Jeffrey Eugenides - "Multipropiedad"

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Pese a lo escaso de su obra (dos novelas y algunos relatos), es uno de los más interesantes narradores estadounidenses de finales del siglo XX y principios del XXI. La fama le llegó a raíz de la adaptación al cine de su primera novela, la perturbadora y fantástica "Las vírgenes suicidas". Sus dos novelas, la ya mencionada y "Middlesex", han sido editadas en España y algunos de sus relatos están recogidos en diferentes colecciones (algunos disponibles en inglés en la imprescindible "The New Yorker".

Mi padre me está enseñando su nuevo motel. No debería llamarlo motel después de todo lo que me ha explicado, pero todavía lo hago. Lo que es, lo que va a ser, según mi padre, es un centro turístico en multipropiedad. Mientras bajamos al vestíbulo mal iluminado (se han fundido algunas de las bombillas), mi padre me informa de las últimas mejoras.
—Hemos añadido una terraza con vistas al océano —dice—. Llamé a un arquitecto paisajista, pero quería cobrarme un ojo de la cara, de manera que la diseñé yo.
La mayoría de los apartamentos están aún sin reformar. La propiedad se hallaba en muy mal estado cuando mi padre pidió el préstamo para comprarla y, por lo que dice mi madre, ahora tiene mucho mejor aspecto. La han pintado, para empezar, y le han puesto una cubierta nueva. Se van a instalar cocinas en todas las habitaciones. En el momento actual, sin embargo, sólo unas cuantas están ocupadas. Algunos de los apartamentos ni siquiera tienen puerta. Al pasar por delante, veo en el suelo lonas de pintores y aparatos de aire acondicionado estropeados. Moquetas con manchas de agua se enrollan en las esquinas de las habitaciones. Algunas de las paredes tienen agujeros del tamaño de un puño, huellas dejadas por los universitarios que pasaban aquí las vacaciones de Pascua. Mi padre se propone cambiar las alfombras y no aceptar estudiantes.
—Si lo hago —dice--, exigiré una fianza importante, unos trescientos dólares. Y contrataré a un guarda jurado un par de semanas. Porque la idea es hacer de este sitio un lugar con más categoría. En cuanto a los chicos de la universidad, que les den por saco.
El encargado de esta reforma es Buddy. Mi padre lo encontró en la carretera, donde los jornaleros esperan por la mañana. Es un hombrecillo de rostro colorado y gana por su trabajo cinco dólares a la hora.
—Aquí, en Florida, los sueldos son mucho más bajos —explica mi padre.
A mi madre le sorprende lo fuerte que es Buddy, dado su tamaño. Ayer mismo lo vio llevando una pila de bloques de hormigón a un contenedor.
—Es como un Hércules pequeño —dice.
Llegamos al final del vestíbulo y entramos en el hueco de la escalera. Al agarrar el pasamanos de aluminio, casi lo arranco de la pared. Todos los edificios de Florida tienen paredes como éstas.
—¿A qué huele? —pregunto.
Por encima de mí, inclinado hacia delante, mi padre no contesta y sigue trepando.
—¿Hiciste un estudio del terreno antes de comprar este sitio? —pregunto—. Quizá lo construyeran sobre un vertedero de residuos tóxicos.
—Estamos en Florida —dice mi madre—. Huele así en toda la zona.
En lo alto de la escalera, una estrecha alfombra verde se extiende a todo lo largo de otro corredor mal iluminado. Mientras mi padre nos precede, mi madre me da un codazo, y entiendo mejor lo que me ha estado contando: mi padre, para mitigar el dolor de la espalda, camina torcido. Mi madre le insiste en que vaya al médico, pero no hace caso. Con bastante frecuencia la espalda se le rebela y entonces se pasa el día a remojo en la bañera (la de la habitación 308, que mis padres ocupan de manera provisional). Pasamos junto al carrito de la limpieza, cargado de detergentes, mopas y trapos húmedos. La señora de la limpieza está inmóvil ante una puerta abierta, mirando hacia fuera; es una mujerona de color con vaqueros y bata. Mi padre no le dice nada. Mi madre la saluda alegremente y la otra responde con una inclinación de cabeza.
