Erika Mann - "La justicia es aquello que sirve a nuestros propósitos"

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Periodista, ensayista, actriz, cuentista y autora de literatura infantil. Hija del premio Nobel Thomas Mann, hermana del también escritor Klaus Mann y esposa del poeta W.H. Auden. Antifascista militante, en su obra se puede encontrar el destino de tantos alemanes que, sin ser perseguidos por el régimen nazi, decidieron abandonar un país donde la libertad y los derechos de los ciudadanos habían desaparecido.
Este cuento pertenece al volumen “Cuando las luces se apagan” de 1940 y que reúne cuentos escritos entre 1934 y 1937. El libro fue publicado en 1940 por la editorial londinense Seeker and Warburg y, simultáneamente, en la neoyorquina Farrar & Rinehart con traducción de Maurice Samuel. El original alemán se ha perdido por lo que las versiones actuales, incluida la alemana, son traducciones de esa versión en inglés.
Los cuentos están basados en hechos reales y Erika Mann incluyó en el libro un apéndice con referencias a periódicos de la época para que eso pudiera ser comprobado.
La versión es la de Carles Andreu.


Por lo general, nuestra universidad estaba atestada de jóvenes audaces con libros bajo el brazo, estudiantes entusiastas que opinaban y debatían, ocupados indudablemente en la eterna búsqueda humana de la verdad.

En la universidad de nuestra ciudad, el profesor Habermann ocupaba la cátedra de derecho penal. Habermann, la viva imagen del prototipo «germánico», gordo, rubio, con varias cicatrices de duelo en el rostro y un cogote corto y ancho afeitado, rosado y reluciente como un jamón cocido, tenía cuarenta y ocho años cuando Hitler llegó al poder. Hasta aquel momento no había pasado del rango de profesor asistente en universidades de segunda categoría, una circunstancia debida no tanto a una falta de conocimientos y capacidades como a una actitud general de indiferencia hacia su propia carrera. El doctor Habermann, nacionalista alemán hasta el tuétano, había sentido aversión por la república alemana. Eso lo había llevado a esconderse en ciudades pequeñas y ocupar el tiempo libre con sus libros o reuniéndose con los amigos para tomar una copa de vino y criticar al régimen en lugar de buscar fama en la ciudad, para así no tener que complacer a los líderes de la Alemania republicana.
Entonces, a principios de 1935, Habermann había obtenido una cátedra en nuestra universidad. Un colega medio judío del ramo había sido despedido para dejarle lugar a él y Habermann estaba satisfecho con aquella medida. También los estudiantes tuvieron que reconocer que, visto con perspectiva, su nombramiento no había resultado tan malo como pudiera parecer.
La universidad estaba situada más allá del laberinto de callejuelas que rodeaban la plaza del mercado. Las fuentes del campus se oían desde todas las aulas que daban al patio, incluso con las ventanas cerradas. Era un sonido soporífero pero, aun sin él, la interminable repetición de los principios básicos e invariables de la «filosofía vital» nazi bastaba para provocar la somnolencia de un gran número de estudiantes. El profesor Habermann era uno de los pocos profesores que, en cada lección, se guardaba una o dos sorpresas en la manga para que los estudiantes consideraran que valía la pena mantenerse despiertos y prestar atención.
—Caballeros —dijo—, les presento el siguiente caso.
Entonces describía un asesinato que se habría producido bajo tales y cuales circunstancias. Los hechos eran tales y cuales y, en consecuencia, los sospechosos del crimen eran tales y cuales personas. Ninguna de ellas había sido sorprendida in flagrante delicto. Las pruebas eran todas circunstanciales, pero las pruebas circunstanciales no constituyen prueba más allá de la duda razonable.
—El fiscal solicita la pena de muerte para el sospechoso acusado del crimen, un tal Lissauer. Lissauer es judío y vive cerca del lugar donde se ha cometido el crimen. El acusado es incapaz de alegar una coartada convincente. Caballeros, ¿defenderían ustedes bajo juramento la acusación de asesinato y la condena a pena de muerte?
Los estudiantes lo meditaron a fondo. Habermann había levantado la voz e incluso los que dormían por el sonido de las fuentes se habían despertado. Sin embargo, no tenían que responder, aquello era una clase, no un seminario; era el propio Habermann quien debía dar una respuesta.
—¡Caballeros! —exclamó, y dos chispas furiosas brillaron en aquellos ojos pardos que juntaba hasta adquirir un aspecto más parecido al de un calmuco que al de un graduado germánico de un cuerpo estudiantil de duelistas⁠—. ¡Caballeros! En un caso de esta índole, y quiero que tomen nota de que los casos de esta índole son de lo más frecuentes en nuestra práctica legal, es una idiotez, ¿comprenden?, una absoluta idiotez, innecesario y, por lo tanto, ilegal, exigir más que pruebas circunstanciales. Porque, ¿qué es lo que tenemos entre manos en este caso?
