María Bastarós - "Las chicas no"

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Novelista, ensayista y cuentista zaragozana.
El cuento pertenece al volumen "No era a esto a lo que veníamos" de 2021.




Nuestros padres no saben nada de la cabaña. Ni nuestros padres ni el resto de los adultos. Ellos tienen todas las cosas, todas las que hay en el mundo. Las casas, los coches, los taladros, las azadas, los cortacéspedes. La cabaña, sin embargo, es solo nuestra. Nadie más conoce su existencia. Eso no significa que no puedan encontrarla, reducirla a astillas o prenderle fuego. Por eso llenamos de trampas el campo que la rodea. Por eso y por el hombre mono. Unas trampas las robamos, otras las fabricamos. «La necesidad es el combustible del ingenio». Eso dice un cartel a la entrada de la fábrica en la que trabajan la mayoría de adultos de por aquí. Vale también para nosotros.
Tenemos cuatro cepos; dos pozos cubiertos con una lona disimulada con gravilla, tierra y hojas secas; una cuerda que, si se pisa, hace caer una gran piedra desde la rama más alta del árbol más bajo, que es un madroño. Elegimos la piedra por su perfil roto, lleno de picos. No sabemos hasta dónde llegan los pozos. Si tiras algo dentro, no se escucha rebotar en el fondo. Para saber donde acaban, tienes que caer en uno.
Las trampas que ideamos no son solo para personas. También tenemos cajas con gusanos que nos sirven para atrapar escolopendras, alacranes, arañas. Son nuestro ejército, aunque no nos obedecen. Son tan peligrosos para nosotros como para los demás, pero nosotros sabemos manejarlos, sabemos cómo capturarlos y dónde guardarlos para que no escapen. Si un chico nuevo llega al pueblo, le enseñamos una de las cajas. Todos fingen interés, pero en sus ojos vemos si tienen miedo: si temen a los bichos, nos temen también a nosotros. Es un miedo que se contagia, y a nosotros nos sirve aunque los bichos no quieran. Aquí hay que saber cómo sacar provecho de todo. Luego preguntamos al nuevo si quiere conocer la cabaña. Le advertimos dos cosas: si tenemos pruebas de que ha hablado de la cabaña, le quemaremos la lengua con cigarrillos. Si no tenemos pruebas, pero lo sospechamos, le quemaremos la lengua con cigarrillos. La mayoría de los chicos son cobardes, incluso los que no lo parecen. En cuanto mencionamos los cigarrillos desvían la mirada, se encogen de hombros, inventan alguna excusa. Una vez un chico rubio nos dijo: no hay que jugar con cigarrillos, mi padre se dejó un cigarrillo encendido y nuestra casa se quemó. Nosotros nos reímos y lo llamamos casaquemada. Desde entonces no encendemos cigarrillos en la cabaña. Descartamos a los cobardes: nunca vendrán a nuestra guarida. Si luego un día, por ejemplo en la plaza o en la piscina, esos chicos nos miran, si creen que pueden cambiar de opinión y ser admitidos en la cabaña, les enseñamos los dientes y la navaja mariposa que Bebo le birló a su padre. Aunque era de su padre, ahora es nuestra. Casi todo lo que hay dentro de la cabaña fue algún día de un adulto, de uno solo, pero ahora es de todos nosotros. Aprendemos a manejar la navaja por turnos: se lanza al aire y, cuando cae, se coge por la empuñadura y se deja caer un poco más, hasta que se cierra. Es como un baile de los que bailan los mayores con las chicas, solo que sirve para algo.
La chica aquella, sin embargo, no era cobarde.
Por eso aún hablamos de ella, aunque hace ya tiempo que no la vemos.
Llegó al pueblo un domingo, lo sabemos porque los adultos y los pequeños estaban en la iglesia y la plaza era toda para nosotros. A veces, si hacemos ruido, un adulto sale de la misa y nos hace un gesto con la mano. Nosotros rabiamos bajito y, cuando vuelve a meterse, tiramos piedras a las huellas que ha dejado en la tierra batida.
Cuando le enseñamos nuestra caja de alacranes, la chica metió la mano dentro y tocó uno. Dijo que en su pueblo había por todas partes, que ella y su padre los mataban a pisotones o a golpes con una piedra. Que ella había matado tantos que no podía recordar el número. No nos gustó que mencionara a su padre, pero sí el resto de la historia. Nunca habíamos invitado a una chica a nuestra cabaña, pero aquella chica no parecía una chica. Tampoco parecía un chico, sino más bien otra cosa: una piedra de punta de lanza o uno de esos lobos que bajan de la montaña, hambrientos y con los ojos amarillos, y matan al ganado. Nosotros siempre estamos de acuerdo en todo, pero de los ojos de la chica cada uno guarda un recuerdo. Bebo dice que eran grises, Mauri que eran azules. Lolo dice que eran blancos como de nieve, pero sabemos que eso es imposible porque nadie tiene los ojos como la nieve salvo el ciego que pasa el canasto en la misa.
