Hanwell padre era el padre de Hanwell. Al igual que Hanwell, existía de una manera exigua, no en lo referente a su persona —era una «gran figura», según esa odiosa expresión— sino respecto a su historia, que es parcial, casi fantasmagórica. Incluso para Hanwell era una suerte de espejismo, y no tenía nada de agradable. Un hombre incapaz y descuidado, peor, en muchos sentidos, que un hombre cruel. Quienes tengan experiencia con personas semejantes lo entenderán. Está más que justificado combatir la crueldad y, si cabe, a la larga vencerla. Pero una irresponsable falta de atención hacia tus necesidades es algo completamente distinto. Debe enseñarte una triste autosuficiencia, tener un padre así, y una brutal reticencia en lo más hondo. Una renuencia a ponerse las pilas en absoluto.
Hanwell padre se cernía sobre Hanwell como un cometa, a largos intervalos. Estaba presente cuando nació Hanwell, desde luego, y seis años después en una playa de Brighton, sosteniendo a Hanwell por las axilas para dejarlo colgando de un embarcadero. Hanwell padre pasó aquella tarde alejado de su familia, a la que dio un poco de calderilla con la generosa idea de que fueran a comer pescado y patatas fritas. No les alcanzó para tanto. Un mozo con encanto de sobra. Suena anticuado, pero «mozo» era la palabra que uno hubiera utilizado a la sazón. El primero en levantar la copa y el último en soltarla —de lo más efusivo y sociable—, aunque nunca se emborrachaba ni caía en la ineptitud. De esos capaces de cantar a coro con quienes están mucho peor, con la idea de aprovecharse de ellos en su debilidad. En casa, tenía una máquina en la que metía una moneda de dos peniques y salía un pitillo, como en un pub. Asimismo, sentía debilidad por la vecina más próxima de su esposa, una viuda, Sue Boyd: Sue, Sue, no sabes cuánto te quiero, canturreaba siguiendo la melodía de aquella famosa balada de la época, la cogía por la cintura y la llevaba bailando el vals desde la puerta trasera hasta la cancela, mientras la señora Hanwell sonreía inerme desde la ventana.
Un hombre grande físicamente, mucho más que Hanwell. Y luego, más adelante, tal vez ese mismo año, tal vez el siguiente, el 5 de noviembre, de pronto estaba en la puerta de atrás, en la oscuridad, con unos petardos baratos como regalo. No se quedó lo suficiente para encenderlos con Hanwell. Luego otra vez ausente. «Se fue a comprar tabaco y no regresó»: un estribillo muy común en Inglaterra, entonces y ahora. Sólo que Hanwell padre era de los que volvían periódicamente. Eso lo empeora, como se ha dicho previamente. Dejar a Hanwell plantado en la oscuridad con pantalones cortos y unos petardos en la mano. Eso nunca se olvidó. Perdura, un retazo de finales de los años veinte. Y aquí deja constancia de ello un descendiente de Hanwell padre del que éste no podía tener noción, tan irreal para él como la banda ancha o los duendecillos. Nadie puede explicar el proceso por el que estas cosas se retienen mientras que buena parte de lo demás se desvanece; se escribe cantidad de bazofia sensiblera sobre el tema. El propio Hanwell tenía fe en las explicaciones científicas. No sabía nada en absoluto de ciencia. Vagamente, imaginaba llamaradas químicas en la química del cerebro, fascinantes imágenes en movimiento (su analogía se derivaba de la película fotográfica, con la que tenía cierta experiencia, y de que esas «llamaradas» se producen de manera fortuita y son inobservables en el momento que ocurren). Naturalmente, escribir esto también es una especie de «llamarada», si bien de un orden más triste, secundario y parasitario.