Llegados a este punto, el profesor fijó la mirada en un estudiante de la primera fila que, con la cabeza inclinada, estaba haciendo dibujos en la libreta.
—Tenemos entre manos nada más y nada menos que el llamado «saludable instinto popular». Y a eso, nada más que a eso, apela el fiscal. Así las cosas, ¿no resulta obvia la solución del caso? Se ha cometido un crimen y hay que encontrar a alguien que lo haya cometido: la ley debe aplicar un castigo. Un judío que parece estar involucrado es incapaz de demostrar su inocencia. La vieja máxima romana según la cual, en caso de duda, se fallará a favor del reo ha perdido su validez. La nueva ley alemana no tiene piedad a la hora de defender la integridad nacional. Caballeros, forman ustedes parte de un sistema legal soberbio, fundamentado en la filosofía vital correcta e instilado con la fuerza emocional y la trascendencia del concepto nacionalsocialista de justicia. Les resultará muy sencillo, o debería resultarles muy sencillo defender el veredicto de culpabilidad. Su sentencia, caballeros, debe lograr que todos los miembros del jurado sientan vergüenza ante la mera idea de declarar inocente a Lissauer. ¡Los miembros del jurado, todos, deben considerar peligroso, para ellos y para sus familias, retirar los cargos contra Lissauer!
El joven de la primera fila dejó el lápiz encima del pupitre con un ruido seco. El doctor Habermann le dirigió una mirada y vio cómo reprimía una sonrisa de aprobación. Entonces el estudiante echó la cabeza hacia atrás y soltó una breve pero sonora carcajada. La clase entera se puso a patear el suelo; esa era la forma tradicional en que los estudiantes expresaban su aprobación y aplauso. Estaba bastante claro: Habermann acababa de hablar en contra de los nazis y la clase estaba con él.
—Caballeros —continuó el profesor Habermann⁠—, es necesario que se deshagan de todos los prejuicios e ideas frívolas relacionadas con la «justicia objetiva». Hace poco nuestro ministro de Justicia, el doctor Frank, nos ofreció una reveladora formulación de la nueva realidad: «El espíritu que debe dominar nuestros tribunales e irradiar desde ellos —⁠dijo⁠— es el del fanático deseo de supervivencia y autoafirmación de nuestra nación». Algunos de ustedes pueden haber sentido la tentación de poner objeciones y preguntar: «Pero ¿cómo puede uno esperar que la nación sepa exactamente qué servirá a su deseo de supervivencia?». Eso, caballeros, sería una pregunta completamente estúpida y tengo la satisfacción de poder decir que el ministro de Justicia me ha ahorrado el problema de tener que responderla. «Es el partido nacionalsocialista —⁠declaró⁠— quien determinará lo que conviene al pueblo alemán. En el ámbito de la ley y la justicia, como en todos los demás, la decisión y las opiniones del partido nacionalsocialista son la fuente del auténtico sistema germánico de conceptos jurídicos. Así pues, será necesario considerar los fundamentos de nuestro sistema legal a la luz de nuestra filosofía universal: ¡debemos reprimir la objetivación excesiva!
»Ya lo ven, caballeros —exclamó Habermann, mirando a su amigo, el joven de la primera fila⁠—, ya ven hasta qué punto eran justificadas mis advertencias sobre una concepción caduca y poco alemana de la “justicia natural”; entre una “objetivación excesiva” y “nuestra filosofía universal” no hay elección posible, porque todo el mundo aquí sabe que lo que manda es nuestra “filosofía universal”, independientemente de las reivindicaciones de la llamada “justicia objetiva”. —⁠El profesor se interrumpió y dedicó una larga y severa mirada a los rostros que tenía frente a él, como si tratara de leer los pensamientos que ocultaban⁠—. Percibo una nueva incertidumbre en sus ojos, como si quisieran preguntar: “Pero ¿cómo vamos a aceptar que la base de nuestro sistema legal sea una filosofía universal que está sujeta a cambios constantes y cuyos fundamentos varían en función de la necesidad y los acontecimientos políticos? ¿No es acaso cierto que el deseo fanático de supervivencia de la nación exige que esa filosofía universal se adapte a lo que el Führer considere ventajoso, útil y justo en cada momento dado?”.