A mitad del corredor salimos a un balconcito. Nada más pisarlo, mi padre exclama «Ahí está!». Pienso que se refiere al océano, que veo por primera vez, con ese color que presagia una tormenta y que levanta el ánimo, pero luego me doy cuenta de que mi padre nunca se fija en el paisaje. Se refiere a la terraza. Baldosas rojas, una piscina azul, hamacas blancas y dos palmeras: algo que asocias con un auténtico centro turístico de la costa. Todavía está vacío, aunque, por un momento empiezo a verlo todo con los ojos de mi padre: los clientes, la reforma concluida, el negocio en marcha. Buddy aparece abajo, con una lata de pintura en la mano.
—Eh, Buddy —lo llama mi padre desde arriba—, esa palmera sigue teniendo mal color. ¿Has avisado para que vengan a verla?
—Llamé al fulano.
—No queremos que se muera.
—El fulano acaba de venir y la ha mirado.
Miramos la palmera.
—Las más altas eran demasiado caras —dice mi padre—. Ésta es de otra especie.
—Me gustan más las altas —comento.
—¿Las palmas reales? ¿Te gustan más? En ese caso, cuando las cosas empiecen a marchar, nos haremos con unas cuantas.
No decimos nada durante un rato, contemplando la terraza y el mar de color morado.
—Vamos a dejarlo todo muy bien arreglado y ganaremos un millón de dólares! -dice mi madre.
—Toca madera —responde mi padre.

La verdad es que hace cinco años mi padre ganó un millón. Acababa de cumplir sesenta años y, después de trabajar toda su vida en un banco como asesor hipotecario, decidió dedicarse a los negocios. Compró un edificio de apartamentos en Fort Lauderdale, lo volvió a vender y ganó mucho dinero. Luego hizo lo mismo en Miami. Llegado a ese punto, tenía lo suficiente para jubilarse, pero no quiso. Compró un Cadillac nuevo y un barco de quince metros de eslora. También adquirió un avión de dos motores y aprendió a pilotarlo. Y luego voló por todo el país comprando propiedades; fue a California, a las Bahamas, cruzó el océano. Era su propio jefe y su humor mejoró. Después empezaron los reveses. Uno de sus negocios en Carolina del Norte, una estación de esquí, quebró. Se descubrió que su socio había cometido un desfalco de cien mil dólares. Tuvo que llevarlo a juicio, lo que supuso más gastos. Mientras tanto, una caja de ahorros lo demandó por haberle vendido hipotecas concedidas a propietarios que no pagaban sus préstamos. Más minutas de abogados amontonándose. El millón de dólares desaparecía a toda velocidad y, al ver que se iba, a mi padre se le ocurrieron distintos planes para recuperarlo. Compró una compañía que vendía «casas prefabricadas». Semejantes a caravanas, me contó, pero de más categoría. Como eran prefabricadas, podían plantarse en cualquier sitio pero, una vez instaladas, parecían casas de verdad. Dada la actual situación económica, la gente necesitaba viviendas baratas. Las casas prefabricadas se venderían como churros.
Me llevó a ver la primera, instalada ya en una parcela. Eso sucedió en Navidades, hace dos años, cuando mis padres conservaban aún su apartamento. Apenas abiertos los regalos, dijo que quería llevarme a dar un breve paseo en coche. Muy pronto estábamos en la autopista. Abandonamos la parte de Florida que yo conocía, la Florida de las playas, los rascacielos y las urbanizaciones, y entramos en la zona más pobre, más rural. Colgaba musgo negro de los árboles y las casas de madera estaban sin pintar. El viaje nos llevó un par de horas. Por fin, a lo lejos, divisarnos la forma, como de bulbo de cebolla, de un depósito de gas, con «Ocala» pintado en un lateral. Entramos en el pueblo, dejamos atrás hileras de casas cuidadas, luego llegamos al final y seguimos adelante.
—Creí que habías dicho que era en Ocala —comenté.
—Es un poco más allá —respondió.
Estábamos otra vez en el campo. Después de otros veinticinco kilómetros, seguimos un camino de tierra que nos llevó hasta un espacio abierto, desprovisto de hierba, sin ningún árbol. Hacia el fondo, en una zona embarrada, se alzaba la casa prefabricada.