A mediados de los años treinta, Hanwell padre fue a Canadá con la idea de hacer fortuna en la explotación forestal. A Hanwell lo llevaron a dar un breve y emocionante paseo por el barco antes de que zarpara, aunque no de mano de su padre; un tripulante posó una vela en una gruesa barandilla de latón y así le hizo una demostración a Hanwell de cómo las rayas transversales se tornan ordenadas y concéntricas bajo la luz proyectada. Tres años después, Hanwell padre regresó, todavía sin blanca. Ahora era capaz de liar un pitillo con una mano tal como hacían los vaqueros. A Hanwell no le causó especial impresión. Posteriormente, Hanwell padre entró a trabajar de conductor de autobús. Luego llegó la guerra, de la que nunca volvió del todo, tras enamorarse de una señora de clase media que conducía una ambulancia. Se presentó una vez en el cuartel de Hanwell, con un nombre nuevo —Bill— y los aires de un irlandés. Resultaba inquietante verlo. Las palabras no suponían la menor seguridad con Hanwell padre, no servían de anclaje, no guardaban relación con las cosas del mundo. Un matiz más oscuro de esta misma tendencia se denomina «psicopatía». Sacó unas cuantas fotos mugrientas del «lejano oriente» y contó anécdotas entretenidas y verosímiles ubicadas en Kerry. A ojos de un desconocido, habrían casado bien con el cabello cobrizo y los ojos juntos. A Hanwell le habría gustado que fuera alguien más desconocido. Tal como estaban las cosas, no pudo sino estremecerse ante esa segunda personalidad falsa, al tiempo que reía ostentosamente mientras Bill hacía buenas migas con todos los jóvenes soldados de quienes el propio Hanwell no había conseguido hacerse amigo. «¡Un buen tipo, tu viejo! ¡Chistoso, agradable para echarse unas risas!» En tono de aprobación y probablemente sincero (Hanwell se esforzaba por ser generoso en sus interpretaciones), si uno no era hijo suyo. Si uno no era hijo suyo. Bill se largó dos horas después, alegre como unas castañuelas. Hanwell no volvió a verlo hasta doce años después.
Corría agosto de 1956. Hanwell tuvo noticia de que su padre vivía desahogadamente con un pequeño negocio en un pueblo recóndito del condado de Kent. Sin ninguna auténtica expectativa —o sin ninguna que pudiera confesarse a sí mismo—, Hanwell montó en su bici. Esta vez aparecería. Por entonces no le suponía nada ir de Londres a Kent. Era relativamente joven, aunque él mismo no se habría considerado especialmente joven, ya con una familia. En aquella época ignoraba que hubiera una segunda familia a la espera, aún por brotar, agazapada en su futuro.
Un abrasador día de agosto. Hanwell había ideado una especie de cantimplora a partir de una vieja botella de queroseno y la había atado a la barra, una invención levemente adelantada a su época. Fue a buen ritmo por el tramo recién construido de la A20, atajaba allí donde era posible y tomaba carreteras secundarias a través de los pueblos, con la sensación de que allí el aire era más puro. Espero poder decir «seto vivo» y que no se interprete que aspiro a un estilo poético, sino a la mera precisión histórica. En dos ocasiones se le enganchó la camisa en setos tupidos y espinosos, y se le desgarró en el codo. Tenía intención —como la tengo yo, con igual terquedad, cuando escribo largo y tendido— de no detenerse hasta alcanzar cierto punto; comería al llegar a su destino y no antes. Un kilómetro más, un capítulo más, un kilómetro más, un capítulo más. El pueblo estaba en un vallecito; Hanwell sorteó las curvas a punto de desvanecerse y entró en el poblado para detenerse en el prado comunal, que constituía prácticamente el pueblo entero. En las inmediaciones había dos establecimientos: un pub con ladrillo visto con hermosas matas de lavanda en las jardineras de las ventanas y, al otro extremo del prado, una camioneta de pescado y patatas fritas pintada de colores chillones. Bien sabía Hanwell que no debía albergar esperanzas. Se apeó de la bici y la empujó con pulso firme perímetro adelante, ejerciendo una pequeña presión en el sillín. Eran las cuatro; la camioneta estaba cerrada. Apoyó la bici en las letras de color rojo gitano bordeadas de oro: «HANWELL – EXCELENTE PESCADO Y PATATAS FRITAS». Fue a sentarse en la hiera, debajo de un árbol, desde donde se veía el terreno de juego de criquet y las tierras pantanosas cerca de las charcas. Fue incapaz de asimilar las diversas enseñanzas del color verde. En cambio, había olor a hojas marchitas, rosas desaliñadas, las últimas del verano. Recógelas, dáselas a tu hermana, 1931.