»Caballeros, ¡les felicito por la pregunta! —⁠exclamó el profesor Habermann como si los estudiantes la hubieran formulado en realidad⁠—. ¡Se trata de una cuestión cargada de lógica y perspicacia! Sin embargo, también en este caso el Estado se ha adelantado a todas las dificultades posibles y, de nuevo, me ahorro tener que formular una respuesta. En la vida del Estado hay un principio inmutable al que deberán adaptarse los demás principios, y ese es el principio de poder. Me remito una vez más al discurso de nuestro ministro de Justicia: “La lamentable situación del ideario jurídico en el ámbito de la política mundial queda demostrada por el hecho de que los llamamientos a la justicia internacional resultan vanos a menos que estén respaldados por la determinación y los medios prácticos necesarios para que dicho llamamiento surta efecto”. Así pues, la demanda de justicia es aquella demanda (cualquier demanda) que va acompañada del poder para cumplirla. Eso, desde luego, hace que el estudio del derecho resulte más complejo de lo que ha sido hasta este momento. Los pedantes y las ratas de biblioteca, que extraen sus conocimientos jurídicos de lo que han escrito los especialistas sin haber estudiado el “saludable instinto popular” no llegarán demasiado lejos en nuestra nueva Alemania.
»Creo conveniente recordarles, caballeros, que mi superior, el ministro de Justicia, actúa con todas sus energías contra las sugerencias de que el estado nazi “puede otorgar a un erudito o un especialista el derecho a limitar los poderes del Führer o del partido nazi en el ámbito legal”. Nada, de hecho, puede definirse de tal modo que constituya una opinión fija, pues los conceptos y emociones que alimentan nuestro imaginario legal son demasiado cambiantes. Si “la justicia es aquello que es útil al pueblo alemán” y lo que es útil hoy puede no serlo mañana, deberemos concluir que la justicia de hoy puede ser la injusticia de mañana. No solo eso: como una demanda justa es la que va acompañada de la voluntad y los medios para aplicarla, la misma demanda deja de ser justa y, de hecho, queda invalidada en el momento en que el poder para aplicarla deja de existir o pasa a otras manos. ¿Me he expresado con claridad, caballeros? ¿Me han comprendido todos?
La clase pataleó con ganas. El joven de la primera fila pensó: «¡Dios mío! Casi me ha convencido una o dos veces. Ha sonado tan serio cuando ha hablado de “los pedantes y las ratas de biblioteca”… Pero en realidad está atacando el sistema, solo que de una forma nueva. El tipo va al grano, desde luego».
En el rostro de Habermann reapareció fugazmente la mueca que ya le había deformado cuando había logrado «demostrar» la culpabilidad del judío Lissauer. Entonces se volvió hacia un grueso libro que había sobre su escritorio.
—A pesar de la advertencia formulada por el ministro de Justicia —⁠dijo el profesor Habermann⁠—, veo que un hombre que se llama a sí mismo «erudito o especialista» ha osado delimitar o, por lo menos, definir los poderes del partido y del Führer en el ámbito legal, y dotarlos de algo así como una forma. Esta contribución, si bien está relacionada con la ley, no forma realmente parte de nuestro currículum hoy. Sin embargo, y a su manera, ofrece tantos apuntes valiosos que he decidido introducirla en mi lección.
«¿Lo ha dicho en serio?», pensó el joven de la primera fila y se estremeció de miedo.
—Estoy hablando de este libro —⁠continuó el profesor Habermann y mostró el tomo a la clase, sosteniéndolo entre sus dedos índice y pulgar como si se tratara de un objeto hediondo⁠—. Se llama La ley constitucional del gran Reich alemán, publicada recientemente por la Hanseatische Verlaganstalt; su autor es Ernst Rudolph Huber, profesor de derecho en la Universidad de Leipzig. Caballeros, no puedo recomendar esta brillante obra lo suficiente. Se trata de un logro increíble, más aún si tienen en cuenta, y deberían hacerlo, las dificultades con las que el autor se ha encontrado durante su producción. Entre esas dificultades, la mayor con diferencia, especialmente para un jurista, yace en el hecho de que la ley superior, superior a la llamada verdad, es la decisión del Führer que, a su vez, viene dictada por el ya mencionado «fanático deseo de supervivencia» de la nación. Para ofrecerles un anticipo de los placeres y provechos que les deparará su lectura, caballeros, me permitiré un breve resumen de la obra maestra de Ernst Rudolph Huber.
En la clase las opiniones estaban divididas. La mayoría de los estudiantes creían que Habermann admiraba genuinamente aquel libro que había elogiado en términos tan entusiastas. Tendrían que leerlo, seguro que aparecería en el examen, y ya no tenían necesidad de escuchar al profesor ahora que había terminado de bromear. Otros, entre quienes se contaba el alumno de la primera fila, habían estado más atentos y habían comprendido claramente la astuta pero devastadora condena de Habermann de aquel libro que fingía alabar como una obra maestra. «¡Dios mío! —⁠pensó el estudiante de la primera fila⁠—, ¿cómo va a terminar esto?».