Durante los primeros días, nos dedicamos a espiar a la chica: la vimos jugar en el parque de la entrada del pueblo, arrancarse una postilla del brazo sin pestañear, cargar con bolsas de pan de aquí para allá, quitar el barro de las ruedas de su bici, rascando y rascando con un papel de periódico. La madre de la chica, que es gorda y viste con ropa de colores como una vaca disfrazada de mariposa, va siempre detrás de ella. La riñe por arrancarse la postilla, por ensuciarse con la bici, por subirse a los árboles. La chica no se inmuta, apenas habla con la madre. Eso nos gusta: nosotros tampoco hablamos con nuestras madres si no es imprescindible, aunque a veces hay que abrir la boca y decir «eso no es mío» o «pues comételo tú». La primera vez que los ojos de la chica se toparon con nosotros, nos saludó. Nos saludó como si no fuera una chica, levantando la barbilla hacia el cielo. Igual que se saludan los adultos cuando se cruzan por la calle pero no quieren o no pueden pararse a hablar. Nosotros no le devolvimos el saludo. Nos quedamos todos quietos, firmes, sin decir una palabra. Entonces ella escupió en el suelo y luego, como si no tuviera importancia, se sacó un cigarrillo del calcetín y lo encendió. Le dio una chupada larga, tragándose el humo. No tosió ni una vez. Luego apareció la madre y le dio un bofetón con la mano abierta, de los que suenan como una piedra al caer al lago.
—No escupas, no fumes —le gritó zarandeándola—. Eres una chica, ¡una chica!
Pero ella no soltó una sola lágrima, que es algo que las chicas hacen sin parar.
Unos días más tarde le preguntamos si quería ver nuestra cabaña.
Dijo que sí.
También dijo que había estado en otras cabañas parecidas a la nuestra.
—Parecidas a la nuestra no —respondimos.
Ella se rio, como si fuera una broma.
Tenía las palas separadas, tanto que en medio podía caber otro diente pequeño, tal vez un colmillo. Tampoco estamos de acuerdo en si tenía pecas o no.
Quedamos a las cinco en la curva del molino viejo. La chica tuvo que escaparse para venir, normalmente debía estar en casa a esa hora. Despistó a la madre con uno de sus trucos. Así lo dijo. Eso nos pareció una buena señal: siempre andamos en busca de nuevos trucos. Donde el molino viejo, la carretera se parte en dos como una fruta podrida: una parte va hacia el pueblo y la otra, sin asfaltar, hacia el campo. Ahí hay una valla vieja con una pintada que dice «Viva la comuna libre de Tiermas». Antes entrábamos en el molino, era nuestro territorio. Incluso teníamos un póster de una mujer desnuda que Mauri le quitó a su hermano mayor. La mujer llevaba las tetas al aire y unas bragas como de oro, probablemente muy caras. Si las bragas son muy caras, es que sale en el póster porque quiere. Tanto si quiere como si no quiere, es una puta. Según Bebo, su hermana tiene unas bragas parecidas a esas. Un día entramos a buscarlas en su cuarto, pero su madre nos echó antes de que pudiéramos encontrarlas. La hermana de Bebo, todos lo sabemos, es otra puta: los fines de semana se pinta la cara y se va caminando hasta el pueblo de al lado, y luego vuelve con los zapatos en la mano. Una vez conseguimos un hilo de pescar y lo pusimos en el camino por el que vuelve, pero ella lo vio y pasó por encima. Dijo putos enanos, os vais a enterar, pero luego no hizo nada de nada. Eso es lo que pasa con las chicas: tienen la boca más grande que las ideas. En el molino hacíamos fogatas porque tiene su propio horno, y se estaba más caliente que en la cabaña. Pero un día llegó él, el hombre mono, y tuvimos que salir corriendo. El hombre mono es mayor, pero no es un adulto. Al menos no es como los demás adultos. Para empezar, los adultos procuran ir lo más vestidos posible, sobre todo cuando van a la iglesia, pero también el resto del tiempo. El hombre mono va siempre desnudo.
