Karina Pacheco Medrano - "Todo es un juego"

Posted by La mujer Quijote in ,

Novelista, ensayista y cuentista peruana. En su obra siempre aparece un componente histórico, antropológico (ella es antropóloga) y político que cuestiona nuestra época, el mundo en que vivimos y el mundo en qué deseamos. Está considerada una de las voces más importantes de la narrativa peruana actual.
Este cuento pertenece al volumen "Lluvia" de 2014 (aunque en todos los sitios que he visto se menciona el libro como de 2018, hay una edición argentina fechada en 2014 y que no hace referencia a ninguna edición anterior).


SSolo teníamos que bajar los cinco peldaños de piedra y el juego comenzaba. Afuera, ellos nos esperaban. Hasta la noche roja, nunca tuvimos que aguardarlos. El pasto seco en invierno crujía como un canto ronco al recibir sus pasos, ese sonido nos guiaba hasta el lugar que hubieran elegido para mostrarse, siempre con trajes coloridos. A veces llegaban vestidos con nuestras ropas y se reían de nuestras caras. Podíamos saltar la soga durante horas, cada vez más rápido, levantando pasto y polvo como si un huracán hubiera despertado. ¿Por qué tanto polvo?, ¿por qué tanto polvo en esta casa?, luego preguntaba madre, pasando el dedo por encima de la mesa, olisqueando nuestras cabezas sudorosas de barro. Cuando sacábamos la pelota, aparecían por montones y nosotros apenas podíamos tocarla. Nos quedábamos boquiabiertos viéndola volar de unas manos a otras con la velocidad de una bala, hasta que el sol se desvanecía, avisándonos que, por ese día, el juego había terminado.
Pero a veces se extendía hasta la noche. Tú, Eleonora, los convocabas con silbidos para que nos contaran las historias de su mundo, que solamente nos ofrecían tras la celosía de nuestra ventana los días en que el frío era fuerte y madre no nos dejaba salir. Ese mundo nos aterrorizaba. Temblábamos al imaginar sus casas subterráneas, donde la única luz es la que se filtra a través de la raíz de los árboles; nos comíamos las uñas cuando hablaban de las profecías de los animales salvajes; nos parecía una pesadilla vivir como huérfanos eternos, sin haber conocido jamás a madres ni padres. Para ellos eso era lo natural y el terror era vivir encerrados en una casa, después en una escuela, y pasarse el día recibiendo órdenes. ¡Ni en mis peores pesadillas!, chillaba el más arrugado.
Estabas por cumplir doce años. ¿Cuál será el juego de mañana?, me preguntaste la noche previa. No podíamos adivinarlo. Madre te levantó temprano, se fue a hablar a solas contigo y de regreso me mostraste su regalo. Un sostén blanco con florecitas rosadas en los tirantes. Lo escondiste bajo el colchón y salimos a jugar. Saltaste la soga con todas tus fuerzas y nos ganaste a todos. Ellos te regalaron un reloj de oro muy antiguo. Le dabas cuerda y marchaba para atrás. Te lo colgaste como un collar, bajo tu blusa, y seguiste saltando. En tu pecho el tiempo también estaría saltando con su cadena de oro. Madre nos llamó a gritos. Sin darnos cuenta, nos habíamos alejado hasta parecer tres puntitos ante sus ojos. En casa, la familia y los vecinos ocupaban la sala, impacientes por cantar el cumpleaños y comerse la torta. Ya eres una mujer, pronunció el abuelo y se comió la cereza del pastel. Pero esa todavía no fue la noche roja.