Habermann hojeó el libro precipitadamente:
—Las tesis de este sabio profesor —⁠dijo⁠— se pueden resumir de la siguiente forma: 1) La tradición jurídica que Alemania ayudó a fundar durante el siglo XIX ha sido arrojada por la borda, rechazada de plano. Y la «soberanía popular», que un gran alemán, Johannes Althusius, definió en su día como «inalienable», ha saltado por la borda con ella. El Estado, como ya saben, es omnipotente y se ha investido de autoridad para satisfacer sus demandas «totaliter» en todos los ámbitos de la vida. El autor, para quien cualquier «objetivación excesiva» resulta repugnante, afirma 2) que el Estado no es otra cosa que «la personificación de la voluntad popular». «El carácter y las ideas esenciales del pueblo —⁠escribe⁠—, son los datos fundamentales para la existencia política y jurídica del Reich… La unidad popular implica la unidad de una filosofía de la vida política con validez única y exclusiva». Encontrarán ese fragmento en la página 158. Así, no existen la «libertad y la conciencia religiosa» como tales, página 405, ni tampoco los «derechos individuales de la libertad frente al poder del Estado», página 361. El derecho a la libertad, nos dice, «no puede reconciliarse con el principio del Reich popular».
»¡Y ahora, caballeros, pido su atención! —⁠exclamó el profesor, alzando la voz⁠—. ¿Puedo solicitar la cooperación de aquellos que muestran ya una clara inclinación a caer dormidos? Debo advertirles que a la hora de corregir sus exámenes no voy a tener piedad con quienes no se hayan aprendido de memoria el siguiente pasaje de La ley constitucional del gran Reich alemán: “No existe ninguna libertad individual anterior al Estado, ni exterior al Estado que el Estado esté obligado a respetar”. Subrayen esas palabras, caballeros, ustedes son los futuros administradores de la ley en Alemania. El pueblo alemán estará en sus manos y en las de aquellos para quienes ustedes interpretarán las leyes. El profesor Huber se refiere a esta situación como “el principio de totalidad”, un principio que exige que la “unidad de perspectiva política” se extienda a todas las actividades e iniciativas humanas “como un fenómeno universal, que todo lo abarca y todo lo invade”.
El profesor Habermann hizo una pausa y sus entrecerrados ojos azules recorrieron toda la clase.
—Espero no tener que explicarles —⁠añadió⁠— qué conclusiones deben desprenderse natural e inevitablemente de la obra que estamos tratando, pues ustedes ya conocen esas conclusiones. De hecho, no creo que esas conclusiones escapen a ninguno de sus compañeros estudiantes, independientemente de la facultad a la que pertenezcan, ya sea la de matemáticas o la de política y economía. En palabras del propio autor: «En el pueblo entendido como entidad política, solo puede haber un único portador del poder político efectivo. Y ese es el Führer, de quien emanan todo poder y toda autoridad política».
»Sí, sí, caballeros —exclamó el profesor Habermann, uniéndose a la carcajada general⁠—, no han elegido ustedes una profesión sencilla y el Estado hará todo lo que esté en su poder para asegurarse de que son fieles a su elección hasta el final. El secretario del ministerio de Justicia, el doctor Roland Freisler, se ha expresado de forma rotunda sobre este particular: “Más que cualquier otra cosa —⁠afirma⁠—, el jurista debe ser un hombre íntegro”. Caballeros, comparto totalmente su opinión; la expresión utilizada por el doctor Freisler cubre perfectamente mis esperanzas y mis deseos: ¡un hombre íntegro! Naturalmente, podríamos discutir qué constituye “un hombre íntegro”, pero por desgracia no tenemos tiempo de entrar en un análisis más detallado de la idea que el doctor Freisler tiene al respecto.
Los estudiantes echaron un vistazo a sus relojes. Era una clase de dos horas y aún no había pasado ni siquiera una. La falta de tiempo, pues, difícilmente podía explicar la negativa del profesor a estudiar el concepto del «hombre integral» freisleriano.
—Sin embargo —continuó diciendo el profesor Habermann⁠—, cabe señalar que, según el secretario del ministerio de Justicia del Reich, «en toda promoción será la actividad efectiva de un hombre, ya sea en la guerra mundial o en la batalla del movimiento nazi, en el servicio militar o en sus capacidades como cabeza de familia, la que dará la medida última de su mérito». A continuación, el doctor Freisler añade: «Las consideraciones políticas nacionales hacen deseable que, cuando las capacidades y los logros de dos hombres sean similares, se opte por el que tenga más hijos». Caballeros, ya comprenden qué significa eso: «… cuando las capacidades y los logros de dos hombres sean similares…», es decir, si un juez es ligeramente inferior a otro que tiene menos hijos, ¡será el juez inferior el que ascienda obedeciendo a las «consideraciones políticas nacionales»!