Le hablamos a la chica aquella del hombre mono, de las trampas, de por qué ya no vamos al molino viejo. La chica dijo que ella se habría enfrentado a él, que los hombres son tan fáciles de matar como los alacranes. Nosotros no respondimos nada porque la chica no sabía lo que le esperaba. Caminamos hasta la cabaña comprobando los cepos, en los que no había nada. Los pozos seguían cubiertos con la lona. La chica no hacía preguntas, se limitaba a observar. Parecía que al mirar las cosas las hacía un poco suyas, no como si las robara, sino como si las cosas se dejaran o se le entregaran. A veces las cosas se le ofrecen a uno, como la navaja del padre de Bebo y algunos otros objetos que tenemos en la cabaña, y uno solo tiene que estar atento para hacerse con ellas. La chica llevaba unos zapatos pequeños, sucios y arañados en la punta, que en los trozos sin barro brillaban como témpanos de hielo. La hierba seca le raspaba los tobillos y las zarzas le tiraban de los pies, pero la chica seguía avanzando como si nada. Cuando pasamos por el madroño le enseñamos la trampa de la cuerda, la piedra que seguía apoyada sobre la rama más alta.
—Pusimos esta trampa por el hombre mono —le dijimos. La chica miró la piedra, luego nos miró a nosotros.
—Si pasa por aquí abajo —señalamos el sitio que hay que pisar para que caiga la piedra—, esa roca le partirá el cráneo.
La chica dio el beneplácito a la trampa.
—Hay que saber defenderse —dijo, y nosotros asentimos y seguimos caminando.
De todos los adultos que conocemos, el hombre mono es el más raro. Uno sabe a qué se atiene cuando se trata de padres: un padre puede quitarse el cinturón y pegarte en el trasero, una madre puede dar un bofetón o atizarte con un zapato. Luego pueden llorar, tal vez de rabia al ver que uno no suelta una lágrima. Pero el hombre mono es distinto: no sabemos qué quiere ni por qué se acerca. Una vez lo vimos desde el principio del campo, donde la acequia, mientras cogíamos ranas. Dos hombres que había allí, uno gordo y otro flaco como paja, dijeron: Míralo, por ahí va uno desos. Entonces el gordo se levantó y gritó: ¡Corre, jipi, corre, que vienen los picos! Pero el hombre mono siguió caminando despacio, como si no oyera, con un palo grande en la mano.
Cuando llegamos, dejamos que la chica entrase primero. La cabaña no tiene puerta, y para entrar hay que apartar una alfombra colgada del quicio. No deja pasar mucha luz, así que dentro de la cabaña siempre está oscuro. Nos gusta así. La chica se paseó por la cabaña: miró el bidón lleno de agua, la estantería de madera podrida, los objetos robados a los adultos. La navaja, el mechero, la pitillera, el reloj de arena, el broche, el cuchillo de cortar pan, la linterna que ya no tiene pilas, la lupa. La chica cogió la lupa y se la puso en el ojo, que se hizo grande y oscuro como los pozos de fuera. Cuando ya hubo cotilleado bastante, la rodeamos. Éramos ocho y ella una, pero no se inmutó.
La chica tiene valor —pensamos—, aunque ya veremos cuánto le dura.
—Si quieres ser de los nuestros, tienes que pasar una prueba. La chica sonrió con media boca, se cruzó de brazos como los protagonistas de las películas del autocine.
—¿Solo una?
Nunca nos habían preguntado eso, así que no supimos qué responder. Como no supimos qué responder, callamos. Bebo cogió la caja de alacranes.
—Quítate la rebeca —ordenamos.
La chica obedeció, dejó la rebeca en el suelo. Al agacharse, su pelo, largo y cenizo, se le metió en los ojos y en la boca. No entendemos por qué las chicas llevan ese pelo incómodo que se cuela por todas partes. El hombre mono lo lleva igual: tiene el pelo largo como las mujeres, la barba rizada de lana vieja. Grita como un loco y la picha se le mueve igual que un péndulo, grande y amorfa como papada de vaca. Parece que ahí abajo la piel se le hubiera dado de sí. Bebo dice que eso es por follar mucho. Los demás decimos que, entonces, nuestras pichas acabarán igual.
Debajo de la rebeca la chica llevaba una camiseta de tirantes, blanca, igual que las nuestras. Si fuera un chico la obligaríamos a quitársela, pero siendo una chica preferimos que se la dejara.
—Extiende los brazos.
La chica los extendió.
Bebo acercó la caja de alacranes. Ninguno de los chicos que han venido a la cabaña llegaron a aguantar tanto. Pero esta chica no bajó la mirada: observó atenta cómo un alacrán descendía sobre su brazo desnudo.