Era cierto que no parecía una caravana. En lugar de larga y estrecha, era rectangular y aceptablemente ancha. Se entregaba en tres o cuatro trozos diferentes que se atornillaban, y a los que luego se colocaba encima un tejado de aspecto tradicional. Salimos del coche y caminamos sobre ladrillos para acercarnos más. Como el condado instalaba precisamente entonces el alcantarillado en aquella zona tan remota, la tierra delante de la casa —«el jardín» lo llamó mi padre— estaba llena de agujeros. Justo delante de la casa se habían plantado en el barro tres arbustos insignificantes. Mi padre los inspeccionó y luego hizo un gesto con la mano para abarcar el prado futuro.
—Todo esto se llenará de hierba —dijo.
La puerta principal quedaba casi a medio metro por encima del suelo. No había porche aún, pero estaba previsto. Mi padre abrió la puerta y entramos. Cuando la cerré, la pared vibró como un decorado de teatro. La golpeé con los nudillos para ver de qué estaba hecha, y oí un ruido hueco, como de hojalata. Cuando me volví, mi padre se había detenido en el centro del cuarto de estar, sonriendo. Con el índice de la mano derecha apuntaba al aire sobre su cabeza.
—Toma buena nota —dijo—. A esto lo llaman «techo de catedral». Tres metros de altura. Más que de sobra, muchacho.
A pesar de los tiempos difíciles, nadie llegó a comprar una casa prefabricada, y mi padre, olvidadas enseguida las pérdidas, pasó a otras iniciativas. Pronto empezó a enviarme formularios para la constitución de sociedades, en los que se me nombraba vicepresidente de Proyectos Inmobiliarios Baron, o de la Cristalería Atlantic o de los guardamuebles Fidelidad Inc. Los beneficios de aquellas empresas, decía, llegarían a mis manos en el futuro. Lo único que llegó, sin embargo, fue un individuo con una pierna ortopédica. El timbre de la puerta de la calle sonó en mi apartamento y apreté el pulsador para dejar entrar al visitante. Un momento después oí retumbar la escalera mientras subía. Desde arriba divisaba algunos cabellos rubios muy cortos en torno a una calva amplia y oía su respiración fatigada. Pensé que sería un repartidor. Cuando llegó a lo alto de la escalera me preguntó si era el vicepresidente de la Inmobiliaria Duke. Le contesté que suponía que sí. Me entregó una citación.
Tenía que ver con algún lío legal. Al cabo de un tiempo perdí la pista de lo que sucedía. Mientras tanto supe por mi hermano que nuestros padres vivían de sus ahorros, del fondo de pensiones de mi padre y del crédito de los bancos. A la larga habían encontrado aquel sitio, el Palm Bay Resort, un edificio deshabitado junto al mar, y mi padre había convencido a otra caja de ahorros para que le prestara el dinero con que ponerlo de nuevo en marcha. Aportaría el trabajo y los conocimientos y, cuando empezaran a llegar los clientes, devolvería el dinero del préstamo y el negocio sería suyo.

Después de contemplar la terraza, mi padre me quiere mostrar la maqueta.
—Tenemos una maqueta que está muy bien —dice—. A todos los que la ven les gusta mucho.
Regresamos al corredor en tinieblas, bajamos la escalera y avanzamos por el pasillo del primer piso. Mi padre dispone de una llave maestra y abre la puerta número 103. La luz del vestíbulo no funciona, de manera que cruzamos a oscuras el cuarto de estar para llegar al dormitorio. Tan pronto como mi padre enciende la luz, una sensación extraña se apodera de mí. Me parece haber estado aquí antes, en esta habitación, hasta que me doy cuenta del porqué: es el antiguo dormitorio de mis padres. Han traído los muebles que tenían en su apartamento: la colcha con el pavo real, las mesas de tocador y el cabecero a juego, las lámparas doradas. Los muebles, que en otro tiempo ocupaban un espacio mucho más amplio, parecen amontonados en esta habitación más pequeña.
—Todo esto son vuestras cosas de antes —comento.
—Quedan bien aquí, ¿no te parece? —pregunta mi padre.
—¿Qué colcha utilizáis ahora?
—Tenemos dos camas en nuestro apartamento -dice mi madre—. No nos hubiera servido de todos modos. Usamos colchas normales. Como en las otras habitaciones. Artículos de hostelería. Están bien.