»Actualmente, sin embargo, nuestros líderes no lo tienen fácil a la hora de determinar quién es “superior” y quién “inferior”. El doctor Freisler, sin embargo, realiza una valiosa contribución para la resolución del problema al enumerar las cualidades que habrá que tener en cuenta a la hora de evaluar la “actividad efectiva” de un jurista: en primer lugar, su actividad en la guerra mundial; en segundo lugar, su contribución en la batalla del movimiento nazi; en tercer lugar, su actitud en el ejército; y en último y cuarto lugar, sus aptitudes como cabeza de familia. No habrá escapado a su atención que la “actividad efectiva” de un hombre en un tribunal ni siquiera se tiene en consideración.
Habermann tomó el panfleto Justicia alemana que estaba citando, y lo agitó en el aire como si fuera una bandera. Las páginas se abrieron y el profesor las sostuvo un instante ante sus ojos antes de proseguir con la lección.
—Después de establecer que la disposición de los alumnos a casarse pronto es uno de los requerimientos básicos de la profesión legal, el doctor Freisler añade la siguiente observación: «La nueva política de la personalidad debe anular gran parte de las formas de pensar tradicionales y anticuadas; deberán sobreponerse a hábitos profundamente arraigados para poner en peligro la nueva obra».
Llegados a aquel punto, Habermann subió el tono de voz.
—El énfasis de esa última frase se lo he puesto yo, pero las palabras son del secretario Freisler y ciertamente creo que es mi deber advertirles del riesgo de malinterpretarlas. Todos sabemos, por supuesto, que el secretario quiso decir exactamente lo opuesto de lo que dijo. Pero el idioma alemán no es precisamente sencillo y no todo hombre íntegro posee la habilidad necesaria para dominarlo.
El profesor Habermann se rio como un chiquillo y varios estudiantes soltaron una sonora carcajada. Sin embargo, el joven de la primera fila frunció el ceño con gesto exasperado y sacudió la cabeza sin ser plenamente consciente de que lo hacía. «¡Tenga cuidado! —⁠pensó entonces⁠—. ¡Por el amor de Dios, no se pase! ¡Ahí ha ido un poco demasiado lejos!».
Pero Habermann parecía tener la conciencia muy tranquila. Dejó el panfleto, se sacó del bolsillo un periódico doblado y lo abrió.
—Sí —repitió—, la lengua alemana no es precisamente sencilla y muchos de nuestros estudiantes de derecho parecen haberle declarado la guerra abiertamente. La junta jurídica estatal ha estado siguiendo esa guerra con creciente preocupación y todos haríamos bien en dedicarle algo más de atención. El director de la junta jurídica, el doctor Palandt, realiza la siguiente crónica desde el campo de batalla: «No es infrecuente que la parte crucial de muchas de las tesis presentadas por los estudiantes esté expresada de forma tan ininteligible que ni siquiera un estudio atento logre desentrañar ningún significado plausible. Es bastante evidente que la principal dificultad de los candidatos estriba en producir un documento redactado de forma sencilla y legible. El hecho que utilicen verbos como “afirmar”, “establecer”, “citar”, “objetar”, etc., sin ninguna distinción entre sus significados no dice demasiado en favor de la inteligencia de los estudiantes de derecho; eso es lo mínimo que deberían haber aprendido en los últimos tres años. En la mayoría de los casos, los estudiantes no saben cómo utilizar las pruebas presentadas por sus propios testigos y son manifiestamente incapaces de explicar y justificar una decisión legal. Esa inoperancia a la hora de demostrar o echar por tierra un argumento es sencillamente incomprensible».
Habermann, que había dedicado considerable energía y sentimiento en aquella cita, dejó caer el periódico.
—¡Cuánta verdad! —exclamó—. ¡Cuánta precisión! Sin embargo, también aquí me gustaría adelantarme a un posible malentendido.
Colocó las manos sobre el escritorio, se inclinó hacia delante y escudriñó seriamente el rostro del joven estudiante de la primera fila.
—Es bastante fácil imaginar a un estudiante capaz de distinguir entre los verbos «afirmar», «establecer», «citar» y «objetar» y que, no obstante, sea sencillamente incapaz de establecer la validez de algunas decisiones con las que se ve confrontado. En otras palabras, debemos liberarnos de los conceptos viejos y caducos sobre qué constituye la «validez de una decisión». Caballeros, ha llegado la hora de regresar a la tesis con la que comenzamos esta lección: «La justicia es aquello que sirve a nuestros propósitos».