Receta para el perfume de mujer de Irene Hanwell
Seis rosas (robadas, pétalos arrancados)
Agua del grifo
Botella de leche vacía
Estrujar los pétalos en el puño para que rezume el olor.
Meter en la botella. Llenar de agua.
Le apestaban los pies. Se quitó los zapatos. En casa tenía una esposa que no estaba bien, no estaba bien de una manera que él no podía entender, tampoco podía hacer nada al respecto, pero, mientras estaba sentado al sol, el tenso nudo de carne que atormentaba su espalda se deshizo por primera vez en meses. Se tumbó y su columna vertebral fue oprimiendo la tierra muesca a muesca. Del revés había todo un mundo de piernas femeninas. Le encantaban las nuevas faldas acampanadas, lo bastante amplias para arrastrarse debajo de ellas y quedar a salvo, y pensó que ojalá hubier esperado más para casarse, o se hubiera casado de otra forma. Pensó: ¿Y si me quedara aquí? Que el sol me engulla y el resplandor anaranjado bajo mis párpados se convierta no sólo en algo que veo sino en aquello que soy, y que la margarita con el tallo curvado y el olor a rosas y esa chica del revés sentada en el banco del pub que come pan con queso y cebolla del revés con su amiga del revés sea toda la ley y el contorno del mundo. ¿No era tarea de unos instantes, de un poco de pintura, cambiar HANWELL por HANWELL & HANWELL?
Nota: he reconstruido para el lector los pensamientos de Hanwell como más verosímiles me han parecido y como mejor sonaban. En la novela Middlemarch nos encontramos el antiguo refrán de que la caridad de un hombre crece en proporción directa con la distancia que lo separa de su propia puerta. Esto recuerda a todos los obedientes nietos y bisnietos que se demoran junto a lechos de muerte con grabadoras digitales o, si no, persiguen como locos a sus antepasados por páginas genealógicas de Internet a las tres de la mañana, ansiosos por reconstruir la vida y los pensamientos de hombres muertos y a punto de morir, aunque por lo general filtren las llamadas telefónicas de sus propias madres. Yo pertenezco a esa generación. Haré lo que sea por mi familia, excepto verlos.
Corría 1956, como he dicho antes. No había nada salvo el sol, Hanwell y el sol. Tendido en una zona de hierba alta, Hanwell soñó una conversación:
HANWELL PADRE (tumbado junto a Hanwell): Así que me has encontrado, ¿eh?
HANWELL: Sí, Alf. ¿No debía encontrarte?
HANWELL PADRE: Anda, venga, vamos a fumar un pitillo... No te adelantes a los acontecimientos.
HANWELL. (al tiempo que saca un Senior Service sin filtro del paquete): Gracias.
HANWELL PADRE: Y bien, muchacho, ¿qué tal estás? A mí me va bien, como puedes ver.
HANWELL: Ah, sí, desde luego, no faltaría más. Esto se asemeja mucho a la gran novela de George Eliot...
HANWELL PADRE: Anda, no digas chorradas, chaval. Siempre haces eso: finges ser algo que no eres y nunca has sido. No leíste nada de eso. Cualquiera diría que has ido a la universidad, hablando con esos aires.
HANWELL (con tristeza): No podíamos permitirnos el uniforme de la escuela preuniversitaria. Pasé los exámenes de ingreso, pero no podíamos permitírnoslo.
HANWELL PADRE (riendo hasta las lágrimas): ¿Todavía sigues contando esa vieja trola? Vaya, vaya... Es un poco antigua esa historia, ¿no? Yo prefiero llamar al pan pan y al vino vino, y a ser posible salir de rositas. Bueno, si a ti te sirve, Hanwell, pues muy bien.
HANWELL (cantando): Metí una trola en la barca... Con pan y vino remé... Una rosita aquel día le di a mi amor.
HANWELL PADRE: Estás como un cencerro.
—¿De quién es esta bici?