—Tienes que aguantar tres minutos, hasta que la parte de arriba se vacíe —dijo Bebo, y le dio la vuelta al reloj de arena—. Si gritas o lloras o tiras el alacrán tienes que elegir: o te vas para no volver o nos dejas entrar en el saco.
La chica asintió, luego puso una cara rara.
—¿Qué saco? —preguntó, y al preguntarlo habló como si no tuviera un alacrán caminándole por el brazo.
Nosotros nos miramos, decidimos cómo seguir.
—El saco es el coño —dijimos—. Si lloras o gritas, nos tienes que dejar entrar.
La chica nos miró, uno a uno, como se mira a los cerdos en las granjas de engorde antes de decidirse por uno.
—¿A todos?
Nosotros asentimos.
—A todos.
La chica dijo vale, sonrió como antes. El reloj de arena iba casi por un cuarto. Es una suerte tener ese reloj, lo usamos mucho. Uno de nosotros se lo llevó del colegio de los niños, y ahora la maestra tiene que contar en voz baja mientras los niños hacen los ejercicios. Conviene que los adultos recuerden lo que es no tener objetos, no disponer de sus facilidades. El alacrán llegó hasta la mitad del brazo de la chica y luego, interrumpido por el codo, dio media vuelta y comenzó a subir hacia su hombro. Entonces escuchamos un ruido. Era un ruido de pisadas rápidas, de ramas que se apartaban.
—El hombre mono —dijo Bebo.
Cogimos la navaja y el cuchillo del pan. A los alacranes no le gusta el movimiento: si uno se asusta mucho, se clava su propio aguijón; prefieren ser ellos los que deciden cómo morir. Nos pusimos en formación, todos vigilando la entrada, Bebo delante porque es el más alto y decidimos que, si debíamos enfrentarnos al hombre mono, sería mejor que lo viera primero a él. Es lo que se llama una estrategia. El alacrán empezó a correr por el brazo de la chica. Ella se mantuvo firme, no lo dejó caer. Los pasos se oían cada vez más próximos: hacía mucho que el hombre mono no se acercaba tanto a nuestra cabaña.
—Es él —dijimos—. Preparaos.
La chica, con el alacrán en el brazo, se mantenía atenta a todo. Nos causó admiración su valor. Bebo apartó la alfombra, echó un vistazo hacia afuera. Los pasos se oían muy claros, tanto que se escuchaba el crujir de las hojas bajo los pies. Al alacrán ese ruido le excitaba, debía recordarle a su ámbito natural. La chica, rígida, tenía un ojo en él y otro en la puerta. Entonces se oyó otro ruido, un grito agudo, el golpe de la piedra.
—¡Ha caído en la trampa! —gritamos. Y corrimos hasta el madroño. La chica vino detrás, caminando despacio para que el alacrán no resbalase.
Cuando llegamos al madroño, vimos lo que había caído en la trampa.
No era el hombre mono, sino una señora.
Llevaba un vestido amarillo, con solapas anchas, que empezaba a empaparse de sangre en el cuello. Tenía los ojos abiertos, como si buscara algo en el cielo. La piedra le había dado justo encima de la frente, porque debió mirar hacia arriba al pisar la cuerda. Tenía un rasguño largo con forma de siete, y un agujero más hondo en la ceja. Sabíamos que era la madre de la chica porque la habíamos visto, siempre corriendo detrás de ella, en la plaza, y en el parque, y en el camino que da a la acequia.
No dijimos nada porque no había nada qué decir.
La chica llegó y miró a la madre. Abrió la boca, pero no salió ni un ruido. Luego se dio la vuelta y caminó hacia la cabaña, con el alacrán todavía encaramado en su brazo. Nosotros la seguimos. En la cabaña, la parte de arriba del reloj estaba a punto de vaciarse del todo. El alacrán corría ahora por el hombro de la chica. Iba nervioso, inflado igual que un toro. Nunca habíamos visto a un alacrán inflarse así. La chica estaba blanca y tiesa, no se movió ni un centímetro. Entonces una lágrima le cayó por la mejilla, y luego otra, justo antes de vaciarse el reloj. Nosotros no dijimos nada. Como si no lo hubiéramos visto. Bebo cogió la caja, metió dentro al alacrán.
—Puedes ser de los nuestros —anunciamos.
Pero la chica se subió la falda.
—He llorado —dijo, furiosa.
Luego nos miró, la cara mojada de lágrimas brillando en la oscuridad de la cabaña.
—Entrad en el saco.
Nosotros no nos movimos, no respondimos nada.
—Entrad de una vez —repitió.

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