Si algo no se podía decir de la lección del profesor Habermann, es que le faltara variedad y colorido. Ciertamente, un oyente superficial habría podido acusar al docto profesor de saltar de un tema a otro sin ton ni son, pero de repente había sabido devolver la lección a la tesis inicial. Tal vez ese método y esa mentalidad tan peculiares, esa diversidad y discontinuidad tan suyas explicaran su indiferencia hacia la «carrera» antes de la llegada de Hitler al poder. Y ahora que se le abría una carrera, no parecía estar demasiado interesado en seguirla. Antes o después su comportamiento llegaría a oídos de las autoridades y, entonces, ni su carácter cien por cien germánico ni su popularidad entre los estudiantes lo salvaría de caer en el abismo al borde del cual seguía jugando a aquel peligroso juego.
La segunda hora de la lección comenzó y Habermann sacó a colación el tema de la delincuencia juvenil. Hablaba despacio pero de forma imponente. Parecía estar disfrutando de lo que decía.
—Deben tener todos muy presente que el desempleo sostenido que sufrió el país durante los espantosos años de la decadencia alemana y la consiguiente desmoralización de la juventud tenía que traducirse necesariamente en un incremento de la delincuencia juvenil. Nosotros, estudiosos del código jurídico, siempre hemos considerado un hecho incuestionable que solo una pequeña minoría de delincuentes, que es aún menor entre los delincuentes juveniles, se inician en la carrera criminal en respuesta a un impulso criminal. En realidad, y como ustedes ya saben, por lo común lo que hace al ladrón es la oportunidad y también la desesperación. Pero, por encima de todo, es el mal ejemplo lo que espolea la delincuencia. Por todo ello, no es de extrañar que durante la extinta república se produjera un importante incremento de la delincuencia juvenil. Sin embargo, y por desgracia, observamos que en la Alemania nacionalsocialista se da un fenómeno extraño y sumamente inquietante. Caballeros, la delincuencia juvenil no solo no ha disminuido, sino que durante los últimos años ha experimentado un aumento de proporciones amenazantes. He aquí una serie de datos comparativos:
CRÍMENES DE CARÁCTER GENERAL
Berlín………… 1934: 948 casos 1936: 1485 casos
Hamburgo…… 1934: 566 casos 1936: 979 casos
Colonia………. 1934: 328 casos 1936: 549 casos
CRÍMENES DE NATURALEZA SEXUAL
Berlín………… 1934: 22 casos 1936: 72 casos
Hamburgo…… 1934: 26 casos 1936: 107 casos
Mannheim…… 1934: 10 casos 1936: 48 casos
CRÍMENES CON VIOLENCIA FÍSICA
Berlín………… 1934: 30 casos 1936: 75 casos
Hamburgo…… 1934: 21 casos 1936: 47 casos
Breslau………. 1934: 1 caso 1936: 47 casos
»Ya lo ven, caballeros: durante los últimos años, el número de condenas a delincuentes juveniles se ha doblado prácticamente en las grandes ciudades. Sin embargo, resulta especialmente preocupante que la medida de los crímenes con violencia física, los crímenes sexuales y los casos de agresión y lesiones se haya triplicado. De pasada, caballeros, habrán observado que en la ciudad de Breslau los casos se han multiplicado ¡por cuarenta y siete! En relación con este tema tan sumamente interesante, les recomiendo la lectura de un artículo aparecido en Jung Deutschland donde encontrarán las cifras que he citado y que, de hecho, han aparecido en numerosas publicaciones legales. Este artículo en particular, sin embargo, apunta que “el desempleo ha dejado de ser en Alemania un factor significativo en la desmoralización de la población joven”.
El profesor Habermann, con el rostro contraído en una mueca de mongol, formuló una serie de preguntas retóricas a la clase:
—¿No habríamos dicho todos que el nuevo orden de nuestra vida nacional, la nueva inspiración moral que emana del Führer, sus altos ideales y los medios admirables y rigurosamente alemanes que invoca para lograrlos se habrían traducido en una limpieza del país? Pues la realidad es que, miremos donde miremos, vemos inmundicia, putrefacción y una recaída tan desvergonzada en la criminalidad como ni siquiera la Alemania de la decadencia habría tolerado. ¿Qué explicación podemos ofrecer, caballeros, para este fenómeno de degradación, este cáncer en el cuerpo del pueblo alemán?
El profesor hizo una pausa. El estudiante de la primera fila esperaba que el docente, con su increíble audacia, respondería a aquella pregunta retórica con las frases estereotipadas de la propaganda nazi: «¡La influencia extranjera!», o «¡La vergüenza del Pacto de Versalles!», respuestas que provocarían, desde luego, un irresistible efecto paródico. El joven notó un cosquilleo en la piel. «Va a producirse un escándalo —⁠pensó⁠—. De una forma u otra, esto terminará en escándalo. O bien alguien denunciará al ingenioso Habermann o se montará tal revuelo en la clase, tal arranque de aplausos con los pies, que mandarán al decano; y entonces nos interrogarán y tendremos que contar la verdad. Dios mío, ¿qué sucederá entonces?».