Hanwell se incorporó y fue recibido —sin particular sorpresa, aunque sí con cierta vergüenza— e invitado a las primeras patatas fritas recién sacadas de la freidora, que aceptó.
Hanwell vio a Hanwell padre forcejear con las curiosidades familiares y el desvencijado mobiliario amontonado en la trasera de la furgoneta. Había una lámpara de pie con pantalla de borlas y un perchero cruzados una sobre otro: el escudo de armas de la casa Hanwell. La conductora de ambulancia, Bunty, que podría haberse encargado de adecentarle las cosas, había muerto el año anterior; su dinero le había permitido adquirir el negociete. Tal vez ella también le había preparado la verdura, y velado por que tuviera la copa llena, y sólo ahora se afianzaba en él de nuevo el funesto abotargamiento, y los capilares se rompían y dispersaban bajo la piel de la nariz y las mejillas, y las patillas anaranjadas crecían asilvestradas y salpicadas de canas. Le sorprendió. Históricamente, Hanwell padre era físicamente superior a Hanwell: «Siéntate encima de mi espalda, ¡venga, siéntate! ¡No me voy a partir!» Por lo general se lo decía a una mujer, y cuando estaba aposentada como Buda, hacía un par de flexiones, a veces cinco. Ahora se volvió, sosteniendo la mesita del revés contra su enorme barriga, y aquella masa fofa, más que todo el resto, lo delató como un hombre abandonado por las mujeres.
—Ya está. —Su culazo haciendo presión sobre el tablero; las patas de hierro forjado bien hundidas en el césped—. No me gusta comer de pie.
Sacó dos banquetitas y Hanwell tomó asiento en una. Durante un rato, Hanwell padre consiguió que su renuencia a sentarse pareciera bastante natural, atareándose con el aceite caliente y descartando ciertas patatas poco aptas para la freidora si iba a comerlas su único hijo. Cuando el ajetreo de freír terminó, Hanwell cayó en la cuenta de lo evidente: su padre no soportaba mirarlo. Estuvieron contemplando el campo más allá del prado, Hanwell padre apoyado en la camioneta, a pesar de sus convicciones, con el grasiento cucurucho de papel de periódico, masticando un buen rato cada patata. Volvía la vista hacia Hanwell si Hanwell hablaba, pero nunca lo miraba directamente.
De su conversación, Hanwell no pudo retener prácticamente nada; le resultaba tan irreal como su charla en sueños poco antes. Mientras que Hanwell perseguía una serie de confesiones improbables pero ansiadas («Bueno, hijo mío, el caso es que... A decir verdad, lamento terriblemente...»), en el murmullo del aire denso, real, Hanwell padre sudaba y divagaba acerca del asunto de Suez y esos árabes cabrones y otras cuestiones de actualidad que Hanwell —el menos político de los hombres, un hombre para quien el mundo consistía y sólo podía consistir en la gente que veía y con la que hablaba a diario, a la que alimentaba, lavaba o hacía el amor— no podía comprender. Al cabo, el tema derivó hacia la gente que preocupaba a Hanwell: la esposa de Hanwell, las hijas de Hanwell. Hanwell describió con timidez sus dificultades actuales, sirviéndose de las expresiones cautelosas y doctas del médico («perturbación mental» y «tendencia a la histeria»). Hanwell padre sacó un pañuelo del bolsillo trasero y se frotó la mugre de la nuca. Se tomó su tiempo para volver a doblarlo en cuartos. Hanwell vio de inmediato que a su padre le parecía muy propio de Hanwell casarse con una mujer tarada de alguna manera, y ahora sentía en buena medida el mismo asco satírico que había expresado cuando al pequeño Hanwell, en vez de reír al verse colgado de un embarcadero, le dio por llorar.