—Ven a ver el cuarto de estar —me dice mi padre, y cruzo la puerta tras él. Después de buscar a tientas un rato, encuentra una luz que funciona. Los muebles de aquí son todos nuevos y no me recuerdan nada. De la pared cuelga un cuadro que representa restos de maderas sobre una playa.
—¿Qué te parece? Nos hemos quedado con cincuenta del mismo almacén. A cinco dólares la pieza. Y todos distintos. Algunos con estrellas de mar, otros con conchas. Todos de tema marítimo. Óleos con firma —se acerca a la pared, se quita las gafas y lee lo que está escrito—: ¡Cesar Amarollo! Ya ves, mejor que Picasso.
Me da la espalda, sonriendo, feliz con este sitio.

Me dispongo a pasar aquí un par de semanas, quizá incluso un mes. No voy a entrar en el porqué. Mi padre me ha instalado en el apartamento 207, que da al mar. Llama a las habitaciones «apartamentos» para diferenciarlas de las habitaciones de motel que eran antes. El mío cuenta con una cocinita. Y un balcón, desde donde veo los coches que pasan por la playa, un flujo casi continuo. Éste es el único sitio de Florida, me cuenta mi padre, donde se permite ir en coche por la playa.
El motel brilla al sol. Se oyen martillazos en algún sitio. Hace un par de días mi padre decidió regalar un bronceador a quien pase aquí una noche. Lo anuncia en la marquesina de la entrada, pero hasta el momento nadie se ha parado. Sólo unas cuantas familias se alojan ahora aquí, en su mayoría matrimonios mayores. Hay una mujer con una silla de ruedas con motor. Por las mañanas va hasta la piscina y se instala allí; luego aparece su marido, un individuo descolorido en traje de baño y con camisa de franela.
—Ya no nos ponemos morenos —me cuenta ella—. Pasada cierta edad, no te bronceas. Mire a Kurt. Ya llevamos aquí una semana y eso es todo lo moreno que se ha puesto.
A veces, también Judy, que trabaja en la oficina, sale a tomar el sol durante la hora del almuerzo. Como parte de su sueldo, mi padre le deja ocupar una habitación en el tercer piso. Es de Ohio, y lleva el pelo recogido en una larga cola de caballo trenzada, como una alumna de secundaria.
Por la noche, en su cama de hotel, mi madre tiene sueños premonitorios. Soñó que aparecía una gotera en el tejado dos días antes de que sucediera. Soñó que la doncella flacucha se iría y, al día siguiente, la doncella flacucha se fue. Soñó que alguien se rompía el cuello al tirarse a la piscina vacía (en lugar de eso se estropeó el filtro, de manera que hubo que vaciar la piscina para arreglarlo, lo que, según ella, cuenta). Todo esto me lo explica mientras estamos en la piscina. Yo, dentro; ella, con los pies en el agua. Mi madre no sabe nadar. La última vez que la vi en traje de baño tenía yo cinco años. Es la típica persona con pecas que se quema enseguida, y se enfrenta al sol cubierta sólo con su sombrero de paja para hablar conmigo, para confesarme que le sucede este fenómeno tan extraño. Tengo la impresión de que ha venido a recogerme después de mi clase de natación. Tengo un regusto a cloro en la garganta. Pero entonces miro hacia abajo y me veo el pelo del pecho, grotescamente negro sobre la piel blanca, y recuerdo que ya soy un adulto.
Si hoy se están haciendo mejoras, debe de ser en la parte más alejada del edificio. Al bajar a la piscina, he visto a Buddy entrar en una habitación con una llave inglesa. Aquí fuera estamos solos, y mi madre me dice que eso le pasa porque ha perdido sus raíces.
—No soñaría esas cosas si tuviera una casa decente que fuera mía. No soy una gitana. Es todo este ir de la Ceca a la Meca. Primero nos metimos en aquel motel de Hilton Head. Luego en el condominio de Vero. Después en aquel estudio de grabación que compró tu padre, sin ventanas, que casi acabó conmigo. Y ahora esto. Todas mis cosas están en un guardamuebles. También sueño con ellas. Mis sofás, mi vajilla buena, todas las viejas fotos de familia. Casi todas las noches sueño con ellas, amontonadas.