Habermann, con los ojos entrecerrados y fijos en el alumno, permaneció callado. Se hizo un silencio mortal en el aula. Tensos, expectantes, los estudiantes esperaban oír a su profesor estallar en una denuncia apasionada y furiosa del régimen y sus guardianes. En aquellos segundos que duraron una eternidad, cada uno de ellos tomó una decisión. ¿Qué voy a hacer?, se preguntaron todos. Y casi todos pensaron: sería un alivio. Todos sabemos lo que puede decir, lo que debería decir, pero sería un verdadero alivio oírlo de sus labios y que sus palabras resonaran en este auditorio de nuestra vieja universidad, una reivindicación de nuestra dignidad, comprometida por tantas mentiras serviles.
Pero la tensión se desvaneció con un portazo seco y sonoro. Dos jóvenes con uniforme de las tropas de asalto entraron en el aula.
—¡Heil Hitler! —exclamaron, y la clase se puso en pie de mala gana para saludarles. Terminada la ceremonia, los soldados se acercaron a Habermann, que estaba de pie junto a su escritorio.
El profesor escondió la cabeza entre los hombros. Parecía un toro ante una bandera roja. ¿Qué había pasado? ¿Lo habían oído desde detrás de la puerta los guardianes del orden nacionalsocialista? ¿Acaso uno de los estudiantes se había escabullido fuera de la clase y lo había denunciado? En ese caso, ¡que se fuera preparando! Los demás estudiantes le iban a dar una lección que no olvidaría jamás. Uno de los soldados subió a la tarima y se colocó frente a la clase, dándole la espalda a Habermann y ocultándolo. El estudiante de la primera fila se había puesto de pie, su atractivo y enojado semblante miraba de perfil hacia la clase, y observaba de reojo, amenazante, al soldado, que carraspeó y comenzó a hablar.
—Camaradas y amigos —dijo el soldado⁠—, en esta hora decisiva para el destino de nuestra patria…
«¿Cómo? —pensó el estudiante—. ¿Otra hora decisiva para el destino? ¿Vamos a dejar atrás esa hora algún día? ¿Qué quieren ahora los nazis?».
—… en esta hora decisiva me dirijo a vosotros, camaradas del partido, y también a vosotros, quienes servís al Führer sin pertenecer aún al partido…
En ese momento, el estudiante de la primera fila volvió a sentarse ruidosamente. El soldado continuó:
—… me dirijo a vosotros —dijo, subiendo el tono de voz⁠— como representante y administrador local del ministerio de Alimentación del Reich, y como tal…
El estudiante de la primera fila comenzó a aplaudir; no aplaudió una sola vez, sino que prorrumpió en un aplauso constante, insistente, feroz e inusual para un estudiante, ya que era costumbre entre ellos aplaudir con las manos.
El soldado se detuvo, sobresaltado, y prosiguió con su discurso, tratando de sobreponerse al aplauso.
—Caballeros —chilló—, el deber de cosechar nos llama…
Pero el resto de la clase se fue uniendo al aplauso y ya eran la mitad de alumnos quienes aclamaban al soldado. También el profesor Habermann, que estaba detrás del soldado y al ser de menor estatura, quedaba casi oculto a ojos de la clase, aplaudía como un loco; levantó las manos y se puso a aplaudir por encima de la cabeza. De hecho, era una especie de director que dirigía a la clase en aquel concierto extraordinario. El estruendo de los aplausos fue aumentando de intensidad y ya no había ni un solo estudiante que no se hubiera unido al clamor. Sus caras (y eso era lo más sorprendente) reflejaban una seriedad mortal; para ser más exactos, se trataba de una expresión de desafío furioso y obstinado. Costara lo que costase, estaban decididos a no dejar que aquel intruso uniformado, aquel oficial del ministerio de Alimentación del Reich, les soltara su discurso. ¡No! No iba a hablar ni aunque a la mañana siguiente mandaran a la clase entera a un campo de concentración.
El soldado, indefenso ante aquel acto espontáneo de resistencia organizada, exclamó a voz en grito: —¡Caballeros, os agradezco esa expresión de apoyo y sé que, durante los próximos meses de vacaciones, ninguno de vosotros dejará de presentarse voluntario al servicio de cosecha!
Pero sus palabras no lograron traspasar aquel muro de aplausos que se elevaba frente a él; la voz del mensajero.
—¡Prusia Oriental! —se desgañitó, como si se tratara de palabras mágicas con las que esperaba disipar el tumulto⁠—. ¡Van a mandaros a la Prusia Oriental, camaradas del partido, en esta hora decisiva para el destino de nuestra patria…!
