio de una gran polvareda, mamotreto tras mamotreto; los incunables se mezclaban con los miserables folletos en rústica; aquello era una confusión espantosa. Un tomo de una obra yacía por acá, y tres metros más allá otro tomo de la misma obra. Los dos viejos quedaron aterrados. Y tuvo el joven que comparecer ante el Consejo Superior del Cuerpo de Bibliotecarios a dar cuenta de su acto.
Y habló así:
—Se me acusa, señores bibliotecarios, de haber introducido el desorden, de haber turbado la normalidad, de haber armado una verdadera revolución en la biblioteca de Ciudámuerta. Pero, vamos a ver: ¿a qué llaman mis dos colegas orden? ¿Al que ellos habían establecido, el de materias y lenguas, o al que iba a establecer yo, el de tamaños? ¿Qué es orden? ¿Qué es desorden?
«Yo quise, señores, pasar de un orden a otro gradualmente, poco a poco, por secciones; pero estos dos sujetos, aunque me daban buenas palabras, no estaban dispuestos a renunciar a sus siestas, a sus cálculos cabalísticos sobre el escalafón, a las intrigas para colocar a sus hijos, yernos y nietos, que tanto tiempo les ocupaban; a sus partidas de dominó o de tute, a sus tertulias. Son rutinarios, son haraganes, y además presuntuosos. Y hasta sospecho que si se oponían a la nueva ordenación es para que no se descubriese los volúmenes que faltan y que ellos han dejado perderse por desidia o por soborno".
Al decir el joven esto, prodújose en la concurrencia eso que en la innoble jerga parlamentaria se conoce con el nombre técnico de sensación. Los dos viejos acusados protestaron airadamente.
— "Sí, señores —prosiguió el joven con más energía—; a favor de esa ordenada desidia, de esa normal haraganería, aquí han podido hacer los bibliómanos lo que les ha dado la gana. Los más preciosos códices de nuestra biblioteca han desaparecido de ella. Figuran hoy en las librerías privadas de distinguidos próceres. Aquí ha ocurrido caso como aquel del ejemplar de uno de los libros de caballerías que figuran en el escrutinio del Quijote que faltaba para la colección que de ellos hizo el marqués de Salamanca, que se hallaba en la Biblioteca Municipal de Oporto, y que un embajador de España en Portugal logró sacarlo de allí para trasladarlo, y se dijo por entonces que no desinteresadamente, a la librería del dicho marqués".
Nueva sensación en el concurso al oír, acaso por vez primera, esta tan conocida anécdota histórica, y que se la cuentan a cualquier visitante de la Biblioteca Municipal de Oporto.
Y así continuó el joven bibliotecario contando todas las pequeñas cosas —¡y tan pequeñas!— que aquellos dos testarudos haraganes, sólo cuidadosos de cobrar su sueldo, arrellanarse en sus poltronas y colocar a los suyos, habían dejado pasar. Y probó de la manera más clara que aquel orden no había sido orden, sino estancamiento y rutina y ociosidad. Y luego probó que el balduque puede llegar a ser un cordel de horca y un dogal para entorpecer todo progreso, y que el reglamento del Cuerpo era un conjunto de tonterías mayores que las que forman las ordenanzas esas de Carlos III. El escándalo que se armó fue indescriptible.
Y entonces, exaltándose, el joven bibliotecario pasó a sostener que la tontería, más que la mala intención, que la ineptitud y la incapacidad, son la fuente del enorme montón de menudas injusticias —como una montaña de granos de arena— que produce el general descontento público. Y habló del partido de los imbéciles, que, manejados por cuatro picaros, actúa en nuestra patria. Y, exaltándose cada vez más, divagó y divagó. Hasta que le atajaron diciéndole: «Bueno, ¿y qué tiene que ver todo esto con los libros?» A lo que contestó: «Todo tiene que ver con todo».
Y ahora, mis queridos lectores, Dios nos libre de que a cualquier loco se le ocurra ordenarnos por tamaños.
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on 15 enero 2011
at 21:02
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