—¿Les ha pasado algo?
—Nada. Excepto que nadie las ve nunca.

Son varios los tratamientos médicos a los que mis padres se van a someter cuando las cosas mejoren. Desde hace ya algún tiempo, mi madre está pensando en estirarse la piel. Cuando andaban bien de dinero, fue incluso a un cirujano plástico que le hizo fotos de la cara y un diagrama de la estructura ósea. Al parecer, no es sólo una cuestión de estirar la piel floja. También hay que apuntalar algunos huesos. El paladar de mi madre ha ido retrocediendo con el paso de los años. Los dientes de arriba y de abajo no están ya bien alineados. Se necesita cirugía dental para ajustar el cráneo sobre el que se estirará la piel. Había programado la primera de esas intervenciones más o menos cuando mi padre descubrió que su socio le estafaba. Dados los problemas consiguientes tuvo que aplazar la intervención.
También mi padre ha retrasado dos operaciones. La primera tiene que ver con un disco intervertebral, para aliviar el dolor en la parte inferior de la espalda. La segunda es cirugía prostática, para aumentar el diámetro de la uretra y facilitar el flujo de la orina. El retraso en el segundo caso no obedece sólo a consideraciones económicas.
—Te meten dentro una cosa que gira y hace un daño de mil demonios —me dijo—. Por si fuera poco, puedes acabar con incontinencia.
Para evitarlo, prefiere ir al baño de quince a veinte veces al día, sin que ninguna de las visitas sea del todo satisfactoria Durante las pausas entre sus sueños premonitorios, mi madre oye levantarse a mi padre una y otra vez.
—El chorro de tu padre ha dejado de ser espléndido —me dijo—. Cuando vives con alguien, lo sabes.
En cuanto a mí, necesito unos zapatos nuevos. Unos zapatos cómodos. Adecuados para el trópico. Vine con un par de viejos zapatos negros de lo más clásico, y el del pie derecho tiene un agujero en la suela. Lo que necesito son unas chanclas. Todas las noches, cuando me voy de copas en el CadiIlac de mi padre (ya no tenemos el barco, tampoco el avión, pero conservamos el Florida Special amarillo, con el techo de vinilo blanco), paso por delante de tiendas de recuerdos, con los escaparates llenos de camisetas, conchas, sombreros para el sol, cocos con caras pintadas. Todas las veces pienso en pararme a comprar las chanclas, pero aún no lo he hecho.

Una mañana, al bajar, encuentro la oficina en estado de caos. Judy, la secretaria, sentada en su escritorio, está mascando el extremo de su cola de caballo.
—Su padre ha tenido que despedir a Buddy —dice.
Pero antes de que me pueda contar nada más, entra uno de los huéspedes para quejarse de una gotera.
—Está justo encima de la cama —dice—. ¿Acaso esperan que pague por una habitación con una gotera encima de la cama? ¡Hemos tenido que dormir en el suelo! Vine anoche a la oficina para que me cambiaran de habitación, pero no había nadie.
En ese preciso momento entra mi padre con el arboricultor.
—¿No me dijo que este tipo de palmera era muy resistente?
—Así es.
—¿Qué le pasa entonces?
—La tierra no es la adecuada.
—Nunca me dijo que le cambiara la tierra -dice mi padre, alzando la voz.
—No es sólo la tierra —responde el otro—. Los árboles son como las personas. Enferman. No le sé decir por qué. Quizás necesitara más agua.
—La hemos regado! —estalla mi padre, gritando ya—. ¡Le pedí al encargado que la regara todos los días! ¿Y ahora me dice que se ha muerto?
El otro no responde. Mi padre me ve.
—Hola, muchacho! —dice, efusivo—. Estoy contigo enseguida.
El huésped de la gotera empieza a explicarle a mi padre su problema. Cuando todavía está a medias, mi padre lo interrumpe.
—Judy —dice, señalando con el dedo al arboricultor—, paga a este hijo de perra.
Luego vuelve a escuchar la historia de la gotera. Cuando el otro termina, se ofrece a devolverle el dinero y a que disfrute gratis otra habitación durante una noche.
Diez minutos después, en el coche, me entero de la descabellada historia del capataz. Mi padre ha despedido a Buddy por beber durante el trabajo.
—Pero espera a que te cuente cómo bebía -dice.
Muy de mañana había visto a Buddy tumbado en el suelo del apartamento 106, bajo el aparato de aire acondicionado.
—Se suponía que lo estaba arreglando. Toda la mañana he pasado una y otra vez por delante, y siempre veía a Buddy tumbado bajo el mismo aparato. Y pensaba: ¡Caramba! Pero luego aparece el sinvergüenza ése de los árboles. Me dice que la condenada palmera que se supone que está curando se ha muerto, y me olvido por completo de Buddy. Salimos a mirar la palmera y el tipo no se cansa de decirme tonterías, que si la tierra, que si patatín, que si patatán, hasta que por fin le digo que voy a llamar al vivero. De manera que vuelvo a la oficina. Y paso otra vez por delante del 106. Buddy sigue tumbado en el suelo.
Cuando mi padre se le acercó, Buddy descansaba cómodamente, tumbado de espaldas, los ojos cerrados y el serpentín del aparato del aire en la boca.
—Imagino que el líquido refrigerante tiene alcohol —explica mi padre. Todo lo que Buddy tenía que hacer era desconectarlo, torcerlo con unos alicates y echarse un trago. Esta última vez, sin embargo, bebió demasiado y perdió el conocimiento-. Debería haberme dado cuenta –dice mi padre. Se ha pasado toda la semana arreglando aparatos de aire acondicionado.
Después de llamar a una ambulancia (Buddy siguió inconsciente mientras se lo llevaban), mi padre habló con el encargado del vivero. Ni le devolverían el dinero ni le darían otra palmera. Por si fuera poco, había llovido durante la noche y no hacía falta que nadie le dijera que había goteras. También él tenía una en el cuarto de baño. La cubierta nueva, que había costado una suma considerable, no estaba bien terminada. Como mínimo, había que volver a impermeabilizarla.
—Necesito que alguien se suba y extienda alquitrán por los bordes. Es por ahí por donde entra el agua, ¿te das cuenta? De esa manera quizá me ahorre un par de dólares.
Mientras mi padre me cuenta todo eso, recorremos la A-t-A. Son más o menos las diez de la mañana y los desempleados están repartidos por el arcén, a la espera de una jornada de trabajo. Se les reconoce porque están muy morenos. Mi padre deja atrás a los primeros, sus razones para rechazarlos son poco claras para mí al principio. Luego divisa a un blanco de poco más de treinta años, con pantalones verdes y una camiseta de Disneylandia. Está de pie al sol, comiendo coliflor cruda. Mi padre detiene el Cadillac a su lado. Toca el salpicadero electrónico y la ventanilla del pasajero se abre con un zumbido. Fuera, el desempleado parpadea y trata de acostumbrar los ojos al interior oscuro y fresco del automóvil.

Por la noche, cuando mis padres se acuestan, voy en coche hasta la ciudad. A diferencia de la mayoría de los sitios donde fueron a parar antes, Daytona Beach tiene ambiente de obreros. Menos ancianos, más motoristas. En el bar que frecuento hay un tiburón. De un metro de largo, nada en un acuario por encima de las hileras de botellas. El tiburón dispone del espacio justo para dar la vuelta y seguir en la dirección contraria. Ignoro el efecto que tienen las luces sobre el animal. Las bailarinas llevan bikinis, algunos de los cuales centellean como escamas de pescado. Circulan por la penumbra como sirenas, mientras el tiburón se da con la cabeza contra el cristal.
Ya he estado aquí tres veces, las suficientes para saber que a las chicas les parezco un estudiante e bellas artes y que, debido a una ley del Estado de Florida, las bailarinas no pueden enseñar los pechos, de manera que tienen que pegarse unos adornos con forma de alas. Les he preguntado qué clase de pegamento usan («Elmer’s»), cómo se los quitan («basta con un poco de agua tibia») y qué piensan sus novios («no les parece mal el dinero»). Por diez dólares, una de las chicas te llava de la mano, más allá de las otras mesas donde se sientan sobre todo hombres solos, hasta la parte de atrás, todavía más oscura. Te sienta en un banco acolchado y se frota contigo todo lo que duren dos canciones. A veces, te coge de las manos y pregunta:
¿No sabes bailar?
—Estoy bailando — le dices, aunque estás sentado.
A las tres de la madrugada vuelvo a casa y, mientras conduzco, pongo una emisora de música country que me recuerde lo lejos que estoy de mi casa. Normalmente estoy borracho para entonces, pero el trayecto no es largo, kilómetro y medio como mucho, un recorrido fácil por delante de otras propiedades a la orilla del mar, los hoteles grandes y los pequeños, los moteles con sus distintos temas. Uno de ellos es el Viking Lodge. Para registrarse hay que entrar con el coche bajo una embarcación nórdica que sirve de garaje al aire libre.
Falta más de un mes para las vacaciones de Pascua. La mayoría de los hoteles no están ni medio llenos. Muchos han cerrado, sobre todo los más alejados de la ciudad. El motel vecino al nuestro, de ambientación polinesia, aún sigue abierto. El bar junto a la piscina está situado bajo una cabaña con techo de hierba. Nuestro establecimiento tiene un estilo más elegante. A la entrada, un sendero de grava blanca lleva hasta dos naranjos enanos que flanquean la puerta principal. Mi padre pensó que merecía la pena gastar dinero en la entrada, por tratarse de la primera impresión que recibe la gente. Nada más entrar, a la izquierda del vestíbulo con su alfombra lujosa, está la oficina de ventas. Bob McHugh, el encargado, tiene un plano de las instalaciones en la pared, donde se muestran los apartamentos y las semanas disponibles en régimen de multipropiedad. Ahora mismo, de todos modos, la mayoría de la gente que llega sólo busca un sitio para pasar la noche. En general, se dirigen al aparcamiento a un lado del edificio y hablan con Judy en su oficina.
Ha vuelto a llover mientras estaba en el bar. Cuando llego en el Cadillac a nuestro aparcamiento y me apeo, oigo el agua que gotea desde el techo del motel. Hay una luz encendida en el cuarto de Judy. Me planteo la posibilidad de subir y llamar a su puerta. ¡Hola, soy el hijo del dueño! Mientras permanezco inmóvil escuchando el ruido del agua y pensando en lo que voy a hacer a continuación, Judy apaga la luz. Y con ella, eso parece, todas las luces de los alrededores. El centro turístico en multipropiedad de mi padre se hunde en la oscuridad. Extiendo una mano para tocar el capó del Cadillac, para tranquilizarme con su tibieza y, por un momento, trato de imaginar con detalles el camino hasta mi cuarto, dónde comienza la escalera, cuántos pisos tengo que subir, cuántas puertas he de abrir antes de llegar a la mía.

—Ven —dice mi padre—. Quiero enseñarte algo.
Lleva pantalones de tenis y una raqueta de squash. La semana pasada, Jerry, el actual factótum (el que sustituyó a Buddy no se presentó una mañana), retiró por fin las camas que sobraban y las cortinas de la pista de squash. Mi padre ha mandado pintar el suelo y me desafió a jugar con él. Pero, debido a la mala ventilación, la humedad hacía el suelo resbaladizo y tuvimos que dejarlo después de cuatro juegos. Mi padre no quería romperse una cadera.
Luego hizo que Jerry arrastrase hasta allí desde la oficina un viejo aparato para reducir la humedad del aire y esta mañana han jugado un rato.
—¿Qué tal el suelo? —pregunto.
—Todavía un poco resbaladizo. El aparato ese no vale un pimiento.
No ha venido a buscarme para que vea la nueva pista ya seca. Se trata, lo veo en su cara, de algo más importante. Muy torcido (el ejercicio no le ha aliviado en absoluto el do lo de espalda), me precede hasta el tercer piso y sube uno más aún por una escalera más estrecha en la que yo no había reparado, y que nos lleva directamente a la azotea. Cuando salimos arriba, veo que hay allí otro edificio bastante grande, como un búnker pero con ventanas alrededor.
—Esto no lo sabías, ¿verdad que no? —pregunta mi padre— Es el ático. Tu madre y yo nos mudaremos aquí en cuanto esté listo.