Estaba rojo como una langosta y las venas hinchadas de la frente amenazaban con estallar. El profesor Habermann, que aún aplaudía con las manos por encima de la cabeza, comenzó a bajar el ritmo de los aplausos y la clase lo siguió. Finalmente, a espaldas del soldado, el profesor director dio la señal para que cesaran los aplausos. Aquel silencio repentino cogió por sorpresa al soldado que, a voz en grito, ya no sabía ni qué decía:
—Nuestra íntima y orgánica relación con el espíritu agrícola de Alemania…
Su voz llenó el auditorio como el aullido de una presa. Se detuvo abruptamente y miró a su alrededor como un hombre que hubiera perdido el sentido. Habermann sacó la cabeza por detrás del uniforme marrón, su rostro estaba contraído en una expresión taimada. Sus ojos pardos sonreían.
El soldado se quedó callado. Le había llegado el turno al estudiante de la primera fila, que se puso en pie y con una inclinación muy digna y casi elegante, dirigida en parte al soldado, en parte al resto de la clase, subió a la tarima.
—En nombre del estudiantado deseo agradecer al representante del ministerio de Alimentación del Reich sus iluminadoras observaciones. En realidad, el representante del ministerio de Alimentación del Reich no necesita de mis palabras: podrá juzgar por nuestros aplausos nuestro pleno apoyo a su persona y a la del Führer. Si, como resultado de nuestra irreprimible expresión de entusiasmo —⁠la clase se rio⁠— se nos han escapado algunas observaciones decisivas, el ministerio de Alimentación del Reich puede estar convencido que somos ciegos, sordos y mudos en nuestra devoción a sus órdenes y que ni siquiera nos detenemos a preguntar qué se espera de nosotros en esta hora decisiva para nuestro destino, en aquella o en la de más allá.
Hizo otra reverencia y regresó a su asiento. El soldado de las tropas de asalto, absolutamente incapaz de captar el fondo de aquel ingenioso e irónico discurso, levantó el brazo.
—¡Heil Hitler! —exclamó.
—¡Heil Hitler! —repitió su compañero en la que fue su única contribución al incidente.
La clase no respondió. El profesor Habermann acompañó a los dos uniformados hasta la puerta y los despidió con una gentil reverencia. Entonces regresó y, como si no hubiera pasado nada, subió a la tarima y prosiguió con la lección.
—Estábamos diciendo —señaló al tiempo que estudiaba la clase con su mirada fría; notó cómo la recorría un estremecimiento apenas perceptible⁠—, estábamos discutiendo, si lo recuerdo bien, las dificultades que pueden plantearle a nuestro nuevo Estado autoritario los actos de sabotaje llevados a cabo no por parte de individuos, sino de grupos organizados.
Una vez más, se hizo un silencio mortal en la clase. El joven de la primera fila miraba fijamente el rostro del profesor, en sus ojos pardos se advertía el brillo fruto de la admiración y el amor. Pero también sus compañeros, los jóvenes sentados a su lado y tras él, en las gradas del anfiteatro, escuchaban con una devoción casi religiosa. Todos ellos sabían perfectamente que su profesor no había «recordado bien»; de hecho, estaba «recordando mal». El tema que habían estado discutiendo anteriormente no tenía nada que ver con los actos organizados de sabotaje. Pero acababan de ser testigos, testigos y participantes en uno de esos actos y había algo magnífico en el hecho de que aquel hombre, que había sido su líder silencioso, tuviera ahora la osadía de definirlo y llamarlo por su nombre, de describirlo en el sobrio lenguaje del auditorio.
—Nosotros, estudiosos de la ley criminal del tercer Reich —⁠dijo Habermann⁠—, no conocemos nada tan peligroso para el Estado como la resistencia pasiva de las masas, o incluso la resistencia pasiva de determinados grupos reducidos.
Hizo una pausa, consultó el reloj e hizo sus últimos comentarios en un tono de voz de lo más despreocupado.
—De acuerdo con las instrucciones, me gustaría pedirles a los caballeros que tengan intención de presentarse voluntarios para el servicio de cosecha en la Prusia Oriental que se levanten.
No hubo ni un sonido, ni un movimiento entre el auditorio. El joven de la primera fila, presa de un pánico repentino, miró a su alrededor, pero nadie se movió.
El profesor Habermann, después de recrearse dos o tres segundos en aquel silencio, hizo un breve gesto.
—Les doy las gracias, caballeros —⁠dijo, y en aquella frase convencional resonó, sin lugar a dudas, el volumen inconmensurable de su orgullo, su triunfo y su gratitud. No se oyó nada aparte del somnoliento ruido de la fuente del patio mientras el profesor, con porte erguido, sumamente tenso, abandonaba la clase.

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