—Bueno, voy a decirte algo —dijo, culminando su disertación acerca de la ineptitud de Hanwell a la hora de escoger las cosas como era debido y pillarles el truquillo, y pasó al tema más general de «las mujeres», que al menos hacía la concesión de que el problema de Hanwell podía no ser únicamente culpa de Hanwell—: Reescriben la historia: son incapaces de dejar que un hombre sea quien es. Siempre te están diciendo quién serías y deberías ser y podrías ser, en vez de quién eres. Y lo que ofrecen a cambio de todo ello no es ni la mitad de bueno de lo que creen, o a mí nunca me lo ha parecido. Pero igual a ti te ha ido mejor: Dios sabe que ahora son mucho más atractivas que en mis tiempos...
A veinte metros escasos de donde estaban sentados, dos jóvenes con vestido de verano se ayudaban una a otra a hacer el pino. Hanwell padre dio un codazo a Hanwell en el vientre, y Hanwell sintió con fuerza el insulto implícito a su madre, que seguía con vida, y aún lucía sus rizos a la moda de los años veinte, ahora blancos, a la altura de la frente, y los mismos gorros de fieltro y gafas a lo Harold Lloyd, perfectamente redondas y con montura gruesa. No dijo nada. Comió las patatas mientras la chica rubia de aspecto paliducho afianzaba el cuerpo aprestándose para la llegada de los tobillos gruesos y deliciosos de la morena, bien alimentada como no solían estarlo diez años antes, y cuando esa morena alzó los brazos y sus pechos se ciñeron contra el algodón de su vestido amarillo y sus piernas se arquearon hacia atrás y la crinolina espumeó sobre los estrechos hombros de su amiga, Hanwell y Hanwell las vieron reír y trastabillar juntas y caer, al cabo, en una pila humana sobre la hierba. Poco después, Hanwell padre recogió los dos cucuruchos de papel vacíos e hizo con ellos una húmeda bola entre las manos, y dijo que más le valía abrir el chiringuito, pues ya era hora de cenar y la gente querría su comida. Hanwell no volvió a verlo.
Un día de 1986, una fecha que sólo la compañía telefónica recordaría ahora, sonó el teléfono en la cocina de Hanwell mientras estaba preparando pizza para los niños pequeños de su segunda familia. Solía hacer una salsa de tomate fresco ligera y acuosa, aderezada con anchoas y olivas negras, tan fuerte y deliciosa que se podía comer a cucharadas olvidando la masa por completo. Es posible que sólo a mí me gustara hacer eso. Extrapolo mis sentimientos y generalizo demasiado.
—Sí, ya entiendo. Gracias... ha sido un detalle por su parte hacérnoslo saber -dijo Hanwell con un tono más elegante que el suyo propio. Colgó y salió de la cocina.
Una vez estuvo terminada la pizza, volvió a entrar, pálido pero sereno. Dijo que su padre había muerto, una frase que nos obligó —a mi madre, a mi hermano y a mí— a inventar todo un ser humano en un segundo y matarlo al siguiente. Hanwell no había dicho nada para prepararnos. Había sabido con semanas de antelación que la muerte de su padre era inminente, pero no acudió a su lado. Veinte años después, el hijo de Hanwell no iría junto a Hanwell cuando llegó su hora. Resulta que en el transcurso de mis deberes profesionales se me ve afirmando: «No creo en las pautas.» Una mariposa prendida de una aguja no tiene idea de la figura tan hermosa que presenta.
—Nunca acabó de asentarse —dijo Hanwell—, y ahora ha llegado al final del camino.
Una metáfora pintoresca, como las que le gustaban a Borges, y nosotros la interpretamos literalmente, pensando en el embarcadero de Brighton, ya que Brighton era para nosotros la tierra de Hanwell, y el sitio al que por lo general iban a morir los descendientes de Hanwell. En mi infancia soñé —¡nunca lograré olvidarlo!— cómo me cubrían el cuerpo con los guijarros fríos y planos de Brighton, tal como los judíos ponen piedras encima de sus muertos; las amontonaban sobre mi cadáver, hasta que quedé enterrada por completo y las familias venían a merendar encima de mí, sin saberlo, pues ahora formaba parte del lecho de roca de Brighton, tal como lo formaban los Hanwell (según mi lógica onírica) desde que hubo Hanwell en Inglaterra. Siempre ha habido Hanwell en Inglaterra. Pero yo soy una mujer Hanwell y perdí el apellido al casarme.