El ático tiene una puerta principal roja y un felpudo en el que se lee «Bienvenido». Está situado en el centro de la azotea recubierta de alquitrán, que se extiende en todas direcciones. Desde aquí arriba los edificios vecinos desaparecen, y sólo quedan cielo y océano. Junto al ático, mi padre ha instalado una barbacoa.
—Esta noche cenamos al aire libre -dice.
Dentro, mi madre limpia las ventanas. Lleva los mismos guantes amarillos de goma que cuando limpiaba las ventanas de nuestra casa en un barrio residencial. Sólo hay dos habitaciones habitables en este momento. La tercera se ha utilizado como almacén y todavía contiene una buena cantidad de sillas y mesas amontonadas unas encima de otras. En la habitación principal se ha instalado un teléfono al lado de una silla verde de plástico. De la pared cuelga uno de los cuadros adquiridos en el almacén, una naturaleza muerta con conchas y coral.
El sol se pone. Cenamos en la azotea, al aire libre, sentados en sillas plegables.
—Este sitio va a ser muy agradable -dice mi madre—. Es como estar en mitad del cielo.
—Lo que me gusta -dice mi padre— es que no ves a nadie. Paisaje marítimo para nosotros solos, sin movernos de casa.
Una vivienda así de grande junto al mar te costaría un ojo de la cara.
—Tan pronto como hayamos pagado este sitio —continúa—, el ático será nuestro. Nuestra casa familiar para las generaciones venideras. Siempre que quieras venir y pasar una temporada en tu ático de Florida, podrás hacerlo.
—Formidable —digo, y hablo en serio. Por primera vez el motel me gusta. La inesperada liberación que supone la azotea, el deterioro inevitable que provoca la proximidad del mar, el agradable absurdo de los Estados Unidos, todo se une para que me vea trayendo amigos y mujeres a este sitio en años venideros.
Cuando por fin se hace de noche, entramos en el ático. Mis padres no duermen aquí todavía, pero no queremos marcharnos. Mi madre enciende las luces.
Me acerco a ella y le pongo las manos en los hombros.
—Qué soñaste anoche? —pregunto.
Me mira a los ojos. Mientras lo hace, más que mi madre es, sencillamente, otra persona con sus problemas y su sentido del humor.
—Mejor que no lo sepas —dice.
Entro en el dormitorio para echar una ojeada. Los muebles son los típicos de un motel, pero sobre la cómoda mi madre ha colocado una fotografía en la que estamos mis hermanos y yo. En el interior de la puerta del cuarto de baño, que permanece abierta, hay un espejo, en el que veo a mi padre. Está orinando. O al menos lo intenta. Delante de la taza del retrete, mira hacia abajo con ojos inexpresivos. Lucha con un problema que nunca he tenido; aunque sé que se presentará en el futuro, no me imagino cómo es. Alza una mano en el aire y la convierte en puño. Luego, como si llevara años haciéndolo, empieza a golpearse el bajo vientre, encima de la vejiga. No se da cuenta de que estoy mirándolo. Se golpea una y otra vez, y la mano produce un ruido sordo. Por fin, como si hubiera oído una señal, el puño se detiene. Hay un momento de silencio antes de que su chorro alcance el agua.
Mi madre está todavía en la sala de estar cuando salgo. Por encima de su cabeza advierto que el cuadro de las conchas está torcido. Pienso en enderezarlo, pero enseguida concluyo que me tiene sin cuidado. Salgo fuera. Todo está oscuro, pero oigo el océano. Bajo los ojos hacia la playa, hacia los otros edificios de muchos pisos y bien iluminados, el Hilton, el Ramada. Cuando me acerco al borde de la azotea, veo el motel vecino. Luces rojas brillan en el bar que es una cabaña tropical con techo de hierba. Debajo de mí y por mi lado, sin embargo, las ventanas del nuestro están a oscuras. Me esfuerzo por encontrar la terraza con la piscina pero no veo nada. En la azotea todavía quedan charcos de la tormenta de anoche y, al pisar, siento que el agua se me mete en el zapato. El agujero de la suela es cada vez más grande. No me quedo fuera mucho rato, sólo el suficiente para sentir el mundo. Cuando regreso, veo que mi padre ha vuelto a la sala de estar. Habla por teléfono, discute con alguien o ríe, pero trabaja para dejarme una buena herencia.

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