Yo estaba pintando frutillas en la cabecera de mi cama. Me estaban saliendo muy bonitas. David me ayudaba sosteniendo la pintura. Tú querías verlos y saliste de puntillas, solo cubierta por tu pijama blanco. La puerta empujó un aire frío cuando la cerraste. No va a volver, sentenció nuestro hermanito, dejando a un lado el pote de pintura. No le hice caso, seguí pintando frutillas, muy atenta a que su color saliera intenso.
Por la madrugada regresaste, con el pijama rasgado, con la boca rota, balbuceando. Corrí a buscar a madre. Lo estás inventando, te dijo ella y salió de nuestra habitación enfurecida. Tú esperabas que volviera con la cabeza del monstruo en una pica. Pero volvió con las manos vacías. Él solo te ha dado una paliza, bien merecida por haberte robado el reloj del bisabuelo, afirmó. Insististe. Como si madre no viera los hilos de sangre que bajaban por tus piernas, te dio una bofetada y ordenó que no dijeras embustes. Te llevó a la ducha, con agua fría te bañó, repitiendo que de tanto salir por las noches te habías desbarrancado.
Esa tarde, el abuelo se marchó a vivir nuevamente en la ciudad.
¿Vamos a jugar?, te pedimos David y yo cuando vimos la sombra de sus pasos alejándose. Tú permaneciste estirada sobre la cama, temblando, sin fiebre, mirando el techo. Te dejamos. Con pesar bajamos los cinco peldaños de piedra. Era tiempo de lluvias y fue difícil rastrear sus pasos. Los encontramos sentados al borde del barranco. Eleonora no se ha hecho esas heridas aquí, nos dijeron. Nadie quiso jugar esa tarde. Nos dedicamos a arrojar piedras al abismo, tratando de contar cuántos rebotes daban hasta quedarse quietas. ¿Es cierto lo que contó Eleonora?, les pregunté. Se miraron unos a otros, el más alto no era más grande que David, que recién iba a cumplir seis años. Hicieron revolotear sus manos de seis dedos como si quisieran hechizarnos. Vuestro mundo es de te-te-terror, nos dijo el tartamudo. ¡Ni en mis peores pesadillas viviría allí!, chilló el más viejo.

Padre volvió de la guerra, cansado, callado, pero preguntó muchas veces qué te había pasado. Por la noche salió de casa sonámbula y cayó por el barranco, repitió madre. Una lágrima se deslizó por tu mejilla. Trajeron más médicos. Se habrá golpeado la cabeza, dijo uno. Se habrá asustado con la caída, hay que dar tiempo al tiempo, señaló otro. Ella tenía un reloj de oro que marchaba para atrás, recordó David. Madre lo miró como si estuviera loco. Tú quitaste la vista del techo y también lo miraste. Entonces te pusiste de pie, Eleonora. Voy a estar bien, dijiste.
¿Vamos a jugar?, te preguntamos en cuanto el médico se marchó. Negaste con la cabeza. Te quedaste mirando las frutillas, tan rojas, rojísimas, que yo había pintado en mi cabecera la noche en que te marchaste vestida de blanco y volviste rota.
Tampoco al día siguiente quisiste salir, ni al subsiguiente. A través de la celosía, ellos te deslizaban rosas. Madre dijo que por ese año sería mejor que no fueras a la escuela. En tus viejos cuadernos colocabas los pétalos de aquellas rosas y los guardabas en una caja de zapatos, bajo tu cama. Una tarde sacaste todos los pétalos secos de un cuaderno y los estrujaste con tus dedos. Cubriste tu cabeza con ese polvo carmesí, blanco, anaranjado, perla. ¿Qué haces?, te pregunté. Arrancaste una hoja del cuaderno y escribiste algo con lápiz. Para ti —me dijiste—, pero no lo debes leer hasta que cumplas nueve años. Aún faltaban tres meses. Cerraste la caja. Voy a tomar aire fresco, te escuchamos decir mientras salías. ¡No va a volver!, clamó David y se echó a llorar. Quise seguirte, pero me quedé atrapada en la madera del suelo.
Ellos tampoco volvieron. A veces, cuando de repente el viento levanta un remolino de polvo, el tiempo en el reloj da marcha atrás.

This entry was posted on 17 marzo 2024 at 20